Motor origen

ESCUCHA EN LÍNEA EL «CAPÍTULO 1» DE «MOTOR ORIGEN» EN VERSIÓN DIGITAL ―AUDIOLIBRO―

 

Prólogo

Podría haberle pedido a algún amigo con un mínimo de fama que me hiciera un prólogo de esos zalameros que tanto odio, pero he decidido no hacerlo, más que nada, no le acabo de ver la utilidad para el lector. Creo que si tú no eres de esos lectores, que como yo, se saltan el prólogo y pasan directamente a la novela, te interesará más lo que voy a contarte.
Porque voy a hablar de esta novela. No sobre la historia ni sobre los personajes ni sobre nada relacionado con el tema, voy a hablar sobre su edición y por ende también sobre la edición en general, sobre su futuro y el de todo el sector.
A finales de los sesenta el Pentágono encargó a unos cuantos científicos que crearan un sistema de comunicación descentralizado entre sus ordenadores. Les preocupaba que un misil bien dirigido acabara con todo el sistema de un solo tiro. A eso lo llamaron Arpanet y ni de lejos imaginaban que sería el germen de una tecnología que treinta años más tarde iba a revolucionar todos los paradigmas culturales del siglo XXI, ni que iba a servir para que los activistas de WikiLeaks les causaran la mayor fuga de información de toda su historia.
Hoy todavía son muy pocos los que utilizan la red para algo más que para mirar el correo, entrar a Facebook, o hacer una búsqueda de vez en cuando. Ni siquiera los servicios que se ofrecen a través de Internet están cerca de ser lo que serán, una vez se haya implementado totalmente este nuevo medio, sin embargo los cambios que ha producido en nuestra sociedad ya son obvios y su influencia social va en aumento de forma exponencial año a año.
Gracias a mi trabajo como director de proyectos de COMAFOSCA, node d’art i pensament, he entrado en contacto estos últimos años con toda una serie de ideas, que ya a estas alturas más que ideas son constataciones, que me han llevado a unas reflexiones. La primera es que Internet está aquí para quedarse y cambiarlo todo, y que entender como será el mundo después de esta tecnología es crucial para cualquier persona que se plantee un proyecto a largo plazo. La segunda es que todo lo que yo pueda pensar, decir o escribir sobre ese futuro, como todo lo que nadie diga nunca sobre el futuro, no son más que especulaciones, más o menos inteligentes, pero especulaciones al fin. Por tanto lo que estoy haciendo con este libro es una apuesta en base a unos pensamientos que ahora os voy a explicar y que incluso si son acertados no me dan ninguna garantía.
Hasta hoy nunca hemos podido tratar la información como lo que es, información. Excepto la oral, el resto siempre ha necesitado de un envoltorio para llegar a nosotros. Una canción, una novela, una noticia, han necesitado siempre de su correspondiente cajita, fuera un disco, un libro o un periódico. Cuando un creador creaba una obra, ésta debía ponerse en una caja, después la llevaban a una fábrica donde esa información se copiaba miles de veces para ponerse en miles de cajitas que se subían a camiones, barcos y aviones para llegar a tiendas donde un señor las almacenaba hasta que tú, el consumidor final, pagabas por ella y te la llevabas a casa en su correspondiente cajita.
A partir de mediados del siglo XX otro sistema de distribuir información llegó a nosotros. A través de la radio y la televisión, unos cuantos, muy pocos, tuvieron la capacidad de poner esa obra en un aparato y que automáticamente fuera accesible a millones de personas al mismo tiempo. Esto, por supuesto, fue un gran avance cultural para la humanidad, ya que permitió el acceso a la cultura a miles de millones de personas que sin estos medios jamás habrían sabido de la existencia de otros lugares y otras maneras de pensar. Pero junto con esta ventaja hubieron ciertas desventajas, sobre todo dos. La primera es, ¿quién tiene el dinero suficiente como para acceder a este medio y controlar su programación?, o grandes entes económicos o los gobernantes, y es muy difícil creer que resistan la tentación de usar el inmenso poder que esto proporciona en su propio beneficio. Y la segunda es que tener a toda una población recibiendo la mayoría de la información de los mismos diez o doce focos produce una homogenización intelectual que empobrece notablemente la cultura.
Hoy cualquier persona con un ordenador y acceso a la red puede acceder a cualquier persona con un ordenador y acceso a la red en cualquier parte del mundo, puede coger cualquier información, canción, novela, noticia, película, etc., copiarla tantas veces quiera, dos o un millón, tanto da, y enviarla donde quiera, sea el pueblo de al lado o sea Japón. Si alguien no entiende que después de esto, todos los que durante largos años han vivido de meter información en cajitas, de fabricar cajitas, de transportar cajitas o de vender cajitas, se van a tener que replantear seriamente su negocio, es que, sinceramente, o es tonto o miente por intereses.
Ahora voy a hablar de mis cajitas preferidas. De todas las que hay las únicas que creo que sobrevivirán a Internet: los libros. Que crea que los libros sobrevivirán no quiere decir que crea que la industria editorial vaya a sobrevivir. O al menos no creo que lo haga tal como la conocemos ahora. Para que entendáis porque digo esto os voy a desglosar un poco los precios que se mueven en la industria editorial ahora mismo. Del precio en tienda de un libro entre el seis y el diez por ciento es para el escritor, pero lo más común es el siete, me imagino que escritores como Dan Brown o Stephen King, son los que pueden acceder a ese glorioso diez por ciento. Un libro cuesta imprimirlo dependiendo de la tirada, las páginas y la calidad, alrededor de dos euros. El librero se puede llevar entre el quince y el veinticinco por ciento, afortunados los que se llevan el veinticinco. La distribuidora entre el cincuenta y el sesenta por ciento, y con lo que queda tiene que vivir el diseñador, el maquetador, el editor, etc. Luego hay todo un juego de pagos, devoluciones y reembolsos que nunca he entendido y que por poco que pueda intentaré no necesitar entender.
Pues bien, nada de esto que os he contado sobre el mundo editorial tiene que ver con el libro que tenéis entre las manos. No sé si ediciones futuras pasarán por una editorial tradicional o una distribuidora, pero esta edición en concreto se plantea de una manera totalmente diferente.
Un libro es un objeto tan hermoso que hay gente que lo compra solo para decorar su casa, sin ninguna intención de leerlo. Si miráis alguna revista de decoración o arquitectura os podréis fijar que en cualquier fotografía de un comedor o un salón, incluso de un baño, siempre hay libros por todas partes. Además de un objeto hermoso, tiene un valor simbólico brutal, no solo para su poseedor, sino para toda persona que visite tu casa. No sé vosotros, pero a mí me encanta curiosear en las bibliotecas ajenas a la que me dan ocasión. Los humanos somos fetichistas por naturaleza y la información escrita cuenta con un fetiche de gran poder, es por eso que pienso que este formato sobrevivirá a Internet.
Pero que nadie se engañe, va a cambiar mucho y ni de lejos se van a vender tantos libros como antes. De entrada desaparecerán los libros de bolsillo, a quien no le importe el formato y solo piense en el contenido, la comodidad y el precio, se acabará pasando al ebook o al audiobook. También desaparecerán la mayoría de los libros técnicos y de consulta, estos libros se compran por su utilidad y las ventajas que presentan en formato PDF convierten en obsoleto un texto en papel, es muy grande, se descataloga, no puedes copiar pegar un párrafo, no se pueden realizar búsquedas rápidas de una palabra o serie de palabras, no lo puedes copiar y pasárselo a un compañero y no te caben todos los que tienes en tu llavero.
No van a tener ningún problema los libros infantiles, los clásicos bien impresos, los libros regalo, los que por su edición sean especiales, las novelas bien editadas, los libros de poesía y pocas cosas más. Pero aunque esos libros vayan a sobrevivir, la manera en la que llegarán al público sí cambiará mucho. Que conste que no estoy hablando de los próximos cinco años, todos estos cambios sucederán más despacio o más deprisa, a una velocidad por determinar, pero sucederán.
Los formatos en los que se leerá una novela serán estos, en formato digital para leer en un lector de ebooks o en un ordenador, los audiobooks, conozco a mucha gente a la que le encanta leer novelas, pero que por su trabajo, o no tienen tiempo o se pasan tantas horas leyendo al día que cuando tienen tiempo prefieren sentarse delante de una película o una serie de televisión, estas personas sin embargo si pasan horas al volante, en transportes públicos o realizando tareas que les ocupan las manos, pero les dejan la mente libre. Y por último el libro de toda la vida.
Analicemos los dos primeros:
El ebook llega para hacer daño, como he dicho antes va a acabar con el libro de bolsillo, pero también mermará la venta de libros tradicionales. En muchas ocasiones no se compra la edición que se quiere de una novela, sino la que hay en la librería. Para la gente que se acostumbre a comprar por Internet la inmediatez del formato digital, estoy en mi despacho, lo quiero, lo tengo, va a vencer al fetichismo del libro clásico, pero pese a todo esto el mercado del papel seguirá siendo importantísimo. El daño al sector no va a venir por la pérdida de ventas de libros, si no por los errores que seguro va a cometer la industria en este campo y que nos van a perjudicar a todos.
Hoy en día las empresas que han triunfado lo han hecho porque se han sabido acomodar al paradigma de negocio que ha sido vigente durante el siglo XX. Algunas de ellas han adquirido un notable poder e influencia sobre los gobiernos, sus estructuras empresariales son monstruosas y pesadas, y tienen pánico a no poder adaptarse a lo que está por venir, y con razón. En el siglo XX el paradigma del triunfo es la empresa dinosaurio, grandes estructuras, flotas, miles de trabajadores, etc., pero Internet llegó al final del siglo como en su momento llegó el meteorito para causar una extinción masiva, detrás de la cual quedarán solo los pequeños mamíferos.
Es muy difícil que las grandes editoriales se adapten a lo que está por venir y desde su punto de vista el ebook es el gran enemigo, no requiere de sus gigantescas imprentas, ni de sus plataformas de distribución y no hay aparadores que comprar. Además leen cada ebook vendido como la venta de un libro menos, que al fin y al cabo es su negocio. El hecho es que como he explicado antes dudo que le queden más de dos euros de beneficio a la editorial por libro vendido, si un ebook se vendiera a cuatro euros estarían ganando casi el doble de lo que ganan por un libro… ¿entonces por qué no lo hacen, y cuando lo hacen los ponen tan caros?
La respuesta es sencilla, en el mundo de los ebooks ellos no pueden competir. Es cierto que en inicio ganarían más, pero en seguida perderían el negocio. Yo voy a vender mis ebooks y mis audiobooks directamente y con una inversión que no supera los dos mil euros tengo capacidad para vender en todo el mundo cien millones de ebooks sin problemas, no creo que los venda, pero puedo si es el caso. Que me explique alguien para que quiero yo a una gran editorial. Bueno, sí, hay un motivo, la promoción, pero… ¿no es el boca a boca el principal medio de promoción en el mundo de la lectura? Solo hemos de ver lo que está sucediendo ya en el mundo de la música, que las discográficas van a remolque de YouTube o Spotify.
Es verdad que es mucho más fácil escuchar una canción que un amigo te envíe que leerse un libro. Pero tengo que reconocer que el ochenta por ciento de las novelas que me he leído a lo largo de mi vida han sido por recomendación de un amigo y no por la palabra de ningún crítico o por el consejo de un anuncio. Así que yo voy a confiar en eso.
Por tanto la industria va a intentar por todos los medios frenar ese negocio. Pondrán el ebook a un precio con el que el libro clásico pueda competir sin entender que son dos productos diferentes. Al que le gusten los libros no va dejar de comprarlos ni que el ebook sea gratis. El resultado será que, como pasó con la música, la gente se acostumbrará a descargárselos de páginas para compartir archivos. Intentarán usar todo el poder conseguido durante el tiempo en que su paradigma era el vigente para intentar frenar el instinto legítimo de las personas de compartir lo que les gusta. Pero no lo conseguirán, no hay que olvidar que Internet se creó con el objetivo de impedir que nada pudiera evitar que un mensaje saliera y llegara a su destino. Podrán bloquear un sistema, pero automáticamente nacerá otro, podrán poner sistemas anticopia, pero no existe ninguno que pueda resistir la presión de una comunidad de millones de personas. Se obcecarán intentando inútilmente cambiar la realidad como la mosca chocando una y otra vez contra el mismo cristal. Con eso solo empeorarán las cosas y dificultarán la salida de nuevos modelos de negocio, finalmente o se adaptarán o desaparecerán.
El caso del audiobook como formato digital que es se va a encontrar con los mismos problemas comerciales que el ebook y no me voy a repetir. Pero sí hay unas cuantas cosas que explicar sobre él que no se pueden aplicar al ebook.
Creo que a mucha gente le gusta que le lean, a mí me gusta mucho, sin embargo si no habéis vivido en Estados Unidos es muy probable que este sea el primer audiolibro que oigáis. Es posible, incluso, que hayáis escuchado alguna vez una radionovela, con música, diferentes actores que interpretan, sonidos que ilustran la narración, etc., pero que el escritor de un libro se siente delante de un micrófono y os lea la novela como os la leería un amigo, eso es poco probable.
Le he estado dando vueltas a la razón por la que en el mundo latino el negocio del audiolibro es prácticamente inexistente. Hace unos cuantos años, bastantes, vi un intento de sacar audiobooks, recuerdo en concreto el primer libro de Harry Potter, el formato era en caset y cedé y, claro, venía en formato audio, o sea, para una novela se requerían como diez casetes o cedés y el precio, por consiguiente, era desorbitado. No tengo cifras ni sé más de esto que lo que acabo de contar, pero apostaría una cerveza a que fue un fracaso absoluto, lo apostaría por el precio, lo apostaría por el formato y lo apostaría por que si no fuera así habrían muchos audiobooks en el mercado.
En Estados Unidos el negocio de los audiolibros es uno de los negocios que más a crecido en los últimos diez años, ¿cómo es que no a tenido un contagio en el mercado latino? Creo que ha sido por la cobardía de las editoriales. Como con el ebook, ese no es su negocio. El formato ideal es el mp3 que te permite meter diez horas de audio en un cedé o venderlo directamente por Internet. La industria española tiene pánico a este formato porque lo mismo que lo hace ideal para vender por Internet lo hace ideal para compartir en la red.
Creo que la existencia futura de estos dos formatos van a mermar seriamente la edición de libros tradicionales, aunque por ahora la experiencia me está llevando la contraria. En Estados Unidos en el año dos mil nueve el mercado digital del libro suponía un tres por ciento del total, en el año dos mil diez todo apunta que la cifra está en el nueve por ciento, pese a eso la venta de libros impresos también está creciendo.
Ahora una vez contextualizado un poco mi pensamiento os explicaré como va ir esta edición.
Tengo que reconocer que no me apetecía en absoluto empezar a mandar manuscritos a editores y agentes esperando a ver si alguno de ellos se dignaba a leerlo, como dice Salomón Roídra –la idea de un editor con ochenta manuscritos encima de la mesa se me hacía muy real. –Las leyendas que circulan sobre grandes best sellers que se pasaron años dando vueltas por despachos de editores sin que nadie les hiciera caso o la mismísima historia de «La conjura de los necios» de John Kennedy Toole, que no tiene nada de leyenda, me desesperaban antes siquiera de intentarlo. También me molestaba mucho la idea de que fuera un editor y no yo el que decidiera el aspecto final de mi libro basándose en cuestiones de marketing. Esto sumado a lo que ya arriba os he comentado me hizo decidir por otro camino.
Así, gracias al diseño y maquetación de Daniel Montes, la corrección de estilo de Ana María Aguedo, la edición de audio de Coco y el «dedito» e innumerables trabajos de Erika Jaramillo, Motor origen ha visto la luz como libro de autor. Esta edición persigue unos objetivos:
El primero es que respeta mi ideología, he escrito mucho sobre la estupidez y la poca utilidad que tiene el copyright, por tanto todo lo que yo escribo está bajo licencia Creative Commons. Criminalizar a tu lector llamándole pirata, a una persona que se digna a pasarse muchas horas escuchando una historia que tu le cuentas y que disfruta de ella no me parece justo. Y me parece malvado pretender convencer a las personas de que compartir lo que les gusta con los demás es algo negativo. Si bien es cierto que el hecho de que compartan mi obra, aparentemente me perjudica, que no creo que lo haga, no querría yo vivir en un mundo donde las personas guardan todo lo que tienen para ellos sin compartir ni siquiera lo que no les cuesta nada hacerlo. Muchos de los grandes abanderados de los derechos de autor restrictivos hubo una época se llamaron así mismos de izquierdas, y algunos tienen el morro de seguirse denominando así.
Segundo, como he dicho antes, somos fetichistas, nos encantan los objetos, les damos un valor simbólico y pasan a ser importantes para nosotros. Es por eso que para mí es importante generar un libro acabado, pensar en la portada, en la tipografía y en una imagen gráfica que unifique toda mi obra. No quiero decir que yo haya hecho todo eso, Daniel Montes es el artífice de todo lo que tiene que ver con la edición, pero nos hemos sentado y hemos pasado mucho rato decidiendo como iba a ser, es por este motivo que yo siento este libro como algo mío, más allá de la historia que se narra en ella.
El margen de beneficio de venta por Internet es increíblemente más grande que vendiendo a través de los cauces tradicionales. Eso me permitiría sobrevivir vendiendo dos o tres mil ejemplares al año, cosa impensable a través de distribuidora. Si lo consigo el éxito es doble. Por un lado conseguir comer de tu primera novela sin pasar por la industria es algo que, ha día de hoy, parece muy difícil, por no decir imposible, aunque todo es imposible hasta que alguien lo hace. Y segundo, creo que si lo consigo no me costará mucho entrar también en los circuitos convencionales. Con el tipo de edición que yo hago desaprovecho casi totalmente el mercado tradicional, si yo fuera una editorial no desperdiciaría la oportunidad de aprovechar ese hueco que yo dejo, sobre todo teniendo en cuenta que el libro ya funciona en Internet.
Mi intención para el futuro, no sólo de este libro, sino de futuras ediciones es negociar los derechos de Internet aparte de los normales. Puede que una editorial compre los derechos para sacar una edición completamente diferente de este libro. Puede que saquen la misma edición o que yo mismo trabaje con alguna distribuidora, pero por poco que pueda siempre habrá una edición de todas mis novelas pensada por mí y con mi imagen gráfica. Pienso escribir muchos libros y me gustaría que cuando alguien los ponga todos juntos en una biblioteca generen una imagen hermosa.
Y si habéis llegado hasta aquí, está claro que no sois como yo o que ya habéis acabado la novela y os ha gustado. Es la única situación en la que me leo el prólogo. En todo caso lo doy por terminado y espero que disfrutéis o hayáis disfrutado de Motor origen.

Vicens Jordana

Agradecimientos

Por orden de aparición a los primeros que me toca agradecer su ayuda es a mis padres, también a Erika, porque aguantarme a mí no es fácil, a Daniel Montes y al estudio el senyor cargol, a Ana María Agudelo, a Coco y al estudio Parashuts, a Dani Julian, a Lina Castañeda y a todos los lectores que se enfrentaron a manuscritos sin corregir y que me dieron los ánimos suficientes para cometer la temeridad de editar esta novela.
También agradezco por adelantado a todos los amigos y lectores que desde las redes sociales, dentro y fuera de Internet, me ayudarán a difundir este libro.
Ah, y me olvidaba de la persona más importante de todas, a ti, que la vas a leer y vas a dar sentido a muchos años de trabajo.

Me gustaría dedicar esta novela al Pilar Bonatti.
Los que tuvimos la suerte de ascenderla siempre
la recordaremos…
Porque las rocas cobran vida cuando las escalamos,
también, como nosotros, pueden morir.

Capítulo 1
ESCUCHA EN LÍNEA EL «CAPÍTULO 1» DE «MOTOR ORIGEN» EN VERSIÓN DIGITAL ―AUDIOLIBRO―

COMPRAR «MOTOR ORIGEN»

COMPRAR «MOTOR ORIGEN» VERSIÓN KINDLE DE AMAZON

Toda historia es sólo un pedazo de una historia más larga…
Nosotros también

La luz era transparente como la mirada de un águila. El aire helado le apuñalaba el pecho, volcaba cristales de hielo en su garganta y, quizás porque intuía el final, sus pensamientos volvieron a hablar. —Todo parece real, el frío, la luz, la roca que arremete contra mis dedos… pero cuando le ves el truco al mago, la magia ya no es magia, entonces la magia ya es sólo una gran mentira. Una mentira que se recrea en sí misma orgullosa de su grandeza, que te insulta con chulería, y te dice: mírame bien. Contempla mi escenario, hasta donde te alcance la vista me verás. Yo soy montañas, ríos y valles. Yo soy personas; soy amigos y amores; soy sueños e ilusiones. ¿Cómo osas negarme? Yo soy tu placer y tu dolor. Acaricia una llama y te quemarás. Lánzate tan fuerte como puedas contra una pared, ella te detendrá. Si cierras los ojos ¿crees que me desvanezco? No, sigo allí. Todos me desean; todos me aman. Yo soy la realidad. Pero a mí no me puedes engañar. Yo te conozco, te he visto. Yo he mirado el escenario por detrás, sé de tus andamios y sé del vacío de tus formas. A mí no me puedes engañar.
Los brazos se tensan con dolor, mi vista cae al vacío. Un día, hace mucho, ya escalé esta pared, pero no estaba solo, llevaba cuerdas, mis brazos y mi cuerpo eran mucho más fuertes, y sin embargo tuve miedo, claro, en ese tiempo yo era un creyente de la vida. Hoy, en cambio, estoy viendo cómo mis dedos ceden lentamente ante la insistencia de la gravedad y no temo nada, lo cierto es que ni me apetece luchar. Mis manos se sueltan y el aire gélido se acelera junto a mi rostro. Caigo por un abismo de quinientos metros y no tengo miedo. Parece que voy a morir en pocos segundos, aunque no será la primera vez. Debería estar aterrorizado… pero cuando se le ve el truco al mago, la magia ya no es magia, la magia ya es sólo una gran mentira. El suelo está cerca… ¿Dónde apareceré esta vez? Quizás ya no hay más veces; quizás esta mentira al final resulta ser verdad. Y qué más da si lo es. Un hombre es sólo él y su verdad, y si su verdad falla lo demás no import…
fin
Creo que me gusta. Sí, me gusta mucho. Sé que es ficción, pero… ¿no lo es también la imagen que tenemos de los demás?, y sin embargo nos los creemos. Miradme a mí, por ejemplo. Tengo un concepto tangible de mí mismo, y conciencia plena de mi existencia, pero si es de mí de la única persona que tengo realmente conciencia ¿cómo puedo concebir la existencia de los demás? Pues muy fácil, me la invento. Cojo lo que veo e intento encajarlo para recrear así un personaje, y si me falta alguna pieza la añade mi imaginación. Es aproximadamente lo que hago con el personaje de un libro. La ventaja es que en el libro el personaje recreado no existe en una realidad palpable, sólo en nuestra mente, de tal manera que no nos podemos equivocar al juzgarlo, pues él será lo que nosotros queramos que sea. En la «realidad» al suponerle al personaje una vida propia y una conciencia de sí mismo, siempre tenemos la duda de si estaremos equivocándonos con él, aunque pronto olvidamos todas estas sinrazones, desechamos todas las dudas y nos creemos ciegamente el personaje que hemos creado, y a partir de aquí, lo odiamos o lo amamos, según nos convenga, de igual manera que si fuera de ficción. Aunque últimamente hasta de mí estoy dudando. ¡No! De mí no debo dudar. Me lo he prometido. Si lo hago me perderé. Dudaré del mundo, dudaré de mis recuerdos e incluso dudaré de mi cordura, pero, yo existo, y esto es una verdad inamovible, ya la única que me queda en estos momentos.
Hay que joderse, siempre había tenido miedo a morir, pero jamás me había planteado tener miedo a no haber nacido. Recuerdo una vida que no he tenido, pero que conozco y que está ahí. Analizo mis recuerdos y aunque dudo de ellos se me dibujan tan claros en la mente que no puedo despreciarlos. Sé que hoy es lunes, once de febrero del dos mil dos, sé que la señora que me abrirá si llamo a la puerta de esa casa se llama Raquel, tiene treinta seis años, le encantan los helados de pistacho y tiene dos hijos, David y Héctor. ¡Me cago en dios! y cómo no lo voy a saber, si es que es mi hermana o al menos eso creía yo. Sé dónde está el lavabo de esa casa, podría encontrarlo con los ojos cerrados. No me cuesta nada recordar cómo hace justo una semana yo me estaba duchando en él. Recuerdo perfectamente el vapor de agua pegado en los azulejos blancos. Recuerdo mi cara apareciendo en el espejo después de pasar la mano. Yo estaba alegre, ¡coño!, ¿y cómo no lo iba a estar? Después de cuatro años de sequía por fin podía llamar a Elena, mi editora, y decirle: Elena, ya he acabado, ya puedes anunciar al mundo que Salomón Roídra ha terminado su último libro, claro que entonces esa era mi casa.
No es que estuviera contento, es que estaba exultante. En mi supuesta vida pocas cosas me han reconfortado nunca tanto como ponerle el «fin» a un libro. Me gusta escribir porque me enamoro de lo que escribo. Me parece maravilloso. ¡Joder! es que soy muy bueno. O quizás pienso así porque escribo justamente lo que a mí me gustaría leer. Estoy seguro de que aunque no me dieran ni un duro escribiría novelas. Creo que lo haría aunque sólo fuera para leerlas yo. Sí, ya lo sé, soy un poco hedonista, ¿y qué? ¿qué hay de malo en autorregalarse  placer? ¿O no está en el placer el sentido de la vida?
Bueno, tampoco es que todo esto importe mucho ahora que ya no tengo vida. Sí, ya sé, no estáis entendiendo nada de lo que os estoy diciendo. Me tendréis que perdonar, tengo la mente un poco revuelta. Veamos, lo primero os explicaré por qué os he creado. Vosotros sois mi público. Yo soy escritor. Lo sé porque acabo de leer mi libro y sé que es mi libro, por tanto yo debo ser escritor y como tal necesito lectores. Hoy estoy casi seguro de que tengo el poder para crearos y de que existís, tanto en un concepto espacial, un mundo, como en un concepto temporal, con un pasado, un presente y un futuro. Lo sé aunque jamás os llegue a ver, y más adelante os explicaré el porqué.
Bien, ahora que ya sabéis por qué existís tocan las presentaciones. Me llamo Salomón Roídra y ya sabéis a qué me dedico o creo dedicarme. Soy de pelo rubio, ojos claros y tez morena, mido un metro ochenta, peso ochenta y ocho kilos, tengo cuarenta y dos años y creo que estoy loco… Aunque no he empezado a darme cuenta hasta esta última semana.
Tal día como hoy hace siete días yo salía increíblemente contento por la puerta que tengo justo delante. Tengo que advertiros que la historia que os voy a contar es exactamente como yo la percibí y según mis recuerdos, es decir, cierta, pero no necesariamente real. Bueno, pues como iba diciendo, lunes nueve de la mañana y yo ya estaba saliendo de casa. Me detuve en la puerta y respiré hondo, siempre he tenido la sensación de que la mañana huele diferente al resto del día, no sé, como a más dulce. Será porque soy animal nocturno y raras veces salgo de la cama antes del medio día que puedo, todavía, saborear una mañana como si de un manjar exótico se tratara. Evidentemente ese era un día diferente. Había decidido pasar a ver a Elena antes de comer, quería que leyese la novela de inmediato, quería saber si a ella le gustaba tanto como a mí, que yo crea que soy muy bueno no quiere decir que nadie más tenga por que compartir mi opinión. Elena era una mujer y cuando digo mujer lo hago sin dejarme ni una sola letra. Creo que ahora debe tener trenta y cinco o treinta y seis años. Tiene uno de los cuerpos más perfectos que he visto nunca. A veces morena, a veces rubia, a veces castaña, cuando llevo tiempo sin verla nunca sé cómo me la voy a encontrar. Viste con un estilo así como hippie, pero no andrajoso. Esa camiseta vieja y roída que lleva en ocasiones le ha costado casi doscientos euros en el centro. Pagar doscientos euros por una camiseta vieja es de esas cosas que sólo se me hacen posibles en una mujer, si es rica, claro, y a Elena la pasta le sale por las orejas. Hubo una época en que estuvimos enrollados. Yo por aquel entonces estaba bastante cachas, no como ahora, que no es que esté gordo, pero sí un poco rechonchito.
Ella presumía de tener muy clara la línea entre el placer y el trabajo, pero yo sospecho que… naranjas de la china, con la facilidad con la que se me tiró, estoy seguro de que yo no era el primero, cosa que a mí, evidentemente, no me importaba un carajo. Cualquier intercambio sexual, incluida una sonrisa, con esta mujer merece un subrayado en tu biografía y si acabas liándote con ella ya no te cuento, negrita, cursiva y si pudiera cincelado. Y no lo digo por que esté muy buena, que lo está, pero es que esa mujer suda sexo por todos los poros de su piel. Recuerdo un día… yo todavía no la conocía mucho, habíamos quedado pronto, era mi primer libro y ella era mí editora, es decir, la que pone la pasta, y claro, mucha confianza, confianza, que se diga, no había. Así que extrañamente en mí, llegué puntual.
Tardó bastante en abrirme y cuando lo hizo me miró sin sacar el cuerpo, desde detrás de la puerta. Me repasó de arriba abajo y me sonrió.
—¿Te importa esperar un momento? —me dijo, y sin darme tiempo a contestar cerró la puerta.
Unos segundos más tarde la abría. Estaba empapada en sudor y llevaba un vestido de hilo blanco que se le había quedado pegado al cuerpo. No dijo nada. Sonreía burlonamente y me miraba, sus pezones parecían estar a punto de rasgar el vestido y yo cogí tortícolis una semana por el esfuerzo que tuve que hacer para no mirarlos.
—Pasa hombre, no te quedes en la puerta.
Evidentemente ella estaba gozando con toda la situación y seguiría haciéndolo durante un buen rato. Me hizo pasar y me llevó a una sala con un gran sofá. Unos ventanales enormes abrían, desde el fondo, la sala al mundo.
—¿Te importa esperar un momentito más? —me dijo, y me abandonó, me dejó solo con la crueldad de mi imaginación y ésta no desaprovechó una ocasión tan espléndida para cebarse conmigo, y es que el asunto no daba para menos. Todo olía descaradamente a sexo, una peluda alfombra blanca yacía maltratada en el suelo y una cámara de vídeo lo amenazaba todo. La habitación de un marcado carácter victoriano se desentendía de lo que allí pudiera suceder. Y yo… yo no tenía ni puta idea de cómo reaccionar, pero los secretos que podía guardar esa cámara me estaban destrozando. Rew y play, sólo un poco y sabría qué extraña perfidia escondía, o mejor aún, a tomar por culo el libro, cojo la cinta y salgo corriendo. ¿Y por qué no?, mirando los amplios ventanales sin cortinas se hacía evidente lo exhibicionista de la situación, seguro que había dejado la cámara puesta con toda la intención del mundo. Las dudas consumieron todo el tiempo y por si no fuera suficiente el morbo de toda la escena va y aparece por la puerta un ángel de unos dieciséis años y cabello negro hasta media espalda. Un rostro celestial, de una blancura casi lechosa, ojos oscuros que parecían capturar hasta el último detalle que pudiera suceder, un cuerpo estremecedor, y una sonrisa, ¡joder qué sonrisa! Mi mente no sabía si imaginar esos labios dándome un beso sutil en la espalda o todos brillantes succionándome la polla de una manera voraz. Intenté apartar la mente de esos pensamientos que me estaban desarmando. Pero… el vestido que llevaba ella era el que hacía dos minutos llevaba puesto Elena.
—Hola —me dijo.
Yo le devolví el saludo y me sentí ridículo, mi voz sonó tímida, no me sentía así desde hacía muchos años, parecía un adolescente.
Luego llegó Elena —esta es María, una amiga.—Me acerqué y le di dos besos, después ella la cogió por la cintura y se la llevó a la salida. Disimuladamente me situé en situación para observar la despedida. Debe ser por culpa de las pelis porno, pero me resulta más excitante ver a dos mujeres besándose con pasión que comiéndose el coño, ellas no me decepcionaron y encima María hizo una de esas cosas que deberían estar prohibidas, mientras la besaba me echó una mirada que me dejó hecho polvo. Después de todo eso, como si no hubiera pasado nada, Elena cogió mi manuscrito y se sentó a discutirlo conmigo. Nunca he llegado a poder ver esa cinta, sí he visto muchas otras, anteriores y posteriores a esa, e incluso he grabado alguna, pero esa en concreto, jamás me la ha dejado ver, y yo en cierto modo se lo agradezco, ni os imagináis las noches de soledad que he gastado imaginando las escenas que esa cinta guarda tan celosamente.
Desde ese día hasta hoy muchos han sido los polvos y grande ha sido nuestra amistad, cosa extraña, pero con Elena todo es posible. Tengo que reconocer que cuando pienso en algunos de los momentos de mi vida todo se me acontece muy irreal e imaginario, y cuando este pensamiento me asalta hoy en que realmente todo parece ser irreal e imaginario, me asusto. Pero mis recuerdos son demasiado coherentes para ser falsos. Claro que por ahora todo me ha demostrado que mis recuerdos son auténticos, lo único realmente falso en mis recuerdos parece que soy yo.
Y yo mosqueado porque Paco no me devolvió el saludo… No sólo eso, se me quedó mirando como si fuera un bicho raro. Quizás lo que pasaba es que me recriminaba que le hubiera salvado la vida a él y a su mujer hacía menos de un mes negándole así la posibilidad de una muerte heroica, pensé yo en esa ocasión. Ni se me hubiera ocurrido que lo que sucedía era simplemente que no me reconocía. Me entraron ganas de detenerme, pillarlo del pecho y gritarle —¿y a ti qué te pasa?, subnormal —pero no lo hice. Estaba contento y quería seguir contento. No tenía intención de dejar que me lo estropearan. Pobre Paco… el labrador de historias le llamaba yo. Quién iba a pensar que un día sería engullido por ese mismo campo que él había sembrado. Yo siempre le tuve un aprecio especial… en el fondo compartíamos la misma afición. Paco era un viajante, se dedicaba a vender mantelería en restaurantes. Tenía uno de los aspectos más mediocres que he visto nunca. Podías pasar toda una tarde con él y ser incapaz de recordar si llevaba gafas o si tenía barba. Era tímido y muy retraído… pero tenía algo mágico aunque te tenía que tener bastante confianza para que pudieses darte cuenta de ello. El tipo tenía alma de aventurero. Él, así, con todo lo poca cosa que era, resultaba siendo un conquistador de mujeres y un aguerrido héroe callejero. Lo que a sus vecinos y amigos nos dejaba ver sólo era su faceta Kent, porque a la que se montaba en su Opel Senator se convertía en… ¡súper Paco! O al menos eso nos contaba. Ni os podéis imaginar a las mujeres que se ha tirado ese hombrecito, ni a los inocentes que ha sacado de apuros.
Siempre empezaba igual —no se lo digas a nadie, pero… el otro día…— Era increíble… unas historias, valía la pena escucharlo. Lo cierto es que eran muy buenas. Era acojonante cómo podía hilvanarlo todo para conseguir que un piltrafillas como él se acabara liando con las mujeres más espectaculares. Tengo que reconocer que he aprendido mucho de él como narrador. Estaban todas tan bien argumentadas que creo que yo era el único que no se las creía.
A veces te encontrabas a alguno de los asiduos del Escobar Rosas y te decía —hostia, Salomón, ¿te ha contado Paco la última?
Y ya estabas ansioso por encontrártelo. Te sentabas con él y le decías —¿qué?, Paco, cómo te va.
—Bien —respondía él tímidamente, pero no pasaba mucho rato que ya llegaba el…—no se lo digas a nadie, pero… el otro día.
En una ocasión me dediqué a investigar sus historias, fui a los lugares que él me había contado y seguí todos sus pasos. Me quedé gratamente sorprendido al darme cuenta de que todas sus fantasías estaban tejidas a partir de la realidad. Los lugares, las mujeres, los malos y algunas de las situaciones que nos había contado eran absolutamente reales. Si no profundizabas en ellas, si no le preguntabas a los demás protagonistas, todo parecía confirmar sus historias. Qué lástima que no las escribiera… pero, claro, no podía. Para él eran reales, no habrían sido cuentos, habrían sido confesiones. Tarde o temprano los implicados e implicadas las leerían y reclamarían la verdad, eso sin tener en cuenta que la única cosa que Paco amaba en su vida real era su Alejandra, con la que ya llevaba seis o siete años casado, y ella no le perdonaría jamás esas infidelidades. Aunque no hizo falta escribirlas para que un día éstas llegaran a sus oídos. Buf… fue un dramonononón, y mira que era fácil de solucionar, ¡eh! Sólo tenía que contarle la verdad, decirle que todo era mentira, que él no había hecho nunca todas esas cosas que cuenta la gente… pero no lo hizo… No pudo. Una noche en que llegaba de fiesta vi una extraña luz que salía de la ventana de su casa. Enseguida me di cuenta de que era fuego, el muy imbécil le había pegado fuego a su casa. No sé qué esperaba con ello. ¿Morir los dos, quizás? Aunque después de años de sus historias me inclino más por que pretendiera salvarla a ella en el último momento pereciendo él de manera dramática. Seguramente ya tenía preparado algún tipo de discurso para soltarlo antes de morir al estilo de Hollywood, pero se le jodió todo porque yo llamé a los bomberos y éstos los salvaron. Ahora que lo pienso… ¿cómo es que con lo que ha sucedido Paco sigue vivo? Quizás llamó algún otro vecino aparte de mí… sí, debe de ser eso. De todas formas me alegra que siga vivo. Creo que siempre le tuvo miedo a la vida, acosado por su mediocridad generó esa especie de superhombre que le defendía de ésta y le daba la suficiente autoestima para levantarse por las mañanas.
Yo siempre me creí capaz de realizar todo lo que me propuse. Mi problema a menudo fue el de proponerme demasiadas cosas al mismo tiempo. Al final tuve que elegir y elegí escribir. Siempre me supe un buen contador de historias y un día pasé por delante de una librería y en el escaparate vi mi libro, y no lo había puesto yo ni conocía de nada al librero. Creo que ese fue uno de los momentos más felices de mi vida. ¿Existirán todavía mis antiguos libros? Al menos este sí. Claro, vosotros no lo veis porque sólo sois lectores.
Ahora debería salir una especie de narrador en tercera persona que dijera —él entristeció los ojos, miró a su alrededor buscando un suspiro de verdad en su mundo, pero sólo el tacto áspero del cuero en las yemas de sus dedos se le acontecía real. Abrió sus amarillentas páginas y derramó su mirada entre las letras. Oscura, la realidad se perfilaba a orillas de esas hojas, sólo ellas respiraban la verdad de su pasado— pero lo cierto es que no hay narrador en tercera persona ni las tapas son de cuero. No estoy yo para retóricas, y eso que he escrito cientos de páginas de este estilo, pero en este momento en el que, agarrándome a las palabras del filósofo, sólo sé que no tengo ni puta idea de nada, cualquiera se pone a buscar sinónimos. ¡Ja!
¡Uy! Creo que estoy desvariando, centrémonos. Paco no me devolvió el saludo. Claro, hecho polvo que andaba como para ir saludando a desconocidos. Claro que yo, en ese momento, ni de lejos me podía imaginar que no me conocía. Como tampoco me conocía Alicia, la camarera del Escobar Rosas, cuando me miró de manera amenazante porque le dije lo que quería tomar, tu culo, un café con leche cargado y una pasta. Era una broma habitual, Alicia era una de esas mujeres a las que yo llamo centauras, aunque al contrario de los seres mitológicos éstas tienen la cara de caballo y el cuerpo de mujer, y qué cuerpo, lástima que sea tan fea. Siempre nos estamos tirando piropos, pero nunca hemos llegado a nada, es un juego. No sé si un día alguno de los dos diera un paso más allá de las palabras, qué sucedería, aunque creo que si un día me la follara, pese a que en ese momento me lo podría pasar muy bien, se perdería ese juego al que me gusta tanto jugar. ¡Dios! Pero si el juego ya se ha perdido. No sé por qué me preocupo todavía por estas cosas cuando tengo un problema tan serio como mi locura. O eso… o me han robado la vida.
Salí del bar verdaderamente mosqueado. Parecía que pese a la exultante alegría con la que había empezado el día todos se habían empeñado en amargármelo. Alicia me había tratado como si yo fuera un trapo y Daniel, su compañero, lo mismo.
—Hoy ya estoy hasta el gorro de clientes graciosos —oí que le decía, ella a él, cuando yo salía por la puerta.
Mientras el taxi me llevaba a la calle Cienfuegos donde estaba la editorial de Elena volví a releer el final de mi libro. Esto me calmó un poco y distraje mi mente en intentar imaginar una alternativa mejor para el desenlace. Hoy, afortunadamente, ya puedo empezar un libro con tranquilidad. Ahora la gente ya me conoce; ya siente una curiosidad hacia mi obra. Recuerdo la primera historia que creé. No fue la mejor, ni mucho menos, pero sí que enganchaba mucho, y lo hacía desde la primera línea. No era, entre mis historias, la que más me apetecía escribir. Pero era la que a mí me parecía tener más tensión narrativa. La idea de un editor con ochenta y tres manuscritos encima de la mesa se me hacía muy real, debía engancharlo desde el principio, si no seguro que cerraba el manuscrito y empezaba otro. Los comienzos son estresantes. La idea de volver a pasar por todo eso ahora es una de las cosas que más miedo me dan. Eso y el hecho de que mis libros se hayan fundido en el pasado, lo cierto es que no sé si tendría el coraje para escribirlos de nuevo, y aunque lo tuviera, una obra es un artista más un momento, podría repetirlos, pero al cambiar el momento cambiaría también la obra. Serían otros libros.
Cerré el manuscrito y charlé un rato con el taxista, era un señor ya mayor, de cabeza redonda y con una herradura de pelo blanco que la envolvía. Me contó sobre sus hijos y de cómo la pequeña se le casaba la semana que viene. Se le humedecieron los ojos cuando me habló sobre la ilusión que le hubiera hecho a su mujer ver a su hija feliz si estuviera viva. Incluso cuando paró delante de la editorial me enseñó una foto de su esposa con sus tres hijos, la foto debía ser antigua, pues la niña pequeña no tendría más de once años. Cerré la puerta y el coche desapareció entre el caos de hormigón, hierros y almas que supone una gran ciudad. Pensé que en ningún momento ese hombre me había dicho su nombre, y me pregunté si le contaría la misma historia a todos sus pasajeros; me pregunté si no sería un hombre solitario y sin familia, con un pasado en blanco y negro, que había encontrado un día una foto de una mujer y sus tres hijos en la basura; me pregunté si no revivía con cada viaje, con cada pasajero, su fantasía. Una fantasía que se hacía realidad en el asiento de atrás de su taxi. Pero jamás sabré si mi fantasía es una realidad o no. Ahora ese hombre ya no es un hombre ahora él es ciudad.
Entré y saludé a la recepcionista por su nombre y ella me devolvió el saludo sin ni siquiera levantar la vista de su escritorio. Hacía cara de contrariada mientras hablaba por teléfono. Lo cierto es que es una mujer increíblemente borde, innumerables veces le he intentado arrancar una sonrisa y siempre he obtenido como respuesta un ceño fruncido o un —¿desea usted alguna cosa más? —A uno siempre se le queda cara de mentecato después de intentar hacer gracia y no conseguirlo, y como yo soy un ingenuo, sigo intentándolo, una y otra vez, y todo para quedarme de nuevo con esa cara de estúpido. Será por esa razón, y por que ese día ya había agotado el cupo de antipáticos en mi vida, que esta vez ni lo intenté.
—Hola Rosa, ¿está tu jefa? —le pregunté a la secretaria.
Ella me miró extrañada y me dijo —está reunida.
—Bueno, dile que estoy por aquí, vale, que ya he llegado.
—Perdón señor, ¿me puede decir su nombre?
Yo, como es lógico, me tomé esta pregunta totalmente a cachondeo, debo haber hablado con Rosa cientos de veces como para que en ese momento no me reconociera.
—Bond… James Bond —le contesté siguiéndole la broma.
—Perdóneme señor, estoy hablando en serio.
La broma ya empezaba a no hacerme gracia, parecía que ese día todos se habían puesto de acuerdo para darme por el culo.
—Joder Rosa, no me tomes el pelo que hoy llevo un día que ni te cuento.
—Lo siento señor, pero de verdad que no le conozco.
Creo que fue justo en ese momento en que empecé a intuir por primera vez lo que me estaba sucediendo.
Nunca había creído que Rosa fuera una gran actriz, pero estaba resultando serlo porque de verdad, que parecía que era cierto, no me conocía. Yo no entendía nada, estaba claro que todo era una broma de mal gusto, pero si era así, ¿por qué me estaba poniendo tan nervioso? Ahora sé que lo que sucedía era que la sombra de una sospecha empezaba a mojar mi conciencia, una sospecha que yo no quería aceptar.
—Dile a Elena que salga, quiero hablar con ella.
—Perdone señor… pero si no tiene una cita, la señorita Roura no puede atenderle.
¿Señorita Roura? sólo me faltaba eso para acabar de cabrearme y sacarme de mis casillas. Es comprensible que me pusiera violento, era una situación para la que no estaba preparado y empecé a tener miedo, y el miedo a menudo lleva a la violencia. Golpeé con fuerza la mesa.
—Mira Rosa, no me toques los cojones, ¿vale?, dile a Elena que salga porque me estoy mosqueando de verdad.
Como os he contado antes, no soy un tipo pequeño y aunque ahora estoy un poco llenito aún conservo vestido bastante de la presencia de cuando estaba en forma y si me pongo de mala leche, normalmente, la gente se asusta, mucho más Rosa, una chica pequeñita, de pelo rizado, ojos pequeños y nariz puntiaguda que menguaba por segundos delante de mi puño clavado a ira en la mesa. Había dos señores más en la sala y a uno se le ocurrió intervenir, no recuerdo bien que dijo pues la fuerza de mi sangre golpeándome en los oídos no me dejaba escuchar ni mis propios pensamientos, pero recuerdo que, sin ni tan siquiera girarme, le amenacé.
—Mira, como no te calles te voy a partir la boca.
El hombre ni respondió, pero Rosa empezó a llorar como una Magdalena. Lo cierto es que hubiera preferido que se hubiera levantado en plan Matrix y me hubiera pegado una paliza porque cada una de las lágrimas que derramó se estrelló con la fuerza de un camión contra mi corazón haciéndome tomar conciencia de la situación. Sólo faltaba Elena en escena para darme el puñetazo final. Allí, de pie, mirándome extrañada desde la puerta de su despacho para luego llamarme de todo mientras consolaba a Rosa. El vacío se hizo en mi mente. No entendía nada, y no porque no fuera evidente lo que estaba sucediendo, sino porque no estaba preparado para entenderlo.
Le supliqué más que pregunté —Elena, ¿no me conoces?
Elena no contestó, sólo se me quedó mirando y tuve ya la certeza absoluta de que era cierto, nadie me conocía. Recapitulé y pensé en la antipatía de Paco y el desprecio de Alicia, estaba claro… me había borrado de mi vida.
Nadie me conocía. Nadie sabía quién era.
—Elena… soy yo, Salomón Roídra —y recé para que de repente todos se echaran a reír. Pero no, no lo hicieron, sólo me miraron.
Escudriñé en los ojos de Elena, pero no encontré nada en ellos. Ni en sus ojos, ni en sus labios rojos, ni en sus manos, sólo sus pies me decían algo. Elena llevaba puestos sus zapatos rojos favoritos. Yo normalmente ni me fijaría en esto, pero hace aproximadamente un mes, la última vez que vi a Elena, en cuanto llegamos a su casa después de cenar, constatamos, para su desconsuelo que Laica, su perra, se acababa de zampar esos zapatos, unos zapatos que hoy están intactos.
—¡Mierda!, qué coño está pasando.
—De verdad señor… que no le conozco —me dijo ella.
—Sí, ya, lo sé, sólo que yo a ti sí que te conozco, pero no tiene importancia también recuerdo a un labrador llamado Laica devorando esos zapatos y por lo visto los zapatos están intactos.
El silencio empezó a estirarse y arrastrarse por ese momento que parecía no tener que acabar nunca. Las cuatro personas que compartían en ese momento la recepción conmigo me miraban como diciendo —joder, cuanto freack que hay por el mundo.— Casi que agradecí que los dos guardas de seguridad rompieran ese momento que yo no me atrevía a romper.
—No, tranquilos, ya me voy. Ha sido todo un malentendido.
Lo que ninguno de los allí presentes sospechó es que cuando yo hablaba de malentendido me estaba refiriendo a mi vida entera.
—Tú te llamas Raúl, ¿verdad? —le pregunté a uno de ellos.
—Sí señor, ¿cómo lo sabe?
—Buena pregunta —le contesté yo— buena pregunta, porque… tú el mes pasado no me enseñaste el coche nuevo que te acababas de comprar ¿verdad? —Su respuesta fue una mirada escéptica, una mirada que dejé que se perdiera en mi espalda mientras yo me perdía entre los coches. Casi me atropella un taxi, cosa que me hizo recordar al taxista que me había traído hasta allí. Mientras avanzaba en dirección a no sé donde pensé que ahora el que se había convertido en ciudad era yo.
No miré el reloj porque no llevo, pero, más o menos, me debí pasar unas cuatro o cinco horas caminando sin rumbo por una ciudad que yo conocía bien, pero que para variar ella ya no me conocía a mí. Y no os creáis que estuve reflexionando sobre lo que debía hacer ni nada por el estilo. Todo me daba miedo, no sólo tomar una decisión así como llamar a mis amigos y familiares o comprobar si mis tarjetas funcionaban, no, la simple idea de plantearme lo que estaba sucediendo me producía un escalofrío que me revolcaba el estómago.
Las horas que estuve paseando por la ciudad las pasé mirando. Señores con trajes que discutían acaloradamente por sus móviles. Mujeres de pasos torcidos que acarreaban enormes bolsas de comida. Operarios que me miraban sin importancia desde detrás de los ventanales de un bar mientras mordían con saña enormes bocadillos. Policías que acechaban distraídamente al pardillo de turno que había osado dejar su coche en doble fila. Gentes extrañas que exageraban sus looks grotescos como si fueran éstos las banderas de su etnia o como los modernos dirían «tribu urbana». Y a partir de una hora, mamás súper emperifolladas que colapsaban las calles en sus cuatro por cuatro. No todas llevaban coches grandiosos y enormes joyas columpiándose en sus orejas, también las había más discretas en coches más pequeñitos, y otras que iban andando, pero todas aparecieron al mismo tiempo e invadieron las calles, al principio solas y luego cargadas de niños. Y por supuesto los abuelos que abarrotaban las plazas y las obras. Sí, las obras, en cada obra había por lo menos un par de abuelos mirando por cada obrero trabajando, incluso yo me detuve un rato a mirar una para ver si le encontraba la gracia, pero no, no se la encontré, así que seguí caminando y mirando cómo las gentes anónimas se repartían los adoquines de la gran ciudad, gentes anónimas y ajetreadas que pese a su anonimato resultaron teniendo más vida que yo.
Fueron horas de vacío, un vacío mental que en ese momento fue probablemente lo que me salvó de la locura, no sé cómo sin él, sin ese reposo, hubiera podido enfrentarme a las reflexiones que el destino o algún dios bromista me había deparado, fue un tiempo que se tramó como si fuera un cordel entre el momento en que me di cuenta de lo que estaba sucediendo y el momento en que tuve el coraje para afrontar las decisiones que los sucesos de ese día me requerían.
La primera de ellas fue comer. Comer quería decir pagar y eso se tradujo en mi primera decisión. Necesitaba saber si mis tarjetas funcionaban, si el dinero que tenía en el banco, que no era poco, todavía me pertenecía.
Estuve como unos veinte minutos mirando el cajero. Me imagino que mi aspecto y mi actitud en esos momentos eran tan extraños que como mínimo, que yo me percatara, tres mujeres cambiaron de opinión cuando iban a sacar dinero. Yo lo siento mucho por ellas, pero estaba cagado de miedo. Sin vida y sin dinero, solo y pobre, pensé, y me eché a reír, y joder como me reí, no podía parar. Y así, entre carcajadas salvajes metí la tarjeta en el cajero, y así, entre risas hilarantes descubrí que efectivamente estaba solo y pobre. Me había borrado de la memoria de las personas y de las máquinas. Suerte que tengo por costumbre llevar bastante pasta encima, por si acaso, aunque jamás me hubiera imaginado que el por si acaso sería éste.
Tenía trescientos euros en la cartera, bien dosificados me podrían durar hasta un mes, además en casa tenía cosas que podía vender. Por cierto ¿todavía debía tener casa? ¿Y por qué no?, mis pantalones todavía existían por qué no mi casa. Debía comprobarlo. También debía llamar a mis amigos, a mi hermana, y a mi madre, sobre todo a mi madre ya que es la única persona que no me importaría si no me reconociera. Quién sabe, quizás todo esto era un fenómeno local, y mis amigos lejanos sí me reconocían. Y de repente un frío eléctrico me subió por las piernas hasta el corazón. ¿Y si todo me lo he inventado?, ¿y si realmente no soy Salomón Roídra?, ¿y si estoy loco? La idea de que el universo se hubiera olvidado de Salomón Roídra me parecía terrorífica, pero mucho más terrorífica me pareció en ese momento la idea de que Salomón Roídra no hubiese existido nunca. Abrí mi cartera, justo detrás de la tarjeta del supermercado estaba un pequeño papel doblado sobre sí mismo quinientas veces. Lo desenvolví con cuidado y me quedé mirando lo que podría ser mi único nexo entre lo que quizás era mi pasado y el ahora: mi agenda, un montón de nombres y números amontonados en un papel arrugado. ¿Quién sería la primera persona? ¿Quizás mi ex mujer? En mi presente no era ella una persona que yo considerara importante, ya hacía mucho que no hablaba con ella y no participaba para nada de mis decisiones, pero es indudable que forma parte de mi pasado que es lo que más me preocupa en estos momentos. También puedo llamar a mis amigos, David está en Australia, si lo que sucede tiene que ver con el lugar a él no le debe haber afectado. Mi hermana Raquel no se puede haber olvidado de mí… ¿y si no existen? Sería como enterarte de que ha estallado una bomba en una fiesta y han muerto todos los seres que has amado a lo largo de tu vida. Pero no tenía por qué ser así. Paco, Alicia, Elena, Rosa, todos existían, el único hasta ahora que parecía no existir era yo.
Unos golpes con una porra en el cristal del cajero me sacaron de mi ensimismamiento. Claro, entre divagaciones y miedos llevaba ya como tres cuartos de hora allí encerrado, se ve que algún usuario ofendido había llamado a la policía. Ya era lo último que me faltaba, pero no hay mal que por bien no venga. Siempre he sido un buen charlatán, le conté una historia fantástica sobre mi madre que me servía para explicar mi careto demacrado y mi larga estancia en el cajero que evidentemente nada tenía que ver con la realidad, una realidad que nadie se hubiera creído… ni tan siquiera yo. Me pidieron la documentación y gratamente descubrí que tanto mi carné de identidad como el de conducir eran, como mínimo, válidos. Ya era algo, al menos no soy un «sin papeles».
Yo no tenía móvil, ese era un lujo que me había concedido desde que empecé a ganar dinero en serio con mis novelas, así que me tocó cabina. Al final a la primera persona que llamé fue a Raquel, pero la persona que me contestó no la conocía. Claro, si yo no existo muchas cosas pueden haber cambiado, cogí el listín telefónico y busqué su nombre y cuál fue mi sorpresa, su número actual era el mío, el número de mi casa. La cosa tenía sentido. Mi padre murió cuando nosotros éramos todavía unos adolescentes así que mi madre se quedó viuda y con dos hijos. Por la manutención no tuvo que preocuparse mucho. Cuando murió mi padre dejó funcionando una pequeña fábrica textil que casi se administraba sola. No éramos ricos, pero nunca nos faltó de nada. Y todos fuimos felices y comimos perdices hasta que hace unos cinco años a mi madre se le empezaron a olvidar las cosas. Justo por esa época Raquel estaba a punto de casarse y he de reconocer que fue un golpe tremendo. Por suerte el día de la boda fue uno de sus últimos momentos de lucidez. Y creo que uno de los días más felices en la vida de mi madre. En esos momentos ella era consciente de lo que le estaba sucediendo, se daba perfecta cuenta de que los recuerdos que tanto valoraba se le estaban escapando de la memoria, uno a uno y sin remisión. Creo que el día de la boda lo saboreó como saborea el condenado su última cena. Ahora vive y duerme pegada a una foto de mi padre, una foto pequeña de carné montada en un marco de plástico de un «todo a cien» de la que no se despega nunca. Ella no sabe quién es ese hombre ni su nombre ni qué significó para ella, pero sí sabe que no debe separarse nunca de él. A veces pienso que en lo más hondo de su interior teme que cuando muera y llegue a ese cielo en el que ella cree, no sea capaz de reconocer al hombre que amó toda su vida, el hombre que ella, está segura, le estará esperando.
Cuando mi hermana se casó con Fernando abandonó nuestra casa, no podía soportar lo que le estaba sucediendo a su madre. Yo siempre he sido más fuerte, y además no tenía sentido cargar a una pareja de recién casados con semejante responsabilidad. Así que me quedé con ella hasta que llegó un momento en que no pude más. Nadie puede negar el amor que siento por mi madre, pero el trabajo que lleva cuidar a una persona en su situación me estaba chupando la vida. Conseguí sacar una novela hace cuatro años y fue porque cuando sucedió todo esto ya casi la tenía terminada. Después de eso no pude escribir una línea en casi tres años. El año pasado después de hablarlo con Raquel y con mucha pena en el corazón decidimos internarla en una institución especializada. Yo, mientras, he seguido viviendo en la casa que siempre fue de mis padres. Parece lógico que si yo no existo la que viva en ella sea Raquel.
Pronto hube acabado con todas las llamadas. No necesité hacer muchas para averiguar todo lo que necesitaba averiguar. Mi hermana efectivamente vivía en mi casa con Fernando y sus dos hijos. Se puso muy nerviosa la pobre. Me imagino que no es normal que un desconocido te llame diciéndote que es tu hermano y preguntándote que si le conoces. Claro que si añades que el desconocido te pregunta cómo están tus hijos y si tu madre sigue en la clínica El Último Paraíso, la cosa empeora. Aunque lo que más nerviosa la puso fue cuando le demostré que yo a ella sí la conocía. Le describí su casa, que esa mañana era la mía, y le conté cosas muy íntimas de su carácter, sí, de esas cosas que sólo un hermano podría saber y que no os voy a contar ahora por respeto a la intimidad de mi hermana. O qué os creíais, que por que soy el personaje de un libro os lo voy a contar todo. Pensad que por muy irreal que yo y mi historia os parezcan, para mí, yo soy mucho más real que vosotros, y en términos generales quizás más, recordad que como os he explicado al principio soy yo el que os he creado a vosotros, y no vosotros a mí, pero como también os he dicho al principio, debéis tener paciencia, cuando llegue el momento os lo explicaré.

Capítulo 2
comprar novela

Dos hombres se miran desde lugares distantes…
Se miran desde el mismo espacio.
Recuerdo el cuerpo de un niño que habitaba mi alma…
habitan en el mismo tiempo.

En la habitación reina el silencio roto de un pitido constante. Una mujer mayor teje sentada en una silla. Es un jersey para su hijo. Sabe que no va a ponérselo, los médicos así lo han dicho, pero ella lo tejerá igualmente. En la cama un cuerpo respira al ritmo de los pitidos. La madre alza la cabeza, algo pasa, un ligero cambio en el ritmo, muy ligero, casi imperceptible, pero ella lo nota, ha pasado meses escuchando ese sonido, su galopar constante se le ha pegado a la piel, notaría cualquier cambio por pequeño que éste fuese. Ella se levanta, deja las agujas a un lado y se acerca a la cama. Se sienta. Le coge la mano. Los tubos que le salen del antebrazo todavía le impresionan y ella cree que por tiempo que pase nunca dejarán de hacerlo. El latido se acelera un poco más. Ella se está poniendo nerviosa. Los ojos están cerrados, pero se percibe en ellos el movimiento nervioso del iris. ¿Será un mal sueño, o un mal momento? Se levanta, sale al pasillo, no hay nadie, vuelve a entrar. La respiración se sigue acelerando y los latidos de su corazón también. La máquina marca noventa y cinco. La madre mira el botón rojo al lado de la cama. Duda, pero la respiración se acelera, la máquina ya marca ciento cinco. Ella aprieta el botón. En algún lugar del hospital se ha encendido un piloto con el número doscientos sesenta y seis, pero… ¿lo habrá visto alguien? Saben que el paciente está en coma y estabilizado, seguro que no se dan prisa, piensa la madre. Su respiración se está disparando, ya marca ciento ochenta. La madre tiene miedo, está inquieta, coge con fuerza la mano de su hijo, que venga alguien por favor, que venga alguien, reza susurrando. La máquina se vuelve loca y escupe pitidos desordenadamente, ya marca doscientos veinte. Él grita y se reincorpora, tiene los ojos abiertos y gime. Mira desconcertado la habitación. La madre se lanza sobre él y le abraza llorando.
Él la mira —¿mamá?, ¿eres tú?
—Sí, hijo, sí, soy yo, tu madre —le contesta mientras le acaricia la cara.
En ese momento entra una enfermera en la habitación, se queda con la boca abierta y sale corriendo, tiene que avisar, esto no debería haber pasado.
—¿Estoy vivo?
—Sí hijo, estás vivo, muy vivo.
—Entonces le he vencido.
La madre le abraza y le besa —gracias a Dios, esto es un milagro.
—Deja a Dios de lado mamá, él ya no importa.
—No digas eso hijo mío Dios existe.
—Lo sé mamá, pero él ya no es importante.
Esta escena ocurría ocho meses después de que Daniel Velatrán ingresara de urgencia en el hospital. Traumatismo craneal severo con resultado de coma irreversible, rezaba el parte médico. En un principio pensaron en desconectarlo, ya que éste era su testamento vital, pero Irina, su mejor amiga y enamorada secreta, convenció a la familia para que no lo hiciesen. La patología de Daniel era compleja, su cerebro estaba aparentemente intacto y conservaba plenas sus capacidades, pero había perdido totalmente la posibilidad de conexión con el mundo, estaba condenado a vivir un sueño perpetuo hasta el fin de sus días.
Daniel sufrió un accidente escalando con Raúl. Era la última vez que se iban a ver y quería despedirse de su mejor amigo y explicarle las razones por las que se iba tan de repente, pero nunca llegó a partir, el accidente lo impidió. Aunque sólo Raúl sabe que no fue un accidente, pero no se lo va a decir a nadie. No es él el único que tiene secretos que se van a poner sobre la mesa con la inesperada recuperación de Daniel, Irina también esconde dos insospechados secretos. Tanto ella como Raúl van a llorar de emoción cuando sepan que Daniel ha vuelto a la vida, pero los dos se darán cuenta también de que esto les va generar graves complicaciones.
Raúl se alegró cuando esa mañana descolgó el teléfono, era Daniel, hacía como tres meses que no se veían.
—¿Mañana? Sí, me va bien —mintió Raúl.
La verdad es que le iba de pena, había quedado con un grupo de amigas del trabajo para llevarlas a hacer un barranco, una de ellas era un bombón, criada entre las máquinas de un gimnasio y las mesas de un salón de belleza, la niña estaba que rompía. Vale, era un poco estúpida y exageradamente superficial, pero como solía decir él, tampoco es que pretendiera escribir un libro con ella, la cosa era pura lujuria. Descolgó el teléfono manteniéndolo colgado con la mano mientras inventaba refunfuñando una excusa. —Qué rabia —pensó—.Ésta seguro que mañana caía— pero debía hacerlo. Conocía muy bien a su amigo y sabía sólo por su voz que detrás de esa salida a escalar había mucho más que un día de ocio.
No eran cuatro los días que hacía que se conocían. A Raúl le apuntaron a judo con siete años de tal manera que cuando llegó Daniel, tres años más tarde, éste ya era cinturón rojo. La primera vez que lo vio no le hizo ni caso, era un novato de tantos que iban y al cabo de tres meses se borraban, pensó. Pero cuarenta y cinco minutos más tarde cambió totalmente de opinión. Cuando entró en el vestuario alguien, seguramente el novato, había osado desplazar su bolsa y le había quitado el puesto, obviamente él no lo iba a permitir, así que cogió la bolsa, la tiró abierta en medio del vestuario, y ésta se desparramó toda. Dio la casualidad que justo en ese momento entraba Daniel y lo vio todo. Quizás Daniel no había hecho nunca artes marciales, pero siempre fue un niño pegón, de esos que ya aprenden a cerrar el puño en el jardín de infancia y que descubren muy pronto lo disuasivo que es un buen puñetazo. Tampoco es que hiciera falta pegarse con nadie, pensó él en ese momento, bastará con poner un poco las cosas en su lugar. Así que se dirigió hacia Raúl y, sencillamente, cogió su bolsa y la tiró a las duchas que en ese momento, hay que decirlo, estaban encendidas. Éste se quedó un segundo atónito ante la osadía del novato tras el cual le dio un empujón, diciéndole —pero tú eres tonto o te lo haces—Daniel ya estaba preparado y apretaba el puño con fuerza esperando el momento para descargarlo que era precisamente ese segundo siguiente al empujón. En el colegio en el que pasaba sus días nunca había necesitado más que esto para solucionar cualquier problema. Los niños de su edad se solían pelear tirándose de los pelos o arañándose, así que cuando Daniel soltaba uno de sus martillazos directos a la cara solía significar el final de la pelea. Y es de aquí su sorpresa cuando Raúl con la nariz sangrando se levantó del suelo y le devolvió el saludo, nunca nadie lo había hecho. Pero una vez pasada la sorpresa se lanzó sobre él, no iba a dar por zanjada tan fácilmente esa conversación. Media hora después, su madre, que le había venido a buscar después de su primer día de judo, no daba crédito a sus ojos cuando un Daniel lleno de moratones y con la nariz sangrando le presentaba a otro niño en igual de pésimas condiciones y le decía todo contento —mira mamá, éste es Raúl mi nuevo amigo.— Ese fue el comienzo de una gran amistad que ha durado hasta hoy.
Es por eso que si había alguien capacitado para conocer los estados de ánimo de Daniel éste era Raúl. Quizás en otra ocasión no le habría hecho mucho caso, pero desde hacía un tiempo su amigo estaba sufriendo una mutación en su carácter. Sí, es cierto que nunca fue la alegría de la huerta, pero era un tipo despierto y muy rápido de palabra cuando le convenía. Si no hablaba más no era por timidez, lo suyo era más cuestión de que pasaba. A él, al contrario de Raúl, nunca le importó un pimiento caerle bien a nadie, es posible que fuera precisamente por eso que le caía bien a todo el mundo. Siempre estuvo en las nubes pensando en sus cosas y soltando comentarios inesperados en plena conversación que nadie entendía, cosa que hacía pensar a los demás, y encima con toda razón, que éste no les estaba prestando ni la más mísera atención. Pero en este último año la cosa había empeorado, cuando estaba con alguien nunca lo estaba del todo, había perdido esa agudeza dialéctica y envenenada que tanto le caracterizaba. Parecía estar siempre preocupado. Raúl tenía la esperanza de que ese domingo, por fin, iba a obtener respuesta a las preocupaciones que tenía sobre su amigo.
Quedaron pronto, habían decidido ir a Vilanova de Meià, éste era un muy pequeño pueblo perdido entre las llanuras de la Segarra y las agrestes paredes del Monsec d’Ares, el pueblo, pese a ser muy hermoso y tener una feria de la perdiz, no revestía más importancia para nuestros amigos que la de ser campo base de una de las escuelas de escalada más importantes y bellas de Cataluña y cuna de muchas aventuras, borracheras y descontroles de antaño, que no era poco. El lugar estaba salpicado por la nostalgia de los viejos tiempos y eso lo convertía en el escenario ideal para una confesión. Así que cuando Daniel le dio a Raúl la posibilidad de elegir el lugar, éste, pese a ser un sitio lejano para ir a escalar en un solo día, eligió Vilanova de Meiá sin dudarlo.
Iban a ir en el coche de Raúl. Daniel tenía carné de conducir, pero nunca le gustó hacerlo, sólo en una ocasión tuvo coche y no le duró ni un año. A las siete y media de la madrugada Raúl tocaba el timbre de su casa. Daniel para variar tardó casi un cuarto de hora en bajar.
El viaje no se hizo largo, quizás un poco al principio. Cuando dos amigos que lo son de veras pasan un tiempo sin verse tienden a mitificarse mutuamente de tal manera que el momento en que se encuentran siempre es un poco tenso. Es un momento al que se le suele dar una importancia especial. A uno siempre le da la sensación de que tiene que decir cosas importantes y eso bloquea un poco, pero enseguida se pasa y uno se olvida del momento y empieza a pasárselo bien sin tener en cuenta si tus palabras revisten de la trascendencia adecuada o no. Quizás tonterías o blablablá sin importancia y cuando toque ya llegarán las confesiones y los momentos importantes, porque con un amigo a lo primero que uno aspira es a sentirse cómodo y tranquilo. Un amigo es casa, es como un sofá sentimental. Es por eso que pese a los «cómo te va» y a los «qué es de tu vida» que se dicen por no callar y a algunos momentos de silencio lento, enseguida empezaron a discutir de temas irrelevantes y ya podían callar tranquilamente y mirar un árbol o una niña saltando a la comba al lado de la carretera sin que el silencio les molestara, porque ya volvían a estar cómodos el uno con el otro, como siempre.
En cuanto salieron de la nacional y se metieron por las carreteras secundarias que van desde Cervera a Vilanova la conversación se fue haciendo más densa y no por casualidad. Raúl sabía que su amigo tenía ganas de contarle algo. Fuera lo que fuese lo que atormentaba a Daniel seguro que estaba relacionado con su trabajo. Daniel era un genio lo miraras por donde lo miraras. Él siempre había tenido una conexión empática con el universo. Comprendía las cosas más allá de las palabras y los números. Tenía esa capacidad para ver el espíritu del conocimiento, una especie de corriente que subyace detrás de cualquier dato y que lo relaciona con el resto. Él veía el universo como un todo y nada se desvinculaba de nada. Cualquier problema lo afrontaba siendo consciente de que no alcanzaría la comprensión sobre él si no lo concebía como un trocito de ese todo. En cuanto acabó el instituto se matriculó en matemáticas, informática, humanidades y sociología. No, no es que él tuviera la intención de realizar cuatro carreras al tiempo, no. El sólo quería hacer una carrera, el problema era que la que él quería no la tenían así que se la inventó. Él quería ser investigador. Opinaba que la humanidad había hecho un gran paso en el conocimiento gracias a la especialización de sus individuos, pero que esa etapa había llegado ya a su fin. Sí que seguiría siendo necesario un especialista en la uña del dedo gordo del pie derecho, pero este especialista ya no serviría de nada si no estaba dentro de un equipo de especialistas dirigido por alguien que fuera capaz de relacionarlo todo dentro del contexto, tanto del cuerpo, como de la humanidad, como de la historia o el universo. A la ciencia ya no le valía el científico enclaustrado que no reconoce el mundo si no lo ve a través de un microscopio, ahora la ciencia tenía que recuperar el concepto de sabio helenístico. Solía decir, hasta hoy hemos despiezado el motor del universo hasta sus piezas más pequeñas, ahora el reto es entender cómo funciona y cómo se relacionan cada una de ellas con el conjunto, para eso es necesaria una nueva generación de científicos que amplíen mucho sus conocimientos a costa de no profundizar tanto en ellos. Así que tomando una asignatura de aquí, dos de allí y tres de más allá, se fabricó su propia carrera y se otorgó su propio título, el de Jefe Investigador. Muchos fueron los que se rieron de su osadía, otros, los que le querían, se preocuparon. —Si no tienes un título oficial nadie te dará trabajo— le decía su padre. Raúl mismo le pronosticó un fracaso rotundo en la vida, pero Daniel, para variar, no le hizo caso a nadie y siguió por su camino, porque por mucho que el mundo entero se esforzara en pronosticarle un final apocalíptico para su aventura, él siempre lo tuvo claro y por mucho que sus padres y sus amigos dijeran que todo era pura cabezonería, la verdad es que no lo era, simplemente es que él era de esas personas que no acepta ningún conocimiento que no sea el de la propia comprensión y le daba igual lo que vieran o supieran los demás, sólo había una verdad y era la que él era capaz de comprender. Así que siguió su camino y al final resultó que él era el que tenía razón. Su visión multidisciplinar le hacía afrontar los problemas con una óptica nueva e investigaciones que parecían encalladas encontraban soluciones inesperadas bajo su mirada. A los dos años ya había publicado dos artículos en Science. Y a los tres ya se lo estaban peleando las empresas más importantes, pero él tenía su camino y no lo iba a dejar. Trabajó como asesor en numerosos proyectos, pero no se implicó mucho en ninguno. Pese a mejorar sustancialmente las ideas de los demás él tenía las suyas propias y éstas se las guardaba para él, y para un futuro en el que se viera suficientemente preparado para desarrollarlas. Ese momento tardó seis años en llegar.
Cuando El salto vio la luz, fue una pequeña revolución en el mundo científico. El libro planteaba las bases de la que iba a ser su primera gran investigación para conseguir la primera y verdadera inteligencia artificial, pero el libro no era revolucionario sólo por eso, porque para situar lo que él llamaba el gran salto evolutivo de la humanidad en su contexto no se quedaba en los cálculos y programas caóticos, sino que lanzaba para explicarlo toda una serie de hipótesis que aunque muchas de ellas ya existían aisladamente, customizadas por él y cocinadas todas juntas como si fueran una sola, cobraban un sentido especial y le daban al lector una visión del universo y del sentido de los humanos como especie que le devolvía a éste un poco de la fe perdida en la raza humana. En este libro Daniel daba por supuesto el concepto de Gaia y tomaba como punto de partida la obviedad de que la tierra en sí misma era un gran ser vivo con capacidad de autorregulación. El problema en la hipótesis de Gaia residía en los mismos que la planteaban, si la tierra tiene esa capacidad para regularse, ¿qué pintaban en ella los humanos que en su vorágine evolutiva parecía que iban encaminados a destruirla? Para Daniel la respuesta estaba clara, Gaia, como todo ser vivo, tiene como sentido en la vida el de crecer y multiplicarse y era en ese multiplicarse donde entraba en escena el hombre. Después de cuatrocientos millones de años, Gaia necesitaba reproducirse y para eso necesitaba de una especie capaz de evolucionar hasta el punto de llevar la vida, su vida, a otros planetas, y así colonizarlos y generar nuevas gaias. Es decir, que para Daniel la humanidad era el órgano reproductor de Gaia. Él, off record, por supuesto, siempre bromeaba diciendo —si es que los humanos somos la polla—. El problema para Gaia es que como a la mayoría de seres vivos el sexo le generaba un estrés excesivo porque el hombre y su sociedad estaban arrasando el planeta con su ambición. Daniel sólo esperaba que el ciclo vital de Gaia no fuera como el del salmón que muere agotado después de la cópula.
Y así, partiendo de Gaia y pasando por la estructura social de las hormigas, la matemática fractal, la red global de la cultura humana, el descubrimiento del ADN, las teorías de cuerdas, el concepto de vida, el concepto de conciencia y el aparente orden en el universo, nos llevaba al que para él era el salto que le tocaba hacer ahora a la humanidad para cumplir lo antes posible con su objetivo, generar inteligencia artificial. Para eso el primer paso era admitir la imposibilidad de generar un organismo mecánico totalmente acabado que fuera inteligente. Para Daniel la inteligencia sólo era posible dentro y como resultado de un sistema caótico. Es decir que la inteligencia no se podía crear, sólo se podía crear una estructura con características evolutivas que acabara por desarrollarla. Nosotros no podríamos controlar nunca el resultado final de ésta, como mucho influir con medios externos sobre ella igual que podemos influir sobre un niño o un animal. Estos procesos en un principio serían muy precarios y podrían permitir a máquinas tomar decisiones sencillas que nos ayudarían enormemente. Sólo después de un largo proceso de investigación podríamos llegar a una completada inteligencia. Pero el verdadero reto no estaba únicamente en la creación de esa inteligencia, sino en la integración de ésta a nuestra mente para ampliar nuestra conciencia y nuestra capacidad cognitiva sobre el universo. No se trataba de crearse competidores, sino de evolucionar, sólo que esta vez la evolución no sería un producto del azar, sino de nuestra propia determinación por hacerlo.
El libro levantó ampollas, sobre todo porque no se trataba tan sólo de un ensayo de opinión, éste únicamente ocupaba la primera parte y era ameno y fácil de entender para cualquier persona. El problema venía en la segunda parte. Esta parte era sólo para especialistas y daba descripciones detalladas sobre cómo debía desarrollarse la investigación. Hablaba de trabajar con células madre para desarrollar neuronas humanas y cómo luego utilizarlas para generar rutinas lógicas de trabajo. Si se conseguía serían, después, fácilmente integrables en humanos y el cerebro aprendería a usarlas con facilidad. El problema era que todo parecía demasiado posible y la idea de generar superhombres, aunque no implicara la modificación del ADN, fue satanizada por muchos. A algunos les parecía una aberración la existencia de unos ciudadanos superiores al resto mientras que a otros les parecía un pecado mortal y un desafío al mismísimo Dios la idea que proponía Daniel de la autoevolución. Hubo muchos artículos en contra, pero Daniel estuvo tranquilo, sabía que el hombre estaba condenado a la evolución y que tarde o temprano aparecería alguien y pagaría esa investigación. Le invitaron a muchos coloquios y le ofrecieron páginas enteras de periódico para que se resarciera de todos los insultos que desde todas partes le estaban llegando, pero siempre los despreció. A él le encantaba el anonimato, ni siquiera había una foto suya en el libro y aunque casi todo el mundo sabía quién era Daniel Velatrán nadie sabía ni qué edad ni que aspecto tenía. Muchos se habrían asombrado si hubieran descubierto que era un chaval de veinticuatro años. Así que rehusó sistemáticamente todas las invitaciones. —Que lean mi libro— solía decir, y era verdad, su libro, ya en predicción de lo que iba a pasar, contaba con un epílogo en el que analizaba toda su investigación desde un punto de vista moral. Ya allí acusaba a priori a todos los que le acusaran de crear clases, de necios al suponer que porque un hombre tuviera más herramientas o fuera más inteligente era un ser superior ya que esas diferencias ya existían hoy en día y nadie las trataba como síntomas de superioridad. Si existía en el mundo algún tipo de superioridad esta sería la del hombre o mujer que tanto por sus características, como por su dedicación, hicieran de la tierra un lugar mejor para vivir. Con respecto a todos los religiosos de todas las confesiones que se avinieran a lapidarle que supieran que él no iba a entrar en ningún tipo de coloquio con ellos, «el dogma es un concepto personal contra el que no se puede luchar, intentarlo es un derroche de energía estéril que no conduce a nada que no sea crearse más enemistades. Y que nadie tenga la tentación de vestir los dogmas de lógica porque sólo es necesario analizar un poco la trayectoria personal de algunos para ver claramente que sus opiniones no son fruto de la reflexión y el razonamiento, sino que simplemente se trata de una cuestión de bandos».
Todo este ruido no interfirió para nada en su vida, muy seguramente él ya lo había previsto y le hubiera molestado mucho más el silencio que la polémica, muy por el contrario fue una de las épocas más felices. Con Raúl se habían convertido en un equipo puntero en lo que se refería a su deporte preferido que desde hacía siete años era la escalada. Cuando no estaban estudiando estaban escalando. Habían ascendido las rutas más difíciles de su país y aunque no destacaban en ninguna modalidad, eran un par de escaladores muy completos que podía realizar rutas de alta dificultad tanto en libre, como en artificial o en hielo. El fondo físico y la experiencia acumulada a lo largo de kilómetros de paredes les daba tablas suficientes como para enfrentarse a cualquier ascensión con posibilidades de éxito. Pero todo eso terminó cuando Pedro Madoga entró en la vida de Daniel. Éste dirigía el departamento de investigación de Sice Microsistems. Esta empresa había decidido acoger y financiar hasta donde hiciera falta su investigación, así que Daniel desapareció por completo del mapa lúdico de su país. Él sólo dirigía una parte de la investigación que estaba dividida en tres partes. Por una parte en Estados Unidos, Massachusetts, un equipo había conseguido fabricar neuronas a partir de células embrionarias, pero el proceso todavía no era muy productivo y éstas resultaban demasiado costosas para una producción industrial, así que aunque seguían investigando podían proporcionar a Daniel las necesarias para su investigación. Por otro lado, en Barcelona estaba Daniel trabajando en lo que era su proyecto, desarrollando lo que sería el equivalente a chips biológicos, el problema era que las neuronas fuera de un entorno biológico humano morían pronto, y no permitían al biochip evolucionar lo suficiente como para optimizar su funcionamiento. Los chips biológicos tal como los estaban construyendo permitían realizar funciones mucho más avanzadas de lo que se esperaba de un chip de silicio, el problema es que no tenían una eficacia del cien por cien, sino que cometían errores, estos errores iban disminuyendo con el tiempo y eso se debía a que los biochips estaban capacitados para aprender, y era allí donde entraba en escena Marsella. Allí, en la sede central de Sice Microsistems se encontraba uno de los ordenadores más potentes del mundo. Este ordenador analizaba los datos de las únicas siete horas en las que se podía mantener con vida un biochip y elaboraba un modelo virtual de lo que hubiera sucedido si este biochip hubiera funcionado más tiempo. Es decir que para predecir el comportamiento en el tiempo de unas cuantas neuronas que no se podían ver si no era a través de un microscopio era necesaria una computadora que ocupaba tres plantas de un edificio. Mientras, dentro del equipo dirigido por Daniel, Irina se encargaba de encontrar la manera de conseguir alargar la vida de esas neuronas fuera de un entorno humano.
Es probable que ante la expectativa de ser él el protagonista del salto del que hablaba su libro, Daniel abandonara todos los placeres para dedicarse en exclusiva a su investigación, sólo en contadas ocasiones quedaba para cenar o tomar algo con sus amigos. Al principio, aunque en un estado un poco más ausente de lo que ya de por sí era habitual en él, se lo pasaba bien, pero este último año ya no acudía a las citas ni respondía los correos, sólo se veían con Raúl cuando éste llegaba a su casa sin avisar y casi que se sentía que molestaba. La única manera de recibir noticias de él era a través de Irina, ella era la única persona que parecía mantener un contacto íntimo con él, aunque fuera sólo por trabajo, y sólo hacía que confirmarle a Raúl el cambio de personalidad de su amigo.
Irina era una mujer morena, de pelo rizado y usualmente corto, tenía los ojos grandes y marrones, y unos labios rosados que le quedaban muy bien a su rostro de piel clara. Vestía básicamente cómoda, cosa que hacía que cuando en ocasiones especiales se ponía un vestido y se maquillaba un poquito a muchos, que no se habían fijado demasiado en ella, se les desencajara la mandíbula ante su imponente figura. Era tímida, pero valiente, por eso, aunque hablaba con todo el mundo y su carácter era jovial, uno tenía la sensación de que había contado hasta tres antes de abrir la boca. Tenía veintiocho años y llevaba una carrera imparable. Cuando Daniel la invitó en una ocasión al cumpleaños de Raúl, éste pensó que ese era el mejor regalo que su amigo le hubiera podido hacer. Irina en lo que respectaba a los hombres era muy especial, por un lado cuando alguien le gustaba siempre encontraba la manera de acabar besándose con él, y la mayoría de las veces acababan en la cama, pero, por el otro, si ésta tenía a alguien en la cabeza, es decir, si estaba enamorada, aunque seguía besándose con cualquiera que le gustase no dejaba nunca que la historia acabara en penetración, cosa que le había hecho ganar, para algunos, la fama de calienta pollas. Cuando conoció a Raúl hacía pocos meses que trabajaba y conocía a Daniel, pero esa noche cuando se enrolló con él la cosa no pasó de unos besos y algún magreo porque Daniel ya se había clavado en la mente de Irina. A partir de ese momento la relación entre los tres se hizo complicada, al menos por lo que se refería tanto a Raúl como a Irina. Daniel por su lado adoraba a Irina, pero de otra forma. Cuando empezó el proyecto estaba muy nervioso, la aparente seguridad en sí mismo se estaba poniendo a prueba. Él era un niño comparado con todos los científicos que habían puesto a su cargo, todos eran vacas sagradas en sus ramos y tenían sus propias ideas sobre cómo se tenían que hacer las cosas, por esa razón desde el comienzo cogió una actitud muy autoritaria sobre los demás, cosa que cumplió muy bien con su cometido, pero que le aisló. Irina fue para él su descanso, era una especie de jefe por debajo de él y la investigación que llevaba iba un poco al margen del grupo. Quizás por su juventud podía comprender la actitud de Daniel y aunque expresaba sus propias ideas siempre lo hacía con el máximo respeto y sin cuestionar su autoridad. Éste se agarró a ella como a un clavo ardiendo y la hizo su amiga y su cómplice. El problema para Irina es que cuando Daniel se hacía tan amigo de una mujer ésta pasaba a ser como una hermana. Para Irina eso fue el infierno, el roce y el cariño que él profesaba por ella hacía que ésta cada día se enamorara más y eso, sabiendo como sabía, que Daniel no albergaba ningún apetito sexual por ella la estaba destrozando. Sabía que si no quería que se le fundiera el corazón debía distanciarse de él, pero no podía, trabajaban juntos todos los días y aunque no hubiera sido así ella no habría podido dejar de acudir a una cita con él, no tenía suficiente voluntad para eso. La otra opción era confesárselo todo, seguramente si lo hiciera él mismo se distanciaría de ella por no hacerle daño. Pero precisamente porque esta opción era tan segura ella nunca se atrevió a realizarla.
Por otro lado estaba Raúl, el día de su veinticuatro cumpleaños cuando la conoció pensó que era una de las mujeres más hermosas que había conocido, pero no fue hasta que la besó que se enamoró de ella. Ya quedaban pocas personas en la fiesta, Daniel ya hacía un par de horas que se había ido. Ella y Raúl se habían pasado charlando toda la noche, era una de esas conversaciones de pupilas grandes y miradas penetrantes, de esas en que uno saca lo mejor que tiene, pone voz de macho y cuelga la mirada. Ella por su lado parpadea mucho y se humedece los labios a menudo. Se arregla el mundo y se encuentran coincidencias. —¿a ti también te encantó esa película? —Hasta que se levantan y con cualquier excusa sus labios se rozan. Ella se retira avergonzada, pero él la atrae con firmeza hacia su cuerpo y le acaricia el pelo con dos dedos por detrás de las orejas dejando que resbalen por su cuello. Luego se cruzan sus alientos y él le besa con suavidad el labio superior mientras deja que sus dedos se entierren en sus cabellos. A partir de allí ya, normalmente, los dos pierden el freno y se cruza esa puerta que nos separa de los otros, y ahora ya son sudor y suspiros, y dos manos se hacen pocas, lo quieren todo, toda la piel, todo el olor, no se quieren perder ni un recoveco, ni una oscuridad, ni una luz, lo quieren todo y lo quieren ya, pero digo normalmente porque no fue así en el caso de Raúl e Irina, porque aunque se besaron con pasión ella nunca soltó el freno y le supo llevar. Con besos que se escapaban y caricias acotadas, jugó con él hasta donde ella quiso, y cuando pensó que ya le estaba haciendo daño, que hay que decirlo, ya era tarde, se retiró como una serpiente entre el pasto, y sólo dejó allí su imagen que con el motor de su fantasía le colmaría el resto de la noche.
Raúl la llamó al día siguiente, él se había enamorado locamente de ella y no le bastaban sus sueños. Irina se dio cuenta enseguida, no por intuitiva, sino porque él apostó por el galanteo para seducirla, y eso a ella la asustó. Veía a Raúl como un tipo guapo, simpático e inteligente, pero en su mente estaba Daniel, y cualquier atisbo de un final feliz que le pudiera dejar ver a Raúl sería una puñalada más en su espalda, así que en esa llamada se lo dijo. —Raúl, yo estoy enamorada de otro, ayer fue maravilloso, pero si no dejé que las cosas fueran a más es porque no quiero que nadie sufra por mí.
Él se hizo el duro —no, tranquila, si no pasa nada, sólo es que me gustabas y pensé ¿quién te dice que no es ésta la mujer de tu vida?. —Y rio con risa amarga porque él, eso, ya lo había decidido.— Por cierto, este sábado ponen Gato blanco gato negro en la filmoteca y vamos a ir con unos amigos, igual te apetecería venir.
—Ah, pues sí, estaría bien.
Cuando Raúl colgó el teléfono el mundo pareció derrumbarse a su alrededor y una especie de calor le subió en la cara, las manos y los pies. El quiebro táctico que había hecho no le había gustado nada, sabía que el nuevo rol de «amigo» que había tomado le iba a destrozar lentamente, pero tal como le pasaba a Irina, cuando un hombre o una mujer están enamorados la razón pierde pie y sólo queda una angustia y un deseo reprimido, que sólo se ven apaciguados ante la mirada de tu amado o amada. Cualquier sufrimiento vale la pena con tal de que ella, o él, te ría un chiste o te roce al coger un vaso. Es una tortura que uno elige pasar, simplemente porque no puede no hacerlo. Y encima, ahora, le tocaba a Raúl encontrar como fuese a unos amigos para ir a la filmoteca ese sábado. Levantó el auricular y suspiró, el primero iba a ser Daniel, aunque seguro le diría que no.
De eso ya habían pasado casi dos años y ahora ya a punto de llegar a Vilanova los dos intentaban decidir qué vía iban a hacer. A Daniel se le antojó la Dents de Coral era una vía que ya habían hecho en un par de ocasiones. La primera vez que la realizó fue uno de los momentos más felices de su vida. Uno de esos globos de felicidad que pisas de vez en cuando en la vida y que sin avisar te explotan bajo los pies dejándote una nube de alegría pegada al abdomen. Cuando tenía quince años cayó en sus manos un manual de escalada. En él habían, a parte de muchos consejos e información importante, numerosas fotografías. Daniel las miraba y soñaba en el día en que por fin podría ser él, el protagonista de fotos como esas, sobre todo de una en la que se veía un escalador cruzando debajo de un enorme techo de roca recortando el abismo con su silueta. Lo cierto es que el abismo sólo eran unos ochenta metros, y la escalada que estaba realizando, aunque un poco expuesta, no revestía una dificultad excesiva. Quizás fue por eso que en cuanto empezó a escalar olvidó totalmente esa foto que tantas veces había mirado. Un día de tantos en que la noche del viernes había resultado ser más tormentosa que de costumbre y en consecuencia el concepto «primera hora» se había alargado hasta el medio día, decidieron con un amigo que ese no era un día para colgarse en una vía demasiado larga, así que optaron por alguna corta y facilita. La ascensión resultó ser un poco más difícil de lo esperado y exageradamente más bella. El segundo largo era una placa que parecía hecha de coral rojo poblada de innumerables agarres largos y puntiagudos que le daban el nombre Dents de Coral, dientes de coral en castellano. Después de ese hermoso tramo tocaba una travesía hacia la izquierda donde se sorteaba por debajo un enorme techo de roca, y fue allí, justo en el momento en que Daniel se encontraba en el mismo lugar donde se encontraba el protagonista de esa foto que tantas veces había mirado, que se acordó de ésta. Él estaba allí, donde había soñado estar, y no había llegado a ese lugar como a un hito, sino que estaba de paseo después de una noche de borrachera. Nunca en la vida había tenido Daniel la sensación de camino andado como la tuvo en ese momento, y nunca tuvo tan claro el recuerdo de un sentimiento de adolescencia como lo tubo en ese lugar. Era como el caminante que sale de su casa y después de caminar horas en una curva le aparece un paisaje lejano, y descubre que al fondo, acariciando el horizonte, está su casa, el lugar de donde ha partido. Quizás por este motivo a Daniel se le antojó ese día esa vía porque se le avecinaba un viaje, un viaje a lo desconocido, a una vida nueva donde no iba a poder contar ni con su familia ni con sus amigos. Un viaje donde ese lugar en el que ahora se encontraba sería como ese hogar lejano rascando el horizonte que uno espera descubrir después de la próxima curva. Así que pararon en el bar Cirera y mientras tomaban una cerveza y se comían un par de rebanadas de pan con tomate con una buena butifarra copiaron la reseña de la vía en una servilleta.
Después de saludar al Pepitu y a su familia, los dueños del bar, partieron hacia la Font Figuera, la fuente de la higuera, donde recargaron las cantimploras y se hicieron el porro de rigor. La Font Figuera era uno de esos lugares donde a uno le entran ganas de echarse las manos a la cabeza no sea que tanta belleza no pueda sostenerse a sí misma y se le desmorone encima. Toda la zona del Mont Sec d’Ares es aparentemente árida, es un paisaje que muda su piel con las estaciones al ritmo del trigo y los cultivos de secano. Cuando subes en primavera el verde se derrama de los campos, brillante de humedad dibuja las parcelas entre los almendros. Luego llega el dorado, el verano comienza y las espigas relucen orgullosas perfilando los campos contra el azul impoluto del cielo, pero cuando éste termina, ya en agosto y septiembre, las montañas devienen en espacios para el arte donde hermosas esculturas, como grandes piedras de molino hechas de paja y oro, se agrupan en cuidadas líneas colocadas con esmero por los artistas campesinos recortando el horizonte. Para acabar el ciclo, la tierra es despojada por tractores y arados de su manto dorado y el marrón rojizo invade los campos en mil tonalidades, es el otoño, todo duerme para poder despertar. Es una tierra seca, pero el agua recorre sus arterias. Pese a su aridez la recorren numerosos ríos y no es difícil encontrar fuentes de agua fresca y cristalina como la Font Figuera. Te puedes sentar y contemplar la Roca dels Arcs, una imponente pared de dos kilómetros de largo y doscientos cincuenta metros de alto hecha de caliza naranja que se levanta imponente por encima de la fuente. Luego, si miras a la derecha verás la pared del Pas Nou y el Pilar del Segre. Tanto estas dos paredes por la derecha como la Roca dels Arcs por la izquierda van a morir a un estrecho cañón por donde pasa una insignificante carretera, y digo lo de insignificante por que esa es la sensación que se tiene de cualquier cosa cuando se pone en el marco de la grandiosa visión que desde allí lo envuelve todo.
Ellos hablaban y señalaban con el dedo la pared. Recordaban historias y momentos, algunos buenos y otros tristes, que habían pasado en esas rocas. En algún instante saltaba la risa recordando momentos de peligro que acabaron bien y en otros bajaban la vista al nombrar a algún amigo que en ese lugar, y señalaban con el dedo, cruzó su última puerta.
Cuando llegaron al lugar donde se aparca para llegar al Pas Nou ya habían un par de coches allí estacionados. Miraron a ver si reconocían alguno como el de algún amigo, pero no hubo suerte, los dos eran matrícula de Zaragoza. Empezaron a equiparse, Daniel se sentó en una roca cercana mientras Raúl ponía un poco de orden en todo su material a un lado del coche. Desde donde estaba, por el retrovisor, podía ver perfectamente la cara de Daniel sin que éste se diera cuenta, y es muy probable que ese fuera el momento en que a Raúl una sombra le cruzó el corazón… fue la forma en como él le miraba. Había dejado de hacer lo que estaba haciendo, tenía un mosquetón en la mano que se había quedado a medio camino de su destino. Sus ojos estaban húmedos y parecía que intentaban retener ese momento tantas veces repetido como si éste fuera a desaparecer para siempre. La tristeza que desprendía su mirada era tan sincera que asustó a Raúl. ¿Qué le estaría pasando a su amigo? Estuvo a punto de girarse y preguntárselo directamente, pero… esa tristeza, él, no se la estaba enseñando, era una tristeza íntima que sólo había podido ver gracias a la infidelidad de un espejo, así que no dijo nada al respecto. —Ya encontrará él el momento adecuado —pensó.
Así que una vez los arneses puestos, las cintas, un juego de empotradores y otro de friends colgados, y la cuerda echada a la espalda, empezaron a caminar hacia la pared. La aproximación era rápida, apenas quince minutos, pero a Raúl se le hizo eterna. Caminaban en un silencio sólo roto por el ruido del material chocando entre sí. Raúl quería decir alguna cosa, pero todo en lo que podía pensar era en que los problemas de Daniel quizás eran mucho más graves de lo que había esperado. Hasta ese momento había tenido la esperanza de que todo fuera una simple cuestión laboral. Conflictos internos con su equipo, o con el tipo que dirige todo desde Marsella, o quizás es que las cosas no salían como él quería y la investigación no daba ese famoso salto que se supone debía dar, sin embargo ahora sospechaba que la cosa era más grave aunque no se le ocurría qué pudiera ser y esto le hacía sentir mal. Cuando hace unos meses empezó a sospechar que las cosas a Daniel no le estaban saliendo como esperaba se sorprendió a sí mismo sintiendo una leve punzada de felicidad. Después del remordimiento inicial por alegrarse de que a un amigo le fueran mal las cosas llegó la fase de autojustificación. Y es que ya era hora de que a Daniel le fuera algo mal. Sí, es cierto que Raúl no se podía quejar, lo había tenido todo, era un tipo listo, culto, más o menos guapo, muy fuerte, y como en su familia tenían dinero nunca le faltó de nada, habría podido ser el más, pero… se hizo amigo de Daniel. Lo adoraba, era sin lugar a dudas su mejor amigo y habría dado la vida por él, pero muy, muy en secreto, tan en secreto que quizás ni él lo sabía, le odiaba. Le odiaba por ser tan perfecto. Raúl era el extrovertido, el simpático, el rey de la fiesta, fue campeón infantil de judo de Cataluña dos veces, mientras que Daniel sólo consiguió llegar en una ocasión a las semifinales. En lo que respecta a la escalada sus niveles estaban muy igualados aunque Raúl siempre se consideró un poco mejor, y mucho más ahora que Daniel había dejado de entrenar, pero no era eso. Era ese estar por encima. Esa seguridad tan pedante que tenía en sí mismo. Nunca fue por donde los demás iban, y cuando lo hizo siempre fue un paso por delante… y lo peor, nunca se jactó de ello. Se quedaba callado escuchando y de repente te interrumpía, no, se puede hacer de otra manera. Y ya no había nada que decir. Pero el jodido siempre acababa teniendo razón.
Cuando a los dieciseis años él perdió la virginidad con Laila, en secreto se dijo, esta vez he ganado yo, pero eso era absurdo, esa era una competición que Daniel jamás podría perder, básicamente porque jamás jugó, además cuando un año después conocieron a Roser no fue de él de quien se enamoró, sino de Daniel. Tenían diecisiete años y el noviazgo le duró casi dos años que en esa época de la vida es mucho. Después estuvo con Laura y unas cuantas más hasta hace dos años que Maite, la última, se fue a hacer un máster a Londres y se separaron. Todas las novias que tuvo Daniel siempre le parecieron maravillosas a Raúl, es más, yo diría que, de alguna manera, él estuvo secretamente enamorado de todas, y… lo peor, el siempre sospechó en cuanto tenía una novia, que ésta se enamoraba secretamente de Daniel.
En el colegio Raúl era un buen estudiante, un poco gamberrete, pero un buen estudiante al fin. Siempre sacó mejores notas que Daniel, éste era demasiado cabezón y se enfrentaba por tonterías a los profesores, esto le costó más de un suspenso y que raras veces sacara notas altas en una asignatura, sin embargo, incluso por los mismos profesores que le suspendían, el considerado genio fue él. Para colmo va y se inventa una carrera, y encima le funciona. Cada vez que lo piensa a Raúl se le revuelven las tripas.
Ese día incluso él reconoce que perdió el control. Todo empezó con el simple consejo de un amigo. —Daniel, siempre has tensado la cuerda en la vida, con los profesores, con todo, siempre te ha gustado darle a las tuercas una vuelta más de como te las encontraste, y hasta ahora te ha ido bien,… pero… amigo, yo creo que con esto te estás pasando. Te vas a pasar cinco o seis años estudiando como un loco para que no te sirva de nada.— Pero acabó con gritos, frases afiladas y un portazo. Raúl estuvo casi un mes sin hablar con él, le odiaba, aunque no sabía exactamente por qué. Al final todo volvió a la normalidad, primero porque es muy difícil estar enfadado con alguien que no está enfadado contigo y que además se comporta como si tú no lo estuvieras con él, y segundo por que le adoraba, mal le pese a Raúl, adoraba a su amigo. Pero el verdadero problema, el quid de esa amargor que le devoraba silenciosa las entrañas, era que desde el día que le conoció siempre juzgó toda su vida en clave a una sola cosa, Daniel. La persona en el mundo que más admiraba y también, la que más odiaba.
Entre los remordimientos por unos sentimientos no del todo nobles y los pensamientos necesarios para justificarlos llegaron a pie de pared. Daniel se entestó en empezar, quería ser él quien realizara el tercer largo, el más difícil, una travesía larga y con los seguros bastante alejados. Raúl le intentó convencer de que con el tiempo que hacía que no escalaba quizás no era muy buena idea tirar de primero en ese largo, claro que él no conocía la historia de Daniel con esa vía e ignoraba que la verdadera causa de que le apeteciera arriesgarse a una caída considerable se debía a un recuerdo de adolescencia. Al final cedió, al fin y al cabo en una travesía no hay tanta diferencia entre ir de primero o de segundo.
El primer largo no fue difícil y Daniel se sorprendió a sí mismo escalando con mucha más seguridad de lo esperado. Los seguros estaban lejos. Antes de pasar la cuerda por el segundo seguro miró al suelo, en ese momento en que debía estar a unos quince metros, una caída habría significado estrellarse contra las rocas ya que la distancia que había hasta el primer seguro era superior a la que había desde éste hasta el suelo. Su primer instinto fue coger la cuerda y pasarla rápido por el seguro y así eliminar el riesgo… pero no lo hizo, se soltó de una mano y con tranquilidad metió los dedos en la bolsa de magnesio que llevaba colgada a la espalda, los sacó y dejó que el brazo le colgara flácido hacia atrás, dobló las piernas y se quedó como sentado estirando el brazo que todavía le sujetaba a la pared. Miró a su alrededor, el paisaje era imponente, como siempre, una ligera brisa le acariciaba el rostro, respiró hondo, miró al suelo y sonrió. —¿Por qué habré dejado de hacer esto? —se preguntó. Levantó la mano que tenía colgando, juntó los dedos y los sopló con fuerza haciendo escapar el sobrante de magnesio en una pequeña nube de polvo blanco. El brazo del que estaba colgando ya empezaba a cansársele, pero no le preocupó, el largo era facilito, se podía permitir el lujo de cansarse un poco y disfrutar un poco más de esa sensación de control en una situación de peligro. Miró hacia arriba, ochenta metros de pared se abrían sobre él y se alegró y lo saboreó. —ochenta metritos de mierda y siento la misma ilusión que cuando hice la Divina Providencia —pensó burlándose de sí mismo. Cogió la cuerda, la pasó por el mosquetón y siguió hacia arriba. La primera reunión estaba en una pequeña repisa situada a unos treinta metros, allí se aseguró bien y le gritó a Raúl— ya puedes soltar, recupero —y estiró la cuerda hasta que Raúl estuvo bien tenso al otro lado.
—Voy —gritó éste, y empezó a subir.
Lo hacía tan deprisa que a Daniel le costaba recuperar la cuerda en el ocho, que era lo que utilizaba para asegurar, a ninguno de los dos les gustaba el grigri para vías largas. Raúl llegó enseguida a la reunión y casi sin ni siquiera parar salió de primero en el segundo largo. Este era sin duda el largo más bonito de la vía, no era difícil, pero el tipo de roca era muy particular y bastante vertical. Raúl enseguida llegó arriba. Daniel esta vez no disfrutó tanto como antes, el hecho de ir de segundo le quitaba emoción a la cosa, la cuerda esta vez le llegaba desde arriba y, claro, la posibilidad de sufrir algún tipo de caída era casi nula. La reunión se encontraba justo debajo de un enorme techo que se extendía como una cornisa desde donde estaban ellos hasta unos treinta metros más a la izquierda. En este largo apenas se ganaban unos metros de altura, éste consistía básicamente en salvar ese enorme techo escalando hacia la izquierda hasta que se hiciera más pequeño y se pudiera salir recto. Daniel se colgó todo el material bien y salió. Este tramo era el más difícil de la vía y las caídas en un flanqueo siempre son más peligrosas, pero él avanzó seguro y se plantó en un momento en ese lugar que habitaba en sus sueños, se paró y recorrió el escenario con la vista. Estaba a unos veinte metros de Raúl, y éste no pudo ver bien cómo a Daniel se le humedecían los ojos. Cuántas cosas habían pasado desde que esa escena era una escena habitual para él, y ahora, en ese lugar donde empezó a soñar, lo dejaría todo, ya jamás volvería a escalar; ya nada volvería a ser. Miró a su amigo y las lágrimas se le escaparon resbalando por su cara sucia. Raúl lo tenía lejos, pero no lo suficiente como para no darse cuenta de que algo sucedía.
—¿Estás bien? —le gritó.
—Sí —respondió él y giró el rostro para no preocuparle.
Se iba a ir. Desaparecería para siempre y nadie debía saber por qué. Esa era una información que le podía costar la vida a cualquiera que la tuviese. Pero Raúl era otra cosa. ¿Cuántas veces se habrían jugado la vida juntos? Él querría saberlo. No podía negarle ese conocimiento, aunque éste le pusiera en peligro. Se secó los ojos, untó magnesio y siguió. Cuando Raúl llegó a la reunión él ya se había recompuesto, pero no lo suficiente para engañar a su amigo.
—¿Me lo vas a contar, verdad?
—Sí, claro, pero sólo a ti. Nadie más debe saberlo… pero luego, en algún lugar más cómodo.
—Vale —concedió Raúl.

Capítulo 3
comprar novela

Principio siempre es ahora…
Justo cuando se acaba, no hay más.
Todo.

Le llamaban la mansión, una vieja, pero renovada casa de aspecto victoriano acogida por la penumbra de la selva tropical, en la punta de la península de Varador. Algunos de sus primeros moradores la llamaron La Lejana, título que la casa tenía bien merecido y no por una cuestión de distancia, tan sólo diecisiete kilómetros la separaban de uno de los campus de la Jáber, pero eso no desmerecía para nada su apelativo. La Mansión era, sin lugar a dudas, uno de los lugares del mundo donde un hombre se puede sentir más aislado.
La península de Varador es un gran centro de saber. Casi toda su extensión está salpicada por instalaciones de la Jáber, pero bien podría haber sido un centro turístico tropical, como tantos otros que inundan las costas del trópico. Un lugar donde trabajadores de base, pequeños ejecutivos, administrativos, y clase baja burguesa en general, vienen a pasar sus dos semanas de libertad pagada. Uno de esos lugares donde los pobres de Occidente se pueden sentir ricos y compadecerse con arrogancia de esos pobres y oscuros lugareños, comer langosta y acostarse con alguna mulata a cambio de un pintalabios, unas medias o, simplemente, el sueño de una vida mejor en Europa.
Tiene extensos y brillantes prados verdes; árboles con coloridas y sabrosas frutas; selvas tan tupidas que parecen muros, y eternas playas de arena blanca y deslumbrante que lo enmarcan todo. Es ese lugar que elegirías para perderte con tu actriz favorita, durante un año, si no fuera porque sería muy difícil dar un paseo sin chocar con un acelerador de partículas, un gran telescopio o alguna de las innumerables instalaciones que inundan la península, porque allí, en ese pequeño rincón del trópico, está la Universidad de Jáber, o dicho de otro modo, lo que está considerado el centro de saber y tecnología más avanzado del mundo; el país de la mente; la que todos conocen como la Universidad Nación.
Este término no es del todo correcto. Lo cierto es que la Jáber se encuentra en territorio de Santamarín, y teóricamente está sometida a sus leyes, pero en la práctica el gobierno de esta pequeña república bananera, no sólo no tiene ningún tipo de poder real sobre la Jáber, sino que está sostenido y alimentado por ésta, de tal manera que considerándolo desde un punto de vista pragmático, se podría hablar de una verdadera universidad estado. Por lo que respecta al resto de la población de Santamarín que no vive en el Varador, pese a tener un gobierno de postal y una democracia de Monopoly, nunca se han quejado, su nivel de vida y su cuota de libertad superan con creces a las de todos sus vecinos.
Pero la Jáber… ¿qué es la Jáber? En principio una universidad, pero si su definición acabara aquí bien pequeña sería comparado con lo que es realmente la Jáber. —Los caminos de la Jáber son inescrutables— dicen con ironía algunos, cuando descubren que la Jáber está detrás de esa compañía, o es la propietaria de la empresa que es propietaria de ese yacimiento, y cuando entre sonrisas pronuncian esta frase lo hacen sin percatarse del alcance de la veracidad de ésta.
Sobre su fundación, poco se sabe, y lo que se sabe fluctúa más entre el rumor y la leyenda que sobre la veracidad histórica contrastada. Dicen algunos que fue fundada por Bladimir Jáber, un joven intelectual de principios del siglo XIX, cuando heredó una gran fortuna, con la que crearía la fundación que hoy lleva su apellido. Otros aseguran con rotundidad que el tal Jáber nunca existió, que debemos la fundación a una secreta y oscura logia gnóstica. Según esta versión, esta supuesta logia lleva acumulando saber desde tiempos de los faraones. La leyenda habla de bibliotecas secretas más antiguas, incluso, que la mítica biblioteca de Alejandría; habla de una avaricia de saber y conocimiento sin límites, en la creencia de que éste es el único camino hacia el verdadero poder. Poder para conducir al mundo como pastores en las sombras. El hecho es que, mito o realidad, hoy la Jáber es algo más que una universidad y un oscuro entramado de empresas; hoy la Jáber es como un gigantesco ser vivo que ni sus directivos controlan, que crece y se extiende por todas las ramas de la sociedad y a través de todas sus capas como una gota de tinta en un papel secante. Se la puede descubrir como suministradora de una súper empresa armamentística o como mecenas de un famoso filósofo pacifista. Puede sostener económicamente importantes grupos ecologistas y desarrollar tecnologías para centrales nucleares. La Jáber sólo tiene una norma, o más que una norma, un lugar: la sombra, porque haga lo que haga, esté donde esté, siempre la sombra está con ella. Es muy probable que si no fuera por la universidad, única cabeza visible de la organización, serían contados los que sabrían de su existencia.
Y no os creáis que la universidad es muy conocida fuera de los círculos científicos e intelectuales, no. Su funcionamiento es, como mínimo, oscuro.  Uno no va y se apunta a la Jáber. En realidad se imparten muy pocas carreras desde su primer año. Nadie se puede apuntar a la Jáber. Es la Jáber la que le viene a buscar a uno. Y cuando la Jáber llama a la puerta, uno abre la puerta, porque ésta no es una universidad cualquiera. En ella vas a tener lo mejor, y no sólo es gratis, sino que te pagan, y se cobra mucho. Eso sin contar que vas a estar con los mejores, que el sistema no permite el anquilosamiento en sillas de catedrático, que no existe ningún tipo de censura al saber. En la Jáber se explora sin miedo en todas las direcciones, tanto en los campos de la ciencia, como en los del espíritu. Nada debe quedar fuera de estudio, desde las paraciencias, hasta las matemáticas, pasando por la pornografía, el arte, o la biología marina. Todo forma parte del todo; de un todo en busca de la gnosis, el saber supremo, porque cuando Saber se escribe con mayúscula y lo engloba todo, ese Saber es Dios, y quizás es a eso a lo que aspira la Jáber, a ser Dios.
Y si Dios tuviera cuerpo de hombre tendría la cabeza en la península de Varador. En un pequeño país llamado Santamarín. Un pequeño país con una pequeña península llena de palmeras, saber e interminables playas de arena blanca como la nieve, y en el fondo más fondo, allí donde la punta pierde su nombre, está la mansión, la que dicen fue la primera, donde cuenta la leyenda se gestó todo al amparo de su aislamiento. Porque como decíamos hace un rato: pocos son los kilómetros que la aíslan, pero mucho es su aislamiento.
En su nexo con el continente, Varador es prácticamente llano. Da la sensación de que sólo haría falta un azadón para convertir la península en una isla, pero a medida que va penetrando en el mar, quizás por temor a ser tragada por él, la península se va levantando. Poco a poco, las acogedoras e interminables playas blancas van cediendo terreno a montañas y peñascos que van a morir al mar. Todo hasta desembocar en una punta esculpida en acantilados vertiginosos con caídas de hasta cuatrocientos metros hechos de un gres oscuro, que cuando llueve se torna negro como el ónix, no son el verdadero final de la península, porque si caminas hasta la punta y miras hacia abajo, no es el mar el que recibe tus ojos. Ves un largo y fino brazo de rocas y selva que se eleva como una culebra marina veinte metros sobre el mar, y al fondo, en la verdadera punta, la mansión; hermosa y misteriosa; clavada sobre las rocas; solitaria, pese a su vigilante guardián, un faro de unos cuarenta metros de alto que bien habría podido ser el faro del fin del mundo. Las dos construcciones haciéndose compañía, imperturbables al tremendo oleaje que usualmente las embate. Las dos juntas, pero solas, siempre mirando a la nada.
La casa no era exageradamente grande. El apelativo de mansión le venía más por el porte que por el tamaño. Cuatro grandes columnas sostenían una enorme terraza que ocupaba todo el frontal de la casa. Extrañamente esta terraza no miraba al mar, sino que recostaba su mirada en los enormes acantilados que se precipitaban desde la península, como si algún maestro malvado la hubiera castigado antaño contra la pared.
Cuando Toni llegó por primera vez a la casa una tormenta de sensaciones se agitó dentro de él. Eso era justo lo que le había pedido a la Jáber. Un lugar donde pudiera sentir al mundo en otro planeta, y evidentemente la mansión cumplía sobradamente ese objetivo, solitaria, hermosa, perfecta. Pero siete años allí metido… ¿los soportaría?. Sí, sí que lo haría. Quién sabe, quizás eso le sanaría el corazón y apaciguaría su conciencia.
El barquero saltó del bote al pequeño puerto. Era un ser pequeño, desaderezado y sonriente. Si tenía lengua o no, es una cosa que ellos jamás sabrían, ya que éste contestaba a todas las preguntas con una sonrisa. Enseguida Martín dejó también de hablar. Toni le daba un poco de miedo. Parecía un ser muy seguro de sí mismo que había tomado la retaguardia como lugar de ataque. Uno de esos personajes al que uno se lo piensa dos veces antes de hacerle una pregunta o ponérsele a hablar del tiempo. El silencio parece formar parte de su sombra, hasta tal punto que ni siquiera se hace incómodo. Martín miró a Toni saltar ágilmente a tierra y mirar fijamente la punta del faro que asomaba por detrás de las atormentadas rocas negras. Su mirada y su silencio le hacían pensar en su cerebro como un mecanismo siempre trabajando, incluso le pareció oír el ruido de sus engranajes mentales por encima del silencio de las olas rompiendo contra el espigón.
Toni subió de dos en dos los casi cien escalones entre el pequeño puerto recogido entre las rocas y la explanada de la mansión, y su respiración casi que ni se alteró. Martín, todavía desde los primeros escalones, le miraba asombrado. Ese hombre, al que sus jefes habían calificado como una de las mentes más brillantes del planeta, además, estaba en muy buena forma, pensó. Claro que desde el punto de vista de un burócrata de escritorio y frankfurt a media tarde, que el ejercicio más fuerte que suele realizar es levantarse para servirse un café, no es muy difícil estar en forma. Él, hay que decirlo, no se veía mal. —En realidad la forma física sólo es útil cuando tienes prisa por subir unas escaleras— se dijo, mientras se arrastraba hacia la casa. Aunque resoplando, Martín estaba contento. Sí, es cierto que se sentía un poco intimidado por Toni, pero sospechaba que esa intimidación se tornaría admiración con el tiempo —y en el fondo el que mando soy yo— pensó. Cosa que, hay que decir, no era del todo cierta. El jefe indiscutible del proyecto era Toni. Él era el genio; el que lo generó todo. Ya cuando la Jáber fue a verle, la primera condición innegociable fue que él controlaría el proyecto.
—Control absoluto —dijo en su momento— incluso para cancelarlo si me da la gana y destruir toda la investigación— y la Jáber se lo garantizó por escrito, cosa que a él le dejó tranquilo, pero todas estas cosas para un burócrata como Martín no contaban. Para él la vida fuera de mundocracia no existía. Toni, el barquero, la gente corriente, sólo eran elementos que gestionar, por tanto, desde su mente burócrata, el que mandaba era él, ya que él era el gestor de todo, de todo lo que ordenara Toni, claro, pero para Martín esto era irrelevante, qué más da comprar peras u ordenadores, lo importante es que todo llegue, funcione y quede reflejado en los libros. Esa era su función y le llenaba de orgullo. Si su madre le viera. Sólo tenía cuarenta y tres años y le habían asignado el que, según sus jefes, era el proyecto científico más ambicioso de la historia de la humanidad. Según la Jáber claro, y si la Jáber lo dice será que es cierto. Su equipo iba a crear, en el periodo de siete años, la primera forma de vida en formato de silicio jamás creada, o dicho de otra manera, iban a crear una conciencia; un ser sin cuerpo, capaz de pensar y razonar, de tener una opinión sobre su entorno, de sufrir y de preocuparse, de amar y de tener miedo, en fin, un ser vivo. Realmente Martín no sabía muy bien cómo lo iban a hacer, pero si la Jáber creía que era posible, es que lo era.
Toni puso su mano plana en una de las grandes columnas y miró a través de la puerta abierta hacia adentro, donde se abría un amplio salón con dos enormes escaleras que, desde el fondo, subían al segundo piso.  Su mano se movió con suavidad, acariciando la que a partir de esa semana sería su casa. Gastaba veintisiete años recién cumplidos y, pese a su juventud, ya tenía arado el carácter y un pasado que olvidar, pero por muy rápido que hubiera envejecido su corazón, veintisiete años no dejan de ser sólo veintisiete años y siete años no dejan de ser más de la cuarta parte de su vida, es decir, mucho tiempo. Cuando cruzó por primera vez el enorme y pesado dintel de la puerta sintió cómo su peso caía como la hoja de una guillotina, cortando de cuajo una etapa de su vida. Una etapa de su vida que se cerraba y otra que comenzaba.
Miró hacia adentro y se rezó a sí mismo —hoy ha muerto el que yo era, hoy nazco de nuevo. Ya jamás, ni yo, ni nadie, me llamará como me llamaba. A partir de hoy soy Toni. Este será de ahora en adelante mi nombre, y a mí me significará. Que mi antigua vida sea sólo un recuerdo olvidado en un cajón oscuro de mi memoria. Llegará un día en que ya no recordaré quién era, quizás, ese día, podré volver a sonreír sin que me sepa amargo. Ojalá mis fantasmas no sepan llegar hasta aquí.
Se sentó en los primeros escalones esperando que el frío silencio de una casa vacía le mordiera el alma. Han pasado cinco años y hoy Toni está sentado en el mismo escalón en el que se sentó ese día, pero hoy le está mirando a Dios a los ojos… Tiene a su mejor amigo muerto a escasos metros de él y el resto están igual, esparcidos por toda la casa. Le costó, pero esa gente acabó por ser su familia y él a su manera los amaba, y ahora están todos muertos, ¡por la rabieta de un niño mal criado! Sólo quedaba él y seguramente por poco tiempo. Pero no se lo iba a poner fácil, un crío no deja de ser un crió por poderoso que sea. Se levantó y caminó hacia Él con la seguridad de que lo iban a matar, pero caminó.
Toni y Ricardo bajaban las escaleras hacia el pequeño puerto engalanados con sus trajes de submarinismo y sus fusiles. Abajo, ya subiendo en la barca, los trabajadores de servicios se iban de fin de semana y se despedían de ellos efusivamente. Normalmente se iban todos, los de personal y los científicos. Sólo quedaba en la casa Toni y Ricardo, pero esta vez el personal científico también se había quedado. Ese fin de semana habría mucho trabajo. El proyecto SAE estaba dando muy buenos resultados. Tanto para Gabriel, el filósofo, como para Héctor, el psicólogo, estaban muy claros y no dejaban lugar a dudas, SAE estaba vivo y tenía conciencia. Después de cinco años lo habían conseguido. Pese a perderse el fin de semana todos lucían una maravillosa sonrisa. Tanto tiempo de trabajo, tanto sudor, tanto llanto en ocasiones, todo para crear un ser, y no era magia como se solía decir en un parto, no esta vez… sabían cómo se hacía. Por primera vez la naturaleza no tenía nada que ver. Habían sido ellos, sólo ellos.
Ricardo fue el primero en sumergirse mientras Toni hacía unas correcciones en el cinturón de plomos y se peleaba con el hilo de la bolla. Cuando éste se dirigía hacia la rampa, Ricardo sacó la cabeza del agua y se quitó la máscara.
—¿Qué tal? ¿Cómo está hoy? —gritó Toni.
—Nada —respondió él, con voz de preocupación.
—¿Nada de nada? —Dijo Toni, medio riendo.
Ricardo no respondió, nadó hacia él, se encaramó por la pequeña rampa y se sentó a su lado.
—Oye Toni, de verdad que no me hace gracia, da miedo. No hay nada de nada, ni peces, ni erizos, ni estrellas de mar. Nada, no hay nada. Toni lo miró con seriedad y sin decir nada se puso la careta y se dejó caer por la rampa. Ricardo se quedó sentado mirando cómo se sumergía.
Después de hacerlo unas cuantas veces se acercó a su amigo y le dijo —sígueme, vamos fuera del puerto a ver cómo está la cosa, igual sólo es aquí adentro.
—Vamos —dijo Ricardo, y se echó al mar.
Aletearon unos cien metros hasta salir a mar abierto. Lo que ellos llamaban puerto no era más que un pequeño muelle, donde apenas cabrían un par de barcas, en una, también pequeña, bahía natural, que lo protegía todo de los fuertes temporales de mar que solían azotar esa zona. La situación fuera del puerto era la misma, ni un mísero pescadito, ni una caracolita, nada, sólo algas y corales.
—Yo ya salgo —dijo Toni— no creo que hoy vayamos a pescar nada.
—A mí tampoco me apetece mucho quedarme.
Ya en suelo firme, mientras se quitaban los plomos y los dejaban en un pequeño cobertizo, Ricardo dijo angustiado —tampoco hay pájaros.
Toni miró al cielo y se dio cuenta de que su amigo tenía razón, ni siquiera se escuchaba a las ruidosas gaviotas.
—¿No tendrá que haber un terremoto? Dicen que los animales lo notan.
—No lo creo —respondió Toni— vivimos a cuarenta kilómetros del instituto sismológico más avanzado del mundo. Creo que se habrían dado cuenta, ¿no?
—Ya, pero algo pasa. ¿No notas que el Sol está raro esta mañana?
—No empecemos Ricardo, con un poco de autosugestión todo puede parecer raro.
—Me imagino que tienes razón. Sabes… pienso que deberíamos olvidar esto hasta el lunes; llamamos a la facultad de biología marina y que se coman ellos el coco. ¿De acuerdo? Además, este fin de semana vamos a estar muy ocupados. Yo al menos.
Ricardo asintió a lo dicho por su amigo y se levantó diciendo —una buena ducha nos sentará bien —pero lo cierto es que ninguno de los dos lo olvidó, porque la preocupación se les quedó pegada a la cara.
Cuando Laura levantó los ojos y con cuidado miró por la ventana, se sorprendió al ver cómo Toni y Ricardo regresaban tan pronto. Su expresión contrariada le hizo buscar en sus cuerpos algún tipo de herida, pero no la encontró. Repasó su equipo, y también estaba bien. ¿Se habrían peleado? Los dos eran gente ya de por sí muy seria, pero su rostro esta vez expresaba preocupación. Mientras su mente especulaba en las posibles causas que les hubieran podido llevar a una disputa, sus ojos acariciaban con suavidad el cuerpo de Toni. Pronto, sus pensamientos llegaron a la conclusión de que el problema no era entre ellos, sino que, más bien, sería algo que les habría sucedido en el mar y se concentraron en Toni y en sus músculos recortados por el brillo del neopreno mojado.
—¿Quieres un pañuelo para secarte la baba? —le dijo Salaf desde la barra. Ella le miró con desprecio y ni siquiera se molestó en contestarle, cosa que provocó en Salaf una sonora carcajada. A él le encantaba molestar a Laura y eso Laura lo sabía, era por eso que ella nuca le hacía mucho caso. Para él sólo había dos tipos de mujeres: las que se podía llevar a la cama y las que no y tanto Laura como Marga, las dos mujeres del equipo científico, pertenecían al segundo grupo. Aunque si le obligáramos a ser sincero consigo mismo, tendría que reconocer que la convivencia de igual a igual con esas dos mujeres, durante cinco años, había hecho temblar sus cimientos machistas. Él, a sus sesenta años, todavía era un hombre atractivo. Tenía el pelo blanco y brillante y unos ojos azules y penetrantes que contrastaban con su tez dorada por el Sol. Era culto, agudo, educado y caminaba bien erguido, echando los hombros hacia atrás. ¡Vaya! un seductor nato. Pero para una mujer inteligente, y tanto Laura como Marga lo eran mucho, todo su encanto caía ante su descarado machismo.
Cuando Toni y Ricardo desaparecieron del campo visual de Laura ésta se volvió a concentrar en su portátil, eso sí, calculando mentalmente el tiempo exacto que tardaría Toni en cruzar ante la puerta del comedor. Que Laura se estremecía de arriba abajo ante la presencia de Toni era una cosa obvia para todos, excepto para Toni, claro, que parecía no estar muy interesado en cuestiones mundanas. Laura, por su parte, tampoco se esforzaba mucho para que Toni la mirara, solía llevar sudaderas y pantalones de chándal «made in mercadillo», que aunque pretendieran esconder su maravilloso cuerpo, no lo conseguían, de la misma manera que tampoco su pelo castaño claro, recogido de mala manera en una cola, ni sus pequeñas gafas conseguían esconder su hermosura. Sólo Toni parecía estar por encima de los encantos de Laura. Cuando pasó ante la puerta, él la saludó. Ella le devolvió el saludo y enseguida miró con ira hacia la barra donde Salaf reía, mal disimuladamente, mientras se tomaba un té.
Justo cuando Toni y Ricardo cruzaban el segundo piso, camino de sus habitaciones en el tercero, Martín, que en ese momento salía al pasillo, los vio.
—¡Toni!, ¡Toni!,  espera.
—¿Qué pasa, Martín?
—He estado hablando con Adolfo. Se ve que a la Jáber le gustaría que estuvieras en la presentación de conclusiones el martes.
—¿Habrá prensa?
—Claro.
—Pues ya sabes que no. No sé por qué lo preguntas.
—Tenía que hacerlo. Por cierto, ¿cómo que volvéis tan pronto?
—La pesca… hoy no estaba muy bien.
Ricardo rió por detrás y siguió subiendo las escaleras. Toni se despidió de Martín y le siguió. Cuando ya se iban a meter cada uno en su habitación dijo Ricardo —bueno, es una manera de decirlo.
—¿El qué?
—Eso, que la pesca no estaba muy bien.
—¡Ah! —terminó Toni y se metió en su cuarto.
Puerta con puerta con Ricardo estaba Gabriel, el filósofo, escribiéndole una carta a su padre. Una carta a la que estaba seguro no iba a obtener respuesta, pero que incluso así iba a escribir, como todos los meses.
Hola padre: Espero que esté usted bien. Son ya muchos los años que no me responde las cartas que le envío, pero yo seguiré escribiéndole todos los meses con la esperanza de que, al menos, me lea. Sepa usted que para mí es importante hablarle. Quizás sea ésta mi manera de rezar. Hoy soy considerado un hombre de éxito. Mi último libro ha sido traducido a veintisiete lenguas. Me han concedido casi todos los premios que se le pueden dar a alguien de mi profesión, y esta semana ultimamos el artículo donde concretamos y damos a conocer al mundo el éxito que hemos obtenido con el proyecto SAE. Pero todos estos logros sólo son un cubo de agua echado al océano si usted no los reconoce.
Sé que para usted la existencia de SAE es una herejía en sí misma, y eso hace que sienta un sabor agridulce ante nuestro éxito. Cuando escapé de Pargos no sé si creía o no en Dios, porque la correa de su cinturón abolía toda posibilidad de cualquier reflexión a favor o en contra. Luego, ya en el seminario, en Atenas, la idea de un dios creador se me fue haciendo cada vez más falaz, hasta que mis convicciones me obligaron a cambiar el seminario por la facultad de filosofía. Ya allí, y quizás en reacción a toda la violencia que Dios puso en mi infancia, mi corazón se instaló en el ateísmo más recalcitrante.
Pero hoy veo las cosas de otra manera, porque hemos creado vida, y no sólo eso, hemos creado también el universo que la hace posible. Hoy, nosotros somos dioses, dioses creadores. ¿Si unos simples mortales hemos sido capaces de crear un mundo con toda su complejidad, cómo pretendo que mi mundo, y toda su complejidad, no hayan podido ser creados por un ser Superior, un Creador?
Ahora en la madurez de mi vida pongo en duda toda mi trayectoria y todas mis creencias. Muy a menudo sueño en aquellos días anteriores a que esa chica desembarcara en la playa. Esos días en que el temor todavía no dominaba mi infancia; esos días en los que aún el temor no había convertido el amor en violencia. Sueño que soy un niño y que recuesto la cabeza en su regazo mientras usted me lee algún pasaje del antiguo testamento. Han pasado ya tiempos y momentos desde esos días. Yo hoy soy mi camino, un largo camino que parece dar la vuelta para llevarme de nuevo a casa, o quizás, la verdad sea que nunca escapé de Pargos; quizás todo fue una ilusión y en realidad nunca salí de esa isla.
Me despido de usted, padre, hasta el próximo mes, como todos los meses desde hace veinticuatro años. Le volveré a escribir, aunque tengo el presentimiento de que esta vez será diferente, tengo la sensación de que está a punto de suceder algo… Pero no sé qué es.
Un abrazo.
Gabriel SaKs.

Lejos, muy lejos de allí, en una pequeña isla del Egeo, un viejo de cara arrugada miraba con ojos vacíos el horizonte sin atreverse a soñar en nada. Ese día el cartero no se detendría en su casa. No tocaba hasta dentro de una semana. Resiguió con la uña una veta del banco de madera en el que estaba sentado y escuchó las olas charlando con las gaviotas, y se dijo a sí mismo —¿por qué no podía yo tener un buen hijo? —y se lo dijo muy fuerte para no tener que escuchar el ansia de que el cartero se detuviera en su casa, ni el amor que sentía por ese niño, porque para él, Gabriel, siempre sería un niño.
Gabriel plegó la carta, la metió en un sobre y la guardó en un cajón, ya que hasta el martes no la podría enviar. Se alegró de haber acabado porque a los pocos segundos una música atronadora empezó a hacer vibrar los cuadros de las paredes. Se levantó enfadado y cogió el teléfono, marcó la extensión doscientos sesenta y dos, la música bajó de golpe.
—Por favor Guillermo, podrías usar los auriculares.
—¡Hostia! Perdona Gabriel, no sabía que estuvieses en la habitación.
—De acuerdo, no pasa nada —y colgó el teléfono. Se sentó en una butaca de cuero granate y cojines estampados de flores. La butaca miraba a la puerta; la mesa del despacho miraba hacia la puerta; incluso la cama miraba hacia la puerta. Le daba pánico quedar de espaldas a la entrada. Y es que así era Gabriel: un hombre rubio, repeinado, pálido, chupado, con unas gafas cuadradas y lleno de manías.
Marga y Domingo lo tenían los dos muy claro, en la ciencia la perspectiva no existe, o no debería existir. Quizás la filosofía, la antropología o el psicoanálisis sí que dependían de un punto de vista, pero en áreas como las matemáticas o la física estaba claro que no era así. Y el pobre Héctor allí, con su voz suave y su aspecto enfermizo, llevándoles la contraria a los, como diría Marga «súper científicos».
—Marga, todo en este mundo es perspectiva. Todo lo que sabemos, o hacemos, se ve alterado siempre por nuestra individualidad. Ya sé que esta subjetividad intrínseca al ser humano se expresa mucho más abiertamente en unas ciencias que en otras, más que nada por la dificultad que implica alcanzar un consenso, pero incluso aunque la imparcialidad parezca indiscutible en las matemáticas, o en física, siguen siendo también ciencias subjetivas, como todas, como todo lo referente al ser humano.
Marga estaba un poco alterada. Esto de que alguien se atreviera a contradecirle le sulfuraba. Contradecirle a ella, a súper Marga. Cómo se atrevía ese enclenque pálido. Domingo, sin embargo, se tomaba la discusión más… como un divertimento.
—A ver Héctor —dijo él— yo puedo opinar que detrás de esa pared hay un árbol y hasta que no lo demuestre será sólo una opinión y por tanto subjetivo, pero si yo, en mi disciplina, para afirmar esto me veo obligado a demostrarlo, deja de ser subjetivo y pasa a ser objetivo. Un teorema hay que demostrarlo. Si yo digo dos más dos igual a cuatro, puedo demostrar que es cierto.
—Sí que puedes, pero lo que realmente estás haciendo no es demostrarme que lo que estas diciendo es la verdad, lo que estás haciendo, en ésta, o en cualquier demostración, es mover o ampliar mi perspectiva para hacerla converger con la tuya. Nosotros como seres de una misma especie que somos, tenemos, ya, sólo por ese hecho, unos puntos globales de perspectiva. Si le añades a eso que somos, quizás, los animales más gregarios del planeta, incluso muy por encima de las hormigas, o las abejas, llegarás a la conclusión de que realmente compartimos todos una gran parte del espectro visual, es decir, que una gran parte de la perspectiva individual es común. Domingo, tú me puedes decir que detrás de esta pared hay un árbol y que este árbol es verde y me lo puedes demostrar enseñándome una foto del árbol, donde se ve claramente que es verde. Bien, el árbol desde nuestra perspectiva será verde, y nos creeremos que esa es una verdad inamovible sólo por que nuestras dos perspectivas coinciden.
—No —dijo Marga— no es así. Porque no se trata de lo que yo pienso, o lo que yo digo. No es una cuestión de egocentrismo. Aquí el individuo no es importante. La cuestión  es si un enunciado es acertado, es decir, que se cumple o no. Yo —y se sacó un lápiz del bolsillo— enuncio que este lápiz va a caer al suelo cuando lo suelte —lo soltó y el lápiz cayó al suelo, rompiéndosele la punta— el lápiz ha caído y el enunciado pasa a ser cierto. No porque yo lo diga, sino porque el enunciado se cumple.
—Esto que dices sólo es cierto dependiendo de la definición que uses tú de la palabra ciencia.
—¿Qué quieres decir?
—Si consideras la ciencia como un conjunto de trucos que funcionan, seguramente estás en lo cierto, pero si para ti la ciencia consiste en un esfuerzo por entender y explicar la realidad que nos envuelve, es muy probable que te estés equivocando. El gran quid de la cuestión no está en el «cómo» tanto como en el «por qué», porque creo que es esa la única pregunta que nos hacemos los humanos que no se hacen el resto de los animales. En el desarrollo de esta pregunta se implicita siempre una subjetividad humana. Es una pregunta trampa pues no tiene nunca una respuesta definitiva, y sin embargo, todo nuestro conocimiento parte de esta pregunta. Sí, que también preguntamos, «cómo», «cuándo», «quién» y «qué», pero todas estas preguntas tienen un fondo y un final. Sólo el «porqué», que siempre las sucede, o las precede, es una pregunta generadora de otras preguntas, y es allí, a la hora de preguntar, donde empezamos a ser subjetivos, pues sólo preguntamos lo que a nosotros nos interesa saber, y por tanto, en nuestra respuesta dejamos muchas incógnitas por solucionar, ya que al no poder hacer todas las preguntas, jamás tendremos todas las respuestas.
—Ya, pero las que tenemos son verdades —dijo Marga.
—Si existiera la verdad, cosa que dudo, sólo existiría una. Una que la mente humana no podrá comprender jamás.
—¿Quién sabe? Somos muy jóvenes como especie —dijo Domingo.
—Yo no sé mucho de mates, Marga me corregirá si me equivoco, pero… infinito menos diez da lo mismo que infinito menos diez mil millones, ¿no? Además, vamos por mal camino. Cuando elegimos cuáles preguntas nos esforzamos en responder y cuáles no, estamos eligiendo un camino y al elegir nos volvemos cada vez más subjetivos. Cuanto más sabemos más subjetivos nos volvemos, es decir, más equivocados estamos.
—Tú has afirmado que SAE está vivo. Este fin de semana estamos aquí por eso. ¿Me estás diciendo, ahora, que podría ser que no lo estuviera?
—Exacto, podría ser.
—Entonces a la basura todo nuestro trabajo.
—Tranquila Marga, como la verdad absoluta es un paradigma imposible, hay un punto en el que hay que dar por válido un enunciado pese a no tener la seguridad absoluta sobre la veracidad de éste. Es una cuestión de pragmatismo, si no, nos encallaríamos, nos sería imposible avanzar. Yo no tengo la seguridad absoluta de que SAE esté vivo, sólo tengo indicios, muchos indicios, los suficientes para que la perspectiva común, que hemos consensuado la comunidad científica mundial, le otorgue el rango de veraz. En realidad… incluso tengo más indicios de su vida que de la tuya.
—¿Qué?
—Sí, porque a él lo he visto por dentro y a ti no.
—¿Tampoco sabes si yo existo?
—No, no tengo esa certeza.
—¡Vamos hombre!
—Por eso digo que somos esencialmente subjetivos, necesitamos fabricar axiomas para vivir y lo hacemos basándonos en pruebas circunstanciales. En el fondo, vivir es básicamente una cuestión de fe.
Marga levantó la mano despectivamente y le dijo —me voy a ver si Ricardo ya ha empezado a preparar la cena. Tengo hambre, ¿sabes?, es que si no como me muero, o no. Quizás sólo es una creencia —acabó con tono irónico.
—¿Se ha enfadado? —preguntó Héctor.
—¡Bah!, ya la conoces. Cómo vas a decirle a un matemático que nada es seguro y que todo es una cuestión de fe.
—Pero si es una experta en sistemas caóticos.
—Y que más da, una incógnita para un matemático no es un espacio abstracto y vacío, una incógnita es x.
—No se trata de eso, tú eres físico teórico y también dependes de las matemáticas, sin embargo no has reaccionado así.
—Sí, probablemente yo no soy tan vanidoso, pero quizás tampoco soy tan bueno como ella, ni tan considerado por mis colegas. Yo no he salido en la portada de la revista Times.
—Va, que te endiosen esa panda de ignorantes sólo es una cuestión de conveniencia estética. Ella era una mujer guapa y lista en un mundo de hombres, nada más.
—Sí, es cierto, y seguro que eso la convirtió en una pedante, y le infló la arrogancia, pero estúpida o no, es brillante, quizás Toni puso la idea y le dio forma, pero sin sus algoritmos no hubiera sido posible.
—Será que ni Laura ni Salaf ni tú habéis hecho nada, éste ha sido un trabajo en equipo.
—Sólo me refiero a que ella es un genio, un genio un poco borde, es cierto, pero un genio.
—No, si con todo la aprecio mucho, si no fuera así, después de cinco años, ya la habría matado.
Domingo rió y dijo —la pobre es mucho mejor persona de lo que a ella le gustaría— y rieron los dos.
La cena transcurrió sin ningún contratiempo. Ricardo les preparó pasta de primero y pollo al horno de segundo. Él no era cocinero, pero no le importaba cocinar, así que como él se quedaba siempre los fines de semana en la mansión, le daba fiesta al cocinero, total, no tenía ningún lugar a donde ir desde que Nadia le abandonó. Ya hacía seis años de eso y él la seguía amando. Nunca había amado a nadie, así que sería estúpido decir que la amaba más que a nadie. Y es que ella le enseñó, le perdonó, le regaló una vida que él no tenía. Cogió su alma podrida de la basura y la mimó; la puso en una incubadora; le dio un calor que él no recordaba que existiera… hasta que un día se sentó ante él, le contó que amaba a otro y que no estaría más a su lado. Ricardo no lloró, sólo recogió sus cosas, que no eran muchas, y se marchó. De vez en cuando ella le llamaba para contarle mentiras sobre su novio y su vida feliz, pero no le contaba que no podía soportar su ausencia, que no había nadie más, que nunca lo hubo. No le decía que lo amaba y lo necesitaba, sólo le contaba mentiras hasta que colgaba el teléfono y abrazaba llorando a su hijo, «su», en los dos sentidos porque David también es hijo de Ricardo. Un hijo que él no sabe que tiene y que si de ella depende nunca lo sabrá.
Cuando llegaron a San Carlos para instalarse, mucha gente los miraba con recelo. Él era un hombre de treinta y ocho años, pero al que las diferentes guerras en las que había luchado le habían quemado la vida, y aunque físicamente estaba muy fuerte, su cara reflejaba toda la muerte que había tenido que comer. Ella, sin embargo, con veintiun añitos parecía una niña. Tenía un rostro de aspecto indígena, un largo cabello negro y una sonrisa desgarradora. Aunque por la diferencia de edad y de carácteres, muchos fueron los que especularon cruelmente a sus espaldas, realmente, nadie imaginó, ni por casualidad, que Ricardo había asesinado fríamente a toda la familia de Nadia y que lo había hecho ante sus ojos sólo tres meses antes. En esos días en que llegaron a San Carlos ella todavía no le amaba, sólo se compadecía de él. Estaba sola en el mundo, toda su familia, amigos y conocidos habían sido asesinados. Nada le quedaba salvo Ricardo y su altar, en él no había ni vírgenes, ni santos, ni cristos, ni ídolos, sólo veintisiete fotos, su único recuerdo de lo que un día fue una vida extremadamente feliz. Quizás vosotros pensareis que estaba loca, pero yo no lo creo. ¿Y él? Él tampoco lo estaba, aunque sí muy destruido.
Pasó el tiempo hasta que un día ella se dio cuenta de que lo que sentía por él ya no era compasión; lo amaba; lo amaba de verdad; lo amaba locamente. Pero él seguía arrugando el aire con el gesto y apretando el alma entre los puños. Escama a escama, ella le iba arrancando esa coraza echa de angustia que le habían forjado los años, pero pronto comprendió que la naturaleza de esa coraza era demasiado intrínseca a su piel y supo que gracias a esa coraza le amaba, porque él no era como el resto de asesinos que irrumpieron esa mañana en su pueblo, que blindaban sus corazones para evitar que el dolor de sus víctimas les destruyera. A él, el dolor le penetraba, le penetró siempre. Esa armadura, a Ricardo, le funcionaba al revés, contenía el dolor y evitaba que se escapara. Cuán fuerte tenía que ser ese hombre para convivir con tanto llanto, miedo y sufrimiento. Ella lo amaba y lo amaría aunque tuviera que amar también su losa. Ese era un precio que elegía pagar libremente… Pero era un precio que no le podía hacer pagar a su hijo. Fue la decisión más difícil que había tomado en la vida. No por miedo. Ella confiaba en él más que en nadie. Se sentía segura a su lado y no le temía pese a ser una persona que había asesinado fríamente a cientos de personas, porque esa batalla, él ya la había ganado. Nadia estaba segura, ella ese día estuvo allí. No, fue difícil porque se quedaba sola de verdad. ¿Y si perdía el hijo? Pero lo hizo y él no luchó. Creo que no es que lo comprendiera, sino que lo que no comprendía era como esa mujer le había regalado tanto amor a un ser tan despreciable como él. Así que cogió sus cosas y se fue. Si lo pasó mal o muy mal, nunca nadie lo sabrá, pero que la amaba era seguro. Nunca se separaba de un gran mechón de su pelo y cuando ella le llamaba, él la trataba con extrema dulzura y después estaba dos días torpe, se tropezaba, se le caían las cosas y tenía esos pequeños accidentes que nos suceden cuando no estamos por lo que estamos, y la pobre Nadia no se daba cuenta de que su hijo sí lleva la losa de su padre, porque la ausencia de él le había borrado una sonrisa que, en su momento, ni la muerte de su familia le borró. Quizás eso fue el destino, en cambio ahora la decisión había sido suya.
—Ricardo —le dijo Toni— ¿has mirado por la ventana?
—Sí, sí que lo he hecho —respondió éste.— Debe ser por eso que no había ni pájaros ni peces hoy.
—Es extraño, el parte no decía nada de ninguna tormenta —apuntó Toni.
—Muy a menudo los animales saben mucho más de la naturaleza que nosotros… Hacía mucho tiempo que no veía una noche tan oscura.
—Y silenciosa —añadió Toni.— ¿Has salido fuera?
—No.
—Da miedo, para mí que se acerca un tormentón… seguro.
—La casa está bien adecuada, no deberíamos preocuparnos —dijo Ricardo.
—No, si a mí casi que me relaja. Me ponía mucho más nervioso la idea de no entender lo que estaba sucediendo.
—Pues yo no acabo de estar tranquilo.
—¿Por qué? —preguntó Toni.
—No sé… he visto muchas tormentas, incluso conocí a Camille.
—¿A Camille?
—Sí, el huracán. Me cruzó por encima, no muy lejos de aquí, en el estado de Mississippi… Y no tuve esta sensación.
—¿Por qué le pondrán a los huracanes nombres de mujer? —se interrogó Toni.
—¡Je! cómo se nota que ninguno de los dos ha estado nunca casado —dijo Salaf, que había estado escuchando la conversación desde atrás.
Ricardo frunció el ceño, para hacer cinco años que convivía con esa gente, sabían muy pocas cosas de su vida. Aunque hay que decirlo, él tampoco hizo nunca nada para que le conocieran mejor.
—¿No será que la mayoría de los meteorólogos son hombres? —dijo Marga, que al parecer también escuchaba.
—¡Uuuh!, ya llegó la feminista —dijo Salaf.
—Si tan malas son las mujeres, ¿cómo es que tienes cuatro?
—Quién ha dicho que sean malas, sólo un poco movidas, tempestuosas e impredecibles, como los huracanes.
—¡Je! siempre tan gracioso. ¿Vamos a tener tormenta, decís? —preguntó Marga.
—Eso parece —le respondió Toni.
—¿Cómo lo sabéis? si no se ve el cielo.
—Por eso.
—Pero… podrían ser cuatro nubes.
—Sal fuera y la sentirás.
—No creo que yo sea capaz de sentir nada. Si las tormentas se pudieran sentir, también se podrían medir y los hombres del tiempo no se equivocarían.
—Mi pierna nunca se equivoca —dijo Ricardo.
—¿Qué le pasó a tu pierna? —preguntó Salaf.
Por eso a Ricardo le gustaba tanto Toni, porque él nunca hacía preguntas, y por eso no le apeteció responder, qué querían que les explicara, que le volaron la rodilla de un tiro en el setenta y cuatro, en la selva de Camboya, mientras huía a la desesperada de un campo de prisioneros de los Jemeres Rojos. Luego vendrían más preguntas como —¿y qué hacías allí?
—Pues matar camboyanos. Sabéis, es que yo antes era malo, participaba en guerras y mataba gente.
Y ellos dirían —¡Oh! Qué malo.
Y él les diría —Sí, muy malo, pero estaba trabajando para vosotros, para vuestros gobiernos y los que os suministran vuestros caprichos. El dinero que me daban a mí era el vuestro.
Y ellos dirían —No, nosotros no lo sabíamos.
Y él les contestaría —No es por casualidad que el hombre tiene los ojos delante y el culo detrás, nadie quiere ver su propia mierda.
Entonces ellos pondrían cara de —no entiendo nada— pero el sabría que lo que realmente querría decir ese gesto es —no quiero entender nada— así que se largó diciendo sólo —voy a asegurar las puertas y ventanas.
—Espera, que te ayudo —le dijo Toni —y los dos se fueron.
—Mira que son raros estos dos —dijo Salaf.
—Ya lo deberías saber, que no les gustan las preguntas —explicó Marga.
—Ya, pero… no es mucho tiempo el que llevamos juntos como para que todavía se las den de misteriosos.
—Sí, quizás, pero cada uno es como es, ¿no?
—Va, yo me voy a la habitación, quiero trabajar un rato… ¿Qué? Marga, ¿te vienes?
Marga le miró, sonrió con ironía, y se fue a sentar con Laura, que estaba frente a su ordenador, para variar.
—Hola bonita.
—Hola Marga.
—Qué, ¿crees que va a haber un huracán?
—Pues no lo sé —dijo Laura, casi sin levantar la cara del ordenador.
—Ese Salaf es un imbécil estructural.
—En eso tienes razón, Marga, y además no se entera de nada.
—¿Por qué?
—Los huracanes no llevan sólo nombre de mujer, creo que fue a partir del setenta y ocho que dejaron de usarse sólo nombres de mujer y se elaboró una lista de nombres por orden alfabético, de la que se va usando uno para cada tormenta o huracán. Cuando un huracán es especialmente devastador su nombre se retira de la lista, como hacen con los números de los grandes jugadores en la NBA. Si Ricardo estuvo en Mississippi cuando Camille, tiene que saber perfectamente lo que es un huracán.
—¿Y eso?
—Está en el top de los huracanes.
—¿Cómo puede ser que siendo tan joven sepas tantas cosas?
—Esto no es el número atómico del aluminio, la mayoría de la gente lo sabe.
—Pues ni Toni, ni Ricardo, ni Salaf, ni yo lo sabíamos.
—Os creéis cultos porque sabéis mucho de una cosa, pero es muy probable que la cantidad de datos que tenéis en la cabeza no sea muy superior a los que tiene un obrero de la construcción.
—¡Mujer! No te pases.
—Tú no te sabes la alineación de todos los equipos de fútbol de tu liga. Seguramente no entenderías la mitad de las palabras de su jerga, que para colmo está cambiando constantemente. No te creas tan culta, Marga. No es una cuestión de cantidad, es una cuestión de concentración.
—Quién sabe, quizás tienes razón.
Martín y Guillermo estaban sentados al otro extremo de la mesa y, aunque estaban discutiendo sobre el precio de unos accesorios que urgía modernizar en el ordenador central, no podían dejar de estar pendientes de la conversación que llevaban a cabo Marga y Laura.
—¿No crees que Marga está enamorada de Laura? —dijo Guillermo.
—Pero, qué dices.
—No te has fijado cómo ese monstruo depredador de buen rollo, que se llama Marga, se convierte en un tierno corderito sólo que Laura asome la cabeza. Seguramente ella se debe pensar que Marga es una persona dulce y amistosa.
—¿Qué, tienes celos?
—Qué dices, por qué iba yo a tener celos, si yo ya tengo novia.
—Ya, pero a nadie se le escapa que tú también sufres una pequeña transformación en cuanto ella aparece.
—¡Sí hombre!
—¿Ah, no? y qué me dices de esa supuesta caballerosidad que te surge de repente, y dejas de decir guarradas, y tus modales se refinan. ¿O no es cierto?
—¡Coño!, no es lo mismo cuando estoy contigo, que cuando estoy con una mujer.
—¡Ya!
—Bueno, necesitamos ampliar el ancho de banda con el satélite y para eso deberíamos cambiar la antena —atajó Guillermo rápidamente, porque sabía que Martín tenía razón.
Lo cierto es que ya esperaba que llegara la noche y poder ver a Laura, y hacer el amor con ella aunque ésta no lo supiera. Guillermo amaba a Sandra, su novia, y Sandra le amaba a él, pero con Laura era otra cosa. Sabía muy bien que ella era inalcanzable… pero las noches de placer que ella le había regalado sin saberlo no tenían precio. Él era un experto en hardware. Tenía aproximadamente treinta años y era un amante de la noche, la música electrónica y los coches tuneados. Cuando le ofrecieron participar en este proyecto dudó mucho. Para él, estar aislado era algo más que una condena, pero se trataba de mucho dinero y no pudo decir que no. Cuando llegó a la casa se dio cuenta de que no sólo tendría que luchar contra ese aislamiento, sino que además, iba a ser un golpe a su gran autoestima, y es que él entre sus amigos era el intelectual, el que había prosperado, en cambio aquí sólo era un puto mecánico, o peor aún, un encargado de mantenimiento. Estuvo a punto de renunciar, él prefería ser el más listo de los tontos que el más tonto de los listos. Pero… estaba Laura. Nunca había conocido a nadie como ella. Era pura hermosura contenida en una bolsa de timidez. Nada en ella era provocativo y, sin embargo, en ese retraimiento se encontraba el más salvaje de los erotismos. Era algo lejano y prohibido, pero cercano, hirviendo a un milímetro de la yema de tus dedos. Podías sentirla, pero no tocarla, aunque desde hace un año, también podía mirarla. Por su trabajo, Guillermo estaba en contacto con lo más moderno en tecnología y no le costó hacerse con una cámara que no llegaba a abultar ni lo que un botón. La tuvo casi seis meses en su habitación, antes de atreverse a colocársela en su cuarto, pero lo hizo. Se esperó hasta la noche y pudo comprobar que detrás de esa timidez había una mujer tremendamente sexual. Todas las noches, antes de acostarse, se desnudaba lentamente delante del espejo, se miraba, se palpaba, y se masturbaba. Ni un solo día faltó Laura a ese ritual y ni uno sólo Guillermo, dejó de secundarla. Hoy, ya teme el final del proyecto. Algo que empezó como un trabajo aburrido más, se había convertido en uno de los condimentos de su vida, el que convertía una simple comida en una delicatessen.
—Que la espada vierta su sangre, que sus sueños se rebelen y les torturen; que no haya paz; que la tormenta los aísle; que ardan todos como ardieron antaño los que osaron desafiarme.
—Pero yo los amo señor, son mis amigos.
—El tiempo de la piedad y el perdón ha terminado. Ve y cumple con tu obligación.
Siete horas más tarde, en el vacío de la noche, el viento y la lluvia interpretaban la sonata de la tormenta sobre las ventanas y puertas de la casa. En esos momentos en los que la oscuridad era dueña y señora, todo parecía en calma; todos dormían, o creían que todos dormían. Un estruendo quebrantó esa paz y una luz lo sacudió todo. Los que estaban dormidos despertaron y los despiertos saltaron de la cama. Toni fue el primero en aparecer en la oscuridad del pasillo. Luego apareció Gabriel y en un momento todos, excepto Guillermo, se asomaban a la oscuridad del corredor. Se sintieron, pero no se vieron. Las contraventanas estaban echadas y no permitían el paso ni de una brizna de luz, hay que decir que, aunque hubieran estado abiertas, tampoco el pasillo hubiera estado menos oscuro. El espectáculo fuera era tenebroso. El viento sacudía los árboles y los hacía silbar; la penumbra era absoluta; todo hedía a una mezcla entre podredumbre y salobre, y una sensación de peso reinaba sobre el suelo. Era como si esa oscuridad que todo lo cubría no fuera causada por unas espesas nubes, sino por gruesas capas de plomo. Dentro, en la oscuridad absoluta del pasillo, todos hablaban y nadie se entendía. Algunos, los que tenían, encendían sus mecheros, pero lejos de dar luz sólo contribuían al caos.
—Os queréis callar —chilló Toni, y automáticamente se hizo el silencio.
—¿Dónde está Guillermo? —pero nadie contestó.
—Gabriel, mira en su habitación a ver si no se ha despertado. Necesito saber cuánto tiene de autonomía el ordenador.
Laura contestó por Guillermo —no creo que llegue a dos horas.
—¡Joder!, hay que conectar el generador del faro.
Gabriel intervino —no está en su cama.
—¿Y dónde se ha metido éste ahora? —preguntó Toni.

—Estás loco. Estás como una puta cabra.
—¿Loco? ¿Temerías a un loco como me temes a mí? ¿Tendría un loco tal poder? —Y levantó la mano con fuerza como golpeando el aire y una llama se encendió en la palma de su mano.— ¿Qué? No puedes apartar la vista de ella ¿eh? Vas a morir como viviste, como un voyeur pervertido. —La llama saltó de su mano y corrió por el suelo dejando una línea de fuego hasta Guillermo que se incendió como si fuera un espanta pájaros.

—¿Nadie tiene en su habitación una linterna?
Ricardo dijo —yo, abajo en la cocina tengo linternas y velas.
—Pues vamos abajo. Que nadie se haga daño, id con cuidado en las escaleras.
Y así, a base de tacto, fueron bajando hacia la cocina. Todos parecieron relajarse cuando Ricardo apareció con una linterna y repartió velas para ponerlas en todas las mesas. Y así, poco a poco, su luz tenue fue manchando la oscuridad.
—Laura, ¿qué te pasa? —preguntó Salaf cuando vio cómo a ésta se le petrificaba el rostro. Miró hacia donde ella miraba, allí, en la pared, había una masa difusa en la tiniebla, que a medida que los ojos se iban adaptando a la oscuridad iba tomando aspecto antropomorfo.
—¡Hostia! —dijo Salaf al mismo tiempo que Marga profería un grito.
—¿Qué coño es eso? —dijo Toni.
Ricardo se acercó con cautela. Esa masa negra que estaba de pie junto a la pared se reveló humana en cuanto Ricardo la enfocó. La primera intención de la mayoría fue levantarse y correr, pero la oscuridad reinante no se lo permitía. Pese a lo cruel que era la realidad que se dibujaba ante la linterna de Ricardo, la oscuridad se conjuraba ante sus ojos como un infierno infranqueable y optaron por, simplemente, apretarse entre ellos lo más que pudieron. Sólo Ricardo y Toni permanecieron más curiosos que aterrados.
—Es un hombre carbonizado, dijo Ricardo.
—¿Será Guillermo?
—Puede ser… Joder, en mi vida nunca había visto nada así, Toni.
—Yo tampoco —respondió éste.
—No, no me entiendes. Me refiero a que no se le han quemado los ojos, y en cambio el resto del cuerpo está totalmente carbonizado… además está de pie.
—¿Has visto a mucha gente quemada?
—Por desgracia sí… pero no como éste —respondió Ricardo.
—Yo…, es que es el primer carbonizado que veo en mi vida.
—Pues ya te digo yo, que esto es extraño. —Ricardo acercó la nariz al cuerpo y siguió— y encima no huele a combustible.
—Pero ¿es Guillermo, o no? —Preguntó Toni.
—No lo puedo asegurar, pero tiene su estatura, su complexión y es el único que falta.
Toni no contestó y permaneció en silencio. Sólo el llanto apagado de Laura reinó en la sala durante casi cinco minutos. Todos habían enmudecido. Nadie sabía cómo reaccionar. Sólo Ricardo le daba vueltas y más vueltas al muerto. Al final se sentó y dijo —no entiendo nada.— Nadie se atrevió a preguntarle qué era exactamente lo que no entendía, y rezaron para que no lo contara, ya era bastante tenebroso todo, como para añadirle más misterios.
—Hemos de llamar a la policía —dijo finalmente Toni.
—No creo que vengan con este tiempo —respondió Ricardo.
—Ya, pero les hemos de llamar igualmente. Uno de vosotros que vaya a llamar. Ricardo, tú y yo hemos de ir hasta el faro y conectar el generador de emergencia —Ricardo asintió con la cabeza.
—Dios, él es mi amigo. Él es bueno, yo lo sé, es la mejor persona que he conocido, y ahora lo voy a matar. Pero él no debe sufrir como van a sufrir todos. Yo le protegeré del dolor, a él no le haré daño.
Héctor miraba, desbordado por la imagen, el cuerpo de Guillermo cuando notó una sensación cálida y suave que le penetraba por la espalda. Era agradable y tierna. Por unos segundos dejó de tener miedo, se relajó, y se acomodó en esa sensación desconocida. Era como una mano protectora que le acariciaba el corazón con dulzura. La oscuridad tomó la forma de una bella mujer que se llamaba Rita Landau; tomó la forma de una vieja habitación con una cama antigua y un colchón grande de lana. Él estaba allí, sentado, y Rita lo miraba con fiereza.
—Vale, lo haremos, pero el precio será caro, y para mí más que para ti, lo sabes ¿no?
Él asintió con la cabeza —lo sé.
Héctor era un hombre divorciado cuando conoció a Rita. Hay que reconocer que pese a que la tuvo al lado durante casi cuatro meses, ni se fijó en ella, total, era la criada, una empleada, no había ningún tipo de relación más allá de —Rita, tráeme un zumo de naranja— pero un día en que Héctor estaba mirando un programa de esos en que esconden una cámara y se dedican a putear a la gente, para regocijo de todos los demás, ella, que en ese momento se encontraba en la habitación limpiando el suelo, se rió. Era una risa limpia. Ella intentaba contenerse, estaba muy mal reírse delante del señor, pero no podía. A él le gustó tanto el sonido de su risa que no quiso separarse de él. Su vida desde el divorcio había sido lúgubre y seria, sólo el trabajo le llenaba. Lo usaba para esconder su auto-desprecio por no poder retener a su mujer y a sus dos hijos. La risa de Rita le sonó a Héctor como un despertador. Un año había pasado sin sentir la felicidad, y ahora, esa chica le había metido, sin avisar, un pedacito en el corazón.
—Ven, siéntate conmigo —le dijo él— y mira el programa tranquila.
Ella se negó, pero agradeció la oferta. A partir de ese día, Héctor inventaba cualquier excusa para hacerla reír y cada vez que lo conseguía una ola de calor dulce le recorría el cuerpo. Cuando charlaban descubría la gran importancia de las cosas simples y que los grandes problemas se pueden volver banales ante una sonrisa cómplice. La admiraba; su padre se largó de casa a quién sabe dónde antes de que ella fuera capaz de retener memoria; tenía un hermano en la cárcel; su madre trabajaba a jornada completa en una fábrica textil y ganaba lo justo para sobrevivir; ella había tenido que elegir entre ser puta o criada, elección que en esa parte del mundo, muy a menudo, sólo indica cuanta gente te folla y sin embargo desprendía alegría de vivir por todos los poros de su piel. Héctor nunca la tocó, pero… se había enamorado de ella.
Él, un Soto, el hijo del senador Soto, de los Soto de la Guanira Alta, ¿enamorado de una sirvienta? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo reaccionarían sus hijos cuando lo supieran?, pensó… ¿y su ex mujer?… ¿y su familia?, pero sobre todo, y la persona más importante, ¿cómo reaccionaría Rita? Evidentemente, se lo dijo primero a ella, no era cuestión de enfrentarse al mundo sin saber si iba a ser correspondido. Lo soltó entre risas, en medio de una conversación intrascendente en la cocina. Ella se calló de sopetón y se quedó seria y por primera vez le tuteó.
—Héctor…, es imposible.
—¿No me quieres?  —le dijo él.
—Eso no tiene nada que ver. Tú y yo somos de mundos diferentes, no puede ser.
—¿Pero me quieres?
A ella se le escaparon las lágrimas, mientras le repetía a él —Héctor, es imposible.
Él no quiso atosigarla más, en cada una de sus lágrimas estaba escrita la respuesta a su pregunta. Se dio la vuelta y fue a su habitación. Ella se quedó en la cocina y lloró, lloró mucho, porque sí, ella le amaba… pero era imposible. Fueron tiempos tensos, se topaban en silencio por la casa y siempre bajaban la vista con vergüenza, sabían que le estaban mintiendo a sus almas. Eso duró seis meses; seis meses en los que todos los días se cruzaban sus ojos y se esquivaban sus miradas. Hasta ese día en que ya Rita no pudo más y entró en su habitación para decirle que le amaba. Ese día hicieron el amor y comprendieron que ese era su destino y que por mucho que hubieran luchado, sólo habrían retrasado ese momento. Hoy han pasado doce años, y Héctor ha sido desheredado por su padre y despreciado por toda su familia, sólo su hijo pequeño parece comprenderle, incluso se han hecho muy amigos con Rita. Por lo demás, Héctor se considera a sí mismo como el hombre más feliz del mundo, sobre todo, desde que Rita le comunicó que esperaba un hijo suyo, aunque él jamás le conocería,… porque… poco a poco, esa mano fue ciñéndose sobre su corazón y, como quien detiene una peonza, se lo detuvo. La oscuridad se vertió en los ojos y en la mente de Héctor, las voces callaron para siempre y el silencio invadió su eternidad, porque el último segundo en la vida de un hombre es para él la eternidad.
—A ver, ¿quién va a llamar? —dijo Toni. Ante esta pregunta, incluso el llanto de Laura cesó y la tormenta se oyó soplar con más fuerza en el exterior.
—¿Martín?, ¿Domingo?
Domingo se movió con cara de resignación, pero Martín pareció empequeñecer por momentos. No se atrevía a decir que no, le daba mucha vergüenza, pero sabía, sobradamente, que por mucho que le ordenara a sus piernas que se movieran en dirección al segundo piso, éstas no le harían ningún caso. Salaf, que estaba a su lado, al verle la cara se apiadó de él y dijo en voz alta —ya te acompaño yo, Domingo.
Domingo no respondió, sólo asintió con la cabeza. Realmente a Domingo no le asustaba el miedo. Nadie lo sabía y él esperaba que jamás nadie lo supiera, pero él estaba acostumbrado a esa sensación. No era un miedo como el que tenía en esos momentos al que estaba acostumbrado, sino a un temor físico. Digamos que a algo más real y patente, como que te dé una puñalada alguien que ha prometido hacerlo; que te metan en la cárcel o el temor más grande de todos, que la gente de la universidad se enterara de cómo era su verdadera vida. Sentía pánico de que se supiese que vivía en una chabola en el campo de la Bota y que se pagaba la carrera traficando con farlopa o dando palos a torres en invierno. Le aterrorizaba la idea de que alguien se enterara de quiénes eran sus hermanos o cómo era su barrio. Cuando lo metieron en la cárcel y estuvo casi cinco meses sin ir a clases, le dijo a todo el mundo que había estado enfermo. Tampoco nadie se preocupó demasiado. Él no se relacionaba mucho con sus compañeros, y no era porque fuera una persona hosca e introvertida, muy al contrario, era una persona aguda y locuaz, que gozaba charlando y disertando con sus amigos. En el barrio le llamaban el maestro. Sólo era que le aterraba que se percataran de sus verdaderos orígenes, así que cuanto menos hablara menos probabilidades de cometer un error tenía. Fue un descanso cuando acabó la carrera y la Jáber le ofreció una cátedra en el Varador. Allí se relajó, conoció a gente nueva que no iba a tener nunca la ocasión de contrastar sus historias con la verdad e inventó un Domingo nuevo. Creó historias y anécdotas, transformando las que ya tenía, y a veces explicaba que de joven trabajó como voluntario en un barrio marginal, así podía contar en tercera persona anécdotas que realmente vivió en carne propia.
Ya no tuvo más miedo y vivió sin temor los años que transcurrieron hasta ese momento. Pero pese a que la paz era ya casi inherente a su vida, no había perdido la capacidad de ordenarle al cuerpo que hiciera algo que éste no tenía ninguna gana de hacer, así que le dijo a sus piernas que caminaran, y éstas, aunque casi temblando, obedecieron.
—Esperad —dijo Laura— va Gabriel, es mejor estar en el gimnasio.
Gabriel lloraba en silencio, pero Laura al intentar consolarlo se dio cuenta de que no miraba a Guillermo, sino a Héctor, que estaba sentado de espaldas frente a él, sin moverse. A Laura se le aceleró el corazón. —¿Héctor…? ¡Héctor! —Pero éste no respondió, y ella retrocedió unos pasos metiéndose los puños en la boca y ahogando un grito. Ricardo se percató y se acercó a él.
—Héctor —le dijo moviéndole el hombro, a ver si reaccionaba, por el contrario, éste se desplomó sobre el banco como un saco de patatas.
—¡Mierda! —gritó Toni, desde el otro extremo del comedor y corrió hacia donde ya sólo quedaban ellos dos. A los demás parecía que cada vez les faltaba menos para salir corriendo, pero Héctor era su amigo, todos le apreciaban y pese al pánico que les recorría el cuerpo permanecieron allí, en espera de saber qué le había sucedido. Ricardo le estiró en el banco y le buscó el pulso, pero no lo encontró.
—¿Qué? —Dijo Toni. De la boca de Ricardo no salió una palabra, pero con la mirada lo dijo todo.
—Dos muertos en una noche supera toda casualidad —dijo Marga, rozando la histeria, desde la puerta del comedor.
—Puede haber sido un ataque al corazón por la tensión del momento —dijo Toni. Todos asintieron, pero en realidad nadie lo creyó y Toni menos que nadie.— Vayamos al gimnasio… y vosotros id a llamar —nadie protestó, se repartieron las velas y todo el mundo obedeció.
Domingo y Salaf subieron al segundo piso, que era donde estaba el teléfono más cercano. Martín, Gabriel, Laura y Marga fueron hacia al gimnasio, y Ricardo y Toni se dirigieron al faro.
—Un gesto valiente el de Salaf —dijo Ricardo— no creo que Martín hubiera subido.
—Yo tampoco, pero es su trabajo, ¿no? Él es el enlace con la Jáber, si hay problemas no relacionados con la investigación son cosa suya.
—Sí, ya, pero lo que está pasando aquí creo que supera la palabra problemas.
Los dos, refugiados en el portal de la mansión, miraban cómo el viento y la lluvia rasgaban con violencia el cielo.
—Me has hecho acompañarte para no hablar delante de ellos, ¿no?
—Sí —contestó Toni gritando.— Pero mejor hablamos en el faro. No es porque nos vayan a oír, no creo que pudieran aunque salieran a escuchar al vestíbulo, pero allí estaremos más cómodos.
Ricardo asintió y los dos salieron a la carrera.
Extrañamente la tormenta se calmó justo salir del portal. La carrera fue tranquila hasta la mitad del camino en que arreció otra vez, empujándolos con fuerza hacia el faro. Durante casi un minuto después de entrar estuvieron jadeando en silencio. La linterna que llevaba Ricardo enfocaba al suelo, bailando al ritmo de su respiración. Sólo fue al cabo de un rato que Toni dijo —esto cada vez es más raro. Ricardo lo miró mientras dejaba la linterna enfocando al techo para dar así una luz más difusa a la habitación.
—Yo no sé qué pensar, Toni. —Éste lo miró y no dijo nada esperando que él continuara.— Es obvio que a Guillermo le han pegado fuego y no es descabellado pensar que a Héctor se le ha parado el corazón de la impresión… pero todo está rodeado de demasiadas cosas extrañas. Los peces y los pájaros se largan, de repente una tormenta acojonante sin que nadie la haya previsto, sólo ha habido un rayo y ha fundido una instalación, que en teoría está preparada para esto.
—Y mucho más —apuntó Toni.
—Sí, pero ¿y Guillermo? —continuó Ricardo— los muertos no se quedan de pie cuando se queman, la carne humana no arde sin algún tipo de combustible y, ¿cómo se puede quemar un cuerpo sin que se le quemen los ojos? ¿Y Héctor? Cuando la gente tiene un infarto se sacude, es doloroso, hay espasmos, no se quedan sentados tranquilamente sonriendo y se mueren.
—¿Crees que hay alguien detrás de todo esto?
—Sí, pero una persona podría haber quemado a Guillermo con algún combustible desconocido e inodoro, e incluso salvarle los ojos de alguna manera que desconozco, pero… lo de los peces y la tormenta ya supera a cualquier mortal.
—Quizás tenías razón y lo de los peces va ligado a la tormenta, nuestro asesino podría ser sólo un oportunista —sugirió Toni.
—Quizás, pero es que me he pasado cinco años con esa gente y no veo yo quién haya podido ser.
—Ya, yo tampoco.
—Gabriel —dijo Ricardo.
—¿Gabriel?
—Sí, claro ¿Cómo supo que Héctor estaba muerto?
—No es posible, eran muy amigos, además, es un enclenque, me cuesta mucho imaginarlo, y… ¿por qué lo haría?
—O eso, o hay alguien más en la zona.
—O… —empezó a decir Toni, pero se calló.
—¿O qué?
—No, nada.
—Di, no te lo calles.
—O quizás nos enfrentamos a algo no humano.
—No te creía el tipo de hombre capaz de pensar en estas cosas —apuntó Ricardo.
—Yo tampoco lo creía, pero es que… todo es muy extraño. O eso… o me han encontrado.
—¿Te buscan?
—Sí.
—¿Para matarte?
—Sí.
—No te preocupes por eso, esto no es cosa de asesinos. Ya te lo digo yo, que sé un poco de esto. ¿Quién te busca?
—La Manfer.
—¿La Manfer? Y… ¿cómo es que alguien como tú ha tenido tratos con esa gente?
—No lo sabía, pero les hice daño, no creo que lo hayan olvidado.
—Cada vez me sorprende más la Jáber —se rió Ricardo.
—¿Por qué?
—Me imagino que ya te has dado cuenta de que no soy un simple empleado de mantenimiento ¿no?
—Sí, claro.
—Yo estoy aquí para protegerte a ti, la Jáber me contrató.
—Ya, me lo he imaginado desde el primer día.
—Te puedo asegurar que ha sido el trabajo que más a gusto he hecho en mi vida.
—Gracias, pero… ¿dónde está lo extraño?
—Pues en que la Manfer es propiedad de la Jáber.
La cara de Toni se contrajo como si alguien la arrugara desde dentro. —¿Cómo?
—No pongas esa cara, la Jáber es así.
—Pero… no lo entiendes… Mataron a mi mejor amiga; acabaron con mi vida.
—Yo que tú no me preocuparía ahora por esto, ya te digo yo, que ellos no son los que están haciendo esto.
—¿No les crees capaces?
—La Manfer es mala cosa. Yo trabajé para ellos unas cuantas veces y los conozco bien. Son malos, pero nada finos, ellos habrían entrado a tiros o habrían hecho volar la casa. No, no son ellos… ¿Qué te pasa?
Toni había pasado del blanco al rojo en un momento. —Llevo cinco años trabajando para las personas que más odio en el mundo y no lo sabía.
—No te equivoques Toni. La Jáber está viva. Es un ser hecho de burocracia, no la consideres personas. En ella encontrarás lo peor y lo mejor de la humanidad. Puedes acusarla de grande, de fuera de control, pero no de malvada, porque para ser malvado hay que ser humano y la Jáber no es humana. Aunque esté hecha de personas, hace ya mucho tiempo que actúa por su cuenta, sin que se pueda considerar a nadie su responsable. Es muy seguro que en la universidad nadie sepa que son los propietarios de la Manfer. Seguramente ni saben que existe. Si no fuera así, ¿cómo te explicas que me contrataran para protegerte?
—Quizás sólo lo hicieron porque dedujeron que yo me daría cuenta y que así trabajaría tranquilo hasta el final del proyecto y ahora que está acabado, vienen a por mí.
—No, ya te lo he dicho, esto no es posible. No me habrían puesto a mí si pensaran acabar contigo.
—¿Por qué?
—Porque creen que soy el mejor.
—Pero llevas cinco años sin acción, quizás piensan que ya estarás desentrenado.
—No, las leyendas no languidecen con el tiempo, muy por el contrario, se hacen más grandes.
—Y entonces… ¿cómo explicas esto?
—No sé lo que está pasando, pero sí sé lo que no está pasando, además, no creo que la Manfer te esté buscando a estas alturas porque matarte ahora ya no sería útil.
—Pero yo les jodí.
—Te lo vuelvo a repetir, no le atribuyas a una organización sentimientos humanos. Pueden matar, violar, torturar, pero sólo si es útil, si sirve para ganar más dinero o para conseguir algún objetivo, pero de verdad, confía en mí, Toni, no son ellos. Algo ha matado a nuestros compañeros, pero no ha sido un asesino profesional, de verdad. No deberíamos preocuparnos por ello ahora. Es muy posible que estemos todos en peligro, pero quien o lo que sea que los ha matado está escenificando algo; es personal, seguro… O eso o nos enfrentamos a algo más peligroso que un simple humano.
Toni le miró y aceptó, pero su rostro no se relajó, no daba por zanjado el asunto, sólo lo posponía. —Va, enciende las luces y vamos a por lo que sea que esté allí afuera.
Ricardo bajó la vista y se dirigió al cuadro de mandos.

Capítulo 4
comprar novela

Salí, y ya no era nadie…
Por primera vez, sólo yo.
Sin embargo, todo lo demás seguía siendo.

Aparte de descubrir que mi casa ya no era mi casa, y que mi hermana tampoco me conocía, también descubrí con un poco de enojo que la vida sin mí no es muy diferente de la vida conmigo. No sé, me creía más importante. Sí que algunas cosas han cambiado mucho. Mi ex está casada con uno de mis mejores amigos y por lo visto desde antes de irse a vivir conmigo, pero ella, por lo que he podido ver, no es muy diferente ahora de antes, y de mis amigos se puede decir más o menos lo mismo. También he podido certificar que lo que me está sucediendo me está sucediendo igual aquí que en Australia. Ah, y desde entonces estoy seguro de que mi vida existe y de que mis recuerdos son reales. Es verdad que los hechos que me conciernen directamente han desaparecido, pero la gente que recuerdo existe, las cosas existen y todo es aproximadamente como en mi memoria, lo único que falla en ella soy yo.
Es curioso lo que llega a mosquearle a la gente que un desconocido conozca sus secretos más secretos. Ni uno de ellos ha conseguido mantener la calma mientras yo, un extraño, les revelaba a ellos, mis mejores amigos, sus momentos más ocultos y sus manías más íntimas.
En ese momento yo ya empezaba a sentirme mejor. Ese fuego que me recorría las venas y me quemaba por dentro ya estaba empezando a apaciguarse. Parecía que mi vertiente lógica y científica empezaba a tomar el control de la situación. Es cierto que seguramente sólo era una ilusión, un intento por fingir que era un juego algo que, de por sí, parecía muy real, pero, ilusión o realidad, la lógica fría y profiláctica era la única cosa que me podía sacar de ese sinsentido en ese momento, si es que había algo que me pudiera sacar. Pero no fue mi lógica la que me habló en ese momento, fue mi estómago y éste me dijo, comida.
Entre divagaciones, paseos y llamadas ya eran las cinco de la tarde. Parecía tan lejana esa ducha feliz por la mañana en la que era mi casa… pero ya no era mi casa y mi estómago reclamaba su comida. Me hubiera encantado meterme en un bar y comerme un buen bocata, pero vista mi situación y mi economía me metí en el primer súper que encontré. Me compré un paquete de muesli y un cartón de leche, cogí dos bolsas de plástico y metí en ellas todas mis posesiones terrenales, en una, mi comida y en la otra, mi manuscrito. Me dirigí a una plaza cercana para poder estar tranquilo y así poder aprovechar la ultima luz de ese día de invierno para poder comer, o mejor dicho, alimentarme. Es curioso, tantas veces he deseado estar como estoy ahora. Soy como un animalito, no tengo nada que perder, ni seres queridos, ni mucho dinero, ni tan siquiera una vida, por primera vez en la vida soy libre y sin embargo tengo miedo, un miedo atroz, un miedo que en ese momento… y seguramente ahora también, ocultaba cuidadosamente detrás de una fachada de frío pensamiento racional.
Parecía estar solo en el mundo, nada iba conmigo, nada me influía y en nada podía yo influir, me había caído desde mi mundo a un mundo igual que el mío, pero en el que yo no estaba. Era una partida de billar ya empezada en la que yo había entrado y en la que aún no había podido jugar. Ese era mi pensamiento en esos momentos y era un pensamiento casi cierto. Y si digo, casi, yo sé por qué lo digo. Los turnos en la partida de la vida son mucho más seguidos de lo que imaginamos. No hace falta tomar una gran decisión para mover la gran carambola, realmente en cada esquina, detrás de cada palabra o cada movimiento se puede esconder esa tirada decisiva que cambia el rumbo de las bolas y convierte la vida de un hombre en lo que es. Y si no nos damos cuenta es por que la mesa donde jugamos es tan grande que para la estrecha visión de un humano es imposible concebir la jugada. Yo esa mañana, justo después de caer en este mundo conocido, pero que me desconoce, hice, sin saberlo, mi primera tirada importante y no fue la única.
—De verdad señor… que no le conozco —me dijo ella.
—Sí, ya, lo sé, sólo que yo a ti sí que te conozco, pero no tiene importancia. También recuerdo a un labrador llamado Laica devorando esos zapatos y por lo visto los zapatos están intactos.
¿Os acordáis de este fragmento de mi conversación con Elena? Pues bien, como os he explicado antes, la vida sin mí no parece muy diferente de la vida conmigo y muchas de las cosas que sucedieron estando yo presente, parece ser, sucedieron también sin mí, y una de ellas es el hecho de que Elena tenga una perra llamada Laica que hoy hace justo un mes se le comió sus zapatos favoritos. Resulta que como a Elena le gustaban tanto se fue a la tienda donde los compró y se hizo traer unos del mismo modelo. Es por eso que mis palabras se quedaron bailando en su mente.
Un día vi un reportaje de estos de animalitos que ponen por la tarde en cadenas que nadie mira. La historia trataba de unos monos que eran cazados gracias a su curiosidad. La cosa iba así, un bosquimano llegaba a la zona donde habitaban estos monitos, saludaba y hacia ruido. Al poco rato se concentraban en los árboles una buena congregación de feligreses peludos y gritones. El bosquimano se dirigía hacia el tronco hueco de un árbol al que le practicaba un agujero, luego, de una bolsa sacaba una piedra y la tiraba, sin que los monos la vieran, dentro del tronco, después de esta operación sólo le quedaba alejarse y esperar. No tardaba el primer monito curioso en acercarse, meter la mano he intentar sacar la piedra, pero sorpresa, la mano con la piedra no cabía por el agujero, de tal manera que el mono no podía sacarla del tronco si no soltaba primero la piedra, y lo curioso es que el bosquimano se acercó tranquilamente por detrás y le arreó un estacazo al mono que lo dejó frito, eso sí, el pobre animalito murió sin soltar la piedra. Se podría decir que en esta ocasión la curiosidad mató al mono.
Esta historia me viene a la cabeza pensando en Elena, porque seguro que si fuera un animal sería uno de esos monos. De ella sí que se puede decir que tiene la mente abierta. Es como una especie de agujero negro, todo lo tiene que entender, es como una gran esponja de conocimientos siempre ávida de más. Y claro, mis palabras no encajaban con las de un simple loco. De la misma manera que yo me di cuenta de que ella no me reconocía, ella se dio cuenta de que yo a ella sí y, claro, para una mente tan analítica como la suya una paradoja como ésta se le acontecía como un error que podía dar al traste con la lógica de toda su vida. La mayoría de las personas que conozco si un día se encontraran con un pequeño error en su concepto de la vida que sin ser importante pudiera ser la prueba de que el sistema falla, ante la imposibilidad de encontrar un sistema mejor ignorarían ese error y lo borrarían de su mente. Elena no. Ella lo perseguiría, buscaría el por qué de ese error, aunque esa búsqueda la llevara a la mismísima mierda. Quizás fue por eso que de todas las personas con las que hablé Elena fue la única que no se conformó con la versión del loco. Si yo era un loco, ¿cómo sabía lo del perro?, para colmo Raúl que según él jamás me enseñó su coche nuevo, sí que había estrenado uno el mes pasado y Elena lo sabía.
Mi nombre se les había quedado a todos bien marcado, «Salomón Roídra», así que Elena cogió la guía telefónica y buscó mi nombre en ella. Evidentemente yo no me enteré de esta parte de la historia hasta mucho después y es por eso que los detalles quizás no son del todo literales, pero no os preocupéis, intentaré rellenar con mi imaginación todos los vacíos que tenga, de tal manera que al menos la narración mantenga una coherencia.
Estábamos en Elena buscando mi nombre en una guía y claro, mi nombre no existía, pero Roídras había unos cuantos, así que probó suerte hasta que dio con mi hermana. Claro, la pobre ya se había quedado como un flan con mi llamada como para que unas horas más tarde llamase una señora preguntando por mí. Si es una broma es una broma muy mala, le dijo a Elena enfadada, pero pronto se dio cuenta de que no era una broma. Estuvieron bastante rato hablando por teléfono y esa conversación sólo le dejó a Elena la sensación de que realmente se encontraba ante un misterio digno de su inteligencia. Tengo que deciros que como la mayoría de la gente verdaderamente inteligente que conozco, Elena era un poco vanidosa.
El primer paso fue llamar a Alejandro, un amigo policía. Yo sospecho que él fue antaño otra de sus víctimas. Es increíble la habilidad que tiene Elena para conseguir mantener la amistad de todos sus ex-amantes. En un principio suena muy bonito, yuju, todos amigos, pero lo cierto es que sus fiestas de cumpleaños son un circo. Hay unos cuantos, entre los que creo encontrarme yo, que disfrutamos del encuentro, y ya con el tiempo hemos aprendido a pasárnoslo bien juntos. Alguna vez hemos especulado sobre crear un club de fans. Nuestras discusiones no desmerecen las de los cinéfilos con una buena película, sobre todo con unas cervezas y unos petas de más, que si una vez me la chupó en un restaurante desde debajo del mantel, que si yo me la follé en un confesionario, etc., las aventuras sexuales de Elena no tienen parangón, y algunos, entre los que yo me incluyo, nos sentimos plenamente orgullosos de pertenecer al selecto club de los que han participado en ellas, en cambio otros lo pasan fatal, la personalidad de ella es arrolladora y hay que reconocer que es muy fácil enamorarse de esa mujer… fácil, pero estúpido. Ella es de esas personas que han venido a este mundo a pasárselo bien, y que no se quieren morir dejando algo por probar. Intentar llevar una relación estable con ella es como enjaular un tigre porque te gusta su libertad. Con las parejas a veces sucede lo mismo que os he explicado al principio sobre los personajes, reales o no, lo que cuenta para nosotros es la recreación que hacemos de ellos en nuestro interior. Cuando nos enamoramos de uno es maravilloso, siempre queremos más, estar más tiempo con él, quererle más, que nos quiera más. Y entonces nos vamos a vivir con él, y allí viene el choque, porque el personaje del que nos hemos enamorado es inventado por nosotros y no siempre tiene que ver con la realidad. Eso nos frustra, y no lo aceptamos, luchamos por cambiar ese personaje real por el que nosotros nos hemos inventado. A veces amamos tanto nuestro personaje que nos pasamos años luchando, luchando contra el personaje real. Le decimos eso de que en una pareja los dos tienen que ceder y todas esas cosas. Por suerte para la gente no es tan fácil cambiar, si no, la mayoría de parejas acabarían convirtiéndose en ficciones, muñecos de guiñol fabricados con las carnes de lo que un día fueron personas. El resultado general es que la pareja se rompe, y a menudo queda el resentimiento. Ves a ese señor, o señora, como el asesino de tu amor. Te sientes engañado, sin darte cuenta, quizás porque no te interesa hacerlo, de que el que se engañó a sí mismo fuiste tú. Conozco parejas que llevan toda la vida luchando, otras que son guiñoles y otras, que desgraciadamente son las menos, que se han aprendido a querer y se aceptan. Siguen leyendo la vida sin esperar nada más que no sea poder conocer mejor a su protagonista, al personaje que han elegido amar. Alejandro, creo yo, fue de los que idealizan a los personajes y que evidentemente se equivocó con Elena. La pregunta es cómo consigue Elena que hombres como él sigan siendo sus amigos. Yo creo que es su halo de seducción. Ella raras veces repite con un hombre una vez lo ha dejado. Pero incluso así, Elena es de las que nunca cierra una puerta, siempre la deja ajustada aunque jamás piense volver a abrirla. Me imagino que esto, y el talante masoquista de algunos, es lo que les hace soportar estas situaciones. Alejandro ya hacía tiempo que no tenía nada que ver con ella, pero seguía acudiendo como un perrito faldero a todas sus llamadas.
Es curioso, todavía hoy en las películas te saltan con eso de —entretén al secuestrador mientras localizo la llamada. —Yo, cuando llamo a alguien a un móvil, sé que le sale reflejado mi teléfono, me imagino que en un fijo pasa lo mismo, lo deben hacer para darle emoción a la cosa. El hecho es que en pocos minutos Alejandro había rastreado la cabina desde la que llamé a Raquel y se había dado cuenta de que justo después de Raquel se habían hecho unas cuantas llamadas consecutivas, de tal manera que veinte minutos después Alejandro ya tenía los teléfonos y los nombres de todos mis antiguos amigos, incluido el de David en Australia.
Elena les llamó a todos uno por uno siguiendo mis pasos, y cada uno de ellos no hizo más que aumentar la sensación de misterio en su corazón. Cuando acabó con todos, ella tenía muy claro que, como fuese, tenía que encontrarme, y me encontró, el cómo, después os lo cuento. Primero regresaremos a mí y a mi mente un poco trastocada.
Después de comer choqué con un punto muerto. No sabía qué hacer. No veía un camino que pudiera arrojar más luz sobre lo que había pasado. Sobre lo que pasaba parecía que ya tenía una idea clara, pero, ¿y qué?, ¿y ahora qué? Las farolas empezaron a encenderse y la luz del día se retiró de las calles. Los abuelos y las canguros con niños fueron desapareciendo, en su lugar grupos de adolescentes tomaron la plaza. Se chuleaban unos a otros y no paraban de hacer porros. El frío empezaba a molestar e iba en aumento. Yo había salido de casa para estar unas horas fuera y no llevaba ropa como para pasar la noche en un banco. La idea de meterme en uno de esos albergues rodeado de pordioseros borrachos y mal olientes no se me hacía muy agradable. Si quería me podía pagar una habitación, pero trescientos euros eran todo mi tesoro y no era cuestión de despilfarrarlos. Mi capacidad de pensar se agotó otra vez, mi corazón se empezó a plegar sobre sí mismo. Un calambre me agarrotó el cuello, y entonces hice lo que ya hacía muchos años que no hacía… lloré, lloré como un niño, y no fueron cuatro lágrimas contenidas, no, qué va, fue un llanto puro. Encerré mi rostro entre las manos y me desplomé llorando como una criatura sobre el banco. Seguramente todos los chavales de la plaza me estaban mirando, pero os lo juro, en ese momento me importaba un pedo. Yo sólo quería que todo fuera una broma. Que todo volviera a ser como antes, quería a mi hermana, quería a mis amigos, quería a mi madre. Sobre todo quería a mi madre. Entre lágrimas y mocos miré la hora. Eran las seis y media, y hasta las ocho estaba abierta la residencia. ¿Me dejarían entrar? Por qué no iban a dejarme, tengo un carné que pone que ella es mi madre. Me levanté, me sequé los mocos y las lágrimas y me dirigí a coger un taxi. Ni pensé en ese momento que un taxi no era un lujo que yo me pudiera permitir. Yo quería ver a mi madre, lo necesitaba. Durante unos instantes, para que el taxista no se diera a la fuga, me pude contener, pero una vez montado en el taxi, más o menos a medio camino, volví a estallar a llorar, y así estuve hasta que llegué a la residencia. El pobre taxista ni se atrevía a cobrarme. Me imagino que ver a un tipo de mi peso y mi edad llorar como un crío corta un poco. Pero yo… lo siento mucho por él, pero… me gustaría ver a alguno de vosotros en mi situación. De repente y sin avisar un día sales de casa y lo has perdido todo. Ya no te queda nada ni nadie. De repente por algún azar del destino te has quedado solo. Parecía un capítulo de «La dimensión desconocida». Y esa pregunta tan estúpida que se repite sin cesar ¿Por qué a mí? O simplemente ¿por qué?
Me sequé los ojos y respiré hondo antes de entrar en la residencia, no quería tener problemas, para mí verla no era importante, era imprescindible. Entré en la recepción y pregunté por ella, me dijeron que estaba en su cuarto, pero que si no era familiar no se me permitía verla. Les dije que era mi madre y que yo vivía en el extranjero, que Raquel no había podido acompañarme. Me di cuenta de que me miraban los ojos, claro, tanto llorar, los debía tener como dos manzanas. —Tengo tantas ganas de volver a ver a mi madre. Es tan emocionante volver a casa cuando llevas tanto tiempo fuera como yo. Me he pasado el día llorando de emoción.— ¿Tanto tiempo? Una vida diría yo. La cuestión es que funcionó, se lo tragaron de lleno.
—Ahora llamo a un celador que le acompañe hasta la habitación de su madre. —No, no hace falta, estuve a punto de decir. Suerte que me di cuenta a tiempo de que para ellos, que nunca me habían visto, iba a resultar muy raro que conociera perfectamente el camino a la habitación de mi madre.
Ella estaba sentada en una silla junto a la ventana, mirando a la calle. Era una calle bulliciosa. Decenas de personas se movían en todas direcciones abrigadas del frío de la noche. Debían ser las siete, siete y cuarto. Me acerqué a ella y le dije —hola mamá  —pero ella no me respondió, sólo me miró sonriente. No me preocupó, siempre era así. Me arrodillé a sus pies y apoyé mi cabeza en su regazo. Seguramente no fue porque me reconociera. Seguramente fue simple instinto maternal, pero empezó a acariciarme la cabeza con cariño y yo volví a llorar, pero esta vez no era un sollozo, ni un llanto contenido, no, era un lloro suave que fluía con cariño desde el fondo de mi alma. Y así me quedé lo que para mí fueron dos minutos, pero que resultó siendo hora y media, hasta que un celador me tocó suavemente en el brazo y me dijo —señor, el horario de visitas ya se ha acabado, debería usted abandonar la residencia.
—Sí, sí, claro, déjeme un minuto a solas para despedirme y ahora me voy —pero si algo tenía claro en ese momento es que no pensaba separarme de mi madre.
No habían pasado todavía ni cinco minutos cuando entró otra vez el celador. Era un chico joven, de unos veinte o veintiún años.
—Oye chico —le dije casi acosándolo— ¿tienes coche?
—Sí señor —me contestó él.
—¿Te gustaría ganarte trescientos euros en un par de horas? Nada ilegal, por supuesto.
Al chaval se le iluminó la cara, aunque enseguida mostró una mueca de desconfianza.
—¿Qué tengo que hacer?
—No es nada difícil, ¿seguro que tienes coche?
—Pues claro.
—A ver, enséñame las llaves. —El celador un poco desconfiado se metió las manos bajo la bata y sacó unas llaves.— Te voy a enseñar una foto y después te daré una dirección. Quiero que vayas allí mañana a la hora que te diré, y si ves entrar en la casa al hombre de la foto me tienes que llamar inmediatamente. —El chico sonrió, parecía que la aclaración le había alejado las suspicacias.— Es importante que el coche pase desapercibido ¿qué coche llevas?
—Un Fiat Uno Turbo.
—¿Lo tienes muy lejos?
—No, está en la calle de abajo.
—¿Te podrías dar la vuelta, por favor?
Es curioso cómo cuando pides las cosas con educación siempre te hacen caso, aunque una de las cosas de las que me previno mi padre antes de morir es de que no me fiara de las personas demasiado educadas, y qué razón tenía ese hombre. Así que el celador se dio la vuelta le di al pobre tal soberano mamporro que se desmoronó al momento. Corrí a cerrar la puerta mientras mi madre me miraba con una sonrisa. Le saqué las llaves, unos treinta euros y un mechero. Le até las manos y los pies con sus propios cordones. Comprobé que no me hubiera pasado con el golpe, el chaval respiraba y no parecía tener el cuello roto. Lo arrastré hasta el armario, seguramente no tardaría en volver en sí, y me dirigí al lavabo, que, obviamente, sabía donde estaba. Cuando llegué agarré todos los rollos de papel de water y los puse en medio del cuarto, saqué el mechero y pensé, que empiece el espectáculo. Me llevé el extintor del lavabo y me situé junto al del pasillo. La alarma tardó escasos segundos en saltar y yo le di al extintor, llenando de un polvo blanco con un asqueroso sabor a bicarbonato la mayor parte de pasillo posible mientras chillaba —¡fuego!, ¡fuego! —y así, en pocos segundos, me fundí los dos extintores. No hizo falta más para que la residencia se sumiera en el caos. Yo corrí hacia la habitación de mi madre, la senté en su silla de ruedas y tranquilamente salí de la residencia. Justo antes de abandonar el pasillo para entrar en el vestíbulo empecé a oír los gritos ahogados del celador que salían del armario, pero entre el caos de gente corriendo y gritos que ya inundaban la residencia en ese momento, nadie se percató de los alaridos del pobre celador.
No me costó encontrar el coche. Hay que ver cómo lo tenía de mierda el muy guarro. Metí la silla en el maletero, limpié un poco los asientos de trozos de bocadillo y guarradas varias, y senté a mi madre a mi lado. Y fue justo ahí cuando me di cuenta de la tontería que acababa de hacer. Arranqué ya con toda la conciencia de que no tenía ni repajolera idea de lo que iba a hacer ni de dónde tenía que ir.
—Tengo hambre —me dijo mi madre.
—Tranquila mamá, ahora vamos a un sitio donde se come bien.
—Vamos al Sabuco.
—¿Al Sabuco? —Dios, esto del Alzheimer nunca dejará de sorprenderme, no se acuerda de nadie y sin embargo se acuerda del Sabuco. El Sabuco era un restaurante al que solíamos ir con mi padre cuando éramos pequeños. Por suerte para mi madre el restaurante todavía funciona y por suerte para mí ya no son los mismos dueños. Es un lugar encantador en el que hay unos hermosos jardines que por aquel entonces nos parecían enormes. Raquel y yo solíamos ir a jugar allí con mi madre. Martín era el dueño, un viajero incansable, un aventurero. A menudo nos pasábamos horas escuchando sus historias. Pero un día dejamos de ir. En ese momento imaginé que ir a comer siempre al mismo restaurante podía cansar hasta a mis padres, que eran la cosa más aburrida del mundo.
Cuando le dije —Mira mamá, el Sabuco— esperaba ver un gesto de alegría por su parte, pero no fue así, parecía más bien contrariada. Mamá, si quieres podemos ir a otra parte, pero ella no contestó, salió del coche a paso firme y se dirigió hacia la puerta del local. La zona estaba en un barrio bonito a las afueras de la ciudad. Era un buen sitio para hacer de campo base, así que avancé unos cien metros, puse los warnings y dejé el coche en doble fila, ya se lo llevaría la grúa.
Por rápido que caminara, mi madre es una mujer enferma de setenta y cuatro años que la mitad del tiempo la llevan a todas partes en silla de ruedas, es decir, que no me costó atraparla antes de que entrara en el restaurante. Una vez dentro me dirigí a un camarero —Mesa para dos por favor— pero mi madre me interrumpió enseguida.
—¿Martín?, ¿dónde está Martín?
—Martín ya no trabaja aquí señora. Se vendió el negocio a mis padres hace muchos años —pero ella ya no le escuchaba y no cesaba de preguntar por Martín. Yo no le hacía mucho caso hasta que por la espalda me vinieron unas palabras que se me clavaron como un puñal.
—Martín, lo tenemos que dejar, ¿dónde estás, Martín?, ¿Martín?, no puedo continuar, el conejito ya no puede jugar más contigo. —¡Dios! No me podía imaginar a mi madre diciendo esas tonterías. ¿Estaría rememorando un sueño, o era un recuerdo del pasado que regresaba en este estado de la enfermedad? El camarero me miraba avergonzado mientras mi madre no paraba de repetir lo del conejito y le daba pequeños tirones en la solapa. Yo, extrañamente, no sentí ni pizca de vergüenza, me imagino que el hecho de no existir me eximía de todos esos sentimientos terrenales, aunque un poco sí que debía existir porque aunque la vergüenza no me afectó, sí lo hicieron todos los demás sentimientos, miedo, angustia, desasosiego, y ahora, en esos momentos, ira. La idea de que todos esos días que veníamos, mientras yo y mi hermana jugábamos en el jardín con Rulfo, un faisán amaestrado, Martín se estuviera trajinando a mi madre, me estaba cabreando.
Por suerte mi madre no chillaba, ni mucho menos, todas esas tonterías las decía con su voz habitual, suave, tenue y temblorosa. Sólo yo y el camarero la oíamos bien. Le comenté que no le hiciera mucho caso, que estaba afectada de Alzheimer, él asintió con una sonrisa burlona y nos buscó un sitio. Nos sentó en una mesa un poco alejada de las demás al lado de una pequeña fuente de cerámica esmaltada en verde.
—¿Qué quieres tomar, mamá? —Pero su respuesta fue seguir diciendo lo mismo que llevaba rato diciendo. Le pedí un plato de pasta al cubo, que es un plato que según mis recuerdos solía pedir a menudo cuando veníamos por aquí. Después de repetirle diez veces que Martín no estaba, que se había ido de viaje el silencio volvió a invadirlo todo. Casi que ese martillazo en el cóccix que me había dado mi madre me había venido bien. Por primera vez desde que se me reveló mi no-existencia me estaba preocupando por otra cosa. Y es que me sentía traicionado. Qué hijo de puta ese Martín, y a mí que me caía tan bien, con sus viajes y sus aventuras, quién lo iba a decir. Pero claro, si es que el tipo era un encantador de serpientes. Tenéis que pensar que estábamos en los setenta, en un país que llevaba cuarenta años metido en una dictadura moral y política, que mi madre era una chica de pueblo venida a ciudad, casada con uno de los hombres más buenos que he conocido, un trabajador nato. Para mis padres, las vacaciones más emocionantes fueron quince días en Benidorm. Y allí la tienes, a esa señora que se ha pasado toda la vida navegando en la mediocridad, en las fauces de un gigoló sin escrúpulos. Seguro que el cabrón se la folló una temporada antes de cansarse y largarse a alguna de sus fantásticas aventuras, donde habría otra Rosa con hijos y vida aburrida dispuesta a ser su presa. ¡Dios! Qué hijo de puta el tipo ese.
Evidentemente con mi madre no me podía enfadar encontrándose en ese estado. Pero la gran pregunta, la que me estaba haciendo desde hacía un rato, era ¿por qué ahora? He vivido con mi madre y con su Alzheimer tres años y después de llevarla a la residencia, como mínimo, la iba a ver una vez a la semana y la sacaba a pasear. Siempre me ha sorprendido su capacidad para recordar detalles muy antiguos o insignificantes mientras olvidaba cosas elementales en su día a día. No sé, por ejemplo, recordar el nombre del perro del vecino y olvidar el mío, o preguntarme por su hermano cuando se ha dado cuenta de que ese era el día de su cumpleaños, cosa que no sería muy significativa si no fuera por el hecho de que su hermano murió con doce años cuando se ahogó en un río. Incluso así me parece demasiado casual que justo en medio de esta movida me salga con eso. Quizás nunca pasó en mi mundo, quizás mi madre se lio con Martín sólo en esta especie de realidad paralela que estoy viviendo hoy. Seguro que fue así, no es posible que mi madre se liara con otra persona con lo enamorada que estaba de mi padre.
Pero como si en un instante hubiera chocado contra una pared de ladrillos, un pensamiento me golpeó la mente y me erizó todos los pelos del cuerpo. —Yo no soy así. —Qué tontería ¿no? Tampoco es tan grave, es un pensamiento que habréis tenido todos en algún momento de la vida, y no os habéis cagado de miedo, pero ahora plantearos por un momento que os encontraseis en una situación en la que ese pensamiento pudiera ser cierto. Por unos instantes, el rato que había pasado con mi madre, me había parecido que todo volvía a la normalidad. Casi se me había olvidado que mi madre aunque no estuviera enferma no me reconocería. La putada es que ahora casi no me estaba reconociendo ni yo. En mis recuerdos soy una persona en extremo tolerante. Aunque jamás me hubiera imaginado que mi madre pudiera tener una aventura, recuerdo ser de ese tipo de personas que serían capaces de aceptar racionalmente la humanidad de su madre, con todo lo bueno y todo lo malo que esto conlleva, pero también recuerdo ser un hombre que nunca llora, y ese día me lo había pasado gimoteando como una niña, también era una persona que jamás perdía los nervios y casi le pego a una secretaria de cuarenta y cinco kilográmos de peso. Eso por no hablar de cómo una persona reflexiva y cauta pone patas arriba un geriátrico, le sacude a un pobre chaval que no le ha hecho nada y secuestra a una pobre anciana que sólo él reconoce como su madre. La duda me estaba machacando de nuevo. ¿De verdad ese señor, Salomón Roídra, el que yo recuerdo, soy yo? Que yo soy alguien, es obvio… pero quién. No sé si os lo habéis planteado en alguna ocasión, pero en realidad nadie sabe quién es, lo único que sabe es quien recuerda ser. Es la memoria y no la inteligencia la que nos da conciencia de nosotros mismos.
Vaya escena, los dos allí sentados, una que no se acuerda casi de nadie y otro que nadie se acuerda de él. Qué desastre. Mientras tanto, un señor preguntaba histérico de quién era un Fiat Uno Turbo que estaba aparcado en doble fila. Yo me callé como un puta, no me interesaba que el coche se quedara allí afuera, en esos momentos ya se habrían dado cuenta de la desaparición de mi madre. El pobre chaval al que aticé ya lo habría contado todo y seguro que estaban buscando el coche, aunque nunca se les ocurriría buscarlo en el depósito municipal, pensé, mientras sonreía y miraba cómo pasaba por delante del restaurante, arrastrado por una grúa de la policía de tráfico.
La pasta desaparecía de los platos por momentos, cosa que me recordaba que había hecho una tontería de la que ya me estaba arrepintiendo y me tocaba tomar una decisión. Meter a mi madre, una mujer vieja y enferma, en una aventura de esta índole había sido una estupidez de esas que hacen historia. Ni tan siquiera ahora estoy seguro de si soy Salomón o no, pero lo que en ese momento tuve claro es que lo fuera, o no, tocaba comportarse como él, o yo, quién sabe, lo hubiera hecho. Al fin y al cabo sólo tengo para saberlo lo mismo que los demás, mi memoria.
Raquel estaría sufriendo, y eso no se le hace a una hermana. Miré a mi madre con tristeza. Estaba llegando el momento de despedirse y era muy posible que no pudiera volver a verla después de todo esto. Ella estaba feliz, a las personas les gusta ser amadas por alguien, incluso por un desconocido. Me acabé mi plato, cogí la silla y me fui a sentar a su lado. La edad le había blanqueado el pelo, arrugado la cara y encorvado la espalda, pero no la había hecho menos bella que cuando era pequeño y la miraba sentado en la cocina.
—¿Quieres comer algo más, mamá? ¿Algo de postre, quizás? —Le pregunté.
—¿Tarta de queso puede ser?
—Tarta de queso será. —Me dirigí al camarero y pedí un trozo de tarta para mi madre, luego me acerqué al teléfono y marqué ese numero que conocía tan bien. Se puso Héctor.
—Héctor ¿está tu madre por aquí?
—No, está en la comisaría, es que alguien ha secuestrado a la abuela. ¿Quién eres?
—Un amigo de la familia. ¿Y tu padre tampoco está?
—No, está con mamá.
—¿Y os han dejado solos?
—No, Rita está cuidándonos.
—¿Y dónde está Rita?
—En la puerta de la calle hablando con su novio.
—Ve y dile que se ponga al teléfono. —Héctor salió corriendo hacia la puerta de la casa. No lo vi, pero lo puedo imaginar, este niño será un deportista, seguro. Hay que ver con cuatro añitos recién cumplidos la energía que tiene.
—¿Diga?
—¿Rita?
—Sí
—Vamos a ver, pequeña, se puede saber que haces tú en la puerta hablando con tu novio tanto rato, joder. Son dos niños muy pequeños, joder. Si estás aquí es para vigilarlos, vale.
—Sólo he salido un momento.
—¿Tienes el teléfono de la comisaría donde está Raquel?
—Es que se han marchado con muchas prisas y no me lo han dejado.
—¡Mierda! Bien, en cuanto la veas le dices que mamá está en el Sabuco, ella ya sabrá.
—¿Y usted quién es?
—Dile que lo siento mucho, estaba desesperado, sólo con mamá las cosas seguían siendo como siempre. Espero que sepa perdonarme. Ella está bien, yo jamás le haría ningún daño.
—¿Pero usted quién es?
—¿Yo? Je, ya me gustaría a mí tener una respuesta a esa pregunta. Lo cierto Rita es que no sé quien soy, pero antes era Salomón Roídra, el tío de esos niños y el hijo de Rosa, la señora que, se supone, he secuestrado. —Después de eso colgué. Parecía que a cada paso que daba descubría una nueva pérdida. La voz de Héctor me había dejado muy hecho polvo. Les había cogido mucho aprecio a esos niños, miré a mi madre y pensé en todas esas cosas y personas que todavía me quedaba por descubrir que había perdido.
No me acordaba del número de la policía, pero sí del de los bomberos, así que les llamé y les conté todo lo acontecido en pocas palabras. Es curioso, pero tuve la sensación de que el telefonista me comprendió y se apiadó de mí, quizás por lo acostumbrada que deben estar esta gente a que les llamen personas en situaciones desesperadas. Lo importante es que me prometió ponerse en contacto con quien hiciera falta y que en diez minutos la policía y mi hermana estarían en el restaurante.
Me volví a sentar al lado de mi madre que ya devoraba con alegría su tarta de queso. Miré su puño cerrado en el que sabía que ella guardaba su más preciado tesoro y esto me recordó que yo había perdido el mío. Ya no me asusté, ni tan siquiera se me heló la sangre ni nada, sólo hice una mueca de desaprobación, se me había olvidado el manuscrito en el coche. ¿Y qué? Ya qué más da. Ya no me quedaban lágrimas que derramar, y mi angustia y mi miedo ya habían tocado fondo, o quizás es que la idea de separarme para siempre de mi madre ahogaba cualquier otro sentimiento que en ese momento pudiera sentir. Miré a mi madre y le dije —Mamá, me tengo que ir, dentro de un rato vendrán a buscarte— ella me sonrió y me miró con cariño.
—Si ves a Martín dile que me perdone, pero que he tomado una decisión.
Yo miré su mano cerrada en torno a la foto de mi padre y le contesté —Se lo diré mamá, se lo diré. —Pagué la cuenta y salí del restaurante. En frente de este, pero un poco más a la derecha salía un pequeño callejón que parecía más la entrada de una casa que una calle. Me dirigí a él y me aposenté a esperar en la oscuridad. No quería irme sin estar seguro de que mi madre estaba bien, además, quería ver a Raquel por última vez antes de hacer lo que creía debía hacer.
No tardaron mucho, sólo unos pocos minutos. Llegaron con las sirenas a todo trapo, dos coches de policía y el Ibiza de Raquel. La sorpresa fue cuando del coche de Raquel se bajaron, Raquel, evidentemente, Ramón, su esposo, y Elena. ¿Qué coño hacía Elena con Raquel?, si no se conocían. En todo caso ya pensaría en ello más tarde, ahora tocaba marcharse, o mejor dicho, escapar porque mientras dos de los policías entraban en el restaurante los otros dos salieron corriendo en direcciones contrarias, me imagino que para intentar atraparme. No era cuestión de ponérselo fácil, tarde o temprano verían el callejón y mirarían también allí.

Capítulo 5

Él me mira desde mi espalda.
Odia amarme.
Odia que me amen.
Odia odiarme.

El último largo fue de rigor, era un tramo corto y muy fácil, que salvaron rápidamente y en silencio, también en silencio plegaron la cuerda y se quitaron los pies de gato para ponerse un calzado más cómodo antes de empezar el descenso. La pared iba perdiendo altura lentamente hacia la izquierda hasta dejar un paso por el que descendía un angosto camino hasta la carretera. Antes de que la pared se acabara, cuando ésta todavía debía tener unos treinta o cuarenta metros, había una pequeña terraza natural desde donde se divisaba todo el valle. Cuando los dos amigos llegaron allí, Daniel se detuvo a contemplar el paisaje en silencio. Raúl que iba detrás comprendió al verlo, que ese era el lugar. No quería atosigarlo, se daba cuenta de que el esfuerzo que tenía que hacer para contarle lo que tuviera que contarle era considerable, e intuía que la historia sería larga, así que sin decir nada tomó asiento en una piedra cerca del precipicio, sacó un pequeño estuche de uno de sus bolsillos y extrajo de él todo lo necesario para hacerse un porro. Démosle tiempo, pensó para sí. Daniel devoraba el paisaje como un condenado su última cena, intentando retener en su memoria cada montaña, cada casa, cada árbol. La punta de su pie derecho sobresalía en el precipicio, era una situación que le habría subido la adrenalina a cualquiera, pero para un escalador acostumbrado a la altura sólo era un lugar cómodo donde observar el paisaje.
—Me voy a ir, Raúl.
—¿Cuándo?
—Mañana por la mañana.
—¿Muy lejos?
—Sí.
—¿Dónde?
—Eso no es lo importante, lo importante es que me voy para no volver.
—¿Nunca?
—No lo sé… es posible.
Raúl miró cómo jugaba intranquilo con un mosquetón y le dijo —¿Por qué no empiezas por el principio?
—Uff, es una historia muy larga.
Raúl miró su muñeca y mientras le enseñaba el reloj le dijo —tenemos tiempo.
Daniel dejó pasar unos segundos como adaptándose a esa realidad antes de seguir hablando —¿Al final leíste mi libro?
—Sólo la primera mitad, la segunda lo intenté, pero no entendía nada.
—Bueno, como la mayoría de la gente. Bien… no recuerdo qué cosas te he contado y qué cosas no, o sea que te lo contaré todo y no te molestes si alguna cosa ya la sabías, ¿de acuerdo?
—Tranquilo, cuenta.
—Todo parecía un sueño, es cierto que yo ya había calculado que iba ha suceder así, pero la verdad es que no estaba nada seguro de acertar. —Raúl sonrió y pensó para sí mismo, pues no se notaba.— Primero el libro se vendió como rosquillas, y aunque ya había previsto polémica nunca me imaginé que habría tanta. Después de toda la pelotera con la clonación, la modificación del genoma y la experimentación con células embrionarias, no me imaginé que nadie se enfadara tanto por la implantación de nuevas sinapsis nerviosas en el cerebro. He de reconocer que me costó un tiempo entenderlo, hasta que me di cuenta de que aunque mis experimentos eran mucho menos transgresores moralmente, en la realidad lo eran mucho más. Primero porque abrían una puerta por la que, después, seguramente, iba a pasar todo lo demás. Pero sobre todo porque mis investigaciones no las podían parar, estaban perfectamente dentro de la ley y el resultado final era el mismo, un nuevo hombre construido desde sí mismo mucho mejor que el que construyó Dios. Y si simples humanos pueden mejorar la obra de Dios, ¿dónde está la grandiosidad de éste? ¿Dónde queda su perfección? Es el triunfo total y absoluto de la ciencia sobre la religión. Era lógico su enfado, y se lo agradezco, no creo que sin él hubiera vendido tantos libros,… aunque quizás tampoco me hubiera contratado Pedro. ¿Te acuerdas de él? le conociste una vez, ¿no? —Raúl afirmó con los ojos y se encendió el porro.
—Era un sueño, Linda Samun, Cornelius Fuge, Héctor Larrañaga, tenía a los mejores y todos trabajando para mí. No te creas que fue fácil, por eso. Muy al contrario, uno no se sienta tan fácilmente delante de una señora que ha sido propuesta dos veces para el Nóbel y le dice, lo siento, pero se equivoca, y como mando yo lo haremos como yo digo. Creo que me odian todos, sobre todo porque los resultados son tan buenos. Si hay algo que la gente te perdona menos que la equivocación es que tengas razón.
Raúl le interrumpió —entonces,… ¿todo te está saliendo muy bien, no?
—Sí, demasiado bien, respondió Daniel.
—¿Demasiado? Vas a dar ese salto que tanto anhelas, ¿no?
—No, no lo voy a dar.
—¿Por qué?
—Porque mañana se cancelará toda la investigación.
—¿Cómo?
—Tranquilo, dame tiempo, te prometo que la historia te va a gustar. Dejando a un lado las disputas con mi equipo, con Sice Marsella me llevaba de puta madre, estaban contentísimos y avanzábamos mucho más deprisa de lo que teníamos previsto. Irina había conseguido alargar la vida de las neuronas casi a veinticinco horas y los esquemas sinápticos cada vez estaban más perfeccionados. Realmente en poco tiempo ya estaríamos en condiciones de desarrollar sinapsis preparadas para ser implantadas en el cerebro humano para realizar tareas sencillas como, por ejemplo, sustituir un ratón de ordenador.
—Esto es como el cyberpunk ¿no?
—Bueno, más o menos. Nosotros realizamos muchas tareas de manera automática. Caminamos, conducimos, usamos un tenedor o un móvil. También usamos calculadoras, Internet, enciclopedias, manuales, cámaras de fotos, etc., ahora imagina que pudiéramos integrar todas estas herramientas a nuestra mente de manera automática, que pudieras tener acceso a toda una biblioteca igual que tienes acceso a tus recuerdos, que tuvieras una capacidad de cálculo casi infinita, que pudieras aprender a manejar un Boeing 747 o a jugar a fútbol con sólo una simple operación que no te llevaría ni una mañana. Por no decir de ciegos que podrían ver a través de cámaras, o mancos que manejarían brazos mecánicos como si fueran el suyo propio. Una vez abierta la puerta la cantidad de aplicaciones posible es infinita.
—Pero lo vas a parar todo —dijo sorprendido— debes tener una razón muy poderosa para hacerlo.
—La tengo… y muy poderosa. En un principio el avance era el esperado, fue cuando llevábamos un año trabajando que todo se aceleró, por un lado los avances de Irina con el Fratel, y por el otro, las simulaciones que llegaban desde Marsella cada vez eran mejores. Los biochips que intentábamos crear estaban pensados para alcanzar su máximo rendimiento dentro de un cerebro humano, era por eso que las simulaciones de Sice eran tan importantes. Si leíste mi libro te debiste dar cuenta de que la inteligencia no se puede construir, es como una planta, sólo podemos crear la semilla, lo demás tiene que hacerlo el entorno, o dicho de otra manera, el azar. Nosotros construimos un tejido neuronal capacitado y preparado para evolucionar en una dirección concreta. Dentro del laboratorio le proporcionamos unas sinapsis ya hechas que le predisponen en una dirección, pero luego, una vez dentro de un humano ya no podemos controlar el resultado final de lo que va a suceder. Es por eso que el trabajo en Marsella es tan importante. Es… nuestro banco de pruebas.
Fue hará unos nueve meses, justo antes de navidad, que empecé a sospechar que algo no encajaba en los resultados, algo en ellos me provocaba una extraña sensación. En ese momento yo estaba eufórico con la marcha que llevaba todo el proyecto y si no lo vi antes, me jode reconocerlo, pero seguro que fue así, fue porque no quise verlo. Ahora, mirando al pasado me doy cuenta de que lo tuve allí, delante de mis ojos, todo el tiempo, que no me diera cuenta sólo es comprensible por mi ceguera voluntaria. Esos resultados eran buenos, muy buenos, pero la variable de errores no era nada constante, y aunque puestos todos juntos te daban un dato estadístico perfectamente cuantificable, por separado tenían una pauta de aleatoriedad que jamás habría podido salir de un ordenador por perfecto que éste fuera.
—¿Quieres decir que estaban probándolos en personas?
—No, eso tampoco podía ser, una persona le habría dado unos condicionantes externos que habrían sido muy obvios.
—¿Entonces?
—Al principio no lo entendía, y quizás fue por eso que me dije a mí mismo que me estaba equivocando. Pero no me pude sacar el problema de la cabeza hasta que un día, mientras estaba en el tren, dos señoras que iban sentadas delante mío me dieron la clave.
—Qué bonito —le dijo una a la otra.
—Sí, ¿verdad? Son tan hermosos, y están tan limpios.
La otra miró hacia la parte trasera del tren y sonriendo le contestó —sí que están limpios, todavía no han sido tocados por el mundo.— Yo, curioso que soy, me giré hacia atrás para poder ver a una mujer de unos treinta años, morena, amamantando a un niño que tendría escasas semanas. Creo que me quedé blanco, porque hasta la señora de delante me preguntó si me encontraba bien,… creo que ni respondí. Estaba tan nervioso que no pude permanecer sentado y me puse a dar vueltas por el vagón como un león enjaulado. Sólo cuatro palabras se repetían en mi mente «fetos antes de nacer» sólo fetos completamente desarrollados podían arrojar los resultados que me estaban mandando desde Sice. Tienen la individualidad completamente desarrollada cosa que me habría dado esa variabilidad extraña que me hizo saltar la voz de alarma, y no tienen ningún tipo de contaminación con el entorno.
—¡Joder! —Intervino Raúl— eso que dices es muy gordo.
—Peor —respondió Daniel— si ni nos planteamos hacer pruebas en humanos durante este estadio de la investigación fue porque no sólo sería muy peligroso, sino que se podría considerar directamente un asesinato.
—¿Cuántos niños crees que han usado?
—Como mínimo doscientos treinta y nueve, que son los experimentos en los que yo he detectado la variabilidad.
—Pero… pero que hijos de puta.
—Sí, lo sé, pero yo soy tan culpable como ellos.
—Tú no sabías nada.
—Sí, pero yo les dije cómo hacerlo.
—¿Qué?
—Lo recordé más tarde, no sé cómo pude olvidarlo, o peor, cómo es que se lo dije.
—¿Les dijiste tú que experimentaran con bebés?
—No, no fue exactamente así. Entre las descripciones a la hora de explicarle a Marsella cómo debían ser las simulaciones, usé la frase «como si fuera un señor que jamás se hubiera decidido a salir del útero», en ese momento todos nos reímos y yo no volví a pensar en ello hasta que, más adelante, encontré la frase apuntada en una de las libretas de Pedro y me di cuenta de que esa frase la había dicho yo.
—Pero tú no te puedes culpar por eso.
—¿Cómo que no?, ¿acaso habría sucedido sin mí?
—¿Cuánto hace que te diste cuenta?
—Hará unos tres meses.
—¿Y la investigación no se ha detenido?
—Claro que lo ha hecho, pero mañana lo hará definitivamente porque va a saltar todo a los periódicos.
—¿Es por eso que te marchas?
—Sí, esa gente es mucho más peligrosa de lo que puedas imaginar. Por ahora no saben todo lo que sé, ni las pruebas que he reunido para meter a Pedro y a todos sus congéneres en la cárcel. He hecho fotos que podrían hacer vomitar al más curtido de los sicópatas, cuando mañana todo esto salte el mundo va ser un lugar muy pequeño para esconderse.
—Y a dónde vas a ir.
—A otro planeta.
—¿A otro planeta?
—Sí, es obvio que esta parte no te la puedo contar, pero creo que he encontrado un lugar y una institución que nos protegerá.
—¿Tan peligroso es un simple laboratorio?
—No son ni de lejos un simple laboratorio, pero mejor sigo con la historia y ya lo irás entendiendo todo.
Necesitaba parar los experimentos, pero no valía con dimitir, la investigación habría seguido sin mí. Tampoco podía denunciarlos, sin pruebas me habrían comido vivo, sólo se me ocurrió una cosa, el sabotaje, debía pararlo como fuera, no podíamos seguir mandando pruebas de simulación, cada una de ellas podría ser un niño muerto. Esa noche fui al laboratorio y me llevé toda la documentación, a veces lo hago para estudiarla en casa y… me robaron. No servía de mucho, pero al menos me daba un par o tres de días para pensar en algo. Sólo se me ocurrió llamar al David de Montcada, quería que él me presentara a alguno de sus amigos.
—¿Los que le recuperaron la furgoneta a Marc?
—Los mismos, son buena gente si son tus amigos.
—Y muy mala gente si no lo son  —añadió él.
—Bueno, ya sabes como van las cosas en según que barrio, si no estás conmigo estás contra mí. —Raúl le miró burlonamente.— ¿Te acuerdas de que iban locos por que les enseñásemos a escalar?
—Sí, claro que me acuerdo, suerte que no lo hicimos, sino ya no quedaría un piso lleno en toda la zona norte de Barcelona —respondió Raúl.
—¿Sí? Pues si tienes algún amigo viviendo en esa zona aconséjale que se haga un buen seguro y que no se confíe por vivir en un séptimo.
—¿Les has enseñado a escalar?
—Digamos que intercambiamos conocimientos y favores. Les di todas las claves para entrar en el laboratorio, sólo tenían que saltarse la puerta principal en la que hay un guardia y podrían desvalijarlo con tranquilidad. Sólo en la planta en que trabajamos hay material por valor de cientos de miles de euros. Les proporcioné el golpe de su vida con la única condición de que ciertas cosas se les rompieran inexorablemente.
—¿Y no resultaba sospechoso que primero te roben las cosas y luego roben en el laboratorio?
—No demasiado, entre las cosas que supuestamente me robaron había una agenda personal con contraseña de seguridad, la gente no lo sabe, pero son muy fáciles de reventar porque no se bloquean por muchos números que pruebes, y como se pueden conectar a un ordenador con un programa que vaya probando, en segundos la tienes abierta.
—¿Y ellos sabían hacer eso?
—No, que va, pero yo se lo enseñé.
—Joder, si ya eran peligrosos antes… —dijo Raúl medio riendo.
Pero Daniel no se rió y prosiguió con su historia. —Dentro de la agenda estaban todas las contraseñas de seguridad del laboratorio y de mis tarjetas de crédito, así que era lógico que con toda esa información saquearan el laboratorio y mis cuentas. Obviamente a mí el dinero me lo devolvieron, no es que me importara mucho en ese momento, pero lo necesitaba para proseguir la investigación. Necesitaba estar seguro de lo que estaba haciendo Sice, sobre todo, averiguar dónde y encontrar pruebas. Así que me fui a Marsella a visitar a Pedro con la excusa de pedirle perdón personalmente por el descuido con la agenda. Joder, el tipo estaba muy enfadado. La investigación se iba a retrasar como mínimo un par de meses, cosa que le otorgó el derecho a estar exageradamente borde conmigo. Yo primero me lo tragué todo, pero en seguida me añadí a su enfado como si la historia no fuera conmigo y yo fuera el más perjudicado, cosa que con lo cabreado que en realidad estaba no me costó mucho. Al final acabamos hablando de aspectos técnicos que podíamos mejorar en los nuevos aparatos, y yo le aporté ciertas modificaciones, que además eran ciertas, que podrían optimizar la investigación en el futuro y así recuperar el tiempo perdido. Esto pareció apaciguarle y al final todo acabó bien con un, «no hay mal que por bien no venga». Le pedí que ya que estaba en Marsella, me presentara a los colegas que realizaban la simulación de resultados. Le noté nervioso, y claro, no me podía decir que no, pero lo que sí hizo fue darme largas hasta el día siguiente. Me dijo algo así como —hoy no podrá ser, Daniel. Ya sabes cómo son estos franceses, si no les avisas con antelación los de seguridad no te dejan ni acercarte al edificio, pero tranquilo, yo mañana te llamo y te digo cuándo puedes venir.— Todo el día siguiente lo pasé esperando esa llamada. Sólo a las seis de la tarde, cuando era obvio que él ya no me iba llamar, me decidí a hacerlo yo. Me pidió muchas disculpas y se excusó diciéndome que ese día lo había tenido muy ocupado, también me dijo que a esa hora ya no podía llamar a los de seguridad. Yo, obviamente, no dejé que se notara mi enfado, le comenté que no pasaba nada, que como, al fin y al cabo, hasta que no trajeran el nuevo material no había trabajo en Barcelona, había decidido pasar unos días visitando Marsella y los alrededores, y le dije —tú tranquilo, mañana llamas a seguridad y no te preocupes, que yo no tengo prisa, seguro que en los próximos días encontrarás un hueco para presentarme al equipo.— A partir de ese momento cada día encontraba una excusa para hacerle una llamada, que me recomendara un restaurante, que donde se cogía el autobús para ir a tal sitio, cosas así. Pero en cada una de esas conversaciones le preguntaba accidentalmente por mi visita al centro. Tardó, el muy cabrón, cinco días en darme una cita.
Hay que reconocer que las instalaciones de Sice Microsistems eran impresionantes, la capacidad de computación del ordenador central superaba de lejos todas mis expectativas, pero incluso así, los resultados seguían sin cuadrar. El problema en los resultados no venía ni se podía solventar por mucha capacidad que éste tuviera. Lo que chirriaba era una variabilidad que parecía indicar que cada resultado provenía de un sujeto de experimentación diferente. Era una diferencia que casi no se notaba, porque lo que más diferenciaría un experimento de otro sería que los implantes evolucionarían a través de la experiencia individual de cada persona, y teniendo en cuenta que esta experiencia supone un parámetro imposible de controlar, esto haría que aunque nos lo hubieran permitido, en ese estadio de la investigación, para nosotros hubiera sido estúpido ensayar los experimentos en humanos ya que a no ser que hubiéramos tenido muchos sujetos, total y absolutamente iguales, es decir que hubieran vivido las mismas experiencias, los experimentos no habrían servido de nada. Es por eso que el mejor sujeto para probar los experimentos, incluso muy por encima del superordenador que ese día me estaban mostrando, era un niño justo antes de nacer. Dio la casualidad de que justo en el momento en que me acababan de presentar al equipo el ordenador saltó. De repente todos salieron corriendo a intentar solucionar esa supuesta emergencia, lo cierto es que hacían cara de muy asustados, pero incluso así no me convencieron, sobre todo cuando después de tenerme casi una hora sentado en una especie de sala de espera me comunicaron, los muy necios, que había habido una emergencia y que ese día no me podrían atender. Muy amablemente me rogaban que me largara a casita. Si hasta ese momento albergaba algún tipo de duda sobre lo que estaban haciendo, te prometo, que ese día y en ese momento, la despejé. —No, tranquilos, ya encontraré yo mismo la salida— les dije yo. Ya cuando estuve en el despacho de Pedro me preocupé de fijarme en un par de cosillas que mis amigos de Montcada me habían enseñado. Me había fijado que en el despacho había un sensor de movimiento que controlaba todo el espacio, pero también me fijé, un momento que fui a su lavabo privado, que allí adentro no había ningún tipo de dispositivo parecido, además éste contaba con una pequeña ventana que daba a una especie de patio interior. A esas alturas yo ya tenía muy claro que si quería averiguar algo me tenía que colar en ese despacho, y que lo tenía que hacer por esa ventana. Ahora sólo me quedaba ubicar con seguridad ese patio interior.
Raúl le preguntó. —¿y no estaba protegida la ventana del lavabo?
Daniel sonrió y prosiguió —el despacho estaba en el sexto piso. —Raúl hizo un gesto con las manos como queriendo decir «claro».— El hecho es que orientarse en un edificio de las dimensiones del de Sice Microsistems no era nada fácil, la salita donde me habían hecho esperar estaba en la misma planta que el despacho. Desde donde yo estaba, ubicar el patio interior no era difícil, lo complicado era ubicarlo respecto al edificio. Tenía previsto descolgarme desde el tejado y tenía la ligera sospecha de que una vez allí encontrarlo no sería tan fácil.
Cuando llegó la noche, yo ya lo tenía todo preparado, no me moví del hotel hasta aproximadamente las dos y treinta de la madrugada. El edificio de Sice Microsistems era una gran mole cuadrada de veintidós pisos de altura. Las ventanas eran estrechas y bajaban hundidas medio metro en la pared, en líneas negras, desde el tejado hasta el suelo. Esto hacía que cualquier escalador mediocre pudiera ascender con facilidad en chimenea, oponiendo brazos y piernas a ambos lados del hueco de la ventana, hasta el tejado. Una vez allí la cosa se complicaba, una cornisa de aproximadamente dos metros hacía de barrera entre la última ventana y la azotea. Yo, evidentemente, ya lo había visto desde el suelo y lo tenía previsto. En cualquier otra circunstancia un techo de estas características sería muy fácil de sobrepasar, pero cuando te estás intentando colar en un edificio a las tres de la madrugada, sacar un taladro y clavar un par de parabols quizás no es la opción más adecuada, así que me había hecho fabricar unas planchas cuadradas de latón con una argolla soldada en medio. La idea era pegarlas al techo con Radite, el pegamento que presume de ser el más fuerte y el más rápido del mercado.
—No me jodas que te colgaste a setenta metros, en un techo, de unas planchas pegadas con pegamento.
—Sí, pues claro que lo hice, bien tenía que pasar, ¿no?
—¡Joder! Eso es, cómo mínimo, A5+.
—¿Me lo dices o me lo cuentas? Tienes que pensar que yo a esas alturas estaba desesperado, habría hecho cualquier cosa por desenmascarar esa abominación que yo mismo había creado.
Una vez en el terrado, busqué el patio, que ya sabía que era el tercero desde la pared norte. Una vez allí, llegar hasta el despacho de Pedro no fue difícil. Mis coleguillas de Montcada ya me habían enseñado cómo inutilizar un sensor de movimiento, y la verdad, no creí que fuera tan fácil. Sólo hay que moverse muy despacio, se puede practicar con la puerta de cualquier almacén, y echarle una buena rociada de un spray de pintura plástica. Llegué al despacho a las cuatro y treinta y salí de él a las seis en punto.
Por suerte para mí Pedro era tan hijo de puta como descuidado. Averigüé que los resultados llegaban de un pueblo de Marruecos que se llamaba Mersuga, y que más tarde supe que se encontraba en pleno Sahara. También averigüé a quién pasaba informes Pedro.
—¿A quién? —Preguntó Raúl.
—A una de las empresas armamentísticas más poderosas y más sanguinarias del mundo.
—¿Cómo se llama?
—Es la Manfer.
—¿La Manfer? No la conozco.
—Normal, no son de los que hacen anuncios por la tele. Cuando volví de Marsella lo primero que hice fue buscar un detective privado. Me estaba dando cuenta de que todo este asunto me superaba. Tuve suerte, en contra de lo que aparentaba, Jasón Robira resultó, al final, mucho mejor profesional de lo que parecía a simple vista. Le encargué dos trabajos, primero quería saber qué empresa era la Manfer y a qué se dedicaba y, segundo, quería que localizara la dirección de Marruecos que había encontrado en el despacho de Pedro y me informara de lo que allí sucedía.
En cuanto le nombré a la Manfer, se echó a reír. Me puso con condescendencia una mano en el hombro y me dijo —mira chaval, hoy estoy de buenas y aunque podría cobrar por lo que te voy a contar no lo haré. Si quieres un consejo no te metas con esa gente. —Me explicó que la Manfer era una empresa totalmente legal que incluso cotizaba en bolsa, pero que sus actividades distaban mucho de ser legales, y mucho menos morales. Entre ellas se encontraba el tráfico de armas, drogas, animales exóticos y cualquier cosa que pudiera enriquecer a sus socios. Su actividad declarada era como empresa de seguridad, pero que verdaderamente era una gran ETT de mercenarios que trabajaban para el mejor postor, y que muy a menudo acababan absorbiendo por la fuerza esas mismas empresas que protegían. Los rumores contaban que últimamente se estaban metiendo en el diseño de alta tecnología militar. Y me imagino que es allí, en ese campo, donde entraba mi investigación.
Obviamente ignoré sus advertencias, no es que no tuviera miedo, pero estaba mucho más enfadado que asustado. Así que aunque me costó un pastón le envié a Marruecos. Tardó casi seis semanas en regresar y los informes que me trajo fueron desalentadores. Según me contó, el lugar que yo le había enviado a investigar pertenecía a una fundación llamada, «Las hijas de un nuevo despertar». Se trataba de una especie de fortaleza hecha de barro a la que se llegaba por una estrecha carretera sin pavimentar que venía desde Mersuga. Después de la fortaleza ya no había nada, sólo el desierto. Oficialmente la fundación se dedicaba a recoger y ayudar a mujeres excluidas socialmente, jóvenes que habían quedado embarazadas, putas rescatadas de los barrios bajos de las grandes ciudades, subsaharianas que se habían rendido en su peregrinaje a occidente, drogadictas y desahuciadas de todo tipo. Pero toda esta moralista declaración de buenas intenciones era, según el detective, sólo una gran tapadera. Sí, era cierto que al centro llegaban autobuses llenos de mujeres desde muchos lugares del país o del exterior. A la fortaleza llegaban diariamente alrededor de unos cincuenta a sesenta camiones de abastecimiento. La mayoría eran de comida e intendencia en general, pero también había muchos con material médico, y de vez en cuando salían unos pequeños camiones frigoríficos sin ningún tipo de distintivo. El detective había calculado que por la cantidad de comida que entraba en el edificio, el personal debía oscilar entre las mil quinientas y dos mil personas, sin embargo muy poca gente, tanto en Mersuga como en los alrededores, trabajaba allí. Casi nadie sabía nada de la fundación y si alguien sabía algo, obviamente, no hablaba. Por otro lado, el edificio estaba rodeado de unas medidas de seguridad que no correspondían con las de una fundación samaritana que teóricamente tiene, como única función, la ayuda a jovencitas descarriadas. Luego, ya en Barcelona, pudo averiguar que la supuesta fundación tenía como uno de sus principales inversores a la Manfer. Para mí era obvio que si en algún lugar se estaban asesinando bebés por mi culpa, ése, sin lugar a dudas, era la fundación. Tenía que entrar como fuera, lo tenía que ver con mis propios ojos, o para ser más exactos, debía fotografiarlo. Sé, por experiencia cotidiana, que las personas reaccionamos más ante una imagen escalofriante, que ante un dato mucho más escalofriante. ¿Te acuerdas de eso que te expliqué una vez sobre que puede influir más en la opinión pública la imagen de un niño muerto en brazos de su madre que un titular que anuncie una masacre de cincuenta mil personas, mujeres y niños incluidos? Pues se trataba de eso, de conseguir esa foto que revolucionara el alma de la gente, de tal manera que ninguna presión, por poderosa que ésta fuese, después de haber sido mostrada al público pudiera salvarlos. Para eso, estaba claro, que tocaba viajar hasta allí. Intenté convencerle de que se colara en la fortaleza para sacar esas fotos, pero o no estaba dispuesto a hacerlo o yo no tenía dinero suficiente para ofrecerle, ya me costó mucha pasta conseguir que me acompañara.
Ahora, sin embargo, mi principal problema se encontraba en Barcelona. Las máquinas ya estaban llegando, todo el material ya casi había sido repuesto y las excusas que podía poner para no reanudar la investigación se me estaban acabando, sólo se me ocurrió una opción, el problema era que para ello debía implicar a Irina. Así que la llamé y quedé con ella para cenar. Me costó bastante sacar el tema, pero al final lo hice. Me esperaba que se lo tomara mal, ya conoces a Irina, parece dura, pero en realidad es muy sensible, aunque no por esperarlo me dolió menos. No sé, quizás si me hubieran comunicado de repente que llevo casi dos años participando en un proyecto que ha causado la muerte a cientos de niños yo también me echaría llorar. Se quedó tan hecha polvo que no pudo ni regresar a casa. Por la mañana, cuando nos despertamos, ella estaba mucho más serena. Durante la noche había tomado la firme decisión de hacer, como yo, todo lo que le fuera posible con tal de desenmascarar a esos canallas. Su misión era simple, pero de ejecución compleja, tenía que, como fuese, no sólo detener la producción de Fratel sino destruir toda las existencias y garantizar que, como mínimo, en dos o tres semanas no se pudiera fabricar ni una gota más. Irina es una de las mujeres más inteligentes y valientes que he conocido y allí me lo corroboró. No sé de dónde sacó los conocimientos de fontanería necesarios para sabotear un sistema antiincendios ni tampoco sé cómo lo hizo para que cuando ya hacía tres horas que no había nadie en su laboratorio el enchufe de una centrifugadora se cortocircuitara y provocara un incendio que lo redujo todo a fosfatina.
Por otro lado, yo, aprovechando el cabreo de Pedro, que ya superaba todos los límites, le convencí de que se me había ocurrido una idea para saltarnos unos cuantos pasos en la investigación, y de que podía aprovechar lo que tardaran en rehacer el laboratorio de Irina para desarrollarla. Le conté que me retiraría a la casa de un amigo en los Pirineos para poder trabajar tranquilo y tenerlo todo a punto para cuando se reanudara la investigación. Ésa misma tarde partíamos con Jasón hacia Marruecos.
Tardamos tres días en llegar a Zagora, al final habíamos decidido ir a ver a Carlos, el ex marido de Rosa, que desde hace diez años tiene montada, allí, una empresa de cuatro por cuatro que se dedica a hacer rutas con los turistas por el Sahara. Yo no le conozco mucho, pero Rosa siempre me habló muy bien de él. No sé si cuando le pedí el favor, ella me debió ver muy destrozado porque no me hizo preguntas, simplemente descolgó el teléfono y llamó a su ex. Delante mío le pidió como un favor personal que hiciera por mí todo lo que hubiera hecho por ella. Y yo se lo agradecí mucho porque creo que sin el conocimiento que él tenía del lugar jamás habría conseguido colarme en la fortaleza. Sí que está un poco loco, pero es amigo de todo el mundo, y no le daba miedo la fundación aunque ya había oído hablar de ella.
Al final nos instalamos en Erfud, esta era la ciudad más próxima a Mersuga lo suficientemente grande como para pasar desapercibidos. Allí me presentó a Ibrahim, un bereber de rostro oscuro que se disfrazaba de tuareg para los turistas. Este hombre de unos setenta años al que le faltaban casi todos los dientes había sido guarda de la fortaleza durante casi veinticinco años en los que ésta estuvo desocupada. Me explicó que, con seguridad, sus actuales habitantes desconocerían muchos de los secretos centenarios que esas paredes guardaban. Él no conocía muy bien su historia, no sabía ni por qué fue construida ni por qué fue abandonada, pero veinticinco años de aburrimiento son muchos. Fue por casualidad que en una ocasión encontró un pequeño pasadizo secreto que iba de una habitación a otra, y a partir de allí, éste se convirtió en su pasatiempo favorito. Poco a poco y con el tiempo fue encontrando muchos de los secretos que esa vieja fortaleza guardaba. Me explicó que contaba con unas mazmorras en su parte norte, también me explicó que en uno de sus calabozos hay una gran losa en el suelo con unas argollas que aparentemente servían para atar a los reos, pero que en realidad se usaban para, entre dos o tres hombres, tirar de ella, y así poder levantarla. Desde allí, un complicado laberinto de túneles repletos de trampas se abría paso hasta el exterior. El laberinto estaba pensado para que fuera muy fácil salir, pero muy difícil entrar. También me dijo que para levantar la losa, como mínimo, harían falta dos o tres personas, claro que quizás ese hombre no conocía la existencia de los gatos hidráulicos. Le pregunté si no podría hacerme un plano y el tipo todavía se está riendo. Aunque consiguió, una vez que lo intentó, salir, nunca consiguió hacer el camino en sentido contrario, es más, una vez se dio cuenta de lo peligroso que era no volvió a intentarlo jamás. También le pedí que me explicara cuál era la naturaleza de las trampas que me iba a encontrar. Me contó que básicamente eran grandes agujeros llenos de pinchos, piedras enormes que caían cuando pasabas y techos que se desplomaban.
La idea de meterme allí solo no me era nada agradable, así que le pedí a Carlos que se viniera conmigo. Su respuesta me sorprendió, empezaba a pensar que no me lo ibas a pedir nunca, me dijo sonriendo. Fuimos de noche hasta la entrada que nos indicó Ibrahim. Por la descripción que me hizo del laberinto, deduje que sólo entrar nos empezaríamos a encontrar bifurcaciones, y enseguida me di cuenta de que no me había equivocado. El laberinto estaba dibujado como una especie de árbol donde el tronco era la entrada en la que nos encontrábamos, cuando avanzabas desde la salida hacia la entrada en cada ramificación las posibilidades eran muchas, pero cuando lo hacías al revés en cada encrucijada sólo había una.
Sé que ahora me llamarás hijo de puta, pero tienes que entender lo desesperado que estaba… En ese momento no se me ocurrió nada mejor. Mientras Jasón se volvía a Barcelona para comprar todos los cachivaches necesarios, Carlos y yo nos dedicamos a descifrar el complicado laberinto que nos tenía que llevar hasta la fortaleza. La entrada se encontraba a unos dos kilómetros al oeste, en un pequeño cañón seco lleno de maleza. Teníamos tiempo, nuestra idea era meternos en el laberinto con unos perros que habíamos comprado por los alrededores. Cada vez que llegábamos a una encrucijada soltábamos a un perro en uno de los túneles, como el perro no era nuestro no tenía ningún reparo en largarse e internarse en el laberinto. En alguna ocasión oíamos un ruido sordo seguido de sus aullidos agonizantes. Estaba tan preocupado por lo que pudiera pasar entre esos muros de barro, que te prometo que no sentí ningún tipo de remordimiento, y tengo que reconocer que todavía hoy no lo siento, al menos por eso. Al final, y exceptuando un pequeño accidente que habría podido ser mortal, con una trampa que el peso del perro no activó, pero el mío sí, todo fue bien, y sólo ocho perros perdieron la vida. Al cabo de tres días teníamos un plano detallado del laberinto, al menos del camino que nos tenía que llevar hasta las mazmorras.
Al día siguiente llegó Jasón con todo el material electrónico necesario para tenernos controlados desde fuera en todo momento, así podría provocar maniobras de distracción en caso de necesidad. Ibrahim nos había dibujado un plano bastante detallado de cómo estaba la fortaleza cuando él la habitaba, seguramente muy diferente de como es hoy, pero siempre es mejor eso que nada. También, y gracias a un amigo de Carlos que organizaba viajes en globo por el desierto, pudimos echarle un vistazo desde el aire. Jasón, al verlo desde allí, se alegró bastante, ni Carlos ni yo vimos nada especial, pero el detective nos explicó que tal como sospechaba, la seguridad exterior estaba tan bien organizada que habían descuidado la interior. No contaban con que nadie consiguiera penetrar en la fortaleza.
Por fin llegó el momento. Habíamos estado horas debajo de esa losa, a escasos centímetros de ese secreto guardado tan celosamente y ya era el momento de penetrar en él. Aproximadamente a la una y media colocamos el gato hidráulico y sobre éste un puntal apoyado en la losa que quedaba en el techo. Pese a que movimos la palanca del gato con toda la suavidad de que fuimos capaces la losa al ceder hizo un ruido, que en el silencio de la noche, nos pareció atronador. Estábamos convencidos de que habíamos despertado a toda la fortaleza. Cuando sacamos la cabeza por el agujero que se nos había abierto el paisaje empezó a desgranar su terror. La mazmorra había sido pintada toda de blanco directamente encima de las viejas paredes. Todo estaba oscuro, sólo un pequeño piloto rojo lucía encima de la puerta. Alrededor de por donde nosotros emergimos se extendían unos grandes colchones azules, encima de ellos los ojos de unas veinte chicas desnudas brillaban a la luz de nuestras linternas en la oscuridad. Debían de tener entre catorce y veinticinco años, llevaban la cabeza afeitada y no parecían asustadas. Me acerqué a una y le pregunté quién era, no me respondió, sólo me siguió mirando con sus ojos vacíos. —¿Qué, no me entiendes?. —le volví a preguntar, pero nada. Lo intenté con otras con el mismo resultado, silencios y miradas huecas. Durante un rato discutimos con Carlos sobre si las sacábamos de allí o no. Al final la decisión la tomé yo, Carlos se quedaría con ellas intentando averiguar algo y yo seguiría con mi objetivo inicial. La puerta estaba abierta y daba a un pasillo largo que se extendía escasos metros hacia la izquierda, pero que hacia la derecha se perdía en la oscuridad. Obviamente me decidí por la derecha. Tengo que reconocer que estaba aterrado, el pasillo debía tener aproximadamente unos ciento cincuenta metros, a medida que avanzaba iba encontrando a cada lado habitaciones, réplicas exactas de la que habíamos visto al llegar, todas blancas y todas llenas de chicas jóvenes, desnudas y con miradas secas.
Crucé una puerta que había al final con la esperanza de aliviar mi mente de ese paisaje, pero no hizo más que empeorar. Aparecí en una habitación grande y oscura con muchas camas. En la puerta que acababa de traspasar un letrero rezaba «En limpieza.» Las camas eran blancas, las típicas de hospital antiguo. En ellas había colgados unos carteles, en algunos se podía leer, tres meses, cuatro meses, y lo mismo hasta ocho meses. Hice fotos de todo, de los carteles, de las mujeres que dormían, algunas de las cuales, las de más meses, estaban atadas a la cama, de las chicas en las celdas que vi al entrar, de todo. Crucé la puerta al final de la gran sala, desde ahí subí por una escalera hacia el siguiente piso. Me movía con todo el sigilo del que era capaz, por ahora no me había encontrado a nadie, pero esa suerte estaba a punto de acabarse.
En el piso siguiente un hombre vestido de celador se reía delante de un televisor. Estuve dudando durante unos minutos, podía intentar noquearlo, pero no creía que fuera tan fácil como en las películas. Por otro lado, también podía directamente intentar matarlo, pero la idea no me hacía mucha gracia. Me acerqué un poquito más, estábamos en una pequeña sala en la que unas enormes ventanas se repartían a ambos lados de una puerta. Por las ventanas no se podía distinguir muy bien lo que había al otro lado, sólo se veía una enorme sala iluminada por pilotos rojos llena de una infinidad de algo parecido a urnas de cristal, que yo deduje serían incubadoras. Eso me hizo decidirme, ese hombre no podía ser inocente. Me abalancé sobre él y le agarré fuerte por el cuello, de algo tenían que servir seis años de judo. Estrangular a alguien resultó mucho más difícil de lo que yo había imaginado. Creo que tardó casi unos veinte minutos en morir. Después de matarlo y antes de entrar en la sala me recosté un par de minutos contra la pared. Estaba hasta arriba de adrenalina, incluso me temblaban las manos, necesitaba calmarme, recuperar el control. Le miré, el hombre estaba doblado sobre sí mismo como un muñeco de trapo que se ha caído de una estantería. Pensé que lo que hacía cinco minutos era un ser vivo que se reía, comía y tenía miedo, ahora sólo era un montón de carne, vísceras y huesos en una bolsa de piel. También pensé en todos los seres que ese hombre había convertido en sacos de piel y… te lo juro, no sentí pena ni remordimiento.
Me daba miedo por lo que me podía encontrar, pero al final entré en la sala… Mientras le hacia fotos a todo no podía parar de llorar… Si lo hubieras visto, era terrible. Cada incubadora tenía colgada una libreta. En ella se especificaba con toda claridad el tipo de experimento y para quién se estaba haciendo. En esa sala casi todos eran míos, pero en las siguientes, donde los niños ya eran más mayores, había de muchas más empresas e incluso de los ministerios de defensa de algún país. Eran cientos de niños, desde cero a unos quince años, usados para hacer experimentos. Vi a bebés que no tendrían un año diseccionados como ranas, con sus pequeños corazones latiendo… abrí un contenedor en el que ponía «Fallos» y estaba lleno de niños muertos apilados como cachos de carne en un congelador. Llené ocho gigas de fotografías y vídeo. Luego salí corriendo de allí con la esperanza de que con ello borraría esas imágenes de mis retinas… pero no fue así. Lo cerramos todo y contamos con que las chicas estuvieran tan drogadas que no pudieran contar nada. Sólo les dejábamos un cadáver, que al no tener constancia de que nadie hubiera entrado ni hubiera salido les iba a desorientar más que otra cosa. Cuando después, ya en Zagora, vimos las imágenes, tanto Jasón como Carlos palidecieron, yo ni me las miré, sólo podía ver ese container de niños muertos como si fueran trapos en el cubo de la ropa sucia… sólo podía llorar. Jamás me imaginé que pudiera existir lo que acababa de ver. Era una granja de humanos. Se reclutaban chicas excluidas socialmente, se les daba algún tipo de droga mientras por otro lado las dejaban bien sanitas para embarazarlas y así tener experimentos más puros. Los niños que nacían no existían en ninguna parte, no constaban en ningún padrón, sólo eran ratas de laboratorio, y si alguna vez los familiares o alguien hubiera reclamado a las chicas… Me apuesto lo que quieras a que éstas no serán capaces de recordar nada de su etapa en la fundación.
He puesto en manos de los periódicos suficiente información, fotografías, vídeos y documentación como para meterlos a todos en la cárcel. Mañana todo va a explotar, pero cuando esto suceda nosotros ya estaremos lejos.
—¿Nosotros?
—Sí, Irina y yo.
—¿Irina también se va?
—Claro, en cuanto mañana por la mañana los periódicos pisen la calle, y aunque nuestros nombres no aparezcan, a la Manfer no le va a costar mucho atar cabos. Tanto Irina como yo estaremos condenados a muerte.
Raúl había permanecido impasible mientras un vendaval de pasiones enfrentadas le hacía bailar el alma como una veleta en medio de una tormenta. En un primer momento se enfrentaron la preocupación y la alegría. Sabía que algo grave, muy grave, le tenía que estar sucediendo a su amigo para que hubiera tomado la decisión de abandonarlo todo, pero por otro lado estaba Irina y el amor no correspondido que sentía por ella. Aunque nunca Irina se lo había confesado, él tenía claro que el obstáculo que se interponía entre ellos dos se llamaba Daniel. La pérdida de su amigo, aparte de acarrearle una gran tristeza, le allanaba el camino con Irina. Esa alegría era una alegría afilada y venenosa que se le clavaba en el corazón en forma de remordimiento. Luego llegó la revelación, por mucho que hubiera imaginado, jamás se le hubiera ocurrido lo que le estaba sucediendo a su amigo. Era algo que escapaba del concepto de desgracia personal y eso hizo que la daga de su remordimiento se retorciera un poco más en su corazón. Durante toda la historia se había estado preparando para perder a su mejor amigo, pero al final con muy pocas frases éste le robó también a la mujer que amaba.
—No te la puedes llevar —le imploró.
—No hay más remedio, Raúl, si se queda aquí morirá.
—¿Por qué la tuviste que meter en esto? No tenías derecho —le dijo iracundo mientras se ponía de pie.
—No tuve más remedio, si de mí hubiera dependido jamás la hubiera mezclado, pero eran niños los que podían estar muriendo. ¿Lo entiendes? No podía elegir.
—Podrías haber elegido tener menos soberbia. Tú te crees muy especial. Daniel, el súper genio; el salvador del mundo; el que iba a dar el gran salto; el humano que por fin superaría a Dios. Quizás es cierto que al final no pudiste elegir, ya era demasiado tarde, pero no te equivoques Daniel, sí que había elección, siempre la hubo.
Daniel, lejos de responderle, empequeñecía por momentos. Nada de lo que le estaban diciendo era nuevo para él. Esas mismas frases se repetían una y otra vez en su mente, todos los días, todas las noches, todas las horas. Pero, pese a los cinco kilos de arena que le parecía en ese momento haberse tragado, su mente analítica no podía dejar de analizar las verdaderas razones por las cuales su amigo le estaba torturando.
—¿Por qué me estás haciendo esto, Raúl? Todo lo que dices es cierto, asquerosamente cierto. Creo que me conoces lo suficiente como para darte cuenta de que yo no soy de los que se engañan para ser más felices. ¿Pero por qué tú, que se supone eres mi amigo, hurgas con esa mala leche en mi herida? No lo entiendo, Raúl.
—Tú te crees la víctima, pero en realidad eres el verdugo  —respondió él.— Víctima es Irina que sin tener nada que ver tiene que abandonarlo todo. Víctimas son también cientos de niños que lo que han conocido de la vida es sólo agonía, y víctima soy yo, que sin enterarme de nada lo he perdido todo, a mi mejor amigo y a la mujer que amo. ¡Y todo por tu soberbia!
Daniel guardó unos segundos de silencio. —¿Estás enamorado de Irina?
—Sí, sí que lo estoy, desde el mismísimo día en que me la presentaste.
—Pero ella no te ama, le respondió Daniel.
—Claro que no, está enamorada de ti.
—¿De mí?
—Sí, de ti. Deberías bajar de vez en cuando de esas alturas en las que habitas y te darías cuenta de lo imbécil que puede llegar a ser un genio. ¿Qué, ya te has liado con ella? Sí, no me pongas esa cara. Tú me lo has dicho… Cuando se quedó en tu casa…
—¿Yo, con Irina? —Daniel pensó en su amiga y en todo lo dicho por Raúl esa tarde, también encajó en el rompecabezas unas cuantas piezas del pasado y lo comprendió. Se dio cuenta de que todo era una cuestión de celos. Su amigo no le odiaba; no pensaba que él fuera un monstruo; no le hacía responsable, sólo estaba celoso. Toda la angustia de los últimos momentos, toda la tensión se relajó de un mazazo. Quizás fue por el estrés y la culpa acumulados durante los últimos meses o quizás por algún extraño resorte interior, no lo sé, el hecho es que no se pudo reprimir y una sonora carcajada estalló desde su interior. Cuando Raúl en pleno apogeo de su resentimiento vio a Daniel partirse de risa un calor intenso le subió desde los pies y las manos hasta la cara.
—¡Que te calles! —Le gritó con toda la ira que tenía acumulada en el cuerpo, pero él no le hizo ningún caso y siguió riendo como un loco. Raúl se abalanzó sobre él y le empujó rabioso mientras le volvía a chillar —¡que te calles!
El empujón lanzó a Daniel hacia atras, justo hacia donde estaba el precipicio. Raúl tardó una fracción de segundo en darse cuenta de lo que iba a suceder y se lanzó a coger a su amigo. Daniel, en cuanto se percató de la dirección en la que estaba perdiendo el equilibrio, también comprendió en seguida que iba a morir. Raúl consiguió agarrarle los brazos, pero ya era demasiado tarde y Daniel advirtió rápidamente que se iban a ir los dos para abajo. El forcejeo duró un instante en el que Daniel consiguió zafarse de su amigo y así salvarle la vida, pero él cayó los cuarenta metros que le separaban del suelo. Raúl, por su lado, se quedó de rodillas, en el borde, con el rostro pálido, la mandíbula desencajada y un solo pensamiento que sonaba lento, pero atronador, he matado a Daniel… He matado a mi mejor amigo.

Capítulo 6

La tormenta les aísla y la eternidad les acecha…
han empezado a morir…
y tienen miedo.

Unas horas antes Gabriel se paseaba despacio por el vestíbulo escuchando cómo ladraba la tormenta detrás de las puertas y ventanas de la casa. Él se lo había prometido, llámala y ella acudirá, y allí estaba, surgida de la nada como una banda sonora, sólo que esto no era una película, era real, tan real como la muerte. Uno detrás de otro, arrastraba con parsimonia los pies por el suelo mirándose las manos en la oscuridad. Notaba el poder dentro de ellas y le asustaba, pero ahora el miedo ya no servía, era demasiado tarde, para ser exactos, veinte años tarde. Pero esto no es justo, maldecía chillando en voz alta, pero sus nuevos poderes apagaban sus gritos. Yo no tuve elección, yo no elegí nada, no elegí ser como soy, no elegí a mi padre y no elegí que esa mujer desembarcara en la playa esa mañana. —Hola bonito, cómo te llamas —le dijo a un Gabriel de doce años, pero él no contestó, primero porque por esos tiempos sólo hablaba griego y no comprendió lo que ese ser hermoso le había dicho, y lo segundo, que aunque lo hubiera entendido, no habría sido capaz de articular palabra. La chica se rió ante el estupor que había provocado en Gabriel y sus amigos, y se estiró boca abajo en la arena.
Ella no sabía la revolución que se acababa de iniciar, no sólo en la mente de esos chavales, sino en toda la gente de la isla en general, porque ella iba desnuda, bueno, en realidad llevaba un pequeño tanga que le caía por las caderas y que dejaba vislumbrar una fina capa de vello púbico, pero para los hombres de esa pequeña isla del Egeo, que cuando le veían los tobillos a una mujer corrían a la iglesia a confesarse, esa mujer no iba desnuda, iba desnudísima. Era una isla de gente sencilla y trabajadora, hombres y mujeres temerosos de Dios que repartían sus horas entre la pesca, sus quehaceres diarios y la iglesia ortodoxa. Su vida era dura y la libertad un concepto vago y abstracto que se mencionaba de vez en cuando en la Biblia. El mundo para ellos no era plano ni esférico, era un trozo de roca de forma pentagonal con un gran cráter en el centro y rodeado de mar al que ellos llamaban hogar. Claro que sabían que existía más gente viviendo en otras islas y otros continentes, pero para ellos esas personas no eran más tangibles que lo que hubiera podido ser Darth Vader para un occidental de hoy. A priori, un mundo así nos podría parecer claustrofóbico y alienante, pero no lo era, simplemente porque no había referencias, en Pargos todo era de la única manera que podía ser, o al menos así lo entendían sus habitantes que en ausencia de cualquier referente se consideraban a sí mismos seres muy felices. Pero todo cambió esa mañana a mediados de los setenta. Quién hubiera imaginado que debajo de tanta ropa hubiera algo tan bello. Gabriel se preguntó si serían así todas las mujeres cuando se desnudaran, el tiempo le enseñaría que no.
Él y sus amigos se quedaron toda la mañana en la playa mirando embobados a esa preciosa mujer. A ella no sólo no parecía importarle, sino que le agradaba porque no paraba de sonreírles. Hasta que llegó su padre… No le dijo nada a ella, pero su mirada contenía tal carga de ira que la mujer se asustó, se metió en el agua y nadó hasta su velero donde un hombre, también prácticamente desnudo, la estaba esperando. ¿Y Gabriel? Gabriel fue arrastrado por la oreja los quinientos metros que separaban la playa de su casa, donde su padre le sacudió con una vara de avellano hasta que la sangre le salpicó la cara. No sé si fue crueldad o miedo lo que hizo que ese hombre se ensañara con su hijo de esa manera, él se dijo a sí mismo que lo hacía para alejarlo del demonio y del pecado, que más valía que hoy sufriera un poco, a que se quemara eternamente en el averno. Pero no sirvió de mucho, porque ese barco sólo fue el primero. Lo que a sus habitantes sólo les parecía una playa, una montaña o un cráter, para los extranjeros era el paraíso. Muchos en la isla vieron en ello oportunidad de negocio, y pronto estuvo llena de visitantes, música y drogas, eran los felices setenta, paz, amor y florecitas, los hippies invadieron la isla para beneficio de unos y desconsuelo de otros. Para Gabriel ese momento fue la puerta del infierno, porque desde ese día hasta que abandonó Pargos para ir al seminario en Atenas, todo fue miedo y palizas. Su padre no aceptó el cambio y luchó contra él a través de su hijo. En su espalda están todavía hoy las marcas que un día fueron dolor en el nombre de Dios. Qué podía hacer, sino odiarle, cómo iba a hacer otra cosa que no fuera maldecir a Dios, él le había destruido la infancia. No es justo, volvió a chillar con todas sus fuerzas, pero otra vez sus poderes actuaron y el silencio de la tormenta no se rompió. Se apoyó en la pared y se dejó resbalar por ella hasta quedar sentado en el suelo, y esta vez en silencio, casi en un susurro, dijo —no le maldije, ojalá lo hubiera hecho, le negué, ese fue mi pecado, le negué, y no sólo eso, participé en esta ofensa, la más grande que se le ha hecho nunca a Dios. Cuando Babel osó intentar ver el mundo como lo veía Dios, éste los destruyó por su desfachatez, ¿qué sufriremos nosotros que no sólo lo hemos pretendido, sino que lo hemos logrado? ¿Cuál es nuestro castigo, Señor? será cruel y teatral, como a ti te gusta Señor, como siempre lo has hecho, digno de ser contado. Morirán uno a uno. Todos sufrirán tu ira, Señor, y yo más que todos ellos por que yo los amo, son mis amigos… y los voy a matar.
Guillermo dormía placidamente cuando una voz le despertó, alguien le llamaba, no era un grito, pero sonaba fuerte e imperativo. Se levantó atontado de la cama preguntándose qué pasaba. Reconoció la voz, era la de Gabriel, pero algo fallaba, el volumen, es el volumen lo que falla, pensó, y era cierto, el volumen era demasiado alto para no ser un grito. Estaba desconcertado, salió al pasillo buscando una respuesta, pero todo estaba a oscuras, encendió la luz y nada, vacío, miró en la habitación continua que era la de Gabriel, pero no había nadie, sólo una voz que le llamaba. —¿Cómo puede ser que no lo oigan? —Esperó un momento a ver si alguna cabeza asomaba por alguna de las puertas, pero nada, sólo la voz de Gabriel que le llamaba. Venía de abajo, eso lo tuvo claro desde que puso un pie en el suelo. Con cautela bajó las escaleras hasta el primer piso y se detuvo, desde allí se podía ver, abajo, todo el vestíbulo, y en él la puerta abierta del comedor. La luz del vestíbulo estaba encendida, porque iba con la de la escalera, y la del comedor apagada, sin embargo, la sensación era de que era la oscuridad del comedor la que invadía la luminosidad del vestíbulo, y no al revés, que sería lo natural. Le daba miedo. Sabía perfectamente que la voz salía de allí. La tormenta soplaba fuerte en el exterior aullando con fuerza al topar con las chimeneas. —Joder, me estoy cagando vivo —dijo para él en voz muy baja. Pero pese a esa sensación siguió bajando las escaleras, en el fondo era Gabriel el que llamaba, no podía ser nada malo. Esto lo decía intentando esconder que cada escalón que libraba se ponía más nervioso y su terror crecía. —Mierda, me he pasado cinco años en esta casa, debo haber bajado mil veces a la cocina por la noche, no voy a empezar a tener miedo ahora que ya nos vamos, parezco un crío.— Esas autopalabras le hicieron acelerar el paso, no quería admitir de ningún modo que pudiera tener miedo, pero eso no evitó que se detuviera justo en el marco de la puerta. Era cierto, una cuña de oscuridad atravesaba la puerta manchando la claridad del vestíbulo. Se dio cuenta de que le temblaban las manos y eso le hizo sentir fatal, no podía ser, ese miedo era irracional. Sintió vergüenza de sí mismo y de su pánico, y como el que salta a una piscina de agua helada cruzó el portal de la puerta. Buscó el interruptor de la luz, pero éste no funcionó.
—¡Guillermo! —Guillermo se giró.
—¿Gabriel?
—¡Sí!, ven.
Guillermo lo vio perfectamente, no estaba iluminado, la oscuridad era absoluta, pero lo vio. Se acercó despacio y esta vez se asustó de verdad, ya no había vergüenza que valiera y la razón era un viejo recuerdo, sólo un sentimiento de pánico absoluto le golpeaba con fuerza las puntas de los dedos.
—¡Guillermo, ven! —dijo Gabriel, y entonces éste se dio cuenta de que ni tan siquiera movía los labios. Se giró y se lanzó hacia la puerta, pero sólo consiguió chocar contra la pared, retrocedió y contempló aterrorizado que allí no había ninguna puerta. No pensó, no podía. Miró al otro lado, vio que la puerta de la cocina todavía existía y corrió, corrió todo lo que pudo hacia ella. Chocó contra un banco con la cadera, el golpe fue terrible, pero ni siquiera sintió el dolor. Sólo veía la puerta en la oscuridad. La voz de su instinto le decía que era su única posibilidad de sobrevivir, pero no llegó, algo, una fuerza, o quizás el aire se volvió denso a su alrededor, no lo sé, pero algo lo detuvo, lo alzó en el aire y lo lanzó con fuerza contra la pared.
Él quedó allí, de pie, atenazado por el pánico, buscando desesperado una salida. Gabriel se levantó, lento y tranquilo caminó hacia él. Guillermo se puso medio de lado, dobló las piernas sin llegar a caerse y se protegió la cara con las manos.
—A dónde quieres ir, iluso. No ves que no puedes huir de mí.
Guillermo no era un tipo fuerte ni tampoco demasiado alto, sin embargo era sustancialmente más alto y más fuerte que Gabriel, pero eso, en ese momento, no se notaba, no sólo eso, Gabriel realmente parecía un gigante orgulloso de su estirpe al lado de un Guillermo contraído como un niño esperando un tortazo.
—Has pecado, Guillermo, lo sabes ¿no?
—Qué dices Gabriel, déjame ir, tengo mucho miedo.
—¿Miedo?, ¿de qué?, ¿de mí? —y rió contenidamente—. Pobre Guillermo… haces bien en tener miedo, porque vas a morir. Pero no es a mí a quien tienes que temer.
—¿Hay alguien más? ¿Me va a matar él? ¿Quién es? ¿Dónde está?
Gabriel sonrió —sí Guillermo, hay alguien más, el que siempre ha estado y siempre estará, pero no va a ser él quien te va a matar, lo voy a hacer yo, es a mí a quien me ha encomendado esa tarea.
—¿Quién?
—Dios.
—¿Dios te ha encomendado matarme?
—Sí, a ti y a todos los demás.
—No puede ser, Dios es bueno, Él no te ordenaría una cosa así.
—Dios, ¿bueno? ¡ja! Como le puedes llamar bueno a un ser que ha sepultado ciudades enteras bajo las llamas, que hizo morir a miles bajo las aguas, que obligó a su mejor sirviente a sacrificar él mismo a todos sus hijos, que hizo creer a un pobre desgraciado que era su hijo dándole poderes para luego dejarlo agonizar en una cruz hasta la muerte. ¿Has leído la Biblia, Guillermo? —Guillermo lo miraba con pavor y no contestaba, cosa que a Gabriel no pareció importarle—. Pues si la has leído, dime, ¿cuáles son los crímenes del diablo? ¿Cometió éste acaso en algún punto de la Biblia alguna obra remotamente más cruel que éstas? No, no lo hizo. No lo hizo porque no existe. Quién necesita al diablo teniendo a un dios como el nuestro.
—Y entonces ¿por qué le obedeces?
—A Dios se le debe obediencia, Guillermo.
—¿Obediencia? Pero si le odias.
—Y cómo no le voy a odiar, mira que está haciendo, mira que me está haciendo hacer. Yo le conozco, sé lo que es, y si tú le conocieras también le odiarías. —Se hizo un silencio largo y tenso.
Guillermo le miró a los ojos y le dijo —¿Debo rezar?.
—No te servirá de nada, tu sentencia ya es firme. Pon en orden tus cosas, piensa en algo bonito por última vez.
—Pero qué dices, Gabriel, no puedes matarme, somos amigos —imploró.
—¡Te he dicho que pienses en algo bonito!
—Por favor Gabriel, no puedo pensar en nada ahora, sálvame.
Gabriel hizo un pequeño gesto con la cabeza y a Guillermo se le petrificó el rostro. Justo delante de ellos apareció Laura delante del espejo acariciándose los pechos y metiéndose los dedos en el coño. Era esa imagen que él tantas veces había visto y que tantas veces había disfrutado, pero ese no era el momento.
—Pero qué hijo de puta eres.
—¿Qué, te creías que no lo sabía?
—Estás loco. Estás como una puta cabra.
—¿Loco? ¿Temerías a un loco como me temes a mí? ¿Tendría un loco tal poder? —y levantó la mano con fuerza como golpeando el aire, y una llama se encendió en la palma de su mano—. ¿Qué? No puedes apartar la vista de ella, ¿eh? Vas a morir como viviste, como un voyeur pervertido.
La llama saltó de su mano y corrió por el suelo dejando una línea de fuego hasta Guillermo que se incendió como si fuera un espantapájaros. El fuego empezó a azotar sus nervios y el dolor se hizo insoportable. Quiso tirarse al suelo y esconder la cabeza entre las manos, pero no pudo, estaba paralizado. Intentó cerrar los ojos, no la quería ver, pero estos no se cerraron. El olor a carne quemada le embotó la nariz. Los gritos surgían en silencio de su garganta mientras Gabriel se lo miraba impasible sentado en una mesa y Laura emitía gemidos de placer.
—¿Qué, nunca lo habías visto a tamaño real y en 3D, ¡eh!? Pues ella lo sabía. Sabía que tú la mirabas, lo supo desde el primer día. Se pasa el día pegada a ese ordenador curioseando en los ordenadores de los demás. Lo sabía, Guillermo. Siempre lo supo —pero él no se movió. El dolor le arrancó la vida con cruel lentitud y allí sólo quedó un trozo de carne chamuscada, de pie, con los ojos abiertos. Guillermo ya no estaba, se había ido, pero se fue sabiéndolo.
—Me está sonriendo —pensó. La imagen chamuscada con los ojos abiertos y enseñando los dientes por la ausencia de labios era espantosa, sin embargo Gabriel estaba descubriendo en ese momento algo que le aterraba, y no era el hecho de haber torturado y asesinado a alguien a quien llamaba amigo. Lo que le estaba asustando de verdad era el placer, le había dado placer matarlo, y para eso no estaba preparado. Todo ese poder que ahora sentía como se le derramaba de las manos le asustaba. Quizás después de haber sido víctima durante tanto tiempo ahora le regocijaba el hecho de ser él el castigador.
—¿Qué temes, Gabriel? —se dijo— lo que le dijiste a Guillermo también vale para ti. Tus cartas están echadas, si existe el infierno tú lo vas a conocer, y si no existe tu final será terrible porque a ti te matará Él. Por qué temer este último don, por qué sentir remordimientos ahora, si disfrutas matando y haciendo daño, mejor. Ya que va a ser lo último que hagas, hazlo bien. Además, si hay alguien en este mundo que se merezca ser un psicópata eres tú —y se rió, porque todo esto se lo estaba diciendo en voz alta—. Estoy loco, es obvio, me estoy hablando a mí mismo en segunda persona. Guillermo tenía razón, estoy como una puta cabra —y soltó unas sonoras carcajadas mientras pensaba en el enorme placer que daba la libertad de la locura. Disfrutaré con esto, lo haré bien. —Se giró y miró la imagen de Laura todavía masturbándose ante el espejo—. Y a ti… a ti te voy a follar —le acercó la mano como para tocarla, pero ésta penetró dentro de su cuerpo como si éste fuera agua, hizo un gesto despectivo y ella desapareció.
Subió con tranquilidad las escaleras hasta su habitación. Al entrar se miró las manos y descubrió que ya no tenía miedo, sabía que los iba a matar a todos y este pensamiento le llenó de serenidad. Entró en la habitación, se sentó en su butaca y cerró los ojos. Los minutos se fueron amontonando uno encima de otro hasta que hicieron una hora, la torre se desmoronó y Gabriel abrió los ojos. Es el momento, y un rayo cayó como un mazo sobre la casa y todo tembló. Todos salieron corriendo al pasillo preguntándose qué había pasado, no había luz, y Toni estaba preocupado por la autonomía del ordenador, así que buscó a Guillermo, pero no lo encontró hasta un rato después en el comedor. Fue allí donde Gabriel le detuvo el corazón a Héctor.
Entre sus nuevos poderes se encontraba el de ver dentro de la mente de los hombres y poder infundir sensaciones, así que por si no había bastante con la imagen del pobre Guillermo allí plantado, como un churrasco pasado, mirándolos a todos, Gabriel desplegó una pequeña tiniebla de terror. Su sorpresa fue descubrir que tres de sus compañeros eran inmunes a ella. Tanto Ricardo, como Toni, como Domingo parecían ofrecer una resistencia inconsciente a cualquier tipo de control. Pensó en sondear su mente buscando cuál era la característica que los hacía diferentes, pero decidió no hacerlo, antes de que todo esto empezara ya había pasado por delante de las habitaciones de sus compañeros y los había sondeado a todos, bueno, a todos no, cuando entró en la mente de Ricardo le invadió un miedo y una angustia que no había imaginado que existieran y se retiró enseguida asustado, lo atribuyó a la falta de control de sus nuevos poderes y decidió sondearlo más tarde, pero pese a estar convencido de eso, ese recuerdo le hacía evitar inconscientemente cualquier acercamiento mental a Ricardo.
Ya en el gimnasio, Gabriel se separó de los otros tres y desde una esquina, sentado en el suelo, emitía algo que sin ser definible como nada estaba provocando en ellos una especie de narcosis, muy suave al principio, pero que crecía lentamente, y que amenazaba con llevarlos pronto a la locura. Martín daba vueltas nervioso, Laura se acurrucaba en una esquina y Marga escudriñaba su cara en el espejo. Gabriel los miraba y sonreía, todo iba bien. Cerró los ojos y puso las palmas hacia el techo, respiró hondo y se concentró en Salaf.
Arriba, Domingo descolgó el teléfono y marcó el numero de la central de la Jáber, allí le pondrían con la policía.
—Un momento por favor.
Él iba a decir —Es urgente —pero no tuvo tiempo, saltó la musiquita, la chica de Ipanema versión xilofón. No calculó el tiempo que estuvo a la espera, pero después de lo que a él le pareció una eternidad decidió colgar y volver a llamar. Colgó y cuando se giró para comentárselo a su compañero encontró a éste de pie, junto a él, con una lámpara de mesa en la mano y mirándolo furioso.— ¿Qué pasa Salaf?.
—La dejaste tirada, con una niña, en la miseria, mientras tú escapabas a este mundo de vanidades ellas han crecido entre delincuentes y prostitutas. ¿Qué futuro les espera? ¿Cómo pudiste hacerlo? Eres un cerdo.
A Domingo se le encogió el corazón y la angustia le atenazó los pulmones impidiéndole respirar, lo que más temía en el mundo al final había sucedido, pero ahora, ya liberado de su secreto, se sintió libre, por primera vez en mucho tiempo no tuvo miedo. Fue como un telón que caía de repente y dejaba al descubierto el verdadero paisaje, la angustia, la añoranza y el remordimiento. ¿Cómo lo sabía? ¿Quién se lo había dicho? No era posible, la mansión desapareció, sus amigos se esfumaron, y sólo esa imagen que todas las noches le atormentaba se le hizo real, pero esta vez no era un recuerdo, se sintió allí, en el portal de su casa, una roída chabola en el Campo de la Bota, estaba vacía, no habían dejado ni las ventanas. Nunca había sido gran cosa, cuatro ladrillos mal amontonados y un poco de uralita para el techo, pero hubo un día en que a esos ladrillos mal puestos les llamó hogar y ahora, sentado en un trozo grande de «runa», lo miraba todo en silencio. Señor, debería usted salir de la chabola, dijo un hombre con un casco de obra amarillo. Sí, ahora salgo. Domingo no lloraba, pero algo le apretaba fuerte el pecho. Puso la mano plana sobre él y la cerró con tanta fuerza que sus uñas se le quedaron marcadas durante días. Se levantó manteniendo el puño apretado con fuerza y al salir, en la puerta, lo aflojó con delicadeza y liberó su corazón. Abrió la mano con suavidad y la posó plana en una de esas paredes mal enyesadas. Lo dejó donde él quería estar, en su hogar. Ya la suya era de las últimas que quedaban en pié. Con su buen hablar y sus modales refinados no le costó hacerse pasar por un funcionario del ayuntamiento. Nadie sospechó que él era uno de los antiguos habitantes de ese barrio que tenían prohibido el acceso.
Dos excavadoras se ensañaron con esa humilde chabola, pero para él fueron dos enterradores echando sincrónicamente paladas de arena sobre la tumba de un amado, porque allí, bajo esa montañita de escombros, Domingo dejaba enterrado su corazón. Se giró, miró a su alrededor y cientos de montañitas como la suya se esparcían ordenadamente por todo el campo, les faltan las cruces blancas, pensó en ese momento, y se prometió a sí mismo no volver a pisar jamás un cementerio. Cuántas historias habían nacido y vivido en esas piedras. Ese día, la ciudad enterró una parte de su realidad para construir un gran decorado de ficción urbanística. Allí en esas piedras jugaron niños, hijos de trabajadores, que crecieron y se hicieron revolucionarios, forjaron leyendas y orquestaron revoluciones, pero fueron vencidos y allí, en el mismo campo en el que jugaron de pequeños, a muchos les dieron muerte, fusilados contra sus paredes.
Luego llegaron ellos, venían del sur, casi siempre vienen del sur, e hicieron de este lugar su hogar, un hogar sucio y duro, pero un hogar al fin y al cabo. Hoy todo este tiempo hecho de realidad yace sepultado por un enorme decorado de colores. Domingo años más tarde pensó en que quizás no era una tumba muy digna esa del «Forum» para tantos muertos que causaron, primero las balas y la política, luego la heroína, la miseria y la falta de higiene, pero, quién era él para acusar de falsedad a unas cuantas toneladas de hormigón cuando su propia vida había sido siempre una pantomima. Bajo ese teatro de utopías huecas yacía ahora todo lo que le quedaba a Domingo de verdadero, ya sólo se veía como un personaje de ficción, un dibujo animado, muy bien hecho, que se las daba de real.
Tantos años fingiendo y ahora le habían descubierto, ¿cómo podía ser? Pero no pudo seguir preguntándoselo porque Salaf levantó la mano y descargó la lámpara sobre la cabeza de Domingo con toda la ira que su visión le había contenido en el cuerpo. Éste, lejos de intentar esquivarla o detenerla, postró la cabeza buscando el golpe que al fin le liberaría de su mentira. A Salaf el impacto le salpicó la cara de sangre, aunque éste ni tan siquiera se dio cuenta, cegado como estaba por la verdad que se le había revelado sobre su amigo. Cuánta mentira cabía en una sola persona. Y él que le creyó siempre. —¿Cómo va la familia? —le preguntaban todos.
—Bien —contestaba él, qué mentiroso, los abandonó, sin decir nada, simplemente un día se fue porque se avergonzaba de ellos. Los dejó tirados en una cabaña, sin agua corriente, sin cloacas, viviendo entre la mierda, rodeados de «yonkis» y delincuentes. Le había visto cómo mentía y mentía en la escuela durante años sobre su familia. Luego llegó Sara, bueno, ella siempre estuvo allí, viéndolo pasar por las mañanas bien vestido. —¿Cómo etá maetro? —le saludaba riendo y él le devolvía una sonrisa y la cautivaba pérfidamente con su retórica de escuela fina, como diría ella. Se enamoró de él locamente y éste la dejó preñada. A él le quedaban dos años para acabar la carrera y se lo tuvo que comer, tampoco tenía a donde ir. Así que esa niña vino al mundo, y si hubiera tenido un padre con coraje, lo habría hecho con un futuro por delante, pero a él le daba vergüenza su familia, su hija, su mujer, sus hermanos, sus padres, y en cuanto la Jáber le ofreció cátedra en el Varador no lo dudó y los dejó tirados. Para él, criado en el seno de una familia musulmana, donde la familia era cuna y mundo al mismo tiempo, ese era el más grande de los pecados que un hombre podía cometer, así que le dio una y otra vez con la lámpara hasta caer extenuado al suelo.
Se incorporó llorando como un niño y jadeando como un perro. Miró a Domingo en el suelo, se veía un poco de pelo rizado envolviendo una masa difusa de carne y hueso ensangrentada que hacía cinco minutos era su compañero. Él todavía tenía la lámpara en la mano, la luz que emanaba de ésta hacía brillar la sangre que se extendía espesa y rápida por el suelo blanco. Esa imagen presente de su amigo muerto se mezclaba en su cabeza con imágenes pasadas, momentos y sensaciones que acudían a su mente con tal celeridad que le impedían centrar sus pensamientos, sólo la ira parecía invadirlo todo. Una de esas imágenes que pasaban zumbando como avispas por su mente se detuvo un poco más que las demás, no mucho, pero sí lo suficiente como para frenarle un poco la respiración, luego otra, y otra, se fueron deteniendo ante los ojos de su mente. —¿Dios, qué he hecho?  —chilló con todas sus fuerzas. Sus ojos estaban muy abiertos, casi sin parpadear, pero lo que miraban no estaba en esa habitación. Ahora no veía a Domingo, sino desde Domingo, un Domingo de diez años escondido tras un palé y unos cuantos plásticos. Tenían a su hermano agarrado por los hombros, un hombre alto, moreno y muy delgado se paseaba dando vueltas e insultándole por delante de él. Su hermano lloraba y pedía clemencia. Salaf sentía la desesperación de Domingo ante su impotencia. El alto se abalanza y le clava la navaja en el estómago. Le sueltan y cae al suelo, luego dos de ellos, mientras éste agoniza, se le mean encima riendo.
El primer pensamiento de Domingo es la venganza, pero en seguida se da cuenta de que ha sido la venganza lo que ha matado a su hermano. El Ratón, como le llamaban, se había interferido con unos clientes de los Correas, había habido una pelea, todos sus hermanos más unos amigos por un lado y los Correas por el otro. Fue brutal y sanguinaria, y Riqui, el hermano de uno de los cabecillas de la otra banda, había sido herido de muerte, entre los nuestros nadie falleció, sólo un par de ingresados en la UVI, pero eso era irrelevante, la sangre pedía sangre, hagan juego señores, esto sólo terminará cuando ya no quede nadie… pero siempre quedará alguien, alguien deseando matar a alguien. Y la muerte siguió, ganaron los hermanos de Domingo, pero a qué precio. Cuando empezó todo eran siete hermanos, y ahora sólo quedaban cinco. Domingo supo desde ese día que debía escapar de ese lugar, fuera como fuese tenía que salir de allí. Mátalos le decía su madre al mayor de sus hermanos con los ojos inyectados en sangre, mátalos, pero cómo podía ser que sólo él se diera cuenta de que no eran las navajas ni las pistolas lo que estaba destruyendo a esa gente, era el odio, la epidemia más mortífera que ha asolado la humanidad desde el principio de los tiempos. Una enfermedad que ciega a los hombres y que se contagia a través de la violencia y el miedo, una enfermedad que como las otras tiene mejor caldo de cultivo entre la miseria.
Era su mundo, eso no podía cambiarlo, estaba infectado, y lo estaba infectando a él. Pero encontró un oasis, lejos, en las estrellas. Se escapaba por las noches y caminaba casi dos horas para sentarse en una piedra al otro lado de la montaña, donde las luces de la ciudad sólo eran una bruma en el horizonte. Desde allí el universo se abría ante sus ojos, y el Campo de la Bota quedaba lejos. Preguntas inútiles se formulaban ante la soledad del firmamento, sin embargo en su inutilidad le llenaban el alma y le daban sosiego. Y así siempre que podía huía hasta su piedra para tomar su dosis de vacuna contra el odio y la desesperación. Allí, esa mirada le alejaba de la falsa justicia humana. En esa mesa de billar infinita nada sucedía porque sí, todo venía de un lugar e iba hacia otro en un sinfín de carambolas, una tras otra, dando lugar al presente. Nada era culpable. Todo tenía una causa y un porqué, pero nada era culpable, y tampoco los humanos, ellos tan sólo son una parte más de la carambola, reflexionaba sentado mirando al cielo, y así, gracias a esas luces perdidas en un tejado lejano, trampeaba el día a día lidiando con el odio y la desesperación de una gente.
Se buscó un instituto lejos del barrio donde jugaba a ser normal, se vestía bien, cambiaba su vocabulario y refinaba sus modales. Después, por la noche, tocaba la realidad, silbar en una esquina mientras sus hermanos reventaban una tienda, o sentarse tranquilo mientras el «yonqui» de turno le amenazaba con una aguja si no le daba todo el caballo.
No todo era malo, estaba Sara, ella le hacía reír. Era hermosa, le quería, pero también fue ella quien le dio la peor noticia de su vida. Era una locura, traer a un hijo a esa mierda de mundo era una irresponsabilidad, pero él vivía arropado por el clan, su madre y sus tíos pintaban mucho más que él en su decisión, así que la niña vio la luz contra la secreta voluntad de su padre. Pero él la quiso en cuanto la vio, tenía los ojos de su madre y sonreía como ella.
Cuando la niña tuvo un año, uno de sus profesores le llamó a su despacho, de entre toda su clase, la Jáber, le había seleccionado a él para una cátedra en el Varador, al oírlo saltó de alegría y apretó con fuerza la mano a su maestro cuando éste le felicitó. Cerró la puerta y salió corriendo por el pasillo. Tenía tres meses para prepararse. Ya estaba harto de tanta mentira, cogería a Sara y a su hija, y las libraría de ese infierno. Juntos vivirían felices en el Varador. Le daría a su familia una vida con la que ni habían soñado. Pero ese día la gran carambola jugó en su contra. Al llegar a casa ya oyó los gritos desde afuera, su suegro salía de la casa, cogía tierra del suelo y juraba mirando al cielo. Él ya conocía demasiado bien esos síntomas, sólo quedaba saber quién había sido el muerto… el hermano de Sara. Ésta chillaba desconsolada. Esa noche habría pelea, la sangre pide más sangre, Sara se acercó a Domingo y, con los ojos inyectados en sangre y su hija en los brazos, le dijo —Mátalos, Domingo, mátalos. —Él no dijo nada, esa noche, Domingo fue y mató con la osadía del que quiere morir, después… después ya nunca volvió a casa. Caminó llorando hasta su piedra, donde la ciudad era un recuerdo, y estuvo allí toda la noche. Por la mañana bajó a hablar con su profesor—. Maestro, querría irme ya.
—¿Esta semana? —le preguntó él.
—No. Ya, hoy, cuanto antes —y delante del profesor se echó a llorar. El profesor no dijo nada, sólo descolgó el teléfono y habló con alguien. Tres horas después Domingo cruzaba el océano rumbo a la Jáber, al bajar del avión un hombre que llevaba el nombre de Domingo escrito en un cartel le preguntó por su familia. Él se rió y le respondió —ya sabe usted, las despedidas siempre son duras, pero yo ya tenía ganas de venir.
—Por romper la monotonía, ¿no? —Preguntó el hombre.
—Sí, claro, respondió él, ya estaba harto de tanta monotonía. —Y lo dijo tranquilo, por primera vez en la vida mintió tranquilo, triste, muy triste, pero tranquilo.
Antes de montarse en el coche se paró y miró hacia atrás, su acompañante buscó en la distancia el objeto de su mirada, pero no lo vio, ¿y cómo lo iba a ver? Este estaba a ocho mil kilómetros en una chabola en el Campo de la Bota, tenía un año recién cumplido, los ojos azules de su madre y una dulce e ignorante sonrisa, todavía no sabía que ya estaba condenada.
Todas esas imágenes eran recuerdos implantados en la mente de Salaf, no como hechos, datos o conocimientos, sino como momentos, pedazos del corazón de un hombre. En segundos se dio cuenta de que conocía a esa persona más de lo que había conocido nunca a nadie, porque a ésta la había visto desde dentro, sabía de sus miedos, de sus sufrimientos y, sobre todo, sabía sus porqués. Salaf tuvo comprensión absoluta de Domingo, pero la tuvo demasiado tarde, ahora miraba su  cadáver destrozado y se daba cuenta de que él lo había matado. Toda esa ira que había volcado hacía unos minutos sobre Domingo ahora rebotaba sobre él mismo. Su rostro se reflejó en la lámpara encendida y le dio asco verlo. Se levantó tambaleándose y sin querer tiró un vaso que había sobre la mesa. El vaso se rompió, pero quedó un pedazo grande y afilado brillando ante sus ojos, y supo lo que tenía que hacer. No quería enfrentarse a la policía, no quería enfrentarse a su familia ni a sus compañeros, pero sobre todo, no quería enfrentarse a sí mismo, así que sin dudarlo apretó con fuerza el filo del cristal contra sus muñecas y las rajó en línea recta desde la mano hasta medio antebrazo. Primero una y luego la otra dibujó en ellas dos rayas rojas que enseguida empezaron a escupir su vida a borbotones. Salaf se sentó y recostó su cuerpo contra la pared, dejó caer los brazos uno a cada lado y se dispuso a pasar sus últimos momentos mirando cómo su sangre se habría paso suave y espesa por encima de las losas de gres blanco. La mancha avanzaba reflejando en ella la luz de la lámpara encendida cuando Salaf se dio cuenta. ¿Cómo podía la lámpara estar encendida?, no había electricidad. Resiguió el cable con los ojos y ésta ni siquiera estaba enchufada. ¿Qué está pasando? Y por la luz de esa lámpara le vino la luz a la mente, valga la redundancia. Los elementos empezaron a encajarse ordenadamente uno detrás de otro, Guillermo, Héctor, la tormenta, el rayo… SAE. Eso era. Todo esto era por él. Se dio cuenta de que algo le nublaba la mente era como si le hubieran drogado. No quería pensar, le costaba, sus pensamientos parecían arrastrarse, no fluían como era normal en él. Sólo quería recostarse y morir, pensar que él, Salaf, era un ser despreciable a punto de pisar el final de su camino, pero no lo hizo, su mente de matemático se impuso, así, una vez planteado correctamente el problema y con los datos bien ordenados, sólo había una explicación, SAE. Le habían desafiado y él se estaba vengando. Nunca debieron empezar este proyecto, pero, ¿quién iba a imaginar que lo iban a conseguir? Levantó los ojos como queriendo atravesar el techo con la mirada. —¿Por qué? Alá ¿por qué?. Podrías habernos matado a todos mientras dormíamos, o si lo que querías era torturarnos, seguro que tienes poder como para causarnos todo el dolor del mundo. Pero por qué tienes que ser tan melodramático. Vas a matarnos a todos, ¿verdad? Y nos lo harás a todos igual, con esa crueldad que te caracteriza… Tengo que avisar a los demás.
Salaf se levantó tambaleándose y corrió dando traspiés hasta la escalera, bajó apoyándose en la baranda, pero en cuanto llegó al segundo rellano las fuerzas le fallaron y cayó al suelo. Un grito le llegó del vestíbulo y, aunque borroso, vio cruzar a Martín chillando hacia el comedor. Ya no valía la pena esforzarse, era demasiado tarde, la matanza era inevitable. Él había ganado, ¿y cómo no iba ganar? Él es Dios. Apoyó su espalda contra los barrotes de la baranda y se rió por su osadía. ¿Cómo había pretendido salvarles si era el mismísimo Alá quien les había condenado? Ellos habían pecado, el castigo sería eterno, esa perversa representación sólo iba a ser el comienzo, después, cuando ya no quede sangre suficiente para que el corazón siga bombeando, empezará el verdadero tormento, empezará el infierno. —Debo rezar, pedir perdón, quizás todavía haya esperanzas de salvación. —Con sus últimas fuerzas se arrodilló hacia donde creía que estaba la Meca y rezó, pidió perdón con todas sus fuerzas, se levantaba, se arrodillaba y postraba su cuerpo en señal de reverencia, una y otra vez hasta que no pudo más y cayó de lado. Quedó plegado con la cabeza doblada, y sin poderse mover de esa postura se apagó como se apaga una vela cuando se queda sin aire. Pero antes de morir supo que estaba condenado porque no pudo, pensó en sus niños, en Sama, la más pequeña, hija de María, en Magdalena, Samira y Serezade también… sus amadas esposas, en Abdul, el mayor de sus hijos, en su hermano y en todo lo que Alá le quitaba esa noche… y no pudo, no pudo pedirle perdón, murió maldiciéndole y sabiendo que su alma se condenaría eternamente… pero no pudo dejar de hacerlo.
El viento arremetió con ira contra la puerta del faro rompiendo el cerrojo y haciendo que ésta se abriera hacia dentro golpeando a Toni con violencia y lanzándolo hacia atrás. Ricardo lo sujetó.
—¿Estás bien? —le dijo.
Toni se frotó el hombro —no es nada grave, vamos.
Los dos se lanzaron a la tormenta. Esta vez el viento soplaba en su contra y casi no les permitía avanzar, pero ninguno de los dos se amedrentó y siguieron camino a la mansión. Toni lanzó un quejido, algo le había golpeado la cabeza.
—Mierda, esto es imposible —gritó Ricardo, cubriéndose con las manos— estamos en el trópico, joder.
Pero sí, era posible, una lluvia del granizo más grande que hubieran visto jamás se abatió sobre ellos. Intentaron seguir avanzando, pero el dolor era insoportable, las piedras les golpeaban sin piedad. Fue Toni el que agarró a Ricardo por el brazo y tiró de él otra vez hacia el faro. Los dos corrieron todo lo que pudieron huyendo de esa especie de lapidación cósmica, entraron rodando en el faro y quedaron tendidos en el suelo intentando recuperar el aliento. El primero en levantar la cabeza fue Toni.
—Coño, Ricardo, ¿estás bien? estás lleno de sangre.
—Ya, y tú —respondió él. Toni se miró y era verdad—. No te asustes, es por el agua, hace que la sangre se extienda y una pequeña herida puede parecer una sangría.
—Joder, Ricardo, está cayendo piedra, aquí, en el trópico. Esto es de locos.
—Ya, pero es. No sé, Toni, esperemos unos minutos, las granizadas no suelen durar mucho ni siquiera en el norte.
Los dos se sentaron junto a la pared y Toni respondió —Diez minutos, esperemos diez minutos.
—De acuerdo —concedió Ricardo.
Durante unos segundos permanecieron en silencio hasta que Toni lo rompió—. ¿De verdad eres el mejor?
—No lo sé, no creo, pero lo piensan, que es lo que importa.
—¿Y cómo es que el mejor guardaespaldas es asignado a un científico?, no soy tan importante, ¿cómo es que no estás protegiendo presidentes o gente así?
—Porque no soy el mejor guardaespaldas, Toni. —Ricardo hizo un silencio y continuó— Sabes, sospecho que hoy voy a morir, así que ya no hay nada que callar.
—No moriremos —afirmó Toni.
Ricardo sonrió —No soy el mejor guardaespaldas, soy el mejor asesino —Toni lo miró extrañado—. No, no me imagines con un traje negro, subido en una azotea con un rifle de precisión. Yo era de los otros, los malos, los que asesinamos de verdad, mercenarios nos llaman algunos, pero no es cierto, somos asesinos. Cobramos por matar.
—¿Participabas en guerras?
—Sí, al principio sí, pero luego la cosa fue degenerando… Aunque parezca imposible, hay cosas más rastreras que participar en una guerra. Nosotros nos dedicamos a hacer el trabajo sucio de Occidente. No sé como explicártelo, por ejemplo, se encuentra cobre en una parte de la selva y una empresa quiere explotarlo, pero en ese lugar viven unas cuantas docenas de poblados indígenas. Se monta una guerra ficticia, con las mafias locales, por contrabando, drogas, lo que sea, cualquier excusa es buena. Luego vamos nosotros y limpiamos, lo matamos y lo quemamos todo. No dejamos a nadie vivo, ni mujeres, ni niños, ni gallinas, los hacemos desaparecer. Después la empresa en cuestión compra los derechos fácilmente y explota la zona sin que a nadie le moleste… ¿Qué? ¿Qué te parece tu amigo?.
—Pero tú… tú no eres una mala persona.
—Y eso qué más da. Sí, yo nunca fui como mis compañeros, nunca disfruté matando, no torturé ni violé a nadie, pero estuve allí e hice lo que me tocó hacer. Tampoco habría podido hacer nada por nadie. Nadie hubiera dejado de morir porque yo no le hubiera matado.
—Cómo que no, al menos los que tú mataste.
—No, habrían muerto igual —Ricardo le miró y rió—. La inocencia de los occidentales. El mundo está lleno de psicópatas, y no están en los Estados Unidos ni hacen películas sobre ellos. Jack «el destripador» sería un corderito al lado de los psicópatas con los que yo trabajaba. Yo mismo ya he perdido la cuenta de todos los que maté, pero te aseguro que son muchos. Te diré una cosa… El mal no estaba en las selvas de Angola, Camboya o Colombia, el mal no éramos nosotros, el mal estaba sentado en un despacho pulcro y brillante a diez mil kilómetros de allí. Era un hombre impecablemente encorbatado que comía los domingos con su abuela y que habría vomitado si hubiera visto matar un conejo. Su arma era una pluma, cara y de tinta negra, y que no tenía ni puta idea de lo que provocaba.
—¿Quién era?
—¡Es una figura, hombre! si sólo hubiera habido uno creo que yo mismo hubiera ido a matarlo, pero son muchos, presidentes de empresas, jefes de gobiernos, gente con poder en general. Gente que está acostumbrada a que sus deseos se cumplan.
—No te entiendo.
—La mayoría de las veces ni siquiera saben lo que provocan. Ellos sólo ponen el dinero para que eso, lo que sea que desean, pase, y luego no quieren saber cómo va a pasar. Yo quiero una mina allí, y mueren quinientos indígenas sin que ellos quieran saber nada, yo quiero una carretera, yo quiero el petróleo más barato. Yo quiero, yo quiero, yo quiero, y detrás vamos nosotros matando para que ellos tengan lo que quieren. Que en Calcuta se están sindicando en las fábricas textiles, tranquilos, ya vamos nosotros, no sea que las niñas tengan que pagar un euro más por sus camisetas. Son los peores, Toni. Es la maldad aséptica de Occidente.
—Pero eso no te excusa a ti, Ricardo. Quizás es cierto que no habrías podido evitar ninguna muerte, pero de allí a participar en ello hay un largo camino.
—Lo sé, pero no creí que pudiera elegir, el camino me llevó. Escapé de mi casa, luego tuve que escapar de mi país, y un día estaba matando para sobrevivir. Luego piensas en dejarlo, pero… ¿tú crees que cuando uno le ha disparado a la cabeza a un niño puede volver a una ciudad y trabajar de guarda de seguridad en un parking? No, yo no lo veía posible.
—Pero lo hiciste, si no, no estarías aquí.
—Sí y por eso dicen que soy el mejor.
—¿Por qué?
—Dicen que me encapriché de una indiecita y que maté sin despeinarme a nueve de los más sanguinarios y despiadados asesinos que ha parido este mundo.
—¿Y es cierto?
—Como todas las leyendas, sólo a medias. No me encapriché de ninguna indiecita. Simplemente coincidió. Habíamos matado a todos, y ella consiguió esconderse. Yo la vi y no quise decir nada, que se salve, pensé, pero Jonjo también la vio. La sacaron de su escondite y la tiraron al suelo, se pusieron en corro a su alrededor. Yo ya sabía qué iba a venir luego, y ya te digo que no era una simple violación. No me quedé en el corro, yo nunca participaba de esas salvajadas, pero me dejaron espacio para verlo. Ella estaba asustada y me buscaba con la mirada, me pedía ayuda con los ojos. Esos ojos. No se parecía en nada a ella, hasta era de otro color, pero tenía la misma mirada que la primera mujer que maté a sangre fría. No pensé en nada. No quería ayudarla, ni tan sólo creí que pudiera hacerlo, simplemente me harté. Fue un suicidio que salió mal. Me levanté, saqué la pistola y les maté a todos, sólo escapó Ramón que se había quedado amontonando cadáveres para quemarlos.
—¿No se defendieron?
—Sí que lo hicieron, pero yo estaba bien colocado, me quedaron todos en fila de tal manera que se molestaban para disparar y… me imagino que el hecho de querer morir me… no sé. Fueron nueve personas nueve balas, no fallé ni una. Seguramente fue suerte, en ese momento ni siquiera me alegré, volví al lugar de donde me había levantado y me senté.
—¿La indiecita era Nadia?
—Sí, es lo único bueno que me ha pasado en la vida. Ella y vosotros sois las únicas personas buenas que he conocido nunca.
Los habíamos matado a todos, eran sus amigos, sus familiares, ¿y sabes qué hizo ella? Se sentó a mi lado y me consoló, me acarició la cabeza y la mejilla. Esa niña, ese día, me arrancó las únicas lágrimas que he vertido en mi vida. Huimos los dos juntos, ya que la había salvado no podía dejarla allí, estaba seguro de que tarde o temprano vendrían a por mí, pero cosas de la vida, la historia de lo que pasó se fue haciendo grande, y junto con otras más viejas que también se exageraron crearon la leyenda. Nadie nunca vino a darme caza, nadie se atrevía… Me retiré. No entiendo cómo esa mujer me amó tanto, y nunca sabrá ella lo que yo se lo agradezco, me dejó catar una vida que no me merecía. Afortunadamente, un día tomó la decisión correcta y me dejó, yo no habría soportado haberla hecho infeliz.
Toni lo observaba en silencio, pero no le juzgó. —Es curioso que no sea necesario ser una mala persona para hacer cosas horribles, ¿no? Creo que nunca habría pensado que fueras una persona capaz de matar.
—Uff, lo de matar está muy mitificado, todo el mundo es capaz de matar, sólo es cuestión de encontrarse en una situación que te obligue a ello. Una vez lo has hecho unas cuantas veces, le pierdes el respeto. Te sigue doliendo, pero llega un momento en que ya no ves los ojos de tus víctimas cuando se apagan las luces, simplemente entras en un estado de… sequedad, sí, te quedas como seco por dentro. Tienes la sensación de que si escupes escupirás arena. A menudo te preguntas por qué sigues caminando, y sólo la inercia lo justifica.
—Y a tus amigos, los que dices que eran unos psicópatas, ¿les sucedía lo mismo?
—No lo sé, no creo, y si les sucedía lo disimulaban muy bien. A mí siempre me pareció que disfrutaban matando y mutilando. La verdad es que eran unos grandes hijos de puta, y nunca fueron mis amigos, sólo mis compañeros, como lo era cualquiera que se pusiera a caminar a mi lado. Yo nunca tuve amigos hasta ahora.
—Si te refieres a mí, te lo agradezco. Hiciste bien en matarlos, el mundo está mejor sin ellos.
—No te creas, hay colas de psicópatas esperando ocupar sus puestos. Mientras algún hijo de puta rico les pague las armas y les garantice inmunidad siempre habrá un psicópata dispuesto a matar.
Yo era peor que ellos porque yo no estoy enfermo, yo sabía perfectamente que todo lo que hacíamos era una atrocidad y sin embargo seguí allí.
—Todos tenemos cosas que purgar, Ricardo, todos somos monstruos.
—Sí, pero unos más que otros.
—Eso lo dicta la vida amigo. Yo mismo maté a muchos niños.
Ricardo le miró, y le dijo —No me lo creo. Algo tienes en tu pasado que te atormenta, Toni, pero creo que sabría reconocer la mirada de un hombre que es capaz de matar a un niño, la he visto demasiadas veces y tú no la tienes.
—No les maté disparándoles a la cabeza, pero murieron por mi culpa y por mi estupidez premeditada.
—No te preocupes por eso. Si te consuela te diré que ese es el mal más extendido de la humanidad. A veces basta con otorgarle a un humano otro rango para que sea muy fácil matarle.
—¿Cómo? —le interrogo Toni.
—Sí, si a un humano dejas de considerarlo humano y lo llamas otra cosa ya es más fácil matarlo.
—Eso es lo que me sucedió a mí. No les llamaba niños, les llamaba experimentos. En el fondo intentaba conseguir lo mismo que con SAE, una conciencia creada por mí.
—¿Querías ser Dios?
—Soy Dios. Esta vez lo hemos conseguido y sin hacerle daño a nadie. Y te diré más, no hemos creado sólo una vida, hemos creado un universo entero tan complejo como el nuestro, por eso es tan importante que ese ordenador no se apague.
—Nunca he entendido muy bien esto de que SAE esté vivo.
—Pues lo está, en ese ordenador uno de los más avanzados del mundo hay dos programas terriblemente complejos, pero que funcionan con leyes muy simples. Uno es SAE, sujeto abstracto de experimentación, y el otro es Cosmos, y es básicamente lo que su nombre indica. SAE es un programa basado en una infinidad de subrutinas creadas a partir de sistemas de red neuronal que son capaces de generar nuevas redes neuronales al interferir con el programa Cosmos, y Cosmos es un gran programa que trabaja desarrollando un fractal básico hacia todos los puntos que SAE le requiera.
—No he entendido nada.
—Sí, dicho así es un poco complicado, pero para que me entiendas, SAE es un programa que simula un cerebro humano y Cosmos recrea un universo. Hemos puesto en contacto los dos para que se alteren mutuamente y luego hemos mirado si SAE reaccionaba humanamente ante él.
—¿Habéis creado un universo entero dentro de un ordenador?
—No, claro que no, eso es imposible e innecesario, sólo recreamos la parte que repercute en SAE.
—¿Cómo?
—Digamos que hemos creado una fórmula por la que se puede reproducir todo un universo. Es una fórmula infinita y por tanto irreproducible entera, pero sí nos permite recrear el universo en un punto y en un momento concreto. Ese punto y ese momento lo elige SAE, cuando mira, toca, huele es como si su mente estuviera preguntando, y cuando pregunta Cosmos contesta. No creo que él sea consciente de que es un programa, ni creo que su vida y su percepción de la realidad sean muy diferente de la nuestra.
—¿Y cómo estáis tan seguros de que está vivo? —preguntó Ricardo.
—Su percepción, y por tanto su tiempo, discurre a mucha más velocidad que el nuestro, esto nos hace imposible dialogar con él. Pero podemos registrar unos parámetros determinados ante cierto problema, que nos dicen si está vivo o no.
—Pero esto tiene un fallo, Toni.
—¿Cuál?
—¿Si su mundo va tan deprisa, cómo lo hacéis para saber a qué problemas se enfrenta?
—Mira, Ricardo, aquí hemos sido un poco malos. La semana pasada cambiamos Cosmos por Ncosmos. Éste es el mismo programa que Cosmos, pero sin las variables que SAE haya podido generar en el Cosmos original.
—A ver Toni, que yo me aclare. ¿Sacasteis a un pobre hombre de su universo y lo metisteis en un universo igual, pero en el que él nunca estuvo?
—Sí, más o menos es eso.
—Joder Toni, eso es una putada, ¿no?
—Sí, pero era la única manera de controlar un trauma en su vida y ver sus reacciones.
—Y cómo se lo tomó.
—Fatal, cómo quieres que se lo tome, pero se ha ido reponiendo. Por un momento nos temimos que se suicidara, pero se sobrepuso. Fue emocionante, sus reacciones y parámetros demostraron sin lugar a dudas que estaba vivo, que tenía conciencia, miedo, ansia, deseos y libre albedrío, es decir, que era humano.
Ricardo miró hacia la puerta, el suelo estaba blanco y el granizo no dejaba de caer. —Esto no hace pinta de parar y ahora que entiendo lo de SAE creo que tengo otra persona a la que salvar.
Toni se levantó —se me ha ocurrido una idea. —Cogió la mesa y le dio la vuelta, las patas eran de metal y Toni empezó a doblarlas ligeramente hacia adentro. Ricardo comprendió enseguida lo que Toni hacía y le ayudó con las dos que le quedaban.
—¿Crees que funcionará?
—Eso espero, si el viento no nos la quita de las manos, funcionará.

Capítulo 7

Madre, me amaste hasta en el olvido.
Ahora, apacigua mi memoria,
resguarda mi corazón…
lo necesito.

Me alejé un par de calles y cogí un taxi que me llevara a la estación de autobuses, a esa hora no salía ya ninguno hacia donde yo quería ir, así que me tocó hacer noche en un banco.
Yo quería largarme, irme a otro país donde poder empezar de nuevo sin el lastre de la pérdida que había tenido, pero para ello primero necesitaba desaparecer un tiempo hasta que todo este embrollo se calmara, y para eso tenía el sitio, La Escondida. Ya con el nombre lo decía todo, era una finca no muy grande, pero bien equipada, propiedad de Elena, que se encontraba en el culo del mundo. Un culo del mundo que resulta ser un lugar fantástico en el que estuve escribiendo mi segundo libro. Siempre pensé que era el lugar perfecto para esconderse. Se llega por un camino en muy mal estado, que sólo usa de vez en cuando algún que otro campesino para ir a buscar sus vacas. Hubo una época en que esos montes estuvieron llenos de vida, pero esa época pasó. Los jóvenes de los pueblos fueron marchándose a las ciudades y los pueblos fueron lentamente envejeciendo. Ahora son sólo ancianos los que los habitan. Se pasan el año esperando a que llegue el verano, en el que los jóvenes que hoy ya no son tan jóvenes, vuelven a la que un día fue su casa, devolviéndole así la vida a unos pueblos que ya van tachando sus últimos suspiros.
Es una antigua casa de campo que un día heredó Elena, y en la que suele pasar los veranos. No hay teléfono ni llega la corriente, pero tiene un pequeño generador que proporciona la suficiente electricidad como para conectar un ordenador o tener un poco de luz por la noche. La nevera funciona con butano que hay que bajar a buscar al pueblo, y tiene una chimenea preciosa. Pero lo más importante para mí de esa casa es que sé dónde hay escondida una llave y el código de la alarma, una alarma que en caso de sonar dudo que oyera nadie antes de que se le acabara la batería. Evidentemente, la única persona que podía aparecer por allí era Elena, y por lo que parecía estaba lo suficientemente ocupada como para hacerlo.
No era la primera vez que pasaba una noche en una estación, pero esta vez era diferente, no estaba en ningún país exótico viviendo una aventura que yo había elegido vivir. Ni tan siquiera tenía a nadie a quien, una vez pasado todo, contárselo mientras nos reíamos y llenamos una mesa de cascos vacíos de cerveza. La vida me está poniendo a prueba. Es curioso, no tengo ni puta idea de quién soy, mis recuerdos me están traicionando, mi mundo me ha borrado, incluso la única cosa material que poseía y que me relacionaba a mí con mi pasado, me la había olvidado en un coche, sin embargo, creo que fue ese el momento en que por primera vez tuve conciencia de ser yo. Porque excepto el día en que nací, nunca, yo, había querido decir sólo eso, yo, sin nada que se pegara al pronombre y que me significara. Ese día yo, ya no era mis amigos, yo, ya no era mis cosas, yo, ya no era mis trabajos, yo, ni siquiera era mis recuerdos. Por primera vez yo, era sólo yo. Y… queridos lectores, aunque os creáis que podéis entender lo que sentía, creedme, no podéis.
Exceptuando una pequeña disputa por el banco que tuve con un guiri hacia las tres de la madrugada, la noche pasó sin pena ni gloria. El autobús salía a las siete de la mañana, cosa que agradecí mucho pues ya estaba hasta los cojones de dar vueltas, primero por el banco y después por la estación. Me imagino que a estas alturas os estaréis preguntando por qué no os digo ni en que ciudad estoy, ni que si la zona a donde voy es tal, ni nada por el estilo. Veréis, cuando escribo un libro me encanta documentarme bien y en las descripciones suelo ser muy preciso, pero eso no tiene mucho mérito porque cuando describo una calle, una ciudad o una región, lo suelo hacer in situ, es decir, desde allí. Lo que sucede es que esto no es un libro como los demás que he escrito. Estoy sentado en un portal delante de la que hace una semana era mi casa, ha pasado Luna, una morita de diecisiete años de lo más simpática con la que había mantenido largas conversaciones, también ha pasado el tontarra de Pol, una de esas personas que me alegra que me hayan olvidado, también Ernesto, Leonardo, los hijos de Aparicio y unos cuantos vecinos más a los que solía saludar a menudo y que hoy ni me han reconocido. Aquí el lenguaje es espontáneo, como ya habréis notado, y la estructura es improvisada, y evidentemente no estoy en esos lugares de los que os hablo, ni tan siquiera tomé notas cuando estuve allí, por tanto, las descripciones son según mis recuerdos y lo que no está en ellos me lo invento. Es por eso que no doy muchos nombres, porque los lugares aun siendo verídicos no están fabricados con la realidad a la cual, al menos yo, estoy acostumbrado. Es por eso que el autobús salió a las siete hacia una de las provincias de este país más inhóspitas y abandonadas a su suerte, pero también a una de las más mágicas y hermosas, y con eso os tendréis que conformar por ahora.
El autobús me dejaba en un bonito pueblo de casas blancas aproximadamente a las doce del medio día. El sol lucía con ganas en el cielo, sin embargo, la sensación de frío era acojonante. Normalmente cuando salgo de casa prefiero pecar por llevar poca ropa y pasar un poco de frío si me equivoco, que pasarme y tener que acarrear todo el día con una pesada chaqueta, claro, que si hubiera sabido el lunes la que me estaba a punto de caer encima, habría salido de casa hecho un esquimal, y así no hubiera pasado tanto frío como pasé.
El pueblo es una preciosidad, una hermosa plaza con dos bares y unas cuantas calles que se abren desde ella en todas direcciones. Por la mayoría de ellas no pasaría ni un coche. Ese día no me paseé por allí, pero os puedo contar que seguramente si lo hubiera hecho me hubiera encontrado con Saturnino, un viejecito encantador que pasa los días sentado en el portal de su casa liándose cigarros y contándole a todo el que se atreva a escucharle que un día, cuando joven, conoció a Clark Gable en una película que rodaron por esas tierras. Seguro que Rogelia también está por allí, aporreando alguna alfombra. Y los tres o cuatro heavies del pueblo, con sus chupas de cuero y sus jeans ajustados, fumando petardos en el callejón de la Paquita. Estos pueblos son encantadores y poseedores, la mayoría de ellos, de una curiosa, austera y simpática fauna endémica. Estuve a punto de ir a ver si mis recuerdos también aquí coincidían con la realidad, pero no lo hice, la plaza mayor donde me dejó el autobús coincidía, y en esos momentos a mí ya me bastó. Me quedaban dos horas de pateo hasta La Escondida, allí podría encender fuego, calentarme y comer algo, ya que ésta tenía una buena despensa. Cuando llegué y la vi como en mi memoria, se me escapó un suspiro de tranquilidad, la llave estaba donde yo la recordaba y el código de la alarma era el mismo. Me encendí la chimenea, me calenté una lata de cocido que encontré, me senté en el sofá y me quedé dormido.Desperté de madrugada, comí algo más y reavivé el fuego. Y así, entre sofá, lata de comida y fuego se me pasó todo el día siguiente, y aunque parece difícil de creer, no sé si por miedo o por agotamiento, en todo ese tiempo mi cerebro no generó ni un solo pensamiento. Me sentaba junto a la ventana y contemplaba el día, los árboles moviéndose al viento, los pajaritos, y cuando se hacía de noche me quedaba colgado mirando el fuego hasta que me quedaba dormido en el sofá. Pero el jueves mi rutina cambió, y no es que la cambiara yo, que va, es que cuando desperté, que serían las once o las doce, olía a café.
—¿Elena? ¿Qué haces aquí?
—Eso debería preguntarte yo a ti, te recuerdo que esta es mi casa. —Y así de tranquila, allí, en la puerta de la cocina, con una taza de café en la mano, estaba ella, como si nada. Por un momento pensé que esto podía ser como uno de esos guiones baratos en los que enrevesan la historia de mala manera, y cuando ya no saben cómo continuar, hacen despertar al personaje y lo sitúan todo en un sueño.
—¿Me conoces? —le pregunté con la esperanza de que me contestara— pues claro que sí, ¿cómo no te voy a conocer? —pero no fue así.
No, lo que me dijo fue —Lo cierto es que no tengo ni idea de quién eres, aunque tengo que reconocer que tengo muchas ganas de saberlo. Me tienes realmente desconcertada.
Se acercó a mí y me dio la taza de café, se sentó en la butaca y se me quedó mirando mientras sonreía. No era una sonrisa maliciosa, era una sonrisa que yo conocía bien. Elena solía sonreír así cuando algo la excitaba de verdad, y digo excitación en su acepción general, no sólo sexual, que conste.
—¿Cómo me has encontrado? —ella respondió con una mirada hacia la mesita de centro que había entre el sofá y la chimenea. A mí se me escaparon, no, me explotaron las lágrimas. Estaba allí, ya lo había dado por perdido, pero estaba allí, era mi libro. Lo cogí y lo abracé como un niño abrazaría a su osito de peluche favorito, al parecer todos estos acontecimientos estaban devolviendo mis reacciones a la infancia.
—Me has tenido desconcertada desde el principio, primero irrumpes en mi oficina diciendo que me conoces, y lo jodido es que parece que me conoces, sabes lo de Laica y mis zapatos, sabes lo del coche nuevo de Raúl, te sabes los nombres de todos, ¿es para quedarse una un poco desconcertada, no? Cuando te fuiste llamé a un amigo mío policía.
—Alejandro —intervine yo.
—¡Vaya! también le conoces.
—Tu y yo éramos muy buenos amigos y durante un tiempo incluso algo más.
—Bueno, no pretenderé entender esto por ahora, cuando acabe me tienes que contar muchas cosas, pero ahora me toca a mí. La cuestión es que te busqué en la guía y aunque no te encontré a ti sí encontré a la que dices que es tu hermana. Gracias a Alejandro también encontré a toda una lista de personas que junto con tu, entre comillas, hermana compartían el honor de haber recibido una llamada de un desconocido que lo sabía todo de ellos y que les preguntaba si le conocían, pero a partir de allí ya te perdí la pista hasta que, a eso de las nueve de la tarde, recibí una llamada de Raquel.
—¿Cómo te localizó?
—Yo le dejé el teléfono cuando la llamé al medio día. Bien, el asunto es que resulta que tú acababas de secuestrar a su madre, y la pobre mujer estaba desesperada. Quedé con ella en la comisaría. En la residencia tenían una cámara de seguridad en la entrada que filmó perfectamente tu huida. Me necesitaban a mí para identificarte como la persona que había irrumpido por la mañana en mi despacho. Y así lo hice. Otra cosa que me llamó la atención, y aunque nadie en ese momento lo dijo, creo que todos nos dimos cuenta, es que tú y Raquel sois iguales, tenéis la misma cara, y eso no lo puede negar nadie.
—Siempre nos lo han dicho —añadí yo. Pero ella me miró con una cara de, no me chulees más, que me hizo callar en seco.
—¿Tú sabes lo asustada que estaba tu supuesta hermana?
—¿Tú sabes lo que es salir un día de tu casa y que de repente todos se hayan olvidado de ti, que ya no existas para la gente que amas? Cuando encontré a mi madre todo era como antes, era la única persona con la que nada había cambiado. No pude separarme de ella. Fue un impulso, luego me arrepentí, pensé en Raquel y pensé también en mi madre, fue cuando llamé primero a casa y después a los bomberos. Me escondí en un callejón que hay cerca de allí y no me fui hasta que Raquel llegó. La sorpresa fue mía cuando del coche te bajaste tú también.
—Cuando llamaron los bomberos a la comisaría yo estaba allí. No me hubiera perdido eso por nada del mundo, además, de los allí presentes la única persona que te había visto en vivo y en directo era yo. Tenía que ir, aunque sólo fuera para reconocerte. Raquel comentó que el Sabuco era un restaurante al que su madre la solía llevar a menudo cuando era pequeña. Parecía que cada dato que llegaba aumentaba un poco más el misterio, todo parecía confirmar tu versión. El problema era que tu versión es imposible.
—¿Todavía lo crees así?
—Ya no sé que pensar. El camarero afirmaba que habías sido extremadamente cariñoso con tu madre, lo mismo decía el pobre celador al que le pegaste en la residencia.
—¿Se encuentra bien?
—Perfectamente, un poco magullado al principio, pero perfectamente. —Creo que hasta Raquel estaba empezando a dudar de sí misma. Estuvimos hablando con ella y su marido hasta tarde. Nos enteramos también de que habías llamado a su casa y que habías reñido a su niñera por no estar atenta.
—¿Os lo dijo ella?
—No, Héctor.
—¡Ah! ya decía yo.
—Es espabilado ese niño —añadió Elena.
—Sí, ¿verdad? —Ella me volvió a mirar de esa manera y yo me volví a callar. Nos lo miráramos como nos lo miráramos no le veíamos la cabeza a la serpiente por ningún lado. Al final, decidimos irnos a dormir y esperar acontecimientos, todos teníamos la sensación de que todo esto no se iba a quedar así. Lo que sí que parecía que entre todos teníamos bastante claro es que no había mala leche por tu parte, así que al día siguiente, Raquel fue a retirar la denuncia, convencí a la gente de la residencia, no me preguntes cómo, de que no presentara cargos, y todos volvimos a nuestra vida habitual. Hasta que el martes por la noche me llamó Alejandro y me dijo que me pasara por la comisaría que tenía una sorpresa para mí.
—Y la sorpresa era ésta —le dije mientras le mostraba el manuscrito.
—Exactamente, una bolsa con comida y un libro, muy bueno por cierto, que habían encontrado en el coche del celador. El libro me imagino que lo has escrito tú. —Yo asentí con la cabeza y ella continuó hablando— me llamó mucho la atención cuando la protagonista de tu segunda historia se esconde en una casa que extrañamente se parece mucho a esta, y en la que la llave estaba guardada justo donde yo la guardo y el número de la alarma es exactamente el mismo que tiene esta casa. Esto, junto con la afirmación, «si había un lugar en el mundo donde refugiarse y sentirse seguro cuando todo se tuerce ese tenía que ser éste» me hizo pensar que quizás estabas aquí. Así que como no hay teléfono decidí venir a ver. Y aquí estoy. Ahora te toca hablar a ti.
Yo le conté a ella, más o menos, lo mismo que os he contado a vosotros, luego le hablé de ella y de mí. A estas alturas estaba claro que ya había conseguido la credibilidad necesaria para que me creyera en todo lo que le contaba, cosa que a mí me relajó bastante. Por un momento pensé que ahora me podría inventar cualquier cosa que colaría, pero no era necesario. Lo cierto es que la realidad ya era suficientemente espectacular como para no hacer necesaria ninguna exageración. Ella escuchaba con atención todas las cosas que le contaba sobre ella misma. A mí me costaba concentrarme. Ella es de esas personas que no te seduce hablando, te seduce escuchando. Lo hace con tanta atención que parece que sus sentidos acaricien tu ego, pero además, es que la hija de puta está tan buena… me molesta que una mujer tenga tanto poder sobre mí, me hace sentir inseguro, como un niño. Pero lo cierto es que ella lo tiene, siempre lo ha tenido. Hubo un día en que me confesó que yo era el hombre con el que más tiempo había estado. Cuando me dejó, porque evidentemente me dejó ella, yo me hice el duro, siempre había sido algo que tenía que suceder. La verdad es que nunca conté con estar para siempre con ella, pero he de reconocer que me hubiera encantado. Nunca en la vida, y eso que mi vida ya empieza a ser larga, he sido tan feliz con una mujer. Era mi amiga, mi amante y mi folladora. No sólo no era celosa, sino que se ponía como una moto cuando le contaba cómo me había enrollado con otra mujer. Incluso en dos ocasiones lo hice delante suyo. No os creáis ahora que eso era gratis, ella no es una mujer fácil. Puedes estar tres días sin saber nada de ella y te aparece increíblemente contenta explicándote cómo se ha pasado tres días follando con un negro colombiano que estaba buenísimo, y a ti te toca sonreír y parecer interesado. Se pasó el año y pico que estuvimos liados intentándome convencer para que me lo hiciera con otro hombre. Y yo, lo siento mucho, pero no, quizás es educación, o quizás genética, no lo sé, sólo sé que la idea de que un hombre me bese me parece repulsiva, y me sabe mal, porque no debería ser así, pero es una cuestión de sentimientos y estos no entienden de razones. La ventaja es que a ella le encanta hacer el amor con otras mujeres y muchas veces me dejaban participar. Ahora estaréis pensando que una mujer así no puede existir, que sería demasiado perfecta, un sueño. Pues estáis equivocados, sí que existen, pero más que un sueño lo que pueden llegar a ser es una pesadilla. Si alguna vez os enamoráis de una mujer así, más vale que demoláis todos vuestros esquemas mentales y os preparéis para darle un nuevo significado a la palabra tolerancia, si no sois capaces de hacer esto, que Dios se apiade de vosotros porque ella no lo hará. Cosas como ésta le conté, como las que os estoy contando a vosotros ahora. A ella parecía encantarle todo lo que yo decía.
—Lo sabes todo de mí y sin embargo no te conozco.
—¿Te da miedo? —le pregunté.
—Me encanta, es como si un fantasma, un amigo de las sombras, alguien que me quiere y me conoce, pero no me juzga, hubiera aparecido de repente y me hubiera dicho, Elena, yo siempre he estado allí. Hola. Es magnífico. ¿Por qué te dejé?
—Me dijiste que llevabas tiempo intentado decidir si me dejabas o te ibas a vivir conmigo… y me dejaste.
—La historia de mi vida, me aterroriza el compromiso. ¿Dices que estuvimos un año y medio juntos?, ¡Joder! te debía querer mucho, ¿cuánto hace de esto?
—Seis o siete años, aproximadamente.
—Yo era muy guapa por esa época.
—Y todavía lo eres.
—Los años no pasan en balde.
—Para ti lo parece, en cambio yo me he puesto un poco fondón.
—¿Fondón? No es por nada, pero estas muy bueno. —Me alegró esta afirmación, me levanté y me miré en un espejo que había en el fondo de la sala. ¡Coño! Serían los nervios, lo poco que había comido, o algún efecto colateral de la especie de broma cósmica ésta, pero de verdad que hacía años que no me veía tan delgado. No llegaba al nivel de los viejos tiempos, pero casi. En cambio, la cara la tenía demacrada.
—Es acojonante, debo haber perdido quince kilos como mínimo, pero he envejecido también quince años.
—A mí me gustas. —Se me acercó, se puso delante de mí y me besó. Dejaba que sus labios resbalaran por los míos mientras su lengua acariciaba con dulzura la mía. Dejó que sus manos pasearan impúdicamente por mi cuerpo hasta que una de ellas, creo que la izquierda se posó sobre mi polla y me la apretó con fuerza, luego me soltó se separó de mí y me dijo— ¿qué?, ¿comemos algo?, he traído comida fresca. —Y se fue hacia la cocina, sacó una bolsa de un armario y se puso a cocinar.
Yo, mientras, me reía. La muy puta me había dejado como una piedra. Fui por detrás y sutilmente le levanté la camisa blanca que llevaba y le besé la cintura, se la acaricié y dejé que mis manos subieran resbalando hasta sus pechos, evidentemente no llevaba sujetadores. Esta vez yo jugaba con ventaja, conozco sus puntos débiles. Dejé que el bulto que ella me había provocado en los pantalones se restregara por su culo, y cuando ella ya entornaba los ojos y retorcía su espalda yo me separé de ella y le dije —¿te ayudo en algo?
Ella se rió, me dio una cebolla y un cuchillo y me dijo —pica —luego se acercó me besó en la mejilla y me dijo al oído— empiezo a entender por que aguanté tanto contigo —y siguió cocinando.
Sentí un tacto húmedo y cálido cerca de la base del cuello que me deslizó con suavidad desde lo abstracto a lo tangible.  Tardé unos segundos en identificar esa hermosa sensación de calidez húmeda que me bajaba por el cuello, eran los labios de Elena, así da gusto despertar. No sabía qué hora era, pero debía ser tarde. Vaya noche y vaya tarde, no me extraña que estuviera cansado. Después de comer, nos levantamos a llevar los platos a la fregadera, yo dejé los míos y justo en el momento en que ella dejó los suyos la agarré fuerte del cabello y la lancé contra la pared, cogida por el pelo con la mano derecha con la izquierda le apretaba con fuerza el coño. Llevaba unos tejanos ajustados que le dibujaban un culo maravilloso.
—¿Quieres que te folle? —Le dije suave al oído.
—Fóllame, fóllame, rápido —me pidió, pero yo quería que me lo pidiera más, y así lo hizo, le arranqué la camisa y dejé sus pechos a la vista. La tiré al suelo y le quité los pantalones. Ella se mantuvo allí con los pechos aplastándose contra las baldosas. Me arrodillé, le doblé una de sus piernas hacia un lado y le arranqué también las bragas. Le metía los dedos mientras le mordisqueaba el culo. Ella arqueaba en pequeños espasmos su espalda y levantaba sus nalgas del suelo. Yo le empecé a chupar el coño mientras me intentaba quitar los pantalones, y cuando lo conseguí la penetré. Habíamos estado poniéndonos cachondos durante toda la comida y cuando ésta acabó… explotamos. Después estuvimos jugando y follando hasta que nos quedamos dormidos, y luego, el despertar… ya no me acordaba de la manera tan maravillosa que tiene esa mujer de despertar a un hombre. Justo después de correrme, mientras mi corazón intentaba volver a su ritmo normal y Elena me miraba desde abajo sonriente, con los labios brillantes me acordé de que para ella era la primera vez que follábamos. Se recostó en una de mis piernas y la abrazó con cariño. Yo le acaricié la cabeza y le dije— no te asustes ni salgas corriendo, pero te quiero.
Ella me miró y con dulzura me dijo —lo sé, lo noto y no me da miedo… me debo estar haciendo mayor porque creo que me gusta. ¿Te llegué a decir alguna vez que te quería?
—Sí, unas cuantas veces.
—No sé la Elena que tu conoces, pero ésta que ves jamás se lo ha dicho a nadie.
—Es posible que la que yo conocí seas tú.
—Es posible —me contestó. Escaló suavemente hasta mi cuello, hundió la cara en él y se quedó dormida otra vez mientras yo le acariciaba la espalda.
Y allí, con ella, en ese oasis en la locura, estuve hasta ayer por la tarde en que decidí venirme hacia aquí, si Elena me creyó por qué no lo va a hacer mi hermana.
Llevo toda la mañana aquí sentado releyendo mi libro, esperando a que ella salga. Mi vida parece un cuento olvidado en un cajón. Ya no sé si estoy loco o no, si he existido hasta hoy o no. Pero creo que ya no me importa, en estos momentos esto es irrelevante. Lo verdaderamente importante ahora es evitar ser destruido por toda esta sarta de sin razones que me han sucedido. Ahora para mí no son importantes los porqués, ahora lo que importa son los cómos. ¿Cómo rehacer mi vida? ¿Cómo recuperar a mis seres queridos? ¿Cómo seguir viviendo con un pasado irreal?… aunque eso es lo que me importa a mí, vosotros, me imagino que como lectores exigiréis porqués, ¿porqué pienso que os he creado? ¿Por qué estoy en esta situación? Pero deberá ser más tarde, alguien ha abierto la puerta en casa de mi hermana, seguro que debe ser ella, y no le voy a hablar con una grabadora en la mano, ya se asustará bastante cuando se encuentre de frente con el señor que secuestró a su madre. Me va a tocar ir despacio, con cautela, la conozco bien y sé que le va a costar, pero esa es también mi baza para recuperar a los que amo, que les conozco bien, y sé que si no me conocen les debe hacer mucha falta alguien como yo. Bien, ya sale. Sí, es ella. Debo detener esta narración hasta más tarde. Tranquilos, no desapareceréis cuando yo no esté. No funciona así.

Capítulo 8

Te negué y ahora soy tu mazo.
Temo el poder que me has dado…
No, me temo a mí.

Gabriel estaba sentado en un banco de pesas al fondo del gimnasio. Tenía aspecto contrariado, las cosas le estaban saliendo bien, pero no como él quería. Laura gimoteaba sentada en el suelo, con las piernas recogidas entre los brazos, en una esquina. Marga tenía las manos planas en el espejo y se miraba a sí misma como sin comprender. Martín daba vueltas nervioso por el centro del gimnasio. Gabriel pensó que ellos eran los más débiles, ellos habían caído de lleno bajo su influencia. Ricardo y Toni ya hacía un rato que se habían ido, tocaba darse prisa, no quería que llegasen antes de que hubiera acabado con ellos.
En la mente de Martín, un burócrata aburrido y desapasionado, sólo había espacio para un pensamiento —Voy a morir— y para un sentimiento, el terror. Daba vueltas y más vueltas como un león enjaulado esperando que quizás en la siguiente se vislumbrara una salida—.Voy a morir —se repetía una y otra vez ,voy a morir. Hasta que se dio cuenta de que no podía morir y se detuvo.
—Hija, mi hija. No la puedo dejar sola, ella me necesita. —La imagen de su hija se le apareció delante de sus ojos, era una niña hermosa, de unos trece años. No era una imagen actual, era de hacía unos seis años. Estaban en verano, iban con su mujer en el coche y se dirigían a la playa, ella estaba en el asiento de atrás, abrazaba a su padre y le daba besos, él se enfadaba porque estaba conduciendo y era peligroso, pero por dentro la situación le hacía extremadamente feliz, sentía ese fuego cálido de hermosa felicidad que se siente en ocasiones en la vida, claro que eso fue hace seis años, antes de que todo empeorara. La niña se hizo mujer y empezó a portarse mal, por decirlo de alguna manera. Su actitud se volvió claramente rebelde, no quería estudiar, le desafiaba sistemáticamente. Más tarde le dio por beber y traía chicos a casa cuando ellos no estaban. Ahora tiene diecinueve años, ya no vive con ellos y se ven en contadas ocasiones, se ha enterado de que ha tenido problemas con la policía. Tiene ganas de llamarla, pero no lo hace, ¿por qué?. Todo empezó ese día hace seis años en la playa, él se distanció de ella.
—¿Ya no me quiere? —se preguntaba ella.— ¿Por qué no me abraza nunca?, ¿por qué me echa de su lado?, —y era cierto, desde ese día Martín empezó a huir de su hija, si le preguntásemos, él lo negaría, pero es cierto, ya nunca le da un abrazo, ni un beso y se siente incómodo cuando está cerca. Ella no lo entiende y le provoca, quiere que le quiera como antes, pero Martín no puede, le da miedo. Cuando hace cinco años le ofrecieron un trabajo que requería aislamiento completo durante, como mínimo, cinco días a la semana, no se lo pensó, él no sabía por qué, o sí que lo sabía, sólo que no se atrevía a reconocérselo, la cuestión es que necesitaba huir de su casa, o mejor dicho, de su hija.
Ahora llora pensando en ella y ese día se hace real en sus ojos. Él está estirado boca arriba, tomando el sol, la niña viene de bañarse y se lanza mojada encima de su padre, Martín se incorpora sobresaltado, ella le sacude el pelo encima mientras ríe. Tiene un cabello castaño claro que le llega hasta los hombros, y una cara dulce y hermosa. Forcejean un rato jugando y riendo. Ella se queda estirada encima de él, y él le acaricia la espalda. Está contento con su hija, la ama, la quiere con locura. Le acaricia los hombros y luego la espalda, deja caer sus dedos por su cintura y se sorprende al sentir la curva que esta hace y su piel suave, sigue subiendo sus manos por su culo, es redondo y fuerte, hermoso piensa él, luego las manos le bajan por la pierna, tiene una a cada lado de su cuerpo, ella se ha quedado dormida, o al menos tiene los ojos cerrados, cuando vuelve a subir la mano la sube por la parte interna y cuando llega al muslo se detiene. Sus piernas son contorneadas. Empieza a ponerse nervioso, por el frío del agua o por lo que sea, a ella se le han endurecido los pezones y los siente clavados en su pecho, y una erección le ha surgido con violencia que contacta con la vulva de su hija. Se pone muy nervioso, la mira, está todavía dormida, siente sus labios inferiores presionando contra su erección. Está sudando, nunca se ha sentido tan mal. Ella sonríe y duerme. No puede más, la echa con brusquedad hacia un lado, la erección es cada vez más fuerte, es hasta dolorosa. Mira alrededor, ya no hay nadie, no hay ni mar, ella está allí con esos labios y esos pezones, mirándole.
—Papá, ¿qué te pasa? —no hay ningún sitio donde esconderse, y corre, intenta huir, pero por mucho que corre ella sigue allí.
Gabriel le observaba desde su banco. Martín daba vueltas llorando y agarrándose el miembro como un loco. —No puedo —chilló angustiado y salió corriendo hacia el comedor atravesando el vestíbulo, ni siquiera vio a Salaf que le observaba de rodillas desde el primer rellano de la escalera, sólo veía a su hija, que por mucho que corriera seguía allí, creciendo, y haciéndose más y más bonita cada día. Cuando llegó al comedor ella ya tenía a sus ojos unos diecisiete años, los pechitos ya no eran pechitos y sus piernas se habían hecho fuertes y hermosas, y le decía— Papá, quiéreme por favor, quiéreme —pero Martín no podía, no podía acercarse a ella porque ella le excitaba e intentó huir otra vez, se tropezó con el cadáver de Héctor y ni se fijo en Guillermo, cruzó el comedor hasta la cocina y ella seguía allí pidiéndole un amor a su padre que éste no le podía dar—. Papá, quiéreme, te necesito. —Pero él no podía. De repente una idea le asaltó la mente, sabía lo que tenía que hacer. Corrió hasta un cajón, lo abrió y sacó un gigantesco cuchillo de cocina.— Papá, quiéreme.
—Ahora hija, ahora podré quererte como antes. —Martín se bajó los pantalones y los calzoncillos se agarró el falo con la mano izquierda y con la derecha apoyó el filo en su base.
—Qué haces papá, no lo hagas.
Martín miró hacia el vacío, donde él veía a su hija, y le dijo —ahora te podré volver a abrazar, mi amor. Y apretó con fuerza. Un grito ahogado de dolor se le escapó, pero sonrió, miró el trozo de carne que tenía entre las manos y lo tiró con desprecio al suelo.
—Pero papá, ¿qué has hecho?.
—Lo que era necesario, hija mía, para que podamos estar juntos.
—No, papá, ahora morirás. Yo sólo quería que me abrazaras, que me amaras, me daba igual lo que le pasara a tu cuerpo, no me importaba si te sentías excitado o no, yo sé que tú nunca me hubieras hecho daño, yo sólo quería tu cariño y ahora morirás. Me dejas sola papá. —Martín miró al suelo y vio un enorme charco de sangre que le bajaba por las piernas, miró a su hija y ya no era una mujer, era otra vez una niña, sin curvas, sin labios brillantes, una niña que lloraba porque su padre estaba a punto de morir—. Te odio, dijo ella y salió corriendo.Él quiso seguirla, pero las fuerzas le fallaron y cayó de rodillas, murió despacio, sin entender, sin llorar, sólo miraba a su hija corriendo y alejándose de él, intentando retener en su retina esa imagen que tanto amó y que perdió víctima de la estupidez, por si a donde fuera que le tocara ir ahora se la podía llevar consigo.
En cuanto Martín salió del gimnasio, Gabriel se despreocupó de él. Sabía sobradamente que Martín era un tipo débil y que no se resistiría a su destino. La idea de aprovecharse de las debilidades y los miedos internos de sus amigos para orquestar una escenografía que les obligara a acabar con su vida ellos mismos, sin que él tuviera que intervenir, le parecía divertida, o como mínimo, más creativo que simplemente matarlos. Cuando penetró esa noche en la mente de sus compañeros, se sorprendió. Siempre había pensado que él era un ser torturado y lleno de demonios, pero descubrir que todos los demás compartían esa característica le llenó de satisfacción. Hay que decir que en el fondo no todos habían sufrido malos tratos de pequeños, como él, ni habían tenido una vida tan complicada y dura como Domingo, pero no hacía falta que te torturase la vida para tener una vida torturada.
—Mira por ejemplo a Martín, un hombre simple con una vida simple, lo tenía muy fácil, pero él mismo se lo complicó. Igual que estas dos —pensó, mirándolas— ahí tienes a Marga, familia estructurada, éxito en la vida, todo a su favor… y mírala ahora. Marga miraba fijamente su imagen en el espejo y no se reconocía, movía las manos y hacía muecas, la imagen le seguía, pero algo fallaba y no entendía qué era. Una víctima de ella misma, siempre fue la más, en el colegio, en su clase era la más guapa y la más lista, en cuanto creció ya no era tan guapa, pero siempre siguió siendo la más lista, luego llegó la universidad, exactas, y, claro, volvió a ser la más guapa, no es que tuviera mucho mérito, ya que en su clase sólo había nueve mujeres, pero eso no importa, lo importante es que te adulen y a Marga siempre la adularon. No había terminado todavía la carrera y ya había publicado un par de artículos sobre matemática cuántica que fueron revolucionarios. Su éxito le vino rodado y no sólo por el hecho de tener una inteligencia fuera de lo común, también su aspecto y el hecho de que fuera una mujer tuvo mucho que ver. Realmente debería ser insultante que a la gente le sorprendiera encontrar juntas en una mujer inteligencia y belleza, pero a ella nunca le molestó, no sólo eso, se aprovechó de ello. Se convirtió en un matemático mediático, la invitaban a televisiones, le hacían entrevistas en los periódicos, incluso llegó a desfilar en un par de pasarelas y a salir medio desnuda en la revista Playboy. Pero con independencia de este hecho fue, y sigue siendo, uno de los matemáticos más brillantes del mundo. Con todo esto no es de extrañar que la chica se volviera un poco pedante. Pero llamarle pedantería a lo que le sucede a Marga es quedarse un poco corto. Ella siempre se vio por encima de los demás, nunca trató a nadie como a un igual y eso la hizo una desgraciada porque la condenó a la soledad. Esa súper mujer que piensa ella que es, hoy, a sus cuarenta y cuatro años, ya no es la mujer hermosa que fue, su culo se ha ensanchado y sus tetas se han caído, ella no se da cuenta, o no se quiere dar cuenta, pero súper Marga ya no es súper Marga. Se ha pasado la vida despreciando a los demás. Ella era demasiado buena para nadie, tanto que esa mujer que tantos han deseado resulta siendo virgen. Nunca ha echado un polvo, pobre, me da pena, sólo se quiere a sí misma. Pero también es a ella a quien más teme. Tiene pánico a que esa imagen de Marga, la mujer perfecta, que ha fabricado con los años, no se aguante en la intimidad. Me da pena, no debería morir virgen, pero sólo se me ocurre una persona que merezca follársela —y se rió.— Luego está Laura, qué mujer, ella sí es un genio, incluso mucho más que Toni. No creo que haya existido en la historia de la humanidad nunca alguien que haya reunido en una misma persona tanta inteligencia y belleza como ella. Tengo que reconocer que si no fuera porque voy a morir, me enfrentaría al mismísimo Dios por salvarla. No querría vivir en un mundo donde ella no estuviera. Pero mírala, acurrucada en una esquina gimoteando como cuando era pequeña. ¿Por qué será que le teme tanto a las personas? ¿Será que su inteligencia le hace ver cómo somos realmente todos por dentro? No lo sé. La verdad es que no tiene ningún recuerdo traumático que justifique ese pánico a cualquier tipo de acercamiento personal hacia alguien. Sí, es cierto que el chico de quince años que la desvirgó cuando ella tenía trece luego la humilló en público, pero no me ha parecido a mí que eso le afectara tanto, a no ser por el gusto que le cogió al sexo desde ese día. Cuando esto sucedió ella ya era muy rica aunque nadie, ni siquiera sus padres, lo supieran. Su padre tenía una pequeña tienda de informática y ella ya jugaba con ordenadores cuando estos tenían dieciséis bits y todavía no le llegaban los pies para darle a los pedales. A los diez años ya tenía un dominio total y absoluto de la informática y asistió como espectadora de lujo a los albores de Internet. Comprendió antes que nadie en lo que se iba a convertir y en cómo aprovecharse de ella. Registró dominios con los nombres de las empresas más importantes. Generó troyanos cuando todavía ni se había inventado el término. Para ella no había secretos, entraba, miraba y salía sin dejar rastro. Usaba la información con cuidado para no despertar sospechas en nadie. Un año y medio después, en Zurich, un edificio de doce plantas era comprado por una empresa de inversión en bolsa. Trabajaron en él doscientos cuarenta personas, pero ni siquiera el director sabía exactamente de dónde venía el capital. Sí sabía que era aportado por dos empresas, una de las Islas Caimán y otra de Gibraltar, pero si intentabas ir más atrás te perdías en un complicado entramado de empresas fabricado expresamente para esconder que detrás de todas ellas se ocultaba una niña de doce años recién cumplidos. Cuando a los seis años le hicieron un test de coeficiente intelectual se generó un revuelo importante a su alrededor, la niña había batido el récord mundial no sólo de su edad, sino el absoluto. Le hicieron repetir el test, podría haber sido casual. En el segundo test también dio muy alto, pero dentro de unos parámetros razonables para su edad, todo el mundo se quedó más tranquilo y ella aprendió que no debía dejar que los demás se dieran cuenta de lo inteligente que era. A partir de allí se mantuvo siempre en segundo plano, sacaba buenas notas, pero intentaba siempre no ser la mejor en nada, no llamar la atención. Una niña muy tímida, decían sus profesores, incluso una vez le recomendaron a su padre que la llevara al psicólogo ya que, según dijo el maestro, la niña tenía problemas para relacionarse con los demás. Pero su padre adoraba a su niña y quizás era el único que se dio cuenta desde el principio que ella era especial, aunque yo creo que fue así porque sólo a él le dejó que se diera cuenta. En el fondo creo que su padre es la única persona en la que Laura confía.
Hoy esa chiquilla asustada que se acurruca en el fondo del gimnasio es una de las personas más poderosas del mundo, y nadie lo sabe. Tiene un plan para arreglar esta mierda de planeta. Acabar con la superpoblación, el hambre, las guerras y la pobreza… y lo jodido es que creo que lo conseguiría… pero… va a ser que no. Porque hoy le toca morir, y con ella no jugaré como con los demás, me la quiero follar, quiero poseerla antes de morir. No va a ser tan teatral como con los otros, pero no me quiero ir de este mundo sin tener a la mujer más perfecta que ha existido. Y en el fondo tampoco es nada desacorde con su vida. El sexo ha sido su único vicio. Siempre le ha pagado a hombres por tenerlo. Esa niña a conseguido prostituir a los actores y cantantes más importantes de su tiempo. De repente les cancelaban los contratos si no pasaban la noche con una fan de dieciséis años, o simplemente les ponía encima de la mesa un talón lleno de ceros. Muchos de ellos llegaron a enamorarse en una sola noche de ella, pero ella nunca se enamoró, sólo quería sexo, y una vez conseguido les cerraba la puerta y jamás volvían a saber de ella. Sólo hay una persona en su vida con la que hubiera deseado intimar, Toni, ¿quizás porque veía en él a alguien de su nivel? O porque parecía tan alejado de las personas como ella. Seguro que conocía su pasado y su verdadero nombre, seguro que sabe cuáles son sus pesadillas. No me extrañaría descubrir que fue ella quien movió pieza para conseguir que se le diera tanta prioridad a este proyecto. Eso ahora ya da igual, esta noche vamos a morir todos, pero antes yo me la voy a follar.
Marga miraba su rostro en el espejo, estaba sonriendo, eso no era posible, ella estaba aterrada, no estaba sonriendo, pero la imagen sí lo hacía. Apoyó las manos planas en el espejo y las manos de la imagen se apoyaron junto a las suyas. Miraba, pero no entendía, los dedos de la imagen se cruzaron con los suyos y sus manos se cerraron sobre las suyas. Marga se asustó e intentó huir, pero no pudo, la imagen la agarró con fuerza y la plegó obligándola a arrodillarse, sacó la cabeza del espejo y se situó a escasos centímetros de los ojos de Marga como si quisiera verse a través de sus retinas. Marga estaba aterrorizada, tenía su rostro y su cuerpo, pero parecía otra, tenía un respirar sonoro y su gesto se arrugaba sobre sí mismo, la espalda se le encorvaba y parecía tener los brazos más largos de lo normal. Era como un animal salvaje. Sacó el cuerpo del espejo, aunque más que sacarlo lo que pareció es que se despegaba de él. Golpeó a Marga en la cara con la rodilla y ésta se desmoronó, la cogió por el pelo y la lanzó a medio gimnasio. De un salto llegó hasta ella y entonces Laura gritó al verla. La imagen se detuvo, arrastraba las manos por el suelo y se veía el pecho movérsele con la respiración. El pelo le caía salvaje por la cara y enseñaba los dientes, era la misma persona que Marga, pero ésta daba miedo, incluso Gabriel, al verla, retrocedió un metro adentrándose más en las sombras. La imagen se había detenido, Marga quería retroceder, pero el pánico la había paralizado, la imagen giraba la cabeza mirando simultáneamente a Laura y a Marga, como si dudase.
Gabriel lo miraba todo anonadado. —¿Qué haces? Detente —chilló a la imagen cuando ésta dio un salto hasta donde estaba Laura—. ¡Para!, ella no es para ti —pero la imagen ya estaba encima de ella la agarró por el cuello y la elevó por el aire, la lanzó contra una de las máquinas. Ella quedó de espaldas en el asiento y la imagen de un zarpazo le arranco toda la ropa de la parte superior dejando cuatro rayas rojas marcadas en su espalda, Laura chilló y pataleó, pero la imagen la tenía bien agarrada con la mano apretándole la cara contra el banco. Le lamía la espalda, saboreándola, como un perro—. Detente —gritaba Gabriel desde el otro lado del gimnasio—. Es mía —pero la imagen ignoraba totalmente sus palabras, Gabriel no comprendía nada, él la había creado, de acuerdo que para hacerlo usó la parte más oscura de la mente de Marga, pero él era su creador y por tanto la imagen debía obedecerle, aunque era obvio que no lo hacía. La imagen ya le había bajado los pantalones a Laura y le introducía todos los dedos en la vagina mientras ésta chillaba desconsolada.— Que te detengas te digo —gritó Gabriel, e hizo un movimiento con la mano. La imagen salió despedida contra el espejo que se quebró en mil pedazos y cayó rebotada en el suelo, pero lejos de amedrentarse ésta gruñía y miraba a Gabriel con ira. Salió corriendo hacia él, corría a cuatro patas, pero a gran velocidad y el rugido que salía de su garganta era tan aterrador que Gabriel tuvo miedo y estuvo a punto de echar a correr, pero recordó que él tenía el poder de Dios, alzó la mano plana en el aire y la imagen pareció chocar contra un cristal invisible, luego Gabriel agarró el aire con fuerza y lo lanzó a un lado, la imagen voló por los aires y chocó contra la pared. Esta vez ni se detuvo, tan sólo tocar el suelo, sin ni siquiera aposentarse, reemprendió su envestida contra Gabriel, pero cuando éste ya preparaba otro movimiento, los dos se detuvieron en seco. Un ruido sordo y ahogado había llegado del otro lado del gimnasio. Laura había gateado hasta el espejo, había cogido uno de los trozos más grandes que habían quedado de éste, lo sujetó con las dos manos vertical en el suelo y lanzó su cuello sobre él. Gabriel no lo podía creer, se suponía que él tenía el poder de Dios, cómo podía ser que le saliera todo tan mal, ellos eran simples hombres, ¿cómo podía ser que se opusieran a su voluntad? ¿y si Dios no era tan poderoso como él creía?— Quizás es como nosotros con SAE, que el hecho de haberle creado no implica un poder sobre él. —Miró a Laura desangrándose en el suelo, pensó en Martín, en Salaf, en Domingo, en Guillermo y en su amigo Héctor, y comprendió que a estas alturas ya no podía echarse atrás; no podía deshacer lo hecho, sólo le quedaba acabarlo, aunque ahora la duda ya se le había quedado pegada al cuerpo.
La imagen desligada ya de su deseo por Laura volvió a la misión original para la que había sido creada. Marga, aprovechando la distracción, se había escondido en las sombras, detrás del armario del material, pero la imagen era parte de ella, e igual que Marga veía y sentía todo lo que veía y sentía la imagen, ésta también lo hacía, y supo exactamente, sin ni siquiera pensarlo, dónde se escondía ésta. Corrió hacia ella y la arrastró por el pelo hasta el centro de la sala, le arrancó la ropa y la penetró por todas partes con lo que tuvo a mano, luego le mordió la pierna arrancándole un trozo y empezó a destriparla. Marga no chillaba, tenía la cara tensa y apretaba con fuerza las mandíbulas, y sobre todo tenía los ojos muy abiertos, no podía cerrarlos, porque ella veía y sentía lo que veía y sentía la imagen, y así permaneció hasta la muerte en que la imagen se oscureció lentamente y acabó convirtiéndose en una sombra bailando al son de la luz tenue de las dos velas que iluminaban tímidamente la sala. Gabriel esta vez no sonreía, ya había perdido la fe, ya no entendía sus actos ni era capaz de justificarlos, sólo sabía que acabaría lo que había empezado y lo haría únicamente por una razón, porque lo había empezado y ya no había vuelta atrás. Caminó hasta un rincón, se sentó en el suelo y se cubrió de tinieblas. Percibía que Ricardo y Toni estaban a punto de llegar y no quería que le vieran en seguida. Quería que primero vieran su obra, sería parte de su tortura.
Toni dijo —Listo, un paraguas de madera debería poder parar el granizo. A ver que hacen ahora para evitar que lleguemos a esa casa.
Ricardo le miró y sonrió —Parece que estás seguro de que hay algún tipo de conciencia detrás de todo esto.
—No, no lo estoy, pero tienes que reconocer que lo parece.
—Sí, lo reconozco, pero entonces tú tienes que reconocer que los asesinos no pueden provocar tormentas en el trópico.
—Sí, lo reconozco también, pero eso sólo nos deja extrañas y peligrosas posibilidades.
Ricardo cogió la mesa, la levantó y le contestó —Venga, coge por tu lado y vamos a averiguarlo.
—Vamos —respondió él, y salieron a la carrera hacia la mansión. El invento más o menos funcionó, el granizo golpeaba con dureza contra la mesa provocando un estruendo difícil de soportar. El viento arremetía con tanta fuerza que tenían la sensación de que en cualquier momento iban a salir volando agarrados a esa mesa que además no les conseguía cubrir de rodillas para abajo. El dolor en las piernas era tan fuerte que sólo la adrenalina les hacía seguir avanzando. A medida que iban acercándose a la mansión el viento iba aumentando todavía más su intensidad. Fue cuando apenas les quedaban sesenta o setenta metros cuando una ráfaga más fuerte que las demás les arrancó la mesa de las manos.
Entre el ruido del viento y el golpear del granizo sólo se pudo oír una exclamación de Ricardo que decía —Corre, hijo de puta, por lo que más quieras, corre.
No sabían cómo lo habían hecho, pero habían llegado, esta vez las heridas eran reales, tenían la cara deformada por los moratones y sangraban por todas partes, pero lo habían conseguido. Las heridas eran superficiales, dolorosas, pero no les impedían moverse.
—¿Estás bien? —le dijo Toni, a Ricardo.
—Si con eso te refieres a si me puedo poner de pie, creo que sí, pero me duele todo.
—A mí también.
Los dos se pusieron de pie y la expresión les cambió, sobre todo a Toni; Ricardo fue más como de, me lo imaginaba, pero Toni, pareció explotar. El granizo había cesado, el viento ya no soplaba, ni siquiera llovía ya. Toni salió chillando, daba patadas al suelo que hacían saltar el granizo que se extendía como una alfombra hasta donde la penumbra dejaba ver. —¿Quién eres? Hijo de tu puta madre, dime, ¿quién eres? ¿Qué tienes con nosotros? —Gritaba y levantaba el puño amenazante al cielo. Pero nadie respondió. Mientras, Ricardo abrió un pequeño armario que había en la entrada y colocó una palanca gris en la posición de «Generador». De repente la casa se iluminó, las luces, los focos exteriores hicieron brillar todo el hielo que se había acumulado entre las palmeras y en el camino. Hay que reconocer que si no fuera por lo grotesco de la situación hasta se habría podido decir que era bello.
Toni miró a su alrededor y se dejó caer al suelo.
—¿Qué haces? Vamos. —Pero él no se movió, sólo bajó la cabeza.
—Se han encendido las luces, ya no hay tormenta, reina la calma, pero nadie ha salido a recibirnos, me temo lo peor.
Ricardo giró la cabeza hacia la puerta y suplicó —¿Vamos? —Toni se levantó y juntos entraron en la mansión.
Todas las luces estaban encendidas, después de tanta oscuridad todo parecía sobre iluminado. —Mierda —exclamó Ricardo, pero fue un mierda sin sorpresa, como constatando lo que ya se temía.
Toni no dijo nada y salió corriendo hacia Salaf que yacía en medió de un charco de sangre en el primer rellano. Ricardo por su parte, sin decir nada, se metió en el gimnasio. —Oh, mierda. —Marga yacía desnuda en medio de la sala, parecía que la había devorado un animal salvaje, y Laura con la ropa hecha jirones se aguantaba de cuclillas con un gran trozo de espejo atravesándole el gaznate. Cuando salió al vestíbulo, Toni bajaba del piso de arriba.— ¿Qué? —Preguntó Ricardo.
—Domingo está en el primer piso con la cabeza reventada. Da la sensación de que ha sido el propio Salaf el que lo ha hecho para luego cortarse las venas y bajar hasta aquí a morir.
—En el gimnasio están Laura y  Marga. Laura se ha suicidado y a Marga parece que la haya atacado algún tipo de animal salvaje.
Toni bajó los escalones y se sentó en los primeros. —No puedo más, lo que quiera que sea que venga y acabe conmigo de una puta vez.
—No te rindas, amigo, de esta salimos, ya lo verás.
Toni sonrió —Ah sí, que eres el mejor, ya no me acordaba.
Ricardo rió tímidamente. —No te rindas chaval.
—Nos faltan Martín y Gabriel, pero si buscamos, sospecho que los encontraremos en el mismo estado que los demás, y… no me apetece —dijo sentado y abatido en la escalera.
—Pues a mí me sorprendería encontrar a Gabriel en esta situación.
—¿Sigues pensando que ha sido él?
—Quién si no.
Plas, plas, plas, plas, sonaron unos aplausos desde el final del vestíbulo. —Muy bien, Ricardo, lo has adivinado.
A lo que éste sólo respondió —¿Cómo lo has hecho?
Gabriel caminó hacia ellos hasta situarse a unos cinco metros —no ha sido fácil —dijo.
—¿Por qué lo has hecho? Preguntó Toni desde la escalera.
—Me lo pidió alguien al que no se le puede decir que no. Hemos pecado Toni, hemos pecado contra Dios. SAE es la herejía más grande que ha existido nunca, debemos pagar.
—¿Y tú eres el verdugo?
—Desgraciadamente —contestó Gabriel.— ¿Te crees que me ha gustado? He matado a mis amigos, era gente a la que yo amaba, mirad —y levantó la mano. En la mente de ellos se dibujó la imagen de Guillermo en llamas, de Héctor apagándose lentamente, de Salaf golpeando hasta la muerte a Domingo y luego quitándose la vida, de Laura lanzando su cuello contra un trozo de espejo puntiagudo apuntalado en el suelo, a Marga devorada y violada por ella misma, y a Martín cortándose el pene y muriendo desangrado con la mano en alto como queriendo coger algo y mirando hacia un lugar en el que no había nada mientras gritaba, ¡hija!, ¡hija!. Luego todo se desvaneció y la imagen del vestíbulo volvió a aparecer ante sus ojos—. ¿Te crees que me ha gustado hacer esto? No, pero tuve que hacerlo, Él me lo pidió y no se puede ir contra la voluntad de Dios.
—Eso es falso, sí disfrutaste con ello —le dijo Ricardo.
—Mentira —gritó Gabriel— no he disfrutado con esto.
—Sí, sí que lo has hecho, conozco ese brillo que tienes en los ojos, lo he visto demasiadas veces, sé que has disfrutado.
—No —volvió a gritar Gabriel.
Lo había pospuesto hasta ahora, pero ya no lo podía posponer más, iba a penetrar en la mente de Ricardo y encontraría la mejor manera de matarlo, pero en cuanto lo hizo los episodios de su vida arrollaron con su entendimiento. Lo que había visto, vivido, hecho Ricardo, superaba en mucho la crueldad que él hubiese creído que existiera en el mundo. Su padre se voló la cabeza ante sus ojos cuando éste sólo tenía ocho años, después su madre se precipitó hacia un proceso de autodestrucción alcohólica. Los malos tratos eran una constante, no sólo por parte de ella, sino también por muchos de los que la visitaban asiduamente. A los dieciséis falsificó su edad y se enroló en la legión española escapando de todo eso. Fueron tres años de vida dura y austera que terminaron el día que en una pelea mató por accidente a un capitán de infantería. Huyó hacia el sur donde trabajó de la única cosa que le habían enseñado a hacer, la guerra. La cara de Gabriel se transformaba ante unas imágenes que estaban grabadas a cuchillo en el corazón de Ricardo. Era un poblado de gente de color, el paisaje era bonito, pero la crueldad superaba todo lo que él hubiera podido imaginar. Todo estaba lleno de cadáveres de hombres, mujeres y niños, pero lo peor eran los que quedaban con vida. Entre ellos no quedaba ningún hombre, sólo mujeres y niños. Calentaban los machetes con el fuego de sus propias casas y les cortaban las piernas y los brazos, las heridas se cauterizaban y así garantizaban que ese niño, o esa mujer, sobreviviera a eso. Pero había cosas peores, a una mujer le obligaron a cortarle ella misma las extremidades a su hijo a cambio de no matarlo. A una  niña la estaban violando metiéndole los dedos de una mano que le acababan de cortar. Ricardo estaba a un lado, nunca había visto nada así, esos hombres reían y chillaban enloquecidos mientras cometían todas esas atrocidades, él tenía veintitrés años y teóricamente estaba al mando, pero sabía que no se podía enfrentar a ellos. Nadie le había dicho que tenían que matar mujeres y niños, él no se había entrenado para eso. Algo le tocó la pierna, era una mujer, venía arrastrándose desde lejos, tenía los brazos y las piernas amputadas, le dijo algo en su lengua que él no entendió. Sus ojos eran un rezo, una petición de ayuda, pero él no podía ayudarla, sacó la pistola se la puso entre los ojos y le disparó, se levantó y mató a todos los que quedaban vivos, a quemarropa y sin pestañear, cuando acabó no quedaba nadie vivo, ni mujeres, ni niños, los mató a todos y con eso selló su destino, un sello que no rompería hasta veinticinco años más tarde en un pequeño pueblo en la selva de Venezuela cuando conoció a Nadia. Cuando sus hombres protestaron él simplemente les dijo —basta de juegos, tenemos trabajo qué hacer.
Gabriel se había quedado pálido, no estaba preparado para eso y Ricardo se había dado cuenta. En cuanto volvió al vestíbulo de la mansión, ya era demasiado tarde, Ricardo había avanzado deprisa hacia él aprovechando su sorpresa y ya tenía una mano en su cuello y otra en su barbilla. Gabriel reaccionó por un acto reflejo y lanzó su mano contra el pecho de Ricardo, pero ya era tarde. Sólo sintió un latigazo agudo de dolor en el cuello y el mundo se le borró para siempre, Gabriel había muerto.
Toni se levantó, la acción de su amigo le había sorprendido incluso a él. Ricardo estaba de pie y a sus pies Gabriel miraba inerte el techo. —Lo has matado —dijo Toni, medio tartamudeando.— Eres el mejor, tío, sin duda, eres el mejor —pero Ricardo no contestaba— ¿Ricardo? —Toni caminó hacia él. Éste estaba de pie, como una estatua, con los ojos abiertos y esa expresión dura que fue una constante en él durante toda su vida. Tenía la mano de Gabriel marcada en negro en el pecho. Toni le tocó el hombro, estaba duro, parecía de piedra. No insistió, volvió a caminar hasta la escalera y se sentó, sabía que su amigo había muerto y pensaba que todo había acabado. Se quedó sentado, no tenía ninguna intención de moverse ni de tomar ninguna decisión, sólo dejar pasar el tiempo, cerró los ojos y los volvió abrir con la esperanza de seguir en su habitación y darse cuenta de que todo había sido un sueño, pero cuando los abrió seguía sentado en la escalera aunque ya no estaba solo, él estaba allí, no le veía, ni le oía, pero estaba allí.
—Entonces es cierto, existes, fuiste tú.
—Sí, fui yo.
—Y encima hablas, Dios… me has decepcionado.
—¿Qué esperabas?
—A algo superior. No sé… algo sobrehumano.
—¿No te parece sobrehumano generar tormentas de hielo en el trópico o hacer huir a los animales? Yo puedo generar plagas, detener el Sol, puedo hacer que llueva fuego sobre una ciudad, o que por los ríos baje sangre en vez de agua. ¿No te parece todo esto sobrehumano?
—Lo siento, pero no. No sólo no me parece sobrehumano, sino que me parece asquerosamente mediocre, y muy humano.
—Yo soy Dios, tu creador y me debes respeto.
—Yo no te debo nada, y sí, es cierto, tú eres mi creador y me das asco. No es el padre superior al hijo por ser él el padre. La superioridad es un don moral del que tú careces. Sí, eres capaz de hacer unos cuantos trucos efectistas, pero eso sólo es vanidad, una cualidad muy humana, por cierto. Sólo son trucos, seguro que impresionaste con ellos a unos cuantos pastores de cabras hace siglos. ¿Pero hoy?… tenemos bombas atómicas, aceleradores de partículas, sabemos que el Sol nunca se ha movido, resucitamos a los muertos y los mantenemos con vida hasta que nos da la gana, ya estamos en camino a las estrellas, y también somos creadores, también somos dioses como tú, yo también he creado un universo, yo también soy Dios. ¿En qué eres tú superior?, dime, ¿en qué?
—Puedo hacer que ardas en llamas y te retuerzas eternamente en el más absoluto de los dolores.
—¡Ja!, ¿y eso te hace superior?, ¿entonces cualquiera que empuñe un arma es superior? No, el poder no te hace superior sólo más peligroso. Mira a tu alrededor, una mujer devorada por ella misma, otra degollada, cuatro hombres que se han matado entre sí, uno que se ha castrado, otro que ha ardido de pie, y otro que ha muerto no sé de qué. ¿Ese es tu poder? Yo me cago en tu poder, si fueras realmente poderoso, SAE no habría visto nunca la luz. Tu sólo eres un niño con una pataleta, te hiciste unos juguetes y ahora los juguetes te han superado. ¿Tienes acaso poder para controlar el devenir del tiempo?; ¿puedes manejar la voluntad de los hombres? No, sólo puedes hacer cuatro trucos que a estas alturas no interesarían ni a los productores de Hollywood. Sé que me vas a matar, pero para hacer eso no hace falta ser Dios.
Dios no respondía, por primera vez desde el principio de los tiempos estaba confundido. Toni no le veía, pero sabía que le estaba mirando a los ojos —le dijo, ahora me levantaré y vendré hacia ti para acabar contigo, sé que no lo conseguiré y que me matarás de la manera más dolorosa que exista, pero no podrás impedir que lo intente porque tú no eres nadie, tú no tienes poder sobre mi voluntad. Sólo eres un niño mal criado con una rabieta.
—Yo os di el libre albedrío —respondió éste.
—Sabes tan bien como yo que no podías no dárnoslo, no se puede controlar la voluntad de un universo, y si no es así, quítamelo si puedes. Haz que me postre ante ti en vez de intentar destruirme, pero no podrás, sólo me matarás como lo hubiera hecho cualquiera, ya no eres nadie.
Se levantó y caminó hacia él con la seguridad de que lo iban a matar, pero caminó. Primero le invadió una ola de terror ante la muerte, y sintió deseos de lanzarse al suelo y pedirle perdón, pero pensó en sus amigos y no le dio la gana. Siguió avanzando, pero luego un dolor sobrehumano le agarrotó los músculos, le quería poner de rodillas, pero él no se dejaba. Las fuerzas le fallaron, Dios era mas fuerte, cayó al suelo postrado, pero no dejó de luchar para levantarse. Dios le miraba aterrorizado, sabía que le podía matar y postrar por la fuerza ante él, pero también sabía que él lucharía hasta el final y que ésta sería su victoria, porque al hacerlo le habría demostrado que tenía razón. Dios ya no era importante, ni superior, él tan sólo era un cualquiera más, ¿qué poder era el suyo si ya no tenía la obediencia de los hombres? Él era Dios y como tal no podía morir, pero en ese momento deseó la muerte, porque se le avecinaba una eternidad en la que seguiría existiendo, pero en la que ya no sería nadie. Se concentró en Toni y en causarle el mayor dolor del que fuera capaz al hombre que le había vencido, que le había destruido.

Capítulo 9

Le he matado.
He matado a mi amigo.
Yo no quería…

Irina le dio dos besos a la madre de Daniel, ésta estaba desconsolada, ese había sido un día muy duro, llevaba toda la semana allí metida y ya se iba a ir a casa con su marido, esa noche sería Irina la que se quedaría de guardia. Todos los médicos coincidían en decir que el estado de coma en que se encontraba Daniel era irreversible y que jamás se iba a recuperar. Aunque Daniel no hizo nunca testamento vital, ante su familia siempre expresó el deseo de ser desconectado en una situación como en la que se encontraba. La decisión final, por tanto, era de sus padres y ya estaba prácticamente tomada después de que hoy, un tercer neurólogo, coincidiera en el diagnóstico con los dos anteriores.
Irina, en la soledad de la habitación, le agarraba la mano con fuerza, sentía su calor y, si se concentraba mucho, hasta su pulso. Con los dedos le acariciaba el pelo, sus ojos cerrados, sus labios. Ya era la tercera vez que se quedaba a dormir con él y esta noche, como las anteriores, esperaría hasta que los pasillos se quedaran desiertos, se desnudaría y se tumbaría a su lado. Le besaría y le acariciaría el pelo, soñaría que no estaban tumbados en un hospital, que estaban en su casa, que él se había quedado dormido después de hacer el amor, y que eran novios y se amaban, que él, en sueños le decía —Irina, te quiero —pero todo esto lo soñaría procurando no dormirse, porque eso no era su casa, era un hospital, y él no era su novio ni estaba dormido. Cuando pensaba en lo que podría suceder si la encontraran en esa situación unos nervios le sacudían todo el cuerpo, no podía ni imaginarlo. Seguramente la vergüenza la obligaría a irse, la oferta de la Jáber seguía en pie, y el Varador siempre sería una buena opción para desaparecer.
Durante esa hora y media que transcurría entre las tres en punto y las cuatro y media de la mañana ella alcanzaba un éxtasis de falsa felicidad. Era bonito, un acto de amor puro, pero no iba a durar mucho, seguramente mañana, o como mucho pasado, le iban a cortar el suministro vital, y entonces, en aproximadamente dos o tres semanas… él moriría. —Pero tú no estás muerto, mi amor —le dijo suave al oído— yo no me rendiré tan fácilmente. —Sacó de su bolso un frasco alargado y transparente que contenía un líquido incoloro y lo depositó con suavidad en la mesita de al lado de la cama. Después, cuando llegó la hora, salió al pasillo y comprobó su soledad y su silencio, entró y apoyó la butaca contra la puerta. Se desnudó con suavidad, saboreándolo, como si su inconsciente amante la estuviera mirando. Se metió en la cama con él, y jugó durante una hora y media a que eran novios, hasta que el reloj señaló las cuatro y media. Se levantó, cogió el frasco de encima de la mesa, una aguja hipodérmica y una jeringa del bolso y se fue al baño, allí hizo absorber a la jeringa cinco miligramos del frasco y se los inyectó en vena.
Eso que se estaba inyectando era Fratel, la sustancia que Irina había desarrollado para el proyecto de Daniel. Era una droga pensada no sólo para mantener con vida las neuronas, sino también para estimularlas y excitarlas. Irina siempre pensó que inyectada en humanos se comportaría como una droga de potentes propiedades psicoactivas, y aunque estaba completamente segura de que no podría hacer nada por recuperar la lesión cerebral de Daniel sí podría ayudarle para que, como mínimo, valiera la pena mantenerlo con vida.
Una vez se lo hubo inyectado, guardó todos los restos en una bolsa que escondió en su bolso, y después de volver a colocar la butaca al lado de la cama, se sentó en ella a esperar. Mantenía ciertas esperanzas en las posibles reacciones que el Fratel pudiera provocarle, pero el hecho es que no había sido nunca probado en humanos. Sólo un gato, un perro y un ratón tenían el honor de haberlo probado. Irina se consolaba diciéndose a sí misma que al menos ellos no habían muerto, aunque eso no garantizaba que a un humano no le friera el cerebro.
Pero no pasó nada, sólo se quedó dormida. Por la mañana se despertó sobresaltada, como si llegara tarde a algún sitio. Miró la hora, eran las ocho y media de la mañana. Enseguida recordó lo que había hecho hacía escasas horas e hizo un rápido autoanálisis, buscaba signos de algún tipo de borrachera o alucinación, pero todo era muy normal y se sintió decepcionada. Ella había esperado algún tipo de viaje como el provocado por el ácido lisérgico, pero mucho más fuerte y al mismo tiempo también más lúcido y controlado. Tenía la esperanza de que al inyectárselo a Daniel le proporcionaría los mejores sueños que un hombre, que a partir de ese momento no podría hacer otra cosa, pudiera tener. Pero no había sucedido nada, todo era normal, ni siquiera recordaba haber tenido ningún sueño interesante. Hundió la cabeza entre las rodillas y se puso a llorar. En ese momento entró Sandra por la puerta. Cuando la vio así corrió hacia ella para consolarla.
—¿Le vais a desenchufar, verdad?
—Sí —respondió la hermana— es lo que él hubiera deseado.—Las dos le miraban, estaba bien, parecía plácidamente dormido, ya le habían desaparecido todas las marcas de la caída, sólo le quedaban unos cuantos puntos de sutura visibles en el cuello.
—¿Por qué no nos dejarán hacerlo más rápido? no sé, una inyección o algo así.
—Dicen que sería asesinato.
—¿Sí, y dejar que se le consuma la llama de la vida lentamente por falta de alimento y agua, eso no lo es?
—No llores Irina, mírale, ¿quieres verle así toda la vida?
Ella estalló en sollozos y respondió —sí.
Sandra la abrazó y le dijo —¿De verdad?
Ella se dejó caer en la butaca. —No, es mentira, jamás le haría eso. No le condenaría a una cadena perpetua en su propio cráneo, no lo haría.
Estuvieron allí sentadas hasta las once en que llegó su padre. Casi ni se cruzaron palabras, y las que se cruzaron fueron las que nadie quería oír, pero que se tenían que decir —lo vamos a hacer ahora, a las doce en punto. Hemos dado voces para que los que quisieran venir a despedirse pudieran hacerlo.
—¿Y no era mejor hacerlo dentro de dos semanas, ya más cerca del final, que hacerlo ahora precipitadamente?
El padre le agarró la mano a su hija. —Lo hemos hablado con tu madre y hemos decidido que es mejor hacerlo rápido y hacerlo ahora que todavía tiene buen aspecto. Yo creo que él lo preferiría así. —La hermana asintió con la cabeza y los dos se abrazaron.
Hacia las once y media empezó a llegar gente, el pasillo se llenó de familiares, amigos, compañeros de trabajo y exprofesores. Era mucha gente, y de aspectos muy dispares, desde el catedrático de Universidad impolutamente vestido, hasta el rasta escalador fumándose un porro debajo del cartel de prohibido fumar. Todos silenciosos y haciendo fila para poder entrar en la habitación y despedirse a solas de su amigo. Sus padres y su hermana permanecieron de pie en el pasillo, delante de la puerta, mientras toda una amalgama de gente desfilaba ante el lecho de su hijo, todavía técnicamente vivo. Sólo faltó Raúl, pero Irina estaba convencida de que sí que fue. Mirando por la ventana del final del pasillo le pareció ver sentado en una pequeña piedra de un pequeño bosque que había delante del hospital al mejor amigo de Daniel. Le pareció verle sentado junto a una caja de cervezas emborrachándose como había estado haciendo desde el día en que sucedió el accidente. No imaginaba, ni Irina ni nadie, que la razón por la cual Raúl intentaba cambiar su sangre por alcohol no era la pena, sino la culpa. Porque sólo unas palabras se repetían incesantemente dentro de su mente —yo le maté —aunque no fueron estas las que oyeron los demás—. Fue un accidente, él iba delante y se tropezó, yo intente cogerlo, pero no pude —estas eran palabras hechas de ácido que todavía le quemaban en la garganta.
Hacia las tres y media de la tarde ya no quedaba nadie excepto la familia y ella, en el pasillo. Sandra se quedó con Daniel mientras sus padres e Irina iban a comer. Después, hacia las cinco de la tarde pudieron, los cuatro, asistir en silencio al momento en que un médico retiraba todos los tubos de los brazos de Daniel. Fue un momento triste, pero quizás por como había transcurrido el día, casi bonito. Nadie lloró ostentosamente, sólo unas pocas lágrimas les resbalaron tímidas por el rostro. Todo el resto de la tarde lo pasaron juntos entre silencios tensos y abrazos espontáneos. Irina se sentía mal, ¿qué hacía ella allí, con la familia?, ¿al fin y al cabo quién era ella? sólo una amiga más, y sin embargo estaba allí, como una esposa. ¿Por qué? Es posible que ellos creyeran que si su hijo estaba a punto de desaparecer para siempre con una mujer, es que había algo más que una simple amistad entre ellos. Y algo de razón llevaban. Es cierto que nunca se habían, al menos conscientemente, acostado juntos, pero también lo es que los hechos transcurridos durante el último mes antes del accidente les habían metido en el mismo barco, más de lo que hubiera podido hacerlo todo el sexo del mundo. No suele pasar que uno se levante un día y se entere de repente que es un genocida.
Cuando esa noche Daniel la invitó a cenar a su casa, a Irina la sobrecogió la esperanza. Por la cara que tenía Daniel al pedírselo, sabía que no iba a ser una cena romántica, pero eso no quitaba que una chispa de ilusión por un final feliz le brotara en el cuerpo. Esa noche la conversación no era nueva, ellos ya habían hablado del tema muy a menudo. Las personas como individuos pueden ser buenos o malos, pero a partir del momento en que se juntan con cualquier propósito, la organización que se crea es, en sí, amoral, a no ser que sea la moral, justo, el objetivo de ésta. El hombre al organizarse se convierte en pieza de una máquina que por su condición está absolutamente carente de sentimientos. Esa carencia provoca que el comportamiento de la máquina sea muy parecido al de un psicópata, y que en muchas ocasiones, tanto sus decisiones como las consecuencias de éstas, sean de una crueldad intolerable incluso para el mismo individuo que las compone. Esto ha pasado y sigue pasando hoy en día, y el único antídoto contra ello es que el hombre asuma su responsabilidad como humano por encima de como pieza, si no lo hace debe caer sobre sus hombros todo el peso de la culpa de la máquina, y debe caer sobre todas las piezas por igual. En los campos de exterminio nazis tan culpable era el que conducía a los hombres a la cámara de gas como el que llevaba la contabilidad de los campos, o el que les vendía las botas. Aunque sea una bala lo que mata a una persona, la muerte la ocasiona por igual el cañón, el gatillo, o la culata, todo es igual de responsable en la muerte de esa persona.
Bajo este pensamiento que compartían los dos, Irina era tan culpable en la muerte de los niños como el que clavaba el bisturí. No había opción, debían asumir plenamente su responsabilidad en lo sucedido y hacer todo lo posible por destruir la máquina o aceptar la culpa. Tanto ella como Daniel estaban dispuestos a morir si hacía falta con tal de detener esa maquinaria, aunque eso tampoco implicaba regalar la vida gratuitamente.
Lo planearon todo detenidamente y con toda la celeridad que les fue posible. Daniel jugó con la baza de un nuevo proyecto que tenía parado para negociar con la Jáber. Éstos debían darles nuevas identidades a los dos y proporcionarles trabajo en el Varador sin hacer preguntas. Aceptaron sin negociar todas las condiciones, parecía que estaban dispuestos a hacer cualquier concesión con tal de captar a Daniel y su proyecto para su Universidad.
Las reuniones con la prensa se hicieron en el más absoluto secreto. Cuando el director de «La Luz» vio las fotos y vídeos que Daniel traía, incluso tratándose de un hombre acostumbrado a la crueldad de las imágenes, tuvo que salir unos minutos del despacho para poder digerir lo que acababa de ver. Coincidía con Daniel en que el poder y la influencia que podía ejercer la Manfer era el gran peligro al que se enfrentaban. Corría el rumor de que tanto la Manfer como otras empresas armamentísticas se estaban dedicando a comprar acciones de los medios de comunicación y decir esto, para Ramón San Pedro, el director del periódico, un hombre de sesenta años que amaba su profesión, era como mascar mierda. Quedó muy claro después de la reunión que ese hombre iba a usar sus cuarenta años de experiencia y contactos con tal de hundir hasta el fondo a toda esa calaña. Al mismo tiempo, se interpondrían denuncias tanto ante la Unión Europea como ante el gobierno de Marruecos. También dos equipos de televisión se desplazarían hasta Mersuga. Mientras uno cubría toda la zona desde el aire para que nadie pudiera escapar de la fundación sin ser visto, el otro, intentaría penetrar en ella por el mismo lugar en que lo hizo Daniel. Se esperaba que fuera la noticia del siglo, y no se equivocaron.
Las primeras imágenes que pudo ver el público a primera hora de la mañana fueron las fotografías y grabaciones de Daniel, pero lo que verdaderamente revolucionó el corazón de la práctica totalidad de los occidentales fueron las que el equipo que penetró en la fundación envió en directo, al mediodía, a todo el mundo. En ese momento la noticia ya era del dominio público y la fundación ya había sido alertada. El equipo que tenía que penetrar en la fortaleza, esperaba tenerlo muy difícil, pero no fue así. La mayoría de personas que trabajaban en la fundación no eran héroes, no creían en nada de lo que allí estaba sucediendo, sólo eran mercenarios y médicos sin escrúpulos que se vendían al mejor postor. En cuanto vieron las imágenes de Daniel a primera hora en las noticias, comprendieron que estaban subidos a un árbol tocado de muerte y que éste estaba a punto de caer. Cuando trabajadores, seguridad, celadores, médicos, etcétera… vieron que sus jefes no estaban, no se quedaron a esperar que todas las culpas recayeran sobre ellos y huyeron de la fortaleza como las ratas huyen de un barco que se hunde.
Cuando el segundo equipo de grabación penetró en las instalaciones retransmitiendo en directo, descubrió un paisaje desolador y desierto. No había nadie, sólo las víctimas. La sorpresa al verse descubiertos hizo huir tan rápido a todo el personal que ni tan siquiera se preocuparon de esconder o hacer desaparecer ninguna prueba, todo quedó allí, a la vista del mundo. Daniel sólo había penetrado en una pequeña parte de las instalaciones, pero el resto no era menos cruel. Es muy probable que la razón por la que estas imágenes afectaron tanto a la opinión pública fuera que al contrario de la mayoría de imágenes que nos llegan sobre catástrofes éstas no eran sucias de sangre y barro, muy por el contrario, eran cruel y repugnantemente asépticas. Los cadáveres brillaban limpios, pulcros y correctamente ordenados. Era la más extrema maldad correctamente clasificada, con sus etiquetas y en sus tubos de ensayo correspondientes. Seguramente muchos pudieron oler el hedor a formol, que desprendía todo, desde sus casas. Probablemente fueron las grabaciones más impactantes desde las que grabaron los aliados cuando entraron en los campos de exterminio nazis.
Todo esto Irina lo vio de lejos en un pequeño televisor que tan sólo captaba dos cadenas. Habían acordado con Daniel que ella le esperaría en La Escondida. Él había pensado que viajar el mismo día en que todo esto explotara no era lo más prudente, así que tres días antes ella, como Daniel, sin despedirse de nadie, recogía todas las cosas de valor que pudieran caberle en una mochila y tomaba un autobús hasta Zaragoza, y de allí, después de esperar cuatro horas, otro hacia Zafra. Llevaba apuntado en una pequeña libreta todas las instrucciones para llegar hasta La Escondida. Según él, el nombre de la casa era el más adecuado que le pudieron poner, si había un lugar en el mundo donde refugiarse y sentirse seguro cuando todo se tuerce, ese tenía que ser La Escondida. La encontró tal como Daniel se la había descrito, de repente al girar una curva. Quedaba enclavada en lo más profundo de un valle, los altos chopos que la rodeaban hacían que no la pudieses ver hasta que casi chocabas con ella. Cogía la electricidad de un pequeño generador que había en el garaje. La casa era de una antigua amiga de Daniel. Era una especie de herencia familiar que ésta casi no usaba y le había dado a Daniel el permiso para usarla cuando quisiera sin necesidad de comunicárselo. La llave estaba debajo de la quinta piedra que limitaba el jardín, tal como él se lo había apuntado, y la alarma se desactivó al marcar el diez quinientos veintidós, como él le había dicho. A pesar del permiso que él le había asegurado que tenían, Irina tuvo la sensación de estar cometiendo un delito cuando entró por la puerta.
Habían quedado que en cuanto Daniel hubiera hablado con Raúl, esa misma noche subiría hacia Zafra. Pasara lo que pasara, ella no debía intentar comunicarse con él bajo ninguna circunstancia, fue por eso que después de pasarse la noche en vela esperándole y que éste no llegara no intentó llamarle. El día siguiente se lo pasó esperando delante del televisor, pero él tampoco llegó. Vio a través de una pantalla de diez y nueve pulgadas cómo la sociedad mundial se consternaba por lo que ella y Daniel habían hecho. Políticos, líderes religiosos y famosos de toda índole mostraron públicamente su repulsa a los acontecimientos. Cada vez le estaba costando más cumplir la promesa que había hecho de no llamar, hasta que por fin el tercer día, mientras se preparaba un té, vio en la tele, que en ese momento tenía el volumen bajado, su foto y la de Daniel. Corrió hacia ella para oír lo que decían. Estaban hablando de los dos héroes gracias a los que se había destapado todo. Decían que ella se encontraba desaparecida y que él estaba en coma en el hospital. No dejó ni que acabara la noticia, le daba igual su vida, lo cierto es que ni pensó en ella, salió corriendo hacia el pueblo abandonando todos sus enseres en la casa. Cuando llegó allí se metió en el único bar que había para preguntarle al dueño si conocía los horarios de los autobuses, pero enseguida fue reconocida, tanto por éste como por una señora anciana que también estaba allí. La mujer, que tendría unos noventa años, no paraba de acariciarle la cara, y le llamaba bonita y valiente, por el otro lado, el dueño se negó en redondo a que ella cogiera ningún autobús y se ofreció a cerrar el bar y llevarla él mismo hasta Barcelona. Irina, como es obvio, no rechazó la oferta.
Fueron directos al hospital en un viaje que duró cinco horas, en el que ella se mantuvo totalmente en silencio. Cuando llegaron al hospital eran ya la una y media de la madrugada. Irina salió con tanta prisa que ni se despidió del pobre hombre que la había acompañado hasta allí. Corrió hacia la recepción, pero no le hizo falta preguntar por Daniel, la recepcionista la reconoció enseguida y la llevó personalmente hasta la habitación de éste. Cuando entraron, en el pasillo había dos hombres paseando de un lado a otro, y otro junto a la puerta de la habitación, todos enteramente uniformados con trajes caros y luciendo unos pinganillos en sus oídos. También había otro sentado tranquilamente leyendo un periódico, pero a diferencia de los otros, éste no parecía un armario ropero con patas. Cuando se acercaban a la habitación, uno de los que caminaba por el pasillo se dirigió directo a interceptarles, pero un movimiento sutil de la cabeza del que estaba sentado detuvo la maniobra y les permitió el paso. Al entrar en la habitación Daniel estaba tumbado en la cama, su aspecto era horrible, tenía la cara amoratada y una enorme cicatriz en el cuello. Su madre también estaba allí, no se conocían mucho, sólo se habían visto un par de veces, pero al ver a Irina se lanzó a abrazarla.—Estás viva, pensábamos que te había pasado algo, no sabíamos nada de ti.
—¿Qué le ha pasado?
—Tuvo un accidente escalando.
—¿Cómo?
—Estaba con Raúl. Ya habían acabado y estaban bajando de la pared. Se ve que él se acercó mucho al borde y tropezó. Raúl se lanzó para ayudarle, pero no pudo hacer nada, se precipitó al vacío.
—¿Y cómo está él?
La madre se sentó en la butaca que había al lado de la cama y guardó unos segundos de silencio. —Él está vivo, perdón, quiero decir que en teoría su cerebro está bien, o al menos eso dicen las pruebas que le han hecho, pero… aunque no entendí muy bien lo que le pasa y el porqué, lo que sí entendí es que según los médicos mi hijo no despertará jamás. Su cerebro se ha desconectado del cuerpo, las cuerdas que le ataban a la vida se han roto y ya nadie, jamás, las podrá reparar.
Irina preguntó —¿coma irreversible?
La madre asintió con la cabeza. Irina se sintió desfallecer, necesitó apoyarse en la pared. Apretó la espalda fuerte contra ella y dejó que ésta resbalara hasta quedar sentada en el suelo. —¿No hay ninguna posibilidad?
—Dentro de cinco semanas vendrá un médico noruego, pero todo apunta a que el diagnóstico va a ser el mismo.
Irina se levantó y se sentó al lado de la cama. Quería acariciarle, pero no se atrevía. Era como si tuviera la esperanza de que todo fuera un sueño y el contacto con su piel fuera el martillazo de realidad que acabara con él. No podía creerlo, sólo hacía cuatro días que él le agarraba fuerte la mano, le daba un beso en la mejilla y le decía suave al oído —tranquila bonita, todo va a salir bien. —Y ahora estaba allí, condenado a vivir en una larga muerte.
Se giró hacia la madre y le preguntó —¿y quiénes son esos de ahí afuera?
—Son gente de la Jáber.
—¿Y qué hacen aquí?
La madre comprendió que Irina no sabía nada y decidió responderle contándole todo desde el principio. Le explicó la llamada de Raúl el sábado por la tarde. Le habló sobre la angustia, sobre la desesperación. Le explicó todo lo que Raúl le había contado que era básicamente casi todo lo que Daniel le había contado a él. Le contó sobre el resentimiento hacia su hijo herido por haber estado a punto de abandonarlos a todos sin despedirse. En casa de él encontraron una carta lista para ser enviada, pero a ella no le era suficiente. —¿Por qué se lo contó a un amigo y no a su familia? —También se enteró de la desesperación de Raúl y que después de esa noche no habían vuelto a saber de él. Parece ser que la gente de la Jáber ató cabos en cuanto la noticia saltó a la prensa, se personaron enseguida y se ofrecieron gratuitamente a protegerlos. Marcos, un hombre pequeño de unos cincuenta años y de barba puntiaguda y gris, fue el encargado de su seguridad. Irina imaginó que la madre le hablaba del hombre que había visto sentado, leyendo en el pasillo. Fue él quien personalmente les aconsejó dar permiso a la prensa para divulgar los nombres tanto de Irina como de Daniel. Según él, la Manfer en un movimiento de supervivencia había negado total y absolutamente su conexión con la fundación. Según ellos, fue la Sice Microsistems, con Pedro al frente, quien contrató e invirtió en la fundación. En el momento en el que se encontraban la Manfer, jamás haría un solo movimiento ni contra Daniel ni contra Irina, es más, muy probablemente hasta les protegerían. La corporación estaba en el punto de mira de todas las televisiones, todos los periódicos y medios de comunicación. Por mucha capacidad de control que tuvieran sobre los mass media, ejercerlo en ese momento habría sido una temeridad. Incluso, pese a las declaraciones de Raúl que todo lo sucedido a Daniel no fue más que un accidente, eran muchos los que veían la mano tenebrosa de la Manfer detrás de todo. Si ahora en estos momentos Irina se hubiera caído por unas escaleras todo el mundo daría por supuesto que habría sido la Manfer quien la empujó. Es por eso que, al menos por ahora, tanto Irina como Daniel podían sentirse seguros. La madre estaba muy agradecida con ese tal Marcos, pero Irina sospechaba que detrás de tanta generosidad sólo podía haber algún tipo de interés. Probablemente deseaban apoderarse de los papeles de la nueva investigación de Daniel.
Pero todo eso, todos esos recuerdos, ya no importaban, Daniel se moría, y sin embargo no paraban de revolcarse sarcásticamente por la mente de Irina. Esa noche soñó que Daniel estaba vivo, se reía y bebía junto con unos amigos. Ella quería llegar hasta él, pero no podía, un cristal se lo impedía. Ella lo golpeaba, chillaba, pero él no le oía. Apoyaba su cabeza contra el cristal que se empañaba con su aliento cerca de su boca. La marca de vaho empezaba a crecer y ella intentaba limpiarlo con la mano, pero éste no desaparecía, lo único que iba desapareciendo muy despacio era la imagen de Daniel detrás del vidrio, que cada vez era más opaco. Se despertó hacia las cuatro de la madrugada sudando y ya no pudo volver a dormir. Los días siguientes fueron probablemente los más tristes en la vida, tanto de Irina como de la familia de Daniel. Perder a un ser querido es duro, pero tener que pasar por una partida tan lenta es una crueldad. Y sólo explica ese sacrificio el amor expresado a través de la generosidad. Seguramente lo más fácil para todos sería aferrarse a su vida con la excusa de algún criterio moral, pero no lo hicieron, le dejaron partir pese a que éste se llevará con ellos su corazón.
A los cinco días el estado de Daniel ya era claramente desmejorado, estaba más pálido y el rojo de los labios agrietados sobresalía en su rostro. Su madre y su padre casi no se habían movido de su lado, y su hermana, pese a tener que irse de día a trabajar, también pasó allí todas las noches. Estuvieron siempre los cuatro, ella también, en silencio, en una larga espera. Hacia el mediodía Irina decidió ir a comer algo y bajó al restaurante que había en la primera planta. Sólo entrar se dio cuenta de que algo iba mal. Una sensación extraña le recorría todo el cuerpo, se sentía mareada, las luces del techo parecían no poder estarse quietas. Una enfermera al ver cómo necesitaba apoyarse en la pared para mantenerse en pie se dirigió hacia ella. —¿Se encuentra bien, señora? —Pero Irina no contestó, sí que la había oído, pero la voz sonaba lejana e irreal y sólo unos segundos después todo se hizo oscuro. Y en esa oscuridad algo le golpeaba la cara, eran unas palmadas, alguien la estaba abofeteando. Abrió los ojos y era Sandra.
—¡Irina!, ¿Estás bien?
Irina la miró desconcertada, se dio cuenta de que estaba en la habitación de Daniel sentada en una butaca. Sandra no paraba de preguntarle si estaba bien, y sí, estaba bien, pero extremadamente desconcertada. Miró a la derecha y se dio cuenta de que le habían vuelto a enchufar los tubos a Daniel. —¿Quién me ha traído aquí?
—¿Cómo?
—Sí —volvió a preguntar— ¿Quién me ha traído aquí desde el restaurante?
Sandra ponía cara como de no entender nada. —Nadie —contestó ella.— Has pasado la noche aquí.
—No recuerdo nada desde que ayer al mediodía fui a comer abajo al restaurante. Recuerdo que me mareé y creo que perdí el conocimiento.
Sandra se rió intentando ocultar su preocupación. —No entiendo nada, ayer comiste conmigo y no comimos en el hospital.
La cara de desconcierto de Irina aumentaba por momentos. —¿Entonces he perdido la memoria de más días?
—No entiendo nada de lo que dices —dijo Sandra.
—¿Por qué está Daniel otra vez conectado a los tubos? ¿Desde cuándo lo está? ¿Habéis descubierto alguna razón para la esperanza?
Sandra la miraba extrañada sin contestar a sus preguntas. —¿Te encuentras bien Irina?, ¿te has tomado algo?
Esa última pregunta le dio la clave y en un instante lo comprendió todo. El corazón se le aceleró. Era imposible. Pero sólo podía ser eso, el Fratel. Miraba hacia atrás y recordaba perfectamente todo lo sucedido los últimos días, recordaba la despedida que le hicieron a Daniel todas las personas que lo amaban, recordaba esos largos días de tristeza después de desconectarlo, incluso recordaba el restaurante y la voz lejana de la enfermera. Lo recordaba todo perfectamente, sólo que ahora comprendía que nada de eso había sido real. Miró su bolso pensando que allí adentro estaba el alucinógeno más extraordinario que jamás un hombre hubiera inventado. Mirando hacia atrás no podía encontrar ninguna diferencia entre los recuerdos falsos y los verdaderos. Había vivido en cuatro horas de sueño cinco días de verdadera vida ficticia. Lo había encontrado, sabía cómo darle a Daniel la vida que ya no podría tener. Si esa droga funcionaba en él igual que lo había hecho en ella, Daniel estaría curado, aunque ellos jamás lo verían.

Capítulo 10

No eres superior por ser mi padre.
No eres superior por ser más fuerte…
Sólo eres más peligroso.

Estaba de rodillas en el suelo y sentía el peso de todo el poder de Dios encima de su cuerpo. Intentaba mirar hacia dónde creía que él estaba, quería desafiarle con la mirada en ese momento final, pero no podía, el dolor le nublaba la vista. Le ardían las pupilas y sintió cómo los globos oculares estaban a punto de estallar. Todos, los miles de kilómetros de tejido nervioso que surcaban su cuerpo, mandaron al unísono la misma información al cerebro, dolor, mucho dolor. Todo quemaba, todo le hería. El dolor fue tal que Toni se desvaneció y allí quedó lejos de Dios, lejos de su alma. Abandonó, ya no pudo más, se relajó y esperó la muerte, la lucha había acabado. Pero no murió, o al menos no se sintió morir, o dicho de otro modo, no dejó de sentir, es decir, no dejó de vivir. Algún tipo de energía le explotó en la base del cuello. Él la sintió blanca, de tacto lechoso y sabor dulce, si es que la energía puede saber a algo, tener un color o un tacto. La sintió derramarse suave, cálida y reconfortante, por todo su cuerpo liberándolo del dolor. Abrió los ojos, pero cuando lo hizo no apareció el mundo como lo hace normalmente, desde la oscuridad al color, no, lo hizo a través de todos los sentidos como si estuviera penetrando en él como quien penetra en un lago. Todo estaba borroso, de una insultante claridad blanca. Una entidad difusa de color que no podía reconocer gritaba su nombre. ¿Su nombre? —Daniel, Daniel —gritaba esa masa deforme que no podía enfocar.
¿Daniel?, cuánto tiempo hacía que no oía ese nombre. Ya habían pasado cinco años, cinco años en los que fue Toni. Debía estar en el cielo, pero no era posible, él había desafiado al mismísimo Dios, no podía ser que estuviera en el cielo, eso debía ser el infierno. Pensó en que siempre había imaginado el cielo como un lugar blanco y el infierno como un lugar rojo. En medio de sus divagaciones, la voz que le llamaba con su antiguo nombre empezó a tomar forma, empezó a sonar familiar… Era la voz de su madre. Se asustó, había pactado con la Jáber que le iban a dar periódicamente noticias de todo lo que les pudiera suceder a sus seres queridos en Barcelona. No podía ser que su madre estuviera muerta, y mucho menos en el infierno. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Y si Dios había castigado a los que amaba por su culpa? Pero enseguida empezó a relajarse otra vez, su vista había ido enfocando cada vez más todas esas formas ambiguas hechas de claridad y una nueva posibilidad le cruzó por la mente. No estoy muerto, estoy en un hospital y mi madre está conmigo. Pero… si estoy vivo es que he vencido, he derrotado a Dios. Una sensación de euforia histérica le ciñe la garganta, quiere gritar, quiere saltar, pero ni el cuerpo ni las cuerdas vocales parecen responderle. Lo intenta desesperadamente hasta que en un momento, como si las cuerdas que lo ataban hubieran cedido haciéndose jirones, consigue incorporarse mientras chilla.— ¿Mamá? ¿Eres tú?
—Sí, hijo, soy yo, tu madre —le contesta mientras le acaricia la cara.
Todavía no consigue enfocar con claridad, pero ya distingue los contornos de una habitación. Alguien ha abierto una puerta, él no puede distinguir quién es, pero no debe ser importante, enseguida vuelve a cerrarla. Su madre le abraza con fuerza.
—¿Estoy vivo?
—Sí hijo, estás vivo, muy vivo.
—Entonces le he vencido.
Ella le besa sin parar —Gracias a Dios, esto es un milagro.
—Deja a Dios de lado, mamá, él ya no es importante.
—No digas eso hijo mío, Dios existe.
—Lo sé mamá, pero él ya no es importante.
—No hables, hijo, debes descansar.
Ciertamente Daniel se siente agotado. Escucha su corazón latir a mucha velocidad, y su pecho se hincha y se deshincha con fuerza dificultándole el habla. Se siente intranquilo, nervioso, hiperexcitado y, sin embargo, muy cansado. Se da cuenta de que le cuesta mover cualquier parte del cuerpo, es como si se le hubiera olvidado cómo darles órdenes a sus músculos. Después de unos segundos de silencio, le pregunta a su madre —¿Dónde estoy?
—En el hospital —le responde ella.
—Sí, pero dónde.
—En Barcelona.
Él sonríe, otra vez en casa, el lugar donde yacen la mayoría de sus recuerdos, los buenos y los muy malos. En esta ciudad se convirtió en un genio y en esta ciudad se convirtió en un monstruo.
La madre le miraba con ojos llorosos. Mientras con una mano le aguantaba la espalda, con la otra le acariciaba el pelo. La euforia inicial por la victoria desapareció como desaparece un globo al explotar, el recuerdo de todo lo perdido le hizo caer en la cuenta de que se puede derrotar al adversario sin necesidad de que eso signifique una victoria. No sólo eso, pese a haber destruido al más poderoso de los enemigos, la suya había sido la más sangrienta de las derrotas. La madre vio cómo de repente su hijo empezó a llorar, lloraba y chillaba como un niño al que le acabaran de atropellar su mascota. En ese momento llegó un médico jadeando. Se detuvo unos segundos en la puerta como para cerciorarse de que lo que le había dicho la enfermera era cierto, y sí lo era. Ese paciente que él mismo había desahuciado hacía aproximadamente ocho meses ahora se revolcaba llorando en la cama. Eso era imposible, el médico no lo entendía, el tejido nervioso roto no se puede regenerar, lo que estaba viendo no podía haber sucedido, pero lo estaba viendo y había sucedido.
Y así estuvo llorando durante días, sus fantasmas habían regresado, se sentía abatido, triste, sin fuerzas para moverse, para hablar o para vivir. De vez en cuando, durante breves instantes, su mente de escalador, de pescador submarino, de hombre acostumbrado a las situaciones límite, se imponía —Contrólate Daniel —se decía a sí mismo— lo que te ha sucedido habría podido hundir a cualquiera, la vida no es horrible, sólo que estás hecho polvo, herido, muy herido—. Y era cierto, Daniel había sido sometido a la tortura más dolorosa a la que un dios podía someter a un hombre, eso, sin tener en cuenta la brutalidad con la que perdió a sus amigos y el hecho de que sin avisar se enfrentaba otra vez a sus fantasmas del pasado. Ni el más duro de todos los duros que puedan poblar esta tierra hubiera podido soportar todo eso sin derrumbarse. Daniel, o Toni, era un tipo fuerte, pero no tanto, nadie podía serlo tanto. No quería abrir los ojos, no quería pensar, no se quería mover de esa cama. Las voces de los médicos y de otras personas sonaban distorsionadas como si las escuchara a través de una puerta cerrada, incluso en una ocasión le pareció oír la voz de Irina. Pero eso era imposible, Irina había muerto cinco años antes asesinada por la Manfer. Recordaba perfectamente como desde un coche, justo a la entrada del aeropuerto, les ametrallaron a él y a ella. Él salió ileso, pero ella fue alcanzada de muerte. Fue muy mala suerte, el día antes del que tenían previsto escapar, fue a escalar con Raúl. Cuando llegaron arriba él le contó toda la historia. A Raúl le dolió mucho que de un plumazo perdiera a su mejor amigo y a la mujer que amaba, y reaccionó violentamente. Daniel ya lo esperaba, conocía muy bien a su amigo y sabía que a menudo le costaba autocontrolarse. Él le empujó, no fue con mala intención, sólo era ira acumulada, pero la mala suerte hizo que tropezara y cayera al precipicio. Estuvieron a punto de caer los dos. Todo lo que Raúl tenía de iracundo lo tenía de noble. Se lanzó a morir por él y si Daniel no lo hubiera impedido habrían caído juntos. Aunque la caída fue mortal la suerte hizo que no muriera, se rompió muchos huesos y se pasó unos cuantos meses inconsciente en el hospital. Eso fue lo terrible. Todos sus planes de huida se fueron al traste en un segundo. Irina se negó en redondo a escapar sin él. Le dieron tiempo a la Manfer para preparar con tranquilidad el asesinato de los dos. No bastaba con causar la muerte a cientos de niños, además tenía que matar también a su amiga. Daniel recordaba, como si acabara de pasar, a Irina tumbada agazapada detrás de un coche intentando contener con la mano la sangre que le salía a raudales de la yugular. Así lo recordaba Daniel, y ese recuerdo sólo era una daga más clavada en su corazón. Ahora que volvía a estar en casa, dijera lo que dijera Ricardo, seguramente también acabarían con él. Pero le daba igual, estaba cansado y ya no tenía más fuerzas para huir, sólo quería seguir allí, acurrucado como un crío. Y siguió así, sin dormir, sin comer, sin beber, sólo llorando durante días.
—¿Qué le sucede doctor? —Preguntaba la madre— ¿por qué llora? ¿Por qué no me habla? —Pero el doctor sólo callaba, no respondía, lo cierto es que no sabía qué responder. Aunque él no había tenido nunca un caso, sabía que la gente que salía de comas muy largos solía hacerlo en un estado muy alterado que le podía durar días e incluso semanas, pero eso que estaba viendo no era normal. Era obvio que, en contra de todo lo que había aprendido y había visto durante sus numerosos años de experiencia, él se había recuperado totalmente. No les hablaba ni se dirigía a ellos, pero eso parecía más un problema psicológico que físico. Estaba llorando, es decir, emitiendo sonido a voluntad. Pataleaba, se había puesto de lado y tenía las manos en la cara, cosa que demostraba un alto control motriz para una persona que lleva ocho meses tumbado en una cama. Sólo podía sacar una conclusión de todo eso, que no entendía nada.
La madre de Daniel se estaba poniendo nerviosa, pero el médico seguía sin poder darle una respuesta.
—Señora, no se ponga nerviosa, no soy capaz de darle una explicación a lo que ha sucedido, es un milagro, pero él, sin duda, está bien.
—¿Y entonces, por qué llora?
—No lo sé —respondió el médico—. Sus constantes, aunque muy aceleradas, están dentro de los parámetros normales. No creo que sea el dolor físico el causante de su llanto. Dicen que los pacientes que se recuperan de un coma lo hacen en un estado de excitación muy fuerte, pero nunca he oído hablar de algo así. Simplemente no puedo explicarlo, ni su estado actual, ni su recuperación.
La madre no insistió más y mientras le acariciaba el pelo a su hijo le pidió al doctor que le acercara el móvil.
—¿Dónde lo tiene?
—En el bolso.
Éste se lo acercó, la madre lo cogió, marcó y después dijo —tu hijo ha despertado. —Hubo unos segundos de silencio.— No, no lo puedo explicar, pero es cierto, de verdad, ha despertado. No, no está bien. No para de llorar. Sí, no había pasado nada y de repente las máquinas empezaron a volverse locas, yo me asusté mucho, su respiración estaba muy acelerada y su corazón latía con tal fuerza y rapidez que casi podía oírlo. Entonces se levantó, no me miraba y se le notaba muy alterado. Preguntó dónde estaba y cuando se lo conté sentí que se alegraba mucho, pero enseguida, sin causa justificada, empezó a entristecer y se echó a llorar. Ya no me habla, ni siquiera me mira, sólo llora. El médico opina que es una reacción natural después de un coma tan largo… Pero yo estoy asustada. Ven rápido, y tráete a Sandra y a Irina.
Todo esto sucedía aproximadamente a las nueve y media de la noche, y tan sólo cuarenta minutos más tarde, su marido, su hija e Irina, llegaban al hospital. Uno por uno intentaron hablarle y hacerle reaccionar, pero no les hizo caso. Esa noche la pasaron todos allí y Daniel no dejó de llorar. Irina estaba nerviosa, la alegría por la recuperación del hombre que amaba la estaba desbordando, pero al mismo tiempo este hecho precipitaba unos acontecimientos que ella ya había dado por supuesto que no sucederían. Sospechaba que quizás el Fratel, la droga que en secreto llevaba siete meses suministrándole a Daniel, era la responsable de su pronta recuperación, pero de lo que sí estaba segura era de que ésta era la causa de su estado de tristeza actual. Todavía podía recordar perfectamente esos cinco días en los que vivió una vida totalmente real que no lo era. No había olvidado el funeral ni las sensaciones que éste le provocó, ni ese sueño que tuvo mientras dormía, en realidad recordaba cada minuto de esos cinco días como si hubieran sido unos minutos cualquiera del resto de su vida. ¿De dónde debía venir Daniel? ¿Qué habría hecho todo este tiempo? ¿Cuánto tiempo? Nadie se podía enterar de lo que ella le había hecho, esa droga era demasiado peligrosa, ni tampoco podía contarle a nadie el secreto que guardaba dentro de ella.
El día en que Sandra la despertó y se dio cuenta de la poderosa droga que acababa de descubrir tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para disimular. Pese a entender perfectamente que los cinco días que acababa de vivir eran totalmente irreales, no pudo librarse de esa sensación de desorientación que la embargó durante casi todo el día, y eso que sólo fueron cinco días. En ese estado tuvo que enfrentarse al reto de convencer a la familia de Daniel de que no le desenchufaran y, la verdad, le costó mucho cuando su concepto de realidad todavía le bailaba en la cabeza.
Por suerte para Irina, contrariamente a lo que había sucedido en su sueño, la familia, ese día, todavía no había tomado ninguna decisión. Estaban demasiado afectados y eso le dio tiempo a ella para reponerse un poco. Cuando llegó la noche y todos se encontraban en la habitación, ella les pidió que salieran al pasillo, que quería hablarles. Había estado todo el día preparando lo que iba a decirles y estaba prácticamente segura de que iba a funcionar. Les dijo —Sé que la voluntad de Daniel es la de ser desconectado en una situación irreversible, y sé que vosotros tenéis la intención de respetar su opinión y le desconectaréis, pero no debéis hacerlo.
—¿Por qué? —Preguntó Sandra.
—Esto que os voy a contar es información confidencial y no debe salir de aquí. Como ya sabréis, la investigación que estábamos llevando Daniel y yo antes de que sucedieran, o  nos diéramos cuenta de que sucedían todas esas cosas que ya sabemos sucedieron, se basaba en el intento de obtener una inteligencia de manera artificial que se pudiera integrar dentro de nuestra mente.
—Sí, eso ya lo sabíamos —comentó Sandra.
—Déjale hablar —le atajó su madre.
—Bien, para que esto fuera posible sin que el cuerpo lo rechazara, este mecanismo inteligente debía estar fabricado con tejido humano, para ser más exactos, neuronas.
—Pero Daniel me dijo algo de incorporar bancos de memoria e información en formato de silicio —intervino Sandra otra vez.
—Sí, claro, pero esto sería más tarde y estos bancos nunca estarían dentro de nuestro cerebro. En él sólo existiría una especie de comunicador que nos daría acceso a toda una serie de información que se encontraría fuera de nuestro cráneo. De esta manera no habría limitaciones físicas de espacio al respecto. La gracia estaba en que para reconocer y usar la información serían necesarios buscadores inteligentes que pudieran encontrar por conceptos abstractos y no por líneas de caracteres o de números, como funciona un buscador en la actualidad. Sería como tener una mente individual, pero con acceso a la memoria de la humanidad.
—La mente de la colmena —dijo Sandra y siguió —pero eso es muy peligroso, pues sólo manipulando la información a la que esa mente tiene acceso se puede manipular su conciencia.
—Bien, sí, tienes razón, pero eso ya sucede ahora. Es el individuo, tanto con las nuevas herramientas como con las viejas, el que siempre ha tenido la responsabilidad de juzgar y analizar la información que le llega del exterior. El resultado de ese análisis siempre dependerá y ha dependido del individuo, esa es su libertad. Además, en una situación hipotética como la que queríamos crear, las herramientas de juicio de un ser humano que estuviera conectado serían muy superiores a las de cualquier otro. De la misma manera que un ciudadano con acceso a Internet y a muchos medios de comunicación tiene más posibilidades de detectar la manipulación que otro con las fuentes de información mucho más limitadas. De todas formas para que esto hubiera sucedido todavía tendrían que haber pasado entre diez y quince años. Así a corto plazo sólo aspirábamos a lograr pequeñas herramientas que integradas a nuestro cerebro nos ayudarían a controlar máquinas y herramientas externas o que realizaran tareas de manera automática mientras nosotros podíamos dedicar nuestra mente a cosas más interesantes. Aunque sabemos que la Manfer había imaginado otras aplicaciones, como una ametralladora con la que podrías apuntar y disparar directamente con la mente. Pero incluso para esto nos quedaba mucho camino por recorrer y no era esto de lo que os quería hablar. Veréis, para desarrollar toda esta investigación necesitábamos neuronas humanas sin las cuales no habríamos podido avanzar. Estas neuronas nos las proporcionaba el MIT, donde un equipo de investigación las estaba desarrollando a partir de células madre. Lo que os voy a decir ahora no es del dominio público y es imposible de comprobar, pero es rigurosamente cierto. En paralelo a esa investigación se está llevando a cabo otra que tiene como objetivo la regeneración total de tejido nervioso. Esta investigación por una cuestión de política farmacéutica se está planteando como un futurible muy abstracto, pero yo tengo información confidencial de que ya lo están consiguiendo, que ya lo han conseguido en mamíferos inferiores. Eso quiere decir que no tiene que quedar mucho hasta que lo consigan en humanos.
—¿Y eso qué significa? —preguntó la madre.
El padre respondió por ella —significa que pese a lo que digan todos los médicos, es posible que dentro de unos cuantos años lo que hoy es incurable ya no lo sea.
—¿Y cuánto puede tardar?
Irina se encogió de hombros —no lo sé, tres años, cinco años, diez años. Es imposible saberlo con exactitud.
El padre la miró, le puso una mano sobre el hombro y le dijo —Da igual, es esa pequeña posibilidad que necesitábamos para no dejar morir a nuestro hijo.
Realmente todo era mentira, ella no tenía más información sobre ese proyecto que la que pudiera tener cualquiera que haya leído un poquito sobre el tema. Pero el hecho es que hubo suficiente. Como ya había previsto, les faltaban excusas para no dejar morir a su hijo. A partir de ese momento, ella, más o menos periódicamente, pudo ir perpetuando sus rituales nocturnos con Daniel, sólo que a partir de ese momento cada noche que pasaba con él aprovecharía para contaminar con Fratel las bolsas de suero. Nadie se dio nunca cuenta, sólo ahora podía ser descubierta.
Estuvieron toda la noche con él, y en ningún momento cesó su llanto. Al día siguiente, a media mañana, llegó todo un equipo de doctores, entre ellos un psiquiatra. La madre se puso un poco nerviosa. La enfermera les dio novedades, les contó que el paciente no había dejado de llorar en toda la noche. Los doctores estaban preocupados por el estado de Daniel, pero lo que verdaderamente les preocupaba eran las razones que habían causado su recuperación milagrosa. Intentaban justificar un sentimiento de culpa que era de rabia en los ojos de la familia. Sólo hacía siete meses habían pronosticado una imposible recuperación, consecuencia de ese pronóstico, y si no hubiera sido por Irina, la familia habría desconectado y dejado morir a un paciente que hoy parecía que había decidido hacerles quedar mal. Ellos lo sabían y la familia también. Estaban hablando del tipo de pruebas que debían hacerle para averiguar qué era lo que había sucedido, incluso uno especulaba sobre lo que habría pasado si la familia de Daniel no hubiera sido laica y le hubieran rezado a algún santo. La paciencia de la madre y del padre se estaba agotando. Los doctores hablaban como si ellos no estuvieran allí. La excepcionalidad de lo que había ocurrido les había hecho olvidar que estaban tratando con una persona y su familia, y no con un simple problema que retaba toda su concepción de la medicina. El psiquiatra mostró su preocupación por el hecho de que el estado alterado en el que se encontraba el paciente pudiera quitarle veracidad a las pruebas y tomó la decisión de sedarlo. Eso fue la gota que colmó el vaso. La imagen de su hijo tumbado en la cama plácidamente como si estuvieran durmiendo durante ocho meses había sido un puñal clavado y retorciéndose en su pecho. La idea de que ahora le pusieran una inyección para devolverlo a ese estado la aterrorizaba.
Saltó como una fiera protegiendo sus cachorros. Casi se podría decir que ante la mirada atónita de su familia echó a todos los médicos a patadas de la habitación. Ninguno de ellos tuvo la osadía ni de abrir la boca ante una madre cabreada que les hubiera arrancado los ojos si alguno de ellos hubiera pronunciado una vez más la palabra «prueba». —Dejad en paz a mi hijo, si por vosotros fuera, ahora estaría muerto. Si tiene ganas de llorar dejadle llorar. Cuando esté bien, y si él quiere, ya se dejará hacer las pruebas que sean necesarias para reparar vuestra vanidad científica dañada. —Tarde o temprano el llanto le sanaría las heridas, pensó la madre, mientras veía como el equipo médico huía atropelladamente por el pasillo sin atreverse a decir ni mu.
Ella confiaba plenamente en la voluntad de Daniel. Cuando éste era pequeño la preocupación de sus padres era constante. Su infancia estuvo siempre instalada en el desafío, no sólo a ellos, sino también al mundo en general. Bastaba que se le prohibiera algo o que se le sugiriera la imposibilidad de hacer algo para que esto se convirtiera en un reto para él, o al menos era así como lo veían ellos. Hicieron falta muchos años y el reconocimiento público para que se dieran cuenta de que su hijo era especial, un genio. Pero ahora que lo sabían no lo iban a pasar por alto. Se inventó una carrera, y en contra de todos los pronósticos apocalípticos que le hicieron le salió bien. La madre creía que la razón por la que lo había conseguido era la misma que por la que se había recuperado, por llevar la contraria. Él era un genio, y sólo su hijo era capaz de encontrar el camino desde la oscuridad hasta la luz, aunque sólo fuera por molestar a todos esos medicuchos que habían afirmado que era imposible. Ella estaba convencida de que ese camino debió de ser muy duro y doloroso, y que ese dolor era la verdadera causa del llanto ininterrumpido de su hijo. Cada vez que ella, su padre, o su hermana le intentaban coger la mano éste se soltaba con violencia. Estaba claro que no quería ser molestado, así que decidió convertirse ella en el garante de que la paz y la tranquilidad que su hijo necesitaba en ese momento fuera respetada. Así que como una tigresa protegiendo a su prole, rugió, chilló y arañó hasta que tuvo a todo el mundo, incluida su familia, fuera de la habitación. Sí, de verdad, que la cara de mosqueada de una madre protegiendo a su hijo no es una cosa que ni el psiquiatra ni los celadores ni a nadie que estuviera allí se le ocurriría tomarse a broma.
Tres días después, cuando el llanto de él ya sonaba como un susurro a un lado entre las sábanas, la madre, por fin, dejó entrar a la familia. Llevaba tres días enteros al pie del cañón. Si no dormía su hijo ella tampoco lo haría, pero en ese momento él ya parecía más relajado y el padre la convenció para que se quedara Sandra un rato mientras ella bajaba al restaurante a comer algo. Sandra se sentó en silencio en la butaca al lado de la cama.
Cuando llevaba allí aproximadamente unos cinco minutos, su hermano habló. —¿Cuánto tiempo llevo aquí?
La hermana se puso nerviosa, no sabía qué hacer.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —volvió a preguntar él.
—Ocho meses —respondió ella.
—Entonces SAE debe estar muerto —le dijo casi sin ni mirarla.
En ese momento llamaron a la puerta e Irina entró en la habitación. Daniel se había quedado de lado, con el cuerpo encogido y las manos juntas debajo de la cara, prescindiendo de la almohada. Se la quedó mirando sin decir nada. Cuando ella le vio se le humedecieron los ojos. —Daniel, sé cómo te sientes. No te asustes, lo acabarás comprendiendo. Esto es real, es verdad, nosotros somos de verdad, durante mucho tiempo has vivido una fantasía.
La hermana la miraba extrañada mientras ella se sentaba en la cama. Él la miraba sin escucharla. Sí que oía su voz, pero ésta era asimilada por él más como si fuera música que como palabras con un contexto y un significado. Alzó una de las manos que le hacían de almohada y la estiró hacia Irina. Cuando la tocó la retiró con fuerza como si se hubiera quemado. Se quedó unos segundos mirándola y sólo susurró, más para él que para nadie —debo estar muy cansado, no, estoy muy cansado. —Volvió a poner la mano debajo de la cabeza, cerró los ojos y se durmió.
El enfado de la madre por haberse perdido ese momento fue mayúsculo. —¿Por qué no me avisasteis?
—Fue todo muy rápido —se defendió Sandra.
Pero al ver a su hijo por primera vez desde hacía mucho tiempo durmiendo de verdad, se calmó. Después de tanto tiempo de verle en un sueño inerte el poder mirarle en esa situación le reconfortaba. Se había quedado de lado con las piernas encogidas en posición fetal. Tenía la almohada mal puesta encima de la cabeza y su respiración sonaba fuerte, casi rozando el ronquido. De vez en cuando estiraba una pierna o se rascaba la nariz. A todos los que en ese momento estaban en esa habitación ese les pareció el mejor espectáculo que habían visto en su vida. Dos horas más tarde, Sandra e Irina, en sus respectivas casas, y los padres en el hospital, dormían como niños, como no lo habían hecho desde hacía mucho tiempo.

Capítulo 11

Me ibas a explicar por qué existo.

Hola de nuevo. Lo primero, pediros perdón, dije más tarde y han pasado casi dos semanas, pero es que he estado un poco liado, reconstruir una nueva vida no es fácil. Con mi hermana, al parecer, todo va viento en popa… aunque va a ser lento. A ella le encantaría fiarse de mí, pero mi historia desafía todo su concepto de realidad. He conseguido que admita que si ésta es imposible, también lo es que yo sepa todas las cosas que sé de su vida, así que al final lo hemos dejado en empate. Me va a dar una oportunidad, pero no como hermano, sino como a un desconocido al que deja acercarse y acompañarla a visitar a su madre. Je, tendríais que haber visto la cara de la gente del geriátrico en cuanto entré por la puerta acompañado de Raquel, sobre todo la del celador, le faltó poco para salir corriendo, todavía no comprendo cómo se lo hizo Elena para que no me denunciaran después de la que les lie. Yo, a cambio de todas las concesiones que ha hecho mi hermana, me he comprometido a no desvelarle más secretos. Se ve que cada vez que lo hago siente como si un desconocido la hubiera estado espiando, y se siente muy avergonzada. Me parece un buen trato. Con otros amigos estoy actuando de forma parecida, es decir, que no llego y les digo —oye, tú no sabes quién soy, pero yo en alguna otra realidad era tu mejor amigo y para demostrártelo te diré que sé que cuando tenías trece años te masturbabas oliendo las bragas que le robaste a la hermana de Manuel. —Si lo hiciera así seguro que, o salen corriendo, o intentan estrangularme.
A nivel económico, las cosas no me van mal, a Elena le gustó mucho mi libro y tiene intención de publicarlo, y aunque nunca antes lo había hecho, quizás porque ha visto lo apurada de mi situación, esta vez me ha concedido un buen adelanto que me ha permitido alquilar una habitación. También me ha prestado un portátil con el que he trascrito todo lo que os narré en nuestro anterior encuentro. Quiero añadir mi propia historia a la que ya había escrito, leídas todas juntas da la sensación de que son causa efecto las unas de las otras. Tengo que reconocer que si he sobrevivido a toda esta locura es porque durante mucho tiempo viví algo parecido a través de mis personajes.
Ahora estoy en la sala de espera de Elena, la pobre Rosa está sentada en su escritorio a escasos metros, pobrecita, la debo tener acojonada. No me extraña con lo mal que me porté con ella el último día que estuvimos aquí. Qué tonto ha de ser un hombre para no tratar a una rosa con la dulzura que se merece. Ha sonreído, lo he visto, claro, estoy hablando bajito, pero ella me oye. Ha vuelto a sonreír. ¡Huy! Está hablando por el interfono, ¿será para mí? Se ha vuelto a reír. Estás muy linda cuando te ríes. Bueno, lo que sucede es que vosotros os habéis perdido una parte. Cuando he llegado, me he disculpado con ella y hemos estado charlando un rato. Ahora ya volvemos a ser amigos, ¿verdad, Rosa? Vosotros no lo veis, pero ella está asintiendo con la cabeza.
—Dice Elena que pases.
—Bien, hasta ahora bonita.
Hola Elena.
—¿Cómo estás, desconocido?
—Nos acabamos de besar, es que hacía casi veinticuatro horas que no lo hacíamos.
—¿Qué haces?
—Estoy grabando esta conversación para luego transcribirla directamente.
—¿Cómo, así, en primera persona y en presente?
—Sí, es un poco difícil, sobre todo para las acciones, pero no importa. No es importante qué cara pongo ni el color de las paredes ni cómo te sientas tú, lo importante es que los lectores a estas alturas de la novela querrán saber lo mismo que vengo a contarte a ti.
—Eso suponiendo que me guste esa tercera historia que quieres añadir.
—Mujer, es la mía, la conoces bien.
—Sí, ya, pero habrá que ver qué cuentas y cómo lo cuentas.
—Eso ya lo negociaremos cuando esté acabada.
—¿Y cuándo estará acabada?
—En cuanto acabe esta conversación.
—¿Va a ser el final?
—De esta historia, sí.
—Bien, se supone que vienes a contarme por qué te ha pasado todo esto.
—Sí, más o menos. No te esperes nada científico o algo parecido, lo que vengo a contarte es más una teoría filosófica.
—¿Es tuya?
—No del todo, digamos que se la he cogido prestada a Aristóteles y la he customizado y adaptado para que me vaya bien a mí.
—¿Sí? Pues cuenta, te escucho.
—Ella se ha levantado y se ha sentado en la mesa junto a mí, lleva una falda a cuadros y… y, no llevas bragas, ¡guarra!
—¿No decías que eso no era importante?
—Mujer, los lectores deben saber la causa si de repente se me tropiezan las palabras, y se ríe, se está riendo de mí, señores lectores.
—Va, no te enrolles y cuenta.
—Vale, pero bájate esa falda que si no, no me concentro.
—Ya está, ¿sigues?
—Sabes lo que es el motor origen.
—No, no lo sé.
—Bien, según Aristóteles, y creo que Platón también, no estoy seguro, uff… es difícil de explicar. Más o menos, lo que yo he entendido que dice la teoría es que en el universo no puede haber una fuerza que sea primera o generadora de todo a no ser que ésta proceda desde dentro y cada una de las cosas que forman este universo, y que a la vez se constituya en el objetivo final de éste. Según Aristóteles, esta fuerza es el deseo.
—A ver, que yo lo entienda, ¿lo que dices es que el universo existe por el deseo que tiene éste de existir?
—Sí, eso, eso es, o así lo he entendido yo.
—¿Muy poético, no?
—Sí, pero esta no es mi teoría.
—Va, pues sigue.
—Mira, en algunos momentos de mi supuesto pasado tenía por costumbre viajar a lugares remotos sólo para tumbarme por la noche en el suelo y contemplar el universo. Cuando llevaba allí un rato, mi vista empezaba por momentos a agudizarse. Esos puntitos brillantes que parecían vestir esa profundidad oscura empezaban a crecer y se tornaban grandes soles con planetas que bailaban a su alrededor, uno de ellos siempre bullía de vida. Seres extraños con vidas extremadamente complejas lo recorrían. Concentraba la mirada y apuntaba a uno de aquellos puntos que no paraban de moverse. Un ser caminando por un planeta lejano, una historia. Es evidente que no tengo ni creo haber tenido nunca tan buena vista. Pero lo cierto es que sí, que creía firmemente en que el ser que yo había visto existía de verdad. ¿Por qué? Porque había una posibilidad de que así fuese. Es cierto que era una posibilidad remota. Una entre mil billones o quizás un millón de billones o un billón de billones, da igual, el hecho es que por grande que fuese ese número, si hubiera una sola posibilidad de que sucediera, por pequeña que fuese, sucedería. Es como decir que cualquier número, por pequeño que éste sea, está contenido en infinito. El tiempo es tan grande, el universo es tan grande y puede haber tantos, ¿cómo va algo a no existir? También creo que la vida no es una casualidad en el universo, no es una anomalía que le ha sucedido a éste. Creo que la vida es parte fundamental del funcionamiento del gran todo. Sin ella el universo no existiría porque sólo la conciencia puede crear una posibilidad, sólo ella puede desear. Yo imaginaba estirado en la hierba un pequeño ser en un mundo poblado de extraños seres girando alrededor de una estrella lejana. Por tanto ese ser tiene que existir. ¿Por qué? porque yo lo he imaginado, he deseado que existiera y al hacerlo he creado esa posibilidad.
Pero este señor no puede existir por sí solo, tiene que hacerlo en un contexto, tanto temporal como espacial, es decir, que aunque yo le imagine solo, en un lugar y en un momento concreto, ni este lugar sería posible sin todos los demás lugares, su universo, ni ese momento sin todos los demás momentos, su tiempo, el pasado, presente y futuro. Ahora imagina los infinitos seres que pueden habitar un universo tan grande durante todo su tiempo, cada uno de ellos imaginando, deseando, creando nuevos universos, y así infinitamente.
—Te entiendo, el deseo es la fuerza que hace que la existencia sea posible.
—Sí, el deseo de cada ser genera nuevos universos.
—¿Cada ser entonces es motor origen?
—Sí, claro. Todos somos creadores, todos somos dioses y la energía que usamos para crear es la del deseo, la imaginación.
—Muy bonito, pero es más poético que realista.
—Para ti es la paranoia de un loco que te cae bien. Para mí lo es todo, es el sentido, es lo que le faltó al personaje de mi novela y lo que le da coherencia a todo. ¿Si no, qué hago yo aquí? ¿Lo he perdido todo por nada? Sólo tiene sentido como parte de la historia que yo mismo creé. Pero no puedes apostar tu vida a algo tan efímero y poético como esto.
—No me creo que pienses que todo lo que te ha sucedido ha sido para darle sentido a una historia. ¿Y si no la publicara?
—No sucedería nada, no se puede parar la historia.
—¿Por qué?
—Yo, todo lo que tengo que añadirle y lo que estamos grabando ahora, se lo estoy contando a unos lectores imaginarios que me he inventado, ellos lo van a leer seguro. Todo junto, como tiene sentido.
—¿O sea, que seguro que esta obra que has escrito con las palabras que tu narraste antes, más lo que transcribas de esa grabadora, va a ser leído por unos espectadores que tú te has inventado?
—Sí, así va a ser.
—Si van a existir unos lectores en otro universo que lean la obra, ¿tendrá que existir también un escritor que la escriba, no?
—Sí, claro. ¿Entonces ese escritor te habrá creado a ti, no?
—Sí.
—¿No es eso una paradoja temporal? Tú creas un escritor para justificar tu historia y el escritor te crea a ti para justificar la suya. ¿Quién ha creado a quién? ¿Quién ha sido el primero?
—Eso no es importante, sólo es paradójico porque no concebimos la dimensión temporal. La naturaleza está llena de sucesos que se crean a sí mismos. ¿O no sería un círculo una paradoja espacial para un ser unidimensional? ¿dónde empieza la línea? ¿dónde acaba? Si incluso la relación que hay entre sus medidas es un número que no tiene ningún sentido, que es absolutamente indefinible, irracional. Tú puedes decirle a alguien, qué alegría, hacía meses que no nos veíamos. La gente te reconoce, tienes familia, amigos de infancia, ex novios, tu no necesitas esta filosofía rollo pequeño saltamontes para seguir adelante, tu mundo no está en duda, tú no estás en duda, yo sí, yo estoy en duda y mi mundo conmigo, sólo me queda elucubrar teorías estúpidas para intentar comprender lo incomprensible. Sé que son tonterías, pero son mis tonterías, lo único que me queda, lo único a lo que poder agarrarme.
—Va, no te molestes, yo creo en ti, no necesito teorías de ningún tipo para eso.
—Ya pero…
—Pero nada, apaga eso y dame un beso, verás qué es de verdad.

Capítulo 12

En ocasiones la diferencia entre el sueño y la vigilia…
tan sólo es la fe.

Esa mañana, cuando Irina llegó a la casa de Raúl, ya habían pasado dos meses desde la milagrosa recuperación de Daniel. Él se había recuperado sorprendentemente rápido. A la semana y media los médicos, ante su mejoría, ya se vieron obligados a darle el alta. Obviamente no se lo había contado a nadie, pero ella había desarrollado su propia teoría sobre lo que le había sucedido a Daniel y el porqué. Achacaba toda la curación al Fratel, pero no porque éste tuviera propiedades curativas ni la capacidad para regenerar sistemas nerviosos dañados, lo que ella creía era que ese supuesto combate con el mismísimo Dios que le había contado Daniel había generado tal cantidad de energía en su mente que ésta había causado, por alguna causa que ella desconocía, la curación de Daniel. Por otra parte, el hecho de que en su mente él estuviera ejercitando su cuerpo constantemente hizo que al recuperarse no necesitara seguir el proceso de volver a aprender a usarlo como hubiera sido lo normal en una persona después de ocho meses en coma.
Ella misma le había comunicado a Raúl la recuperación de Daniel el mismo día en que esto sucedió, pero él, como siempre desde que ocurrió el accidente, no le respondió, esperó a que acabara de hablar y colgó el teléfono. Su familia estaba desesperada, Raúl había entrado en una vorágine casi suicida de alcohol y cocaína. Su vida transcurría entre bares y discotecas. En menos de un año se había pulido todos sus ahorros, y sus deudas aumentaban por momentos. Había perdido el trabajo, le habían retirado el carné de conducir por ir borracho. Ya no se veía con ninguno de sus antiguos amigos ni había vuelto a escalar. Se había convertido en un deshecho, pero ese día, había decidido Irina, se iba a tener que despertar, le necesitaba, o para ser más exactos, su mejor amigo le necesitaba. Ella sabía que él estaba en casa porque hacía menos de una hora le había llamado y él había cogido el teléfono. Esta vez ni le había dejado hablar, al oír que era ella, colgó. Pero ahora estaba allí, delante de su casa, dispuesta a aporrear la puerta hasta que éste le hiciera caso. Necesitó casi cuarenta minutos de patadas, gritos y golpes para que le abriera. Cuando lo hizo ni le habló, sólo abrió la puerta y sin decir nada se fue hacia la cocina, donde se abrió una cerveza y se sentó en una silla dejando su mirada perdida en una ventana. Ella le siguió, eran las diez y media de la mañana y estaba claro que le acababa de despertar. —Te necesito —le dijo ella.
Él se rió sin ni siquiera mirarla.
—Sé que Daniel va a hacer una tontería, pero no sé donde. Desde que se recuperó no ha estado bien. Sí, físicamente está perfecto. Pero no se cree el mundo en el que vive. Todo le da igual. Dice que todo es mentira, que no se siente vivo, que hasta su piel le parece lejana. Ayer por la noche dijo que no podía continuar así, que necesitaba volver a encontrar al mundo o abandonarlo para siempre. Dijo que sólo había un lugar donde lo podía encontrar, un lugar donde un hombre está más vivo que en ningún otro. Yo le pregunté que donde iba, y él me respondió que se iba a ese lugar. Ya estuve una vez allí y nunca me he sentido tan vivo otra vez… ¿quién sabe? quizá me volveré a sentir igual. Si lo consigo habrá valido la pena, y si no, no se me ocurre ningún lugar mejor para irme de aquí. Me cogió las llaves del coche y las tiró por la ventana. Luego cogió el coche de su hermana y desapareció. Necesito saber cuál es ese lugar. Sólo tú puedes saberlo.
Pero él seguía con la mirada fija en la ventana, sin decir nada, bebiendo cerveza. Ella, en un ataque de ira, le arrebató la lata de la mano y la estrelló contra la pared. —¡Joder, Raúl, se supone que es tu mejor amigo! —Le agarró del cuello y le gritó—. ¡Despierta de una puta vez! —Pero él siguió con la mirada fija en la ventana. Ella estalló a llorar y salió corriendo del apartamento.
Las cosas no podían ir peor. Daniel no podía haber vuelto a la vida para morir. Subió al coche y salió del parking sin saber adonde ir. No se resignaba a dejarle morir, pero tampoco sabía qué hacer. Conducía sin rumbo fijo esperando que del cielo cayera una solución cuando el móvil sonó. Era Raúl —ven a buscarme, sé a donde ha ido, y si no llegamos a tiempo morirá, seguro.
En cuanto colgó el teléfono, un rayo de esperanza le cruzó el corazón, si le podían encontrar quizá podían salvarle. —No —se corrigió ella misma— con la ayuda de Raúl le salvaremos —estaba segura.
Cuando llegó otra vez a su casa éste ya estaba fuera, esperándola, con una enorme mochila. Sin decir nada se montó en el coche. —¿A dónde vamos?, le saludó ella.
—¿Llevas dinero? —fue su respuesta.
—Llevo la tarjeta ¿por qué?
—Nos vamos a Xamonix, en el norte de Francia. Por cierto, ¿qué pie calzas?
—Un treinta y seis, ¿para qué quieres saberlo?
—Llevo unas botas para ti, quizás te vengan un poco grandes, pero te servirán.
—¿Pero a dónde vamos?
—Ya te lo he dicho, a Xamonix. Deberíamos llegar a les Flames de Pierre antes de esta noche. Si lo conseguimos quizás podamos salvarle.
—¿Me lo vas a explicar?
—Tú arranca, tenemos ocho horas de viaje yendo a lo que dé el coche. Hemos de llegar allí antes de que salga el último tren de Montenvers, que no sé a qué hora sale. Una vez allí, todavía nos quedarán unas, y la miró a ella, seis u ocho horas hasta les Flames de Pierre. Si todo va bien, llegaremos antes de las cinco y media de la mañana. A esa hora, seguramente él se levantará y empezará los rápeles. Si no lo cogemos antes de eso, ya será demasiado tarde.
Irina no entendía muy bien lo que le estaba diciendo Raúl, pero sí comprendió que tenían prisa, mucha prisa, y también comprendió que ese día sería muy largo. En pocos minutos se encontraban en la autopista, a ciento ochenta kilómetros por hora en dirección a Francia. Los dos se mantenían en silencio.  Ella tenía tantas preguntas que hacerle que se le atascaban en la garganta. Intentó no ponerse nerviosa, el viaje era largo y daría tiempo para todo. No fue hasta que ya llevaban media hora en territorio francés que se decidió hablar. —¿Me vas a explicar a dónde vamos, o no?
—Tú también tienes unas cuantas cosas que contarme.
—Empieza tú —dijo Irina.
—No, hazlo tú, que ha sido la que ha venido a buscarme.
—Bien, pues que empiecen las confesiones… todo lo que le está sucediendo a Daniel es culpa mía. Cuando tuvo el accidente no lo pude soportar. No me hacía a la idea de quedarme sin él. Su familia, vistos los diagnósticos de tres importantes médicos, ya había medio decidido que, tal como él hubiera deseado, le iba a desconectar. Mi mente, mi cuerpo y todo lo que soy yo se negaba rotundamente a aceptar la idea de dejarle morir. Pero yo le amaba y tampoco podía condenarle a una existencia confinado en la oscuridad de un cráneo.
Mientras estuve trabajando para él, yo y mi equipo desarrollamos una droga a la que llamamos Fratel. Esta droga estaba destinada a funcionar como un potente estimulante de los tejidos neuronales que Daniel estaba creando y además debía ayudar a alargar su vida. Tuvimos mucho éxito, el Fratel cumplió con creces la función para lo que lo habíamos creado. Pero sospechábamos que además inyectado directamente en humanos podría comportarse como uno de los alucinógenos más potentes que se habían creado. Pensé que si se lo inyectaba, le liberaría de esa cárcel de hueso en la que estaba recluido; pensé que si lo hacía no haría falta matarlo.
—¿Le estabas drogando mientras estaba en coma?
—Espera, antes de dárselo a él primero lo probé yo, y descubrí que el Fratel era una droga mucho más potente de lo que ni yo ni nadie de mi equipo había sospechado. No proporcionaba ningún tipo de fantasía. No aparecían elefantes rosas ni nubes de mil colores. No tenías la sensación de volar ni siquiera te sentías embriagado, sólo te dormías y soñabas. El problema era que tus sueños eran tan extremadamente reales que resultaba imposible diferenciarlos de la realidad. Recuerdo que después de inyectármelo me dormí, y también recuerdo perfectamente cómo me desperté al día siguiente y cómo pasé los cinco días siguientes, hasta recuerdo haber soñado y todo, sólo que no era real. Me di cuenta en el momento en que me desmayé en una cafetería y desperté justo donde me había dormido hacía cinco días. Tenía más, la sensación de haber ido hacia atrás en el tiempo, que no, la de haber estado soñando. Entendí que le podía regalar a Daniel una vida tan real como la que el accidente le había quitado.
—Una vida prótesis —añadió él.
—Sí, nunca imaginé que fuera a recuperarse.
—Ya lo entiendo.
—Pero sí, se ha recuperado. Contra lo que todo el mundo creía se ha recuperado.
—Muy propio de él, y, claro, ahora después de tanto tiempo viviendo otra realidad lo que le debe parecer de mentira es esto. ¿No?
—Sí, pero no creo que sea sólo eso.
—¿Qué más hay?
—Se trata de su sueño.
—Llámale otra realidad. Si lo haces así, nos entenderemos y le entenderemos mejor a él.
—Pues eso, su otra realidad, el problema viene de allí. No fue una realidad feliz. En ella yo estoy muerta. Me vio morir desangrada delante de él. Después de eso se retiró a Varador donde junto con nueve científicos más crearon un ser vivo dentro de un ordenador. Estuvieron cinco años metidos en una especie de gran mansión junto a unos acantilados, pero la historia acabó mal. Por lo visto el hecho de generar una nueva forma de vida y el universo que la envolvía produjo un ataque de celos al mismísimo Dios que acabó con todos sus compañeros de una forma cruel y melodramática.
—¡Joder!
—Espera, espera, todavía falta lo peor, se enfrentaron.
—¿Dios y Daniel?
—Si, así fue.
Raúl sonrió. —No esperaba menos de ese cabrón soberbio. ¿Y a que le venció?
—Sí, pero pagó un alto precio. Su victoria fue moral ya que Dios no pudo doblegar su voluntad y así le demostró que no era superior a un humano.
—¿Y por qué está tan tocado si venció?
—Él mató a todos sus amigos y para doblegar su voluntad le causó todo el dolor que un Dios puede llegar a causarle a un humano.
—¿Y fue allí cuando él despertó?
—Sí, yo creo que la lucha por sobrevivir en ese supuesto combate es lo que provocó su milagrosa recuperación…
—O quizás su realidad es la correcta y nosotros sólo somos el infierno al que ese Dios le condenó por haberle desafiado —añadió Raúl.
—No digas tonterías, nosotros no somos fantasías de nadie. Existimos, sentimos, no podemos ser un engaño de la mente de una persona que ni siquiera está aquí ahora.
—Es posible que tú estés muy segura de ser de verdad, pero yo… yo ya hace tiempo que no lo tengo tan claro.
—Pues confía en mí, tú eres de verdad. Además eso es irrelevante, ahora lo que importa es cómo le haces entender a alguien que ha pasado por todo esto que sólo fue una fantasía, que en realidad nunca sucedió. Si en ese sueño hubiera sido feliz, si todo hubiera sido maravilloso, quizás habría tenido las fuerzas suficientes como para enfrentarse a esta situación, pero esta guerra la empezó ya derrotado.
—Lo que le pasa a Daniel —dijo Raúl— es que ha perdido la fe. Todo en este mundo es susceptible de ser puesto en duda, desde una complicada teoría hasta la simple existencia del Sol, todo puede ser puesto en duda, pero no lo hacemos. No podríamos sobrevivir en un mundo tan insustancial, sólo lo conseguimos gracias a la fe. Sin fe, vivir puede ser un infierno. No podemos dudar del suelo, de la existencia de nuestros amigos, de que el Sol va a salir cada mañana, de nuestra propia existencia, así no podríamos vivir. Por eso estamos persiguiendo a Daniel, porque ha perdido la fe. Y conociéndole la va a encontrar o va a morir en el intento.
—Sí, lo sé, es culpa mía —dijo Irina.
—No, fue mía.
—No te puedes seguir culpando por su muerte, fue un accidente, no pudiste hacer nada.
—¡No! Lo pude hacer todo, lo hice todo. No fue un accidente, yo le empujé.
—¿Cómo?
—Sabes… me lo contó todo… yo, he estado enamorado de ti desde el día en que te conocí. Pero tú le amabas a él.
—Sí que le amaba —intervino Irina—, pero nunca hubo nada entre nosotros, él no quiso.
—Ya, ya lo sé. El perro del hortelano, ni come ni deja comer. El muy estúpido desde su universo de números y grandes teorías no se había enterado de nada. Ni se le ocurrió por un momento que yo lo iba a perder todo, no sólo eso, en cuanto se lo dije se echó a reír, el muy cabrón se rió de mí… Me encendí, no sabes cómo lo siento, pero perdí el control y le empujé. Quizás en algún rincón de mi mente le deseaba la muerte, no lo sé, el hecho es que yo fui el que lo tiró al vacío.
—¿Le intentaste matar?
—No… no lo sé, yo sólo me enfadé. Cuando me di cuenta de que iba a caer me lancé para ayudarle, pero ya era demasiado tarde, estuvimos a punto de caer los dos, pero el muy hijo de puta consiguió zafarse para caer solo.
Raúl rió —Yo le había empujado y él no me dejó ni ayudarle, no me dejó enmendar lo que yo había hecho. Hasta el final tuvo que ser el mejor. Lo último que hizo fue demostrarme que yo era una mierda. Ésa fue su despedida.
Irina separó los ojos de la carretera un momento para mirar a Raúl. Tenía los pies sobre el salpicadero y los brazos cruzados sobre el pecho. Las lágrimas le resbalaban por la mejilla goteando sobre su camisa y sus ojos se perdían muertos en la carretera. La tristeza que emanaba era tan fuerte que la estaba asfixiando. Soltó una mano del volante y le acarició la cabeza. Él, al sentir su tacto, no pudo más y se derrumbó. Agarró su mano apretándola contra su rostro y sollozó, sollozó como si llevara once meses conteniendo el llanto entre alcohol y drogas.
Ahora todo se hacía claro en la mente de ella, ese silencio al que le había condenado, esas llamadas colgadas, ese desprecio que le dedicaba. Seguramente él no podía mirarla sin revivir el error que cometió por su culpa. Él había confesado su secreto y ahora Irina sintió la necesidad de confesar el suyo, el más oscuro, pero no se atrevería. No era algo con lo que se sintiera mal, muy por el contrario, nunca estuvo tan feliz como cuando la tira de papel se volvió rosa. Pero por mucho que a ella le encantara la idea de tener un hijo con el hombre que amaba, le aterrorizaba la idea de explicarle a nadie cómo podía ser eso posible, si el padre estaba en coma en el momento de la concepción.
Sus rituales nocturnos nunca habían significado sexo, como mucho algunas veces se había masturbado. Él era un cuerpo inerte y no reaccionaba a ningún estímulo, pero un día, cuando ya se preparaba para devolverlo todo a su sitio y que no se notara que en la cama habían estado dos personas, se dio cuenta de que en las sábanas sobresalía un bulto. Ya eran casi las cinco de la madrugada, hasta las seis y media, siete no solía empezar a haber movimiento en los pasillos del hospital, pero ella siempre había acatado ese margen de seguridad de una hora y media. Ese día no lo iba a hacer. Se acercó como temerosa y como si alguien pudiera verla, posó su mano sobre su miembro. Éste estaba muy duro y ella se impresionó, se le erizaron todos los pelos del cuerpo y sintió la excitación de lo prohibido. Miraba nerviosa la puerta, como si alguien tuviera que entrar de repente y gritarle, ¡te he pillado! pero nadie entró. Con suavidad introdujo una mano bajo las sábanas hasta notar su dureza. Mientras le acariciaba de arriba abajo para asegurarse de que siguiera dura, con la otra mano le destapaba todo, le quitaba la bata con suavidad. En un principio sus movimientos eran nerviosos, no paraba de mirar hacia todas partes como si alguien pudiera verla desde algún sitio, pero enseguida la fuerza de su sangre golpeando contra sus oídos ahogó cualquier tipo de cautela. Le susurraba cosas bonitas al oído mientras le acariciaba los labios, el rostro, el cuello. Le besaba el pecho, el abdomen, las ingles. Se desnudó, se montó sobre su cuerpo, al revés, poniéndole el coño en la cara mientras se metía su polla en la boca. Él no podía chuparla, como es lógico, pero eso era igual, ella se tocaba soñando que era su lengua. Se dio la vuelta, se enfocó bien… y se penetró. Mientras se movía le besaba en el cuello y le susurraba guarradas al oído. Así estuvo hasta que sintió que el falo se le aflojaba y comprendió que él ya se había corrido, no importaba, ella también lo había hecho, y unas cuantas veces.
Esto ocurrió en muy pocas ocasiones, la fisiología de un hombre en coma era muy caprichosa y no se ceñía a demandas, pero como reza un corrido mexicano, «tuvo suerte, seis tiros le pegaron y sólo uno fue mortal» y así le sucedió a Irina, seis polvos echaron y sólo uno la dejó preñada, el último. Ahora estaba de cuatro meses y nadie lo sabía, sólo ella y su médico, y así se iba a quedar.
Así llorando, agarrado a su mano, permaneció Raúl un buen rato. Era un momento tenso y al mismo tiempo lleno de ternura y comprensión mutua. Los dos, que hasta ese momento se habían sentido absolutamente dueños de la culpa ahora la compartían haciendo de ésta una losa menos pesada. Llegaron a un peaje e Irina tuvo que soltarse de Raúl para pagar y ya no volvieron a cogerse las manos, la magia había acabado, pero ahora se sentían los dos mucho mejor.
Las horas se sucedían a la misma velocidad que los kilómetros. Todavía había una pregunta pendiente en el aire, pero seguía sin haber prisa. Además, Raúl hacía muy mala cara, después de tantos meses de borrachera detrás de borrachera, ese era el primer día en mucho tiempo que no tocaba el alcohol y el ansia le sacudía las entrañas. Raúl no era un auténtico alcohólico. Hasta el día del accidente siempre había sido un bebedor moderado. Sí, claro, cuando tocaba se emborrachaba como la mayoría de la gente. Pero el verdadero alcohólico se fabrica día a día empujando años a través del cuello de una botella, y ese no era el caso de Raúl. Lo suyo era más un intento por anestesiar el alma a toda costa. Bebía por no pensar, era más una circunstancia derivada de un accidente que una condición adquirida durante años de constancia alcohólica. Quizá es por ese motivo que no saltó del coche en marcha para correr hacia el primer bar que encontrara, ni tocó la paperina de farlopa que guardaba en el bolsillo de la mochila. Hoy, quizás, iba a poder hacer por su amigo lo que ese día, en Vilanova, no pudo hacer. Era, probablemente, la última oportunidad que tendría de expiar su culpa y no iba a dejar que ningún tipo de brebaje o sustancia se lo estropeara.
En cuanto llegaron a Grenoble, Raúl rompió el silencio. —Siempre dijimos que la vida sólo se puede apreciar de verdad cuando la miras estando cerca de la muerte, cuando temes perderla. Es como un paisaje del que sólo puedes tener verdadera conciencia cuando lo miras desde alguno de sus extremos. Espero no equivocarme, pero estoy seguro de que ese loco se ha ido a repetir el Pilar Bonatti.
—¿Por qué?
—Mira… Daniel y yo, hemos hecho muchas vías juntos, algunas muy difíciles.
—¿Cómo ésta, el Pilar Bonatti?
—No, esa no es muy difícil, pero hay que reconocer que fue un hito en nuestra historia, teníamos dieciocho años y era nuestro primer viaje a los Alpes, fue la primera vez que nos enfrentamos a una gran vía alpina. Setecientos metros de granito vertical, cortado a cuchillo, sin equipar, a tomar por el culo de cualquier sitio habitado y sometido al azar de la alta montaña.
—Pero dices que no era difícil.
—Sí, en ese momento claro que lo era, lo que después hicimos vías mucho más difíciles que ésta, como la No Siesta o la Divina Providencia. Eso sí que eran vías duras.
—¿Y por qué no crees que haya elegido una de esas?
Raúl sonrió burlándose. —Primero deberías comprender qué supone estar en medio de una pared, a quinientos metros del suelo, pero con una sensación real de estar a dos o tres mil, acosado por la inmensidad de un paisaje más grande de lo que tú podrías imaginar. No sólo es donde estás, es también todo lo que te envuelve. Parece que puedas sentir el peso de todas esas montañas. No debe ser muy diferente que enfrentarse a Dios, sólo que este dios no tiene características humanas como el que se enfrentó a Daniel o el que adoran católicos, árabes y judíos, por decir los más cercanos. Es un dios impersonal, que ni te mira, que ni le importas porque tú… ¿tú quién eres? Tú no eres nadie, sólo una hormiga subiendo por la espalda de un oso, insignificante, eso es lo que eres, en cambio él, él lo es todo. Pero tú estás allí, en su dominio, sin amedrentarte, sobreviviendo. Es lo más cerca que una hormiga conseguirá jamás mirarle a un dios a los ojos. Él está buscando esa sensación y no podría conseguirla en ninguna de esas vías.
—¿Por qué?
—Pues porque con el tiempo que hace que no entrena, y teniendo en cuenta que no hacen ni dos meses que se ha levantado de un reposo tan largo, no creo que piense que vaya a ni levantarse del suelo en ninguna de ellas. No, está en la Bonatti, seguro. Siempre ha hablado de ella como la vía en la que se ha sentido más vivo y es tan chulo que seguro que se cree que tiene alguna posibilidad de acabarla solo… ¿Qué se llevó?
—¿Cómo?
—Sí, ¿que qué se llevó?
—No te entiendo, ¿a qué te refieres? ¿Cómo era su equipaje?, ¿llevaba mochila?
—Sí. Una como la tuya.
—¿Igual de grande?
—Un poco menos quizás, ¿por qué?
—Intento imaginar el material que lleva.
—¿Y si no llegamos a tiempo morirá?
—Si no le encuentra el sentido al mundo que espera encontrarle, seguro que sí. No creo que sea capaz de llegar arriba solo… Pero si lo encuentra… entonces tendrá miedo, se detendrá y pedirá ayuda o buscará una escapatoria. Nosotros siempre hablábamos de que si sacábamos a un suicida a punto de pegarse un tiro de su despacho y le dejábamos en medio de una gran pared, su instinto de supervivencia, mucho más primario que los motivos por los que odia la vida, le obligaría a luchar para sobrevivir. Esto es lo que está haciéndose Daniel a sí mismo.
Sólo faltaban unos minutos para que el último tren de Montenvers saliera cuando ellos llegaron. Entraron corriendo en él, casi de un salto. La Mer de Glass les saludaba exultante cuando unos treinta minutos más tarde se bajaban en la estación. Raúl le contó a Irina, aproximadamente, por dónde iba el camino que les llevaría hasta les Flames de Pierre y a Irina no le pareció tanto, pero cuando un rato más tarde llegaron al glaciar y comprendió la escala real de lo que estaba viendo, se asustó, no sólo porque eso multiplicaba por diez toda su concepción del camino, sino que además el propio ambiente se volvía apabullante. Esas grietas en el hielo al lado de las cuales ellos caminaban tranquilamente se perdían en una oscuridad sin fondo que la aterrorizaba. Sintió ganas de lanzarse al suelo e intentar cruzar a gatas todo el glaciar.
—¿Qué, bonito, no? —Le dijo Raúl.
A lo que ella sólo pudo responder con una sonrisa forzada que seguro le salió muy mal. Iban sin atar. Él le contó que no era necesario y que si lo hacían les iba a ralentizar mucho, le explicó que el hielo de glaciar en agosto y descubierto de nieve estaba tan erosionado que era como caminar encima de papel de lija, pero esto no la hacía sentir más segura.
—Va, Irina, tenemos que cruzar el glaciar antes de que se haga la noche, no es prudente andar por aquí a oscuras. Ella no respondió, el miedo le atenazaba las palabras y necesitó pensar en la razón por la que estaban allí para juntar las fuerzas necesarias para continuar caminando por ese laberinto de hielo. Un laberinto sin paredes sólo insondables abismos de un brillante y azulado hielo que le llamaba diciéndole, ven, salta, tengo hambre. Justo cuando llegaban a suelo firme empezó a oscurecer. A Irina le entraron ganas de lanzarse al suelo y besarlo, pero cuando Raúl le enseñó el angosto camino que se elevaba entre las vertiginosas paredes, a ella se le volvió a encoger el alma. Empezaba a comprender cuál era esa sensación de la que hablaba Raúl, sólo que a ella no le parecía nada agradable. —¿Qué coño hacía una hormiga subiendo por la espalda de un oso cuando puede estar tranquilamente durmiendo en su hormiguero?
Él, al verle la cara de desesperación ante la imagen del camino, le dijo —Tranquila, mujer, cuando lleguemos allí ya estará oscuro y no verás el patio.
—Patio, ¿qué patio? —respondió ella histérica.
—Es como le llamamos nosotros a la sensación de vacío.
Irina no sabía por qué, pero eso no la reconfortó en absoluto. Siguieron avanzando en la oscuridad. De vez en cuando él se giraba y la miraba preocupado. Ella iba muy lenta y lo sabía, pero no podía ir más deprisa. El camino subía mucho, ella ya no sentía las piernas y tenía la sensación de que cada vez había menos aire para respirar. Raúl llevaba todo el peso, sin embargo, no tenía un aspecto muy diferente de si estuviera paseando por las ramblas. Al fin llegaron a una especie de casa colgada en medio de una pared a la que no se le veía el final. Eran las cuatro y media de la madrugada y ya había mucho movimiento.
—Tú te quedas en la Charpuá —le dijo él.— Dentro hay camas, duerme un poco, si puedes.
—Pero…
—¡No!, Irina, a este paso no llegaremos arriba ni a las diez de la mañana. Aquí estarás segura, yo haré lo que pueda. —Se dio la vuelta y salió corriendo al trote.
—Espera —le chilló ella.
Él se detuvo.
—Tráetelo, como sea, pero tráetelo, es el padre de mi hijo. —Irina estaba tan cansada que ni pensó en lo que acababa de decir.
—¿El padre de tu hijo?
Irina se dejó caer de rodillas, estaba agotada, no podía más. —Estoy embarazada de cuatro meses y él es el padre.
Raúl guardó unos instantes de silencio y le dijo —Tranquila, no te voy a obligar a explicarme cómo es eso posible, no quiero pensar en eso ahora. Adiós, tengo prisa. —Y salió corriendo dejando sólo un rastro de luz en la oscuridad del glaciar.
Tardó una hora y media en llegar a las Flames de Pierre. El Sol ya hacía un rato que lo iluminaba todo cuando él llegó. —Daniel —gritó al verlo.
Él estaba sentado en una piedra mirando el Dru. No le respondió sólo se le quedó mirando.
—Daniel —volvió a chillar él.
—No esperaba encontrarte por aquí arriba —contestó éste— para ser sincero, no esperaba encontrar a nadie.
—¿Pensabas que te iba a dejar suicidarte, así, sin hacer nada?
—No, pero no creí que me encontraras.
—Ha sido Irina, ella me vino a buscar y no me fue muy difícil imaginar que estarías aquí.
—¿Cómo ha ido la aproximación?
—Muy lenta, he venido con ella.
Daniel levantó la vista como esperando verla llegar.
—No, no ha llegado, se ha quedado en la Charpuá. No lo habría conseguido, estaba reventada.
Él asintió. —¿Vienes a convencerme de que no haga lo que voy a hacer?
—Sí, es mi obligación. Si estás aquí es por mi culpa, yo te empujé en el Pas Nou, ¿recuerdas?
—Sí, lo recuerdo, pero también recuerdo muchas cosas que ahora me dicen que no son ciertas. Además tú no me debes nada, eso fue un accidente, podría haber sido jugando o simplemente porque me pisara el cordón de un zapato. No te culpes por eso.
—Yo decido de qué me culpo o de qué no, Daniel. ¿De todas formas crees que igualmente no haría todo lo posible por salvarte?
—Salvarme, ¿salvarme de qué?, ¿de esta desidia existencial que me embarga?
—Pero se te acabará pasando —rogó Raúl.— Volverás a creer en este mundo.
—No, Raúl. No creo que lo haga, no puedes creer en algo cuando tienes pruebas de que no es cierto. De verdad, hablo contigo como quien juega una partida en el ordenador, con la sensación de que nada de lo que diga va a ser relevante. Yo no me quiero ir, no deseo nada más que volver a sentir que todo esto es algo más que una postal bonita con personajes que hablan y se mueven. Cuando desperté en el hospital lo hice en la añoranza de unos que fueron mis amigos, de un trabajo que significó mucho para mí. Fueron años de lucha para acabar viéndolos a todos morir de esa manera. No puedo aceptar que no existieran, porque si lo acepto, toda mi concepción de la existencia se derrumba y al hacerlo este mundo también se hace irreal porque no es diferente de ése.
—Pues acéptalo como real.
—Entonces el que es falso es éste y el razonamiento funciona a la inversa destruyendo también ese universo.
—¿Y si los dos son reales?
—Entonces el que no soy real soy yo. Mira Raúl, yo no soy yo porque lo sienta; yo soy yo porque lo recuerdo. La conciencia de mí mismo me llega a través de mi memoria. No es, pienso luego existo. Es, recuerdo luego existo. Yo soy un camino, un transcurrir a través del tiempo con mis circunstancias y mis decisiones, si los dos mundos son ciertos mis recuerdos se ponen en duda. Irina no puede estar viva y muerta, yo no he podido estar en una cama en Barcelona y en una mansión en el Caribe al mismo tiempo.
—Sí que has podido, ¿no habla de eso la cuántica?
—Yo no soy un electrón, Raúl. Y no se trata tan sólo de lógica,… es sobre todo percepción. Aunque yo te convenciera y te demostrara que este precipicio es de mentira, tú no te podrías acercar a él sin tener miedo. Eso sucede porque algo muy interior, quizás el subconsciente, no lo sé, te dice qué es y qué no es, y su criterio se impone por encima de todos los razonamientos que tú puedas esgrimir. Ese mecanismo a mí me dice que nada es cierto. Si ahora te pegaras un tiro, o saltaras al vació no creo que me afectara.
—Pues hagamos una cosa, vayamos juntos, ya la hicimos una vez, podemos volverla a repetir. Y así, si por el camino ese mecanismo del que hablas vuelve a funcionar, al menos podrás sobrevivir para gozar de él. Y si no lo hace… de morir siempre estás a tiempo.
—De acuerdo, hagámosla juntos.
Les Flames de Pierre es una arista de roca que se abre como una solapa al Oeste del Dru. Es paso obligado para cualquier escalador que quiera realizar la Bonatti o alguna de las otras vías que se encuentran en esa parte de esa imponente pared. Se llega a ella por detrás y luego se tienen que realizar unos doscientos cincuenta metros de rápel antes de poder acceder a la base de la pared donde empiezan las vías. Una vez montado el primer rápel, el primero en bajar fue Raúl. Descendió unos cuarenta y cinco metros hasta encontrar la reunión y allí liberó las cuerdas para que bajara Daniel. Los rápeles funcionan de manera semejante a la escalada. Primero se atan dos cuerdas y se pasa una por dentro de una argolla de tal manera que bajen las dos paralelas. Después se monta el descendedor trabajando sobre las dos cuerdas al mismo tiempo y se desciende por ellas. En cuanto se llega a una reunión, el escalador libera la cuerda de tal manera que si tira de uno de los cabos ésta cede y cae. Con este sistema, con cuerdas de sesenta metros se puede descender cualquier pared por grande que ésta sea, pero no fue así para Raúl, pues tal como liberó las cuerdas se dio cuenta de que éstas subían hacia arriba y enseguida comprendió la jugada ruin que le había hecho su amigo.
Daniel sabía que Raúl no le iba a dejar hacer lo que había venido a hacer, y no estaba dispuesto a permitir que se lo impidiesen. Así que para que luchar con él le dijo que sí, que le acompañaría, pero con plena conciencia de que le estaba mintiendo. Raúl traía dos cuerdas y Daniel tenía otras dos, ahora que iban a ir juntos les sobraban un par así que decidieron esconderlas entre unas rocas. Una vez Raúl hubo liberado las cuerdas Daniel hizo lo que había planeado. Pensó que no se estaba mintiendo a sí mismo y el hecho de no sentir ningún tipo de remordimiento por lo que estaba haciendo era una prueba de ello. Mientras recuperaba las cuerdas, podía oír a lo lejos los insultos y maldiciones de su amigo, pero ni le molestaron ni le hicieron gracia, simplemente le dejaron igual. Antes de montar los otros rápeles que había más a la derecha tuvo un punto de inflexión. Recordó que pese a lo que sentía podría ser que estuviera equivocado  —quién sabe —se dijo— quizás todo esto es al fin verdad, pero el mundo es mi mundo, y si yo no lo siento qué más da. Pero antes de empezar a descender cogió una de las cuerdas que tenían escondidas entre las rocas, le cortó unos quince metros y se la dejó caer a Raúl. Sabía que le costaría, pero que con eso su amigo era capaz de salir de esa pared. ¿Fue un punto de fe? No, más bien un conato de reflexión científica, que seguramente le salvó la vida a su antiguo compañero.
En la primera reunión, Raúl quedaba a pocos metros, pero los suficientes como para que la distancia fuera insalvable.
—¿Podrás salir, no?
—Sí, claro.
—Bien.
—Vas a morir, ¿lo sabes?
—Es probable… pero esa es ya la única verdad que me queda.
—Fue un mal día ése. Sólo con que me hubiera controlado un poquito hoy no estaríamos aquí.
—Sí, tienes razón. Si te hubieses controlado, o si yo no te hubiera llamado, o si yo no me hubiera soltado de ti, o si mi madre no me hubiera apuntado a judo de pequeño. No te sientas tan importante Raúl, la cantidad de situaciones que me han traído hasta aquí es infinita. Ahora ya no estaré. Ve, seduce a Irina, es una gran mujer, está triste y sola, se enamorará de ti, no lo dudes. Cásate y ten hijitos, sed felices y comed perdices, al fin y al cabo todo esto es sólo un cuento y como un cuento debe acabar.
Raúl sonrió —lo intentaré amigo mío, lo intentaré. Es una lástima que estés tan lejos, Daniel. Me gustaría poderte abrazar como no pude hacerlo la última vez.
—Sí, sería un buen final para esta historia, pero no me dejarías ir si pudieras evitarlo, ¿verdad?
—No, lo cierto es que no podría.
Cuando ya Daniel se iba a perder en el vacío, Raúl le llamó —¡Daniel! —Éste se detuvo colgando en el vacío y le miró esperando.— Me alegro de haber sido tu amigo.
Daniel no contestó, sólo se quedó mirando a su amigo y sonrió, y en esa sonrisa Raúl leyó —Yo también Raúl, yo también me alegro de haber sido tu amigo.
—¡Ah!, y espero que encuentres esa verdad que tanto anhelas —pero él ya se había perdido detrás de la pared.— No le he dicho que va a ser padre —pensó Raúl, y rió mientras una lágrima le resbalaba tranquila por el rostro. Tampoco sabría como explicárselo. Quién sabe, quizás su hijo acaba siendo el mío. Miró el lugar por donde su amigo acababa de desaparecer y se dijo a sí mismo… me he curado. No entiendo por qué, pero me he curado, estoy tranquilo. He salvado mi alma… no, la ha salvado él…
—No siento emoción, me acabo de despedir de mi mejor amigo y no siento emoción. No sé qué quiero matar si ya estoy muerto.
Cuarenta minutos más tarde se encontraba a pie de vía poniéndose los pies de gato. Empezó a escalar en el más absoluto silencio mental. Nada pasaba por su mente, ni bueno ni malo. Escaló con rapidez. En pocas horas ya se encontraba en el tramo final, el más difícil, pero su cuerpo ya estaba al límite y comprendió que no lo iba a conseguir. La luz era transparente como la mirada de un águila. El aire helado le apuñalaba el pecho, volcaba cristales de hielo en su garganta, y quizás por qué intuía el final sus pensamientos volvieron a hablar.
—Todo parece real, el frío, la luz, la roca que arremete contra mis dedos… pero cuando le ves el truco al mago, la magia ya no es magia, entonces la magia ya es sólo una gran mentira. Una mentira que se recrea en sí misma orgullosa de su grandeza, que te insulta con chulería, y te dice: mírame bien. Contempla mi escenario, hasta donde te alcance la vista me verás. Yo soy montañas, ríos y valles. Yo soy personas; soy amigos y amores; soy sueños e ilusiones. ¿Cómo osas negarme? Yo soy tu placer y tu dolor. Acaricia una llama y te quemarás. Lánzate tan fuerte como puedas contra una pared, ella te detendrá. Si cierras los ojos ¿crees que me desvanezco? No, sigo allí. Todos me desean; todos me aman. Yo soy la realidad. Pero a mí no me puedes engañar. Yo te conozco, te he visto. Yo he mirado el escenario por detrás, sé de tus andamios y sé del vacío de tus formas. A mí no me puedes engañar.
Los brazos se tensan con dolor, mi vista cae al vacío. Un día, hace mucho, ya escalé esta pared, pero no estaba solo, llevaba cuerdas, mis brazos y mi cuerpo eran mucho más fuertes, y sin embargo tuve miedo, claro, en ese tiempo yo era un creyente de la vida. Hoy, en cambio, estoy viendo cómo mis dedos ceden lentamente ante la insistencia de la gravedad y no temo nada, lo cierto es que ni me apetece luchar. Mis manos se sueltan y el aire gélido se acelera junto a mi rostro. Caigo por un abismo de quinientos metros y no tengo miedo. Parece que voy a morir en pocos segundos, aunque no será la primera vez. Debería estar aterrorizado… pero cuando se le ve el truco al mago, la magia ya no es magia, la magia ya es sólo una gran mentira. El suelo está cerca… ¿Dónde apareceré esta vez? Quizás ya no hay más veces; quizás esta mentira al final resulta ser verdad. Y qué más da si lo es. Un hombre es sólo él y su verdad, y si su verdad falla lo demás no import…

fin

Vicens Jordana

Guardar

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

MOTOR ORIGEN (novela)

Motor origen

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1

Toda historia es sólo un pedazo de una historia más larga…
Nosotros también

La luz era transparente como la mirada de un águila. El aire helado le apuñalaba el pecho, volcaba cristales de hielo en su garganta y, quizás porque intuía el final, sus pensamientos volvieron a hablar. —Todo parece real, el frío, la luz, la roca que arremete contra mis dedos… pero cuando le ves el truco al mago, la magia ya no es magia, entonces la magia ya es sólo una gran mentira. Una mentira que se recrea en sí misma orgullosa de su grandeza, que te insulta con chulería, y te dice: mírame bien. Contempla mi escenario, hasta donde te alcance la vista me verás. Yo soy montañas, ríos y valles. Yo soy personas; soy amigos y amores; soy sueños e ilusiones. ¿Cómo osas negarme? Yo soy tu placer y tu dolor. Acaricia una llama y te quemarás. Lánzate tan fuerte como puedas contra una pared, ella te detendrá. Si cierras los ojos ¿crees que me desvanezco? No, sigo allí. Todos me desean; todos me aman. Yo soy la realidad. Pero a mí no me puedes engañar. Yo te conozco, te he visto. Yo he mirado el escenario por detrás, sé de tus andamios y sé del vacío de tus formas. A mí no me puedes engañar.
Los brazos se tensan con dolor, mi vista cae al vacío. Un día, hace mucho, ya escalé esta pared pero no estaba solo, llevaba cuerdas, mis brazos y mi cuerpo eran mucho más fuertes, y sin embargo tuve miedo, claro, en ese tiempo yo era un creyente de la vida. Hoy, en cambio, estoy viendo cómo mis dedos ceden lentamente ante la insistencia de la gravedad y no temo nada, lo cierto es que ni me apetece luchar. Mis manos se sueltan y el aire gélido se acelera junto a mi rostro. Caigo por un abismo de quinientos metros y no tengo miedo. Parece que voy a morir en pocos segundos, aunque no será la primera vez. Debería estar aterrorizado… pero cuando se le ve el truco al mago, la magia ya no es magia, la magia ya es sólo una gran mentira. El suelo está cerca… ¿Dónde apareceré esta vez? Quizás ya no hay más veces; quizás esta mentira al final resulta ser verdad. Y qué más da si lo es. Un hombre es sólo él y su verdad, y si su verdad falla lo demás no import…
                                                                                                                         fin

 

 


Creo que me gusta. Sí, me gusta mucho. Sé que es ficción pero… ¿no lo es también la imagen que tenemos de los demás?, y sin embargo nos los creemos. Miradme a mí, por ejemplo. Tengo un concepto tangible de mí mismo, y conciencia plena de mi existencia, pero si es de mí de la única persona que tengo realmente conciencia ¿cómo puedo concebir la existencia de los demás? Pues muy fácil, me la invento. Cojo lo que veo e intento encajarlo para recrear así un personaje, y si me falta alguna pieza la añade mi imaginación. Es aproximadamente lo que hago con el personaje de un libro. La ventaja es que en el libro el personaje recreado no existe en una realidad palpable, sólo en nuestra mente, de tal manera que no nos podemos equivocar al juzgarlo, pues él será lo que nosotros queramos que sea. En la «realidad» al suponerle al personaje una vida propia y una conciencia de sí mismo, siempre tenemos la duda de si estaremos equivocándonos con él, aunque pronto olvidamos todas estas sinrazones, desechamos todas las dudas y nos creemos ciegamente el personaje que hemos creado, y a partir de aquí, lo odiamos o lo amamos, según nos convenga, de igual manera que si fuera de ficción. Aunque últimamente hasta de mí estoy dudando. ¡No! De mí no debo dudar. Me lo he prometido. Si lo hago me perderé. Dudaré del mundo, dudaré de mis recuerdos e incluso dudaré de mi cordura, pero, yo existo, y esto es una verdad inamovible, ya la única que me queda en estos momentos.
Hay que joderse, siempre había tenido miedo a morir, pero jamás me había planteado tener miedo a no haber nacido. Recuerdo una vida que no he tenido, pero que conozco y que esta ahí. Analizo mis recuerdos y aunque dudo de ellos se me dibujan tan claros en la mente que no puedo despreciarlos. Sé que hoy es lunes, 11 de febrero del 2002, sé que la señora que me abrirá si llamo a la puerta de esa casa se llama Raquel, tiene 36 años, le encantan los helados de pistacho y tiene dos hijos, David y Héctor. ¡Me cago en dios! y cómo no lo voy a saber, si es que es mi hermana o al menos eso creía yo. Sé dónde está el lavabo de esa casa, podría encontrarlo con los ojos cerrados. No me cuesta nada recordar cómo hace justo una semana yo me estaba duchando en él. Recuerdo perfectamente el vapor de agua pegado en los azulejos blancos. Recuerdo mi cara apareciendo en el espejo después de pasar la mano. Yo estaba alegre, ¡coño!, ¿y cómo no lo iba a estar? Después de cuatro años de sequía por fin podía llamar a Elena, mi editora, y decirle: Elena, ya he acabado, ya puedes anunciar al mundo que Salomón Roídra ha terminado su último libro, claro que entonces esa era mi casa.
No es que estuviera contento, es que estaba exultante. En mi supuesta vida pocas cosas me han reconfortado nunca tanto como ponerle el «fin» a un libro. Me gusta escribir porque me enamoro de lo que escribo. Me parece maravilloso. ¡Joder! es que soy muy bueno. O quizás pienso así porque escribo justamente lo que a mí me gustaría leer. Estoy seguro de que aunque no me dieran ni un duro escribiría novelas. Creo que lo haría aunque sólo fuera para leerlas yo. Sí, ya lo sé, soy un poco hedonista, ¿y qué? ¿qué hay de malo en autorregalarse  placer? ¿O no está en el placer el sentido de la vida?
Bueno, tampoco es que todo esto importe mucho ahora que ya no tengo vida. Sí, ya sé, no estáis entendiendo nada de lo que os estoy diciendo. Me tendréis que perdonar, tengo la mente un poco revuelta. Veamos, lo primero os explicaré por qué os he creado. Vosotros sois mi público. Yo soy escritor. Lo sé porque acabo de leer mi libro y sé que es mi libro, por tanto yo debo ser escritor y como tal necesito lectores. Hoy estoy casi seguro de que tengo el poder para crearos y de que existís, tanto en un concepto espacial, un mundo, como en un concepto temporal, con un pasado, un presente y un futuro. Lo sé aunque jamás os llegue a ver, y más adelante os explicaré porqué.
Bien, ahora que ya sabéis por qué existís tocan las presentaciones. Me llamo Salomón Roídra y ya sabéis a qué me dedico o creo dedicarme. Soy de pelo rubio, ojos claros y tez morena, mido un metro ochenta, peso ochenta y ocho kilos, tengo cuarenta y dos años y creo que estoy loco… Aunque no he empezado a darme cuenta hasta esta última semana.
Tal día como hoy hace siete días yo salía increíblemente contento por la puerta que tengo justo delante. Tengo que advertiros que la historia que os voy a contar es exactamente como yo la percibí y según mis recuerdos, es decir, cierta pero no necesariamente real. Bueno, pues como iba diciendo, lunes nueve de la mañana y yo ya estaba saliendo de casa. Me detuve en la puerta y respiré hondo, siempre he tenido la sensación de que la mañana huele diferente al resto del día, no sé, como a más dulce. Será porque soy animal nocturno y raras veces salgo de la cama antes del medio día que puedo, todavía, saborear una mañana como si de un manjar exótico se tratara. Evidentemente ese era un día diferente. Había decidido pasar a ver a Elena antes de comer, quería que leyese la novela de inmediato, quería saber si a ella le gustaba tanto como a mí, que yo crea que soy muy bueno no quiere decir que nadie más tenga por que compartir mi opinión. Elena era una mujer y cuando digo mujer lo hago sin dejarme ni una sola letra. Creo que ahora debe tener trenta y cinco o treinta y seis años. Tiene uno de los cuerpos más perfectos que he visto nunca. A veces morena, a veces rubia, a veces castaña, cuando llevo tiempo sin verla nunca sé cómo me la voy a encontrar. Viste con un estilo así como hippie, pero no andrajoso. Esa camiseta vieja y roída que lleva en ocasiones le ha costado casi doscientos euros en el centro. Pagar doscientos euros por una camiseta vieja es de esas cosas que sólo se me hacen posibles en una mujer, si es rica, claro, y a Elena la pasta le sale por las orejas. Hubo una época en que estuvimos enrollados. Yo por aquel entonces estaba bastante cachas, no como ahora, que no es que esté gordo pero sí un poco rechonchito.
Ella presumía de tener muy clara la línea entre el placer y el trabajo, pero yo sospecho que… naranjas de la china, con la facilidad con la que se me tiró, estoy seguro de que yo no era el primero, cosa que a mí, evidentemente, no me importaba un carajo. Cualquier intercambio sexual, incluida una sonrisa, con esta mujer merece un subrayado en tu biografía y si acabas liándote con ella ya no te cuento, negrita, cursiva y si pudiera cincelado. Y no lo digo por que esté muy buena, que lo está, pero es que esa mujer suda sexo por todos los poros de su piel. Recuerdo un día… yo todavía no la conocía mucho, habíamos quedado pronto, era mi primer libro y ella era mí editora, es decir, la que pone la pasta, y claro, mucha confianza, confianza, que se diga, no había. Así que extrañamente en mí, llegué puntual.
Tardó bastante en abrirme y cuando lo hizo me miró sin sacar el cuerpo, desde detrás de la puerta. Me repasó de arriba a bajo y me sonrió.
—¿Te importa esperar un momento? —me dijo, y sin darme tiempo a contestar cerró la puerta.
Unos segundos más tarde la abría. Estaba empapada en sudor y llevaba un vestido de hilo blanco que se le había quedado pegado al cuerpo. No dijo nada. Sonreía burlonamente y me miraba, sus pezones parecían estar a punto de rasgar el vestido y yo cogí tortícolis una semana por el esfuerzo que tuve que hacer para no mirarlos.
—Pasa hombre, no te quedes en la puerta.
Evidentemente ella estaba gozando con toda la situación y seguiría haciéndolo durante un buen rato. Me hizo pasar y me llevó a una sala con un gran sofá. Unos ventanales enormes abrían, desde el fondo, la sala al mundo.
—¿Te importa esperar un momentito más? —me dijo, y me abandonó, me dejó solo con la crueldad de mi imaginación y ésta no desaprovechó una ocasión tan espléndida para cebarse conmigo, y es que el asunto no daba para menos. Todo olía descaradamente a sexo, una peluda alfombra blanca yacía maltratada en el suelo y una cámara de vídeo lo amenazaba todo. La habitación de un marcado carácter victoriano se desentendía de lo que allí pudiera suceder. Y yo… yo no tenía ni puta idea de cómo reaccionar, pero los secretos que podía guardar esa cámara me estaban destrozando. Rew y play, sólo un poco y sabría qué extraña perfidia escondía, o mejor aún, a tomar por culo el libro, cojo la cinta y salgo corriendo. ¿Y por qué no?, mirando los amplios ventanales sin cortinas se hacía evidente lo exhibicionista de la situación, seguro que había dejado la cámara puesta con toda la intención del mundo. Las dudas consumieron todo el tiempo y por si no fuera suficiente el morbo de toda la escena va y aparece por la puerta un ángel de unos dieciséis años y cabello negro hasta media espalda. Un rostro celestial, de una blancura casi lechosa, ojos oscuros que parecían capturar hasta el último detalle que pudiera suceder, un cuerpo estremecedor, y una sonrisa, ¡joder qué sonrisa! Mi mente no sabía si imaginar esos labios dándome un beso sutil en la espalda o todos brillantes succionándome la polla de una manera voraz. Intenté apartar la mente de esos pensamientos que me estaban desarmando. Pero… el vestido que llevaba ella era el que hacía dos minutos llevaba puesto Elena.
—Hola —me dijo.
Yo le devolví el saludo y me sentí ridículo, mi voz sonó tímida, no me sentía así desde hacía muchos años, parecía un adolescente.
Luego llegó Elena —esta es María, una amiga.—Me acerqué y le di dos besos, después ella la cogió por la cintura y se la llevó a la salida. Disimuladamente me situé en situación para observar la despedida. Debe ser por culpa de las pelis porno, pero me resulta más excitante ver a dos mujeres besándose con pasión que comiéndose el coño, ellas no me decepcionaron y encima María hizo una de esas cosas que debería estar prohibida, mientras la besaba me echó una mirada que me dejó hecho polvo. Después de todo eso, como si no hubiera pasado nada, Elena cogió mi manuscrito y se sentó a discutirlo conmigo. Nunca he llegado a poder ver esa cinta, sí he visto muchas otras, anteriores y posteriores a esa, e incluso he grabado alguna, pero esa en concreto, jamás me la ha dejado ver, y yo en cierto modo se lo agradezco, ni os imagináis las noches de soledad que he gastado imaginando las escenas que esa cinta guarda tan celosamente.
Desde ese día hasta hoy muchos han sido los polvos y grande ha sido nuestra amistad, cosa extraña, pero con Elena todo es posible. Tengo que reconocer que cuando pienso en algunos de los momentos de mi vida todo se me acontece muy irreal e imaginario, y cuando este pensamiento me asalta hoy en que realmente todo parece ser irreal e imaginario, me asusto. Pero mis recuerdos son demasiado coherentes para ser falsos. Claro que por ahora todo me ha demostrado que mis recuerdos son auténticos, lo único realmente falso en mis recuerdos parece que soy yo.
Y yo mosqueado porque Paco no me devolvió el saludo… No sólo eso, se me quedó mirando como si fuera un bicho raro. Quizás lo que pasaba es que me recriminaba que le hubiera salvado la vida a él y a su mujer hacía menos de un mes negándole así la posibilidad de una muerte heroica, pensé yo en esa ocasión. Ni se me hubiera ocurrido que lo que sucedía era simplemente que no me reconocía. Me entraron ganas de detenerme, pillarlo del pecho y gritarle —¿y a ti qué te pasa?, subnormal —pero no lo hice. Estaba contento y quería seguir contento. No tenía intención de dejar que me lo estropearan. Pobre Paco… el labrador de historias le llamaba yo. Quién iba a pensar que un día sería engullido por ese mismo campo que él había sembrado. Yo siempre le tuve un aprecio especial… en el fondo compartíamos la misma afición. Paco era un viajante, se dedicaba a vender mantelería en restaurantes. Tenía uno de los aspectos más mediocres que he visto nunca. Podías pasar toda una tarde con él y ser incapaz de recordar si llevaba gafas o si tenía barba. Era tímido y muy retraído… pero tenía algo mágico aunque te tenía que tener bastante confianza para que pudieses darte cuenta de ello. El tipo tenía alma de aventurero. Él, así, con todo lo poca cosa que era, resultaba siendo un conquistador de mujeres y un aguerrido héroe callejero. Lo que a sus vecinos y amigos nos dejaba ver sólo era su faceta Kent, porque a la que se montaba en su Opel Senator se convertía en… ¡súper Paco! O al menos eso nos contaba. Ni os podéis imaginar a las mujeres que se ha tirado ese hombrecito, ni a los inocentes que ha sacado de apuros.
Siempre empezaba igual —no se lo digas a nadie, pero… el otro día…— Era increíble… unas historias, valía la pena escucharlo. Lo cierto es que eran muy buenas. Era acojonante cómo podía hilvanarlo todo para conseguir que un piltrafillas como él se acabara liando con las mujeres más espectaculares. Tengo que reconocer que he aprendido mucho de él como narrador. Estaban todas tan bien argumentadas que creo que yo era el único que no se las creía.
A veces te encontrabas a alguno de los asiduos del Escobar Rosas y te decía —hostia, Salomón, ¿te ha contado Paco la última?
Y ya estabas ansioso por encontrártelo. Te sentabas con él y le decías —¿qué?, Paco, cómo te va.
—Bien —respondía él tímidamente, pero no pasaba mucho rato que ya llegaba el…—no se lo digas a nadie, pero… el otro día.
En una ocasión me dediqué a investigar sus historias, fui a los lugares que él me había contado y seguí todos sus pasos. Me quedé gratamente sorprendido al darme cuenta de que todas sus fantasías estaban tejidas a partir de la realidad. Los lugares, las mujeres, los malos y algunas de las situaciones que nos había contado eran absolutamente reales. Si no profundizabas en ellas, si no le preguntabas a los demás protagonistas, todo parecía confirmar sus historias. Qué lástima que no las escribiera… pero, claro, no podía. Para él eran reales, no habrían sido cuentos, habrían sido confesiones. Tarde o temprano los implicados e implicadas las leerían y reclamarían la verdad, eso sin tener en cuenta que la única cosa que Paco amaba en su vida real era su Alejandra, con la que ya llevaba seis o siete años casado, y ella no le perdonaría jamás esas infidelidades. Aunque no hizo falta escribirlas para que un día éstas llegaran a sus oídos. Buf… fue un dramonononón, y mira que era fácil de solucionar, ¡eh! Sólo tenía que contarle la verdad, decirle que todo era mentira, que él no había hecho nunca todas esas cosas que cuenta la gente… pero no lo hizo… No pudo. Una noche en que llegaba de fiesta vi una extraña luz que salía de la ventana de su casa. Enseguida me di cuenta de que era fuego, el muy imbécil le había pegado fuego a su casa. No sé qué esperaba con ello. ¿Morir los dos, quizás? Aunque después de años de sus historias me inclino más por que pretendiera salvarla a ella en el último momento pereciendo él de manera dramática. Seguramente ya tenía preparado algún tipo de discurso para soltarlo antes de morir al estilo de Hollywood, pero se le jodió todo porque yo llamé a los bomberos y éstos los salvaron. Ahora que lo pienso… ¿cómo es que con lo que ha sucedido Paco sigue vivo? Quizás llamó algún otro vecino aparte de mí… sí, debe de ser eso. De todas formas me alegra que siga vivo. Creo que siempre le tuvo miedo a la vida, acosado por su mediocridad generó esa especie de superhombre que le defendía de ésta y le daba la suficiente autoestima para levantarse por las mañanas.
Yo siempre me creí capaz de realizar todo lo que me propuse. Mi problema a menudo fue el de proponerme demasiadas cosas al mismo tiempo. Al final tuve que elegir y elegí escribir. Siempre me supe un buen contador de historias y un día pasé por delante de una librería y en el escaparate vi mi libro, y no lo había puesto yo ni conocía de nada al librero. Creo que ese fue uno de los momentos más felices de mi vida. ¿Existirán todavía mis antiguos libros? Al menos este sí. Claro, vosotros no lo veis porque sólo sois lectores.
Ahora debería salir una especie de narrador en tercera persona que dijera —él entristeció los ojos, miró a su alrededor buscando un suspiro de verdad en su mundo, pero sólo el tacto áspero del cuero en las yemas de sus dedos se le acontecía real. Abrió sus amarillentas páginas y derramó su mirada entre las letras. Oscura, la realidad se perfilaba a orillas de esas hojas, sólo ellas respiraban la verdad de su pasado— pero lo cierto es que no hay narrador en tercera persona ni las tapas son de cuero. No estoy yo para retóricas, y eso que he escrito cientos de páginas de este estilo, pero en este momento en el que, agarrándome a las palabras del filósofo, sólo sé que no tengo ni puta idea de nada, cualquiera se pone a buscar sinónimos. ¡Ja!
¡Uy! Creo que estoy desvariando, centrémonos. Paco no me devolvió el saludo. Claro, hecho polvo que andaba como para ir saludando a desconocidos. Claro que yo, en ese momento, ni de lejos me podía imaginar que no me conocía. Como tampoco me conocía Alicia, la camarera del Escobar Rosas, cuando me miró de manera amenazante porque le dije lo que quería tomar, tu culo, un café con leche cargado y una pasta. Era una broma habitual, Alicia era una de esas mujeres a las que yo llamo centauras, aunque al contrario de los seres mitológicos éstas tienen la cara de caballo y el cuerpo de mujer, y qué cuerpo, lástima que sea tan fea. Siempre nos estamos tirando piropos , pero nunca hemos llegado a nada, es un juego. No sé si un día alguno de los dos diera un paso más allá de las palabras, qué sucedería, aunque creo que si un día me la follara, pese a que en ese momento me lo podría pasar muy bien, se perdería ese juego al que me gusta tanto jugar. ¡Dios! Pero si el juego ya se ha perdido. No sé por qué me preocupo todavía por estas cosas cuando tengo un problema tan serio como mi locura. O eso… o me han robado la vida.
Salí del bar verdaderamente mosqueado. Parecía que pese a la exultante alegría con la que había empezado el día todos se habían empeñado en amargármelo. Alicia me había tratado como si yo fuera un trapo y Daniel, su compañero, lo mismo.
—Hoy ya estoy hasta el gorro de clientes graciosos —oí que le decía, ella a él, cuando yo salía por la puerta.
Mientras el taxi me llevaba a la calle Cienfuegos donde estaba la editorial de Elena volví a releer el final de mi libro. Esto me calmó un poco y distraje mi mente en intentar imaginar una alternativa mejor para el desenlace. Hoy, afortunadamente, ya puedo empezar un libro con tranquilidad. Ahora la gente ya me conoce; ya siente una curiosidad hacia mi obra. Recuerdo la primera historia que creé. No fue la mejor, ni mucho menos, , pero sí que enganchaba mucho, y lo hacía desde la primera línea. No era, entre mis historias, la que más me apetecía escribir. Pero era la que a mí me parecía tener más tensión narrativa. La idea de un editor con ochenta y tres manuscritos encima de la mesa se me hacía muy real, debía engancharlo desde el principio, si no seguro que cerraba el manuscrito y empezaba otro. Los comienzos son estresantes. La idea de volver a pasar por todo eso ahora es una de las cosas que más miedo me dan. Eso y el hecho de que mis libros se hayan fundido en el pasado, lo cierto es que no sé si tendría el coraje para escribirlos de nuevo, y aunque lo tuviera, una obra es un artista más un momento, podría repetirlos, pero al cambiar el momento cambiaría también la obra. Serían otros libros.
Cerré el manuscrito y charlé un rato con el taxista, era un señor ya mayor, de cabeza redonda y con una herradura de pelo blanco que la envolvía. Me contó sobre sus hijos y de cómo la pequeña se le casaba la semana que viene. Se le humedecieron los ojos cuando me habló sobre la ilusión que le hubiera hecho a su mujer ver a su hija feliz si estuviera viva. Incluso cuando paró delante de la editorial me enseñó una foto de su esposa con sus tres hijos, la foto debía ser antigua, pues la niña pequeña no tendría más de once años. Cerré la puerta y el coche desapareció entre el caos de hormigón, hierros y almas que supone una gran ciudad. Pensé que en ningún momento ese hombre me había dicho su nombre, y me pregunté si le contaría la misma historia a todos sus pasajeros; me pregunté si no sería un hombre solitario y sin familia, con un pasado en blanco y negro, que había encontrado un día una foto de una mujer y sus tres hijos en la basura; me pregunté si no revivía con cada viaje, con cada pasajero, su fantasía. Una fantasía que se hacía realidad en el asiento de atrás de su taxi. Pero jamás sabré si mi fantasía es una realidad o no. Ahora ese hombre ya no es un hombre ahora él es ciudad.
Entré y saludé a la recepcionista por su nombre y ella me devolvió el saludo sin ni siquiera levantar la vista de su escritorio. Hacía cara de contrariada mientras hablaba por teléfono. Lo cierto es que es una mujer increíblemente borde, innumerables veces le he intentado arrancar una sonrisa y siempre he obtenido como respuesta un ceño fruncido o un —¿desea usted alguna cosa más? —A uno siempre se le queda cara de mentecato después de intentar hacer gracia y no conseguirlo, y como yo soy un ingenuo, sigo intentándolo, una y otra vez, y todo para quedarme de nuevo con esa cara de estúpido. Será por esa razón, y por que ese día ya había agotado el cupo de antipáticos en mi vida, que esta vez ni lo intenté.
—Hola Rosa, ¿está tu jefa? —le pregunté a la secretaria.
Ella me miró extrañada y me dijo —está reunida.
—Bueno, dile que estoy por aquí, vale, que ya he llegado.
—Perdón señor, ¿me puede decir su nombre?
Yo, como es lógico, me tomé esta pregunta totalmente a cachondeo, debo haber hablado con Rosa cientos de veces como para que en ese momento no me reconociera.
—Bond… James Bond —le contesté siguiéndole la broma.
—Perdóneme señor, estoy hablando en serio.
La broma ya empezaba a no hacerme gracia, parecía que ese día todos se habían puesto de acuerdo para darme por el culo.
—Joder Rosa, no me tomes el pelo que hoy llevo un día que ni te cuento.
—Lo siento señor, pero de verdad que no le conozco.
Creo que fue justo en ese momento en que empecé a intuir por primera vez lo que me estaba sucediendo.
Nunca había creído que Rosa fuera una gran actriz, pero estaba resultando serlo porque de verdad, que parecía que era cierto, no me conocía. Yo no entendía nada, estaba claro que todo era una broma de mal gusto, pero si era así, ¿por qué me estaba poniendo tan nervioso? Ahora sé que lo que sucedía era que la sombra de una sospecha empezaba a mojar mi conciencia, una sospecha que yo no quería aceptar.
—Dile a Elena que salga, quiero hablar con ella.
—Perdone señor… pero si no tiene una cita, la señorita Roura no puede atenderle.
¿Señorita Roura? sólo me faltaba eso para acabar de cabrearme y sacarme de mis casillas. Es comprensible que me pusiera violento, era una situación para la que no estaba preparado y empecé a tener miedo, y el miedo a menudo lleva a la violencia. Golpeé con fuerza la mesa.
—Mira Rosa, no me toques los cojones, ¿vale?, dile a Elena que salga porque me estoy mosqueando de verdad.
Como os he contado antes, no soy un tipo pequeño y aunque ahora estoy un poco llenito aún conservo vestido bastante de la presencia de cuando estaba en forma y si me pongo de mala leche, normalmente, la gente se asusta, mucho más Rosa, una chica pequeñita, de pelo rizado, ojos pequeños y nariz puntiaguda que menguaba por segundos delante de mi puño clavado a ira en la mesa. Había dos señores más en la sala y a uno se le ocurrió intervenir, no recuerdo bien que dijo pues la fuerza de mi sangre golpeándome en los oídos no me dejaba escuchar ni mis propios pensamientos, pero recuerdo que, sin ni tan siquiera girarme, le amenacé.
—Mira, como no te calles te voy a partir la boca.
El hombre ni respondió, pero Rosa empezó a llorar como una Magdalena. Lo cierto es que hubiera preferido que se hubiera levantado en plan Matrix y me hubiera pegado una paliza porque cada una de las lágrimas que derramó se estrelló con la fuerza de un camión contra mi corazón haciéndome tomar conciencia de la situación. Sólo faltaba Elena en escena para darme el puñetazo final. Allí, de pie, mirándome extrañada desde la puerta de su despacho para luego llamarme de todo mientras consolaba a Rosa. El vacío se hizo en mi mente. No entendía nada, y no porque no fuera evidente lo que estaba sucediendo, sino porque no estaba preparado para entenderlo.
Le supliqué más que pregunté —Elena, ¿no me conoces?
Elena no contestó, sólo se me quedó mirando y tuve ya la certeza absoluta de que era cierto, nadie me conocía. Recapitulé y pensé en la antipatía de Paco y el desprecio de Alicia, estaba claro… me había borrado de mi vida.
Nadie me conocía. Nadie sabía quién era.
—Elena… soy yo, Salomón Roídra —y recé para que de repente todos se echaran a reír. Pero no, no lo hicieron, sólo me miraron.
Escudriñé en los ojos de Elena, pero no encontré nada en ellos. Ni en sus ojos, ni en sus labios rojos, ni en sus manos, sólo sus pies me decían algo. Elena llevaba puestos sus zapatos rojos favoritos. Yo normalmente ni me fijaría en esto, pero hace aproximadamente un mes, la última vez que vi a Elena, en cuanto llegamos a su casa después de cenar, constatamos, para su desconsuelo que Laica, su perra, se acababa de zampar esos zapatos, unos zapatos que hoy están intactos.
—¡Mierda!, qué coño está pasando.
—De verdad señor… que no le conozco —me dijo ella.
—Sí, ya, lo sé, sólo que yo a ti sí que te conozco, pero no tiene importancia también recuerdo a un labrador llamado Laica devorando esos zapatos y por lo visto los zapatos están intactos.
El silencio empezó a estirarse y arrastrarse por ese momento que parecía no tener que acabar nunca. Las cuatro personas que compartían en ese momento la recepción conmigo me miraban como diciendo —joder, cuanto freack que hay por el mundo.— Casi que agradecí que los dos guardas de seguridad rompieran ese momento que yo no me atrevía a romper.
—No, tranquilos, ya me voy. Ha sido todo un malentendido.
Lo que ninguno de los allí presentes sospechó es que cuando yo hablaba de malentendido me estaba refiriendo a mi vida entera.
—Tú te llamas Raúl, ¿verdad? —le pregunté a uno de ellos.
—Sí señor, ¿cómo lo sabe?
—Buena pregunta —le contesté yo— buena pregunta, porque… tú el mes pasado no me enseñaste el coche nuevo que te acababas de comprar ¿verdad? —Su respuesta fue una mirada escéptica, una mirada que dejé que se perdiera en mi espalda mientras yo me perdía entre los coches. Casi me atropella un taxi, cosa que me hizo recordar al taxista que me había traído hasta allí. Mientras avanzaba en dirección a no sé donde pensé que ahora el que se había convertido en ciudad era yo.
No miré el reloj porque no llevo, pero, más o menos, me debí pasar unas cuatro o cinco horas caminando sin rumbo por una ciudad que yo conocía bien, pