No quiero ser un donut

Podría haber sido moqueta… habría podido estar bien. También habría podido ser el zapato de un revisor… aunque lo de ser moqueta era más seductor, sí, por eso de estar en todas partes al mismo tiempo, es como ser Dios, pero en cutre. Lo que no hubiera querido ser de ninguna manera hubiera sido el donut del señor gordo. Tampoco es que ser donut estuviera mal, el hombre viajaba constantemente de su asiento al bar y del bar a su asiento, quizás habría valido la pena sólo por ver la cara de pánico de los que se cruzaban con él en el pasillo… pero… no, decidí que no. Un final demasiado ridículo-dramático en las fauces de semejante glotón no me seducía. Yo prefería un destino mejor… no sé, algo más digno, algo que me permitiera viajar, ver mundo… me habría encantado ser un globo de helio… sí, de esos con formas graciosas que se les regala a los niños en las ferias y que siempre acaban por escapar. Viajaría por el firmamento, conocería a las nubes, charlaría con las estrellas. Quien sabe, a lo mejor la luna me haría un hueco a su lado. Sí, sí, eso sería genial. ¿Y las noticias? ¿Os imagináis las noticias? “nuevo astro descubierto en el cielo” y ése sería yo, sería fantástico. Aunque… quizás quedaba un poco ridículo. No sé, no me imagino un aquelarre de brujas satánicas y malignas adorando a un pokemon fosforito. ¡Va! Al fin y al cabo allí no habían ni niños ni señores vendiendo globos de helio y yo tenía que elegir.

Cuando tu destino es ser cosa muy a menudo el “qué” no es tan importante como el “con quién”. La cosa más insignificante puede ser grande en manos del humano adecuado. Todas las cosas conocen la historia del guijarro que encontró a David. En un principio, cuando llegaron allí eran dos y como a mí ahora, les tocó elegir. La primera en elegir eligió ser la espada de ese señor gigantesco y esa no fue una mala elección. La espada era inmensa y estaba tan afilada que su filo refulgía incluso envainada, en su empuñadura, un león, parecía a punto de morder el aire. Estaba claro que a ella le esperaba la gloria, un lugar en la historia. ¿Qué le podía quedar al otro? ¿ser casco o escudo? Sí que eran bonitos, para qué negarlo, seguramente para muchos incluso más que la espada…, pero seamos sinceros ¿Quién se acuerda de un casco o de un escudo? El destino glorioso siempre es para la espada, como mucho los arcos pueden ser grandes, pero nunca un escudo y mucho menos un casco.

Estaba claro que el otro no tenía futuro. La elección de su compañera le había condenado a un papel irrelevante en la historia. Pero no fue así, porque tuvo vista, mucha vista. Cuando la espada vio como se convertía en un guijarro a los pies del muchacho pensó que éste estaba loco. Seguramente iba a ser pisado cuando el chico se diera a la fuga ante el arrollador avance del gigante y su flamante espada. Para ella no había duda, su compañero había enloquecido. No había ninguna gloria en ser un guijarro pisado por un niño que huye presa del pánico justo antes de morir aplastado. Pero se equivocó… porque es ese guijarro el que escribió su nombre en las páginas de la historia. Su hazaña desbordó los limites del tiempo y llegó hasta nuestros días. En cambio, ¿quién se acuerda de la espada? Eh, ¿Quién? Su error fue no fijarse en la vida que refulgía tras los ojos de ese niño. No se fijó en el temple con que su mano derecha sujetaba esa honda. Para ser justos, ni sabía que era una honda. No sabía lo que podía hacer un buen guijarro con ella. Sólo pensó en el “qué” y no en el “con quién” Por eso no quería yo cometer ese error… aunque tampoco había mucho donde elegir.

Estaban las dos señoras mayores, la rubia del jersey granate, la mulata buenorra y el gordo del donut. El gordo obviamente quedó descartado, ni gordo ni donut. Las dos señoras mayores me caían bien, habían llegado corriendo, me imagino que justas. La falta de resuello les impidió pronunciar palabra hasta que no llevaban ya unos minutos sentadas y casi que agradecí esos momentos porque a la que se lanzaron a hablar ya no callaron. Vida y milagros de un viaje en autobús, y no estamos hablando de cruzar un continente ni de ninguna hazaña espectacular, que va, cuarenta kilómetros desde un pueblo, que deduje debía ser muy pequeño en la franja de poniente, hasta la capital, Zaragoza. Hay que ver la de conclusiones y reflexiones que se pueden sacar, si se tiene ganas, de cosas tan insignificantes. Si hubiera puesto un poco de atención me apuesto lo que queráis a que soy capaz de escribir un informe completo de cada uno de los viajeros que fueron con ellas… pero se les perdona, se notaba a la legua que eran mujeres poco viajadas. Se les notaba por esas permanentes a juego, sus camisas de seda estampadas con flores y sus agujas de pecho doradas y con perlas. Se entreveía que iban en post de una ocasión importante, pero con su aspecto ni eso me podía hacer decidir por ellas, fuera lo que fuese seguro que hubiera acabado aburriéndome. Ya me veía riendo los chistes de un par de setentones calvos que habían conocido en el chat o en la última excursión del imserso. No, no me apetecía. También estaba la mulata buenorra. La chica estaba bien. Era de esas que se hacen mirar… aunque tampoco estaba para tirar cohetes, y eso que a ella le hubiera gustado. Hacía pinta de ser de esas mujeres que cambian de acera para poder pasar por debajo de una obra y que los obreros le griten piropos, así les puede mirar despectivamente y hacerse la víctima diciéndose “si es que los tíos todos piensan en lo mismo”… sí, seguro que era de esas… Entonces, claro, sólo me quedaba la rubia.

Lo de rubia lo digo en referencia a su cabello. Conviene hacer esta aclaración porque cuando uno dice la palabra rubia la gente imagina, sobre todo los hombres, una mujer de metro setenta, 90 60 90, de piernas largas, ojos azules y labios rojos, y ese no era el caso. No quiero decir con eso que fuera fea porque no lo era. Sí es cierto que te la tenías que mirar un buen rato para llegar a esa conclusión, pero si lo hacías, poco a poco, le ibas encontrando sus pequeños encantos. Tenía los ojos muy grandes y la boca, así, como de pato. Era larga y huesuda, pero no era fea, miraba bonito y te sonreía con cariño. Leía un libro de Paul Auster, El oráculo de no sé qué, lo apoyaba sobre la rodilla y no me dejaba acabar de ver bien el título. Jugueteaba alegremente con un bolígrafo y de vez en cuando se acariciaba con él los labios. Lo había decidido… sería su bolígrafo.

Quizás me preguntéis como ve la vida un boli, o no. Bueno, seguro que no me lo preguntáis… pero me da igual, pensar que lo hacéis me da pie a responderos, que es lo que tengo ganas de hacer. La vida de un boli es mucho más dura de lo que podría parecer a simple vista… o estás guardado o te están meneando, y sino, puedes acabar hurgando en el sitio más insospechado. Aunque hay que decirlo, al principio de mi vida como boli ni pensé en eso… estaba a gusto. La ayudaba a seguir las palabras por el libro y jugueteaba con sus dedos para entretener su mano libre. Se podría decir que era agradable, incluso en alguna ocasión me dio un beso… bueno… me chupó. Sí, ya sé que nadie besa un boli, pero tampoco tiene nada de malo ver la vida desde un lado un poco más romántico, ¿no?… aunque el romanticismo no me sirvió de nada para lo que se me venía encima… fue horrible. Perdone, señorita, ¿me puede prestar un boli? Y lo peor. Sí, claro. Tenga, quédeselo, son de la empresa, tengo más… mi vida se había ido al garete en un par de segundos. Lo que habría podido ser una existencia feliz y tranquila se convirtió de repente y sin avisar en un infierno. La única persona en ese lugar con la que de ninguna manera habría querido estar, y allí estaba… con el gordo… Al menos no había decidido ser donut, porque si así lo hubiera hecho mi existencia habría sido bien corta porque de él sólo quedaban ya las migas. Aunque quizás habría preferido ese destino. Una muerte rápida, en esos momentos, se me acontecía un consuelo.

Me agarraba con fuerza, casi me estrangulaba. Estaba haciendo un crucigrama, pero más que escribir parecía que lo que intentaba era herir al pobre papel… seguro que cuarenta páginas por detrás todavía se podían leer las respuestas marcadas. Cada vez que encontraba una respuesta, no sé si por la emoción, me apretaba con tanta fuerza que mi pobre cuerpecito se doblaba y crujía, faltaba poco para estrangularme… Pero casi prefería eso que cuando no la encontraba… le ayudé a desenquistar los trozos del cadáver del donut que todavía le quedaban entre los dientes. Le saqué un par de mocos gordos y verdes. Le rasqué esa cabeza casposa y grasienta… incluso me tocó hacer lo mismo con sus… “ingles.” Cualquier intento por imaginar lo angustioso de mi situación es inútil. No lo intentéis siquiera… no fuera que lo consiguiérais y acabarais suicidándoos. Le acabé escribiendo yo todas las respuestas haber si así en un acto de educación me devolvía a mi legitima dueña… pero no lo hizo.

Se levantó, pensé que iba al bar, pero no… iba al lavabo… Fue espectacular ver como semejante saco de carne se metía en ese receptáculo tan pequeño. Yo estaba en su bolsillo y al sentarse en el retrete casi me parte, acaba conmigo…, pero no lo hizo. Me sacó de allí y me dejó encima del lavamanos, bien enfocado, para que lo viera todo, lo oliera todo, lo escuchara todo… Creo que tendré pesadillas para el resto de mi vida. Afortunadamente cuando hubo acabado se me olvidó allí encima, aunque las cosas que tuve que ver durante la media hora que estuve allí… en fin, que no se lo deseo a nadie. No me gustaría que de mi relato dedujerais que tengo algo en contra de la gente, digamos, un poco subida de peso…, pero es que éste en concreto era un cerdo, y lo hubiera sido aunque hubiera pesado cuarenta kilos.

Pero por suerte esa agua ya pasó. A partir de allí me sonrió la fortuna… aunque creo que ya me tocaba. Me cogió un chaval joven, de unos treinta o treinta y cinco años y aspecto atlético. El tipo no paraba quieto… para arriba y para bajo del tren, le encantaba pasear y eso a mí me gustaba, pude ver otra vez a mi rubia, pero no me reconoció.

Era obvio que el chaval se aburría. Sacó una libreta y la tuvo abierta delante de él como media hora. Quería escribir un relato en el tren, que transcurriera en el trayecto que estábamos haciendo, y acabarlo antes de llegar a Madrid. Quería algo diferente, extraño, pero no se le ocurría nada, así que decidí echarle una mano. Primero probé a darle unas ideas, me apetecía que escribiera sobre nosotras, las almas de las cosas, pero tampoco se le ocurría nada. Claro, hay muy poca gente que sepa que algunas cosas tienen alma. Aunque hay que decir que la mayoría de la gente lo intuye, cómo si no se explica ese cariño tan grande que se coge por algunas cosas, no sé… como ese jersey viejo, esas zapatillas. Hay muchas cosas a las que aman los humanos sin una causa justificada… eso sólo se entiende porque en el fondo saben que estamos allí. Todas estas cosas, y muchas más, se las contaba a él, pero tampoco le servían, quería algo narrativo, un cuento, y con todo esto sólo le salía ensayo, así que tomé yo las riendas del asunto y me puse a contar mi historia. El cree que se le ha ocurrido a él, pero eso no me preocupa, a las cosas no nos interesa la gloria en el mundo de los humanos. Además tampoco se podría decir que es una gran historia, soy un boli, un simple boli. No soy un anillo de poder en un viaje por tierras fantásticas ni una computadora en una odisea espacial buscando a dios, sólo soy un pobre e insignificante bolígrafo que adquirió un alma en el trayecto de tren entre Barcelona y Madrid. Pero no desesperemos, un boli no es como una espada, un boli es más como un guijarro, algo insignificante, pero que en manos de la persona adecuada puede cambiar el curso de la historia. Quién sabe, quizás en manos de este tipo conquisto la gloria entre las cosas… o quizás no… bueno, siempre será mejor que ser un donut.

[Escrito en una libreta y con un bolígrafo el 11 de febrero del 2006 en el trayecto en tren entre Barcelona y Madrid]

Vicens Jordana

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1 pensamiento en “No quiero ser un donut

  1. Tu forma de explicar cada cosa en cada parrafo es bastante amena y facil de entender,
    sigue escribiendo así!

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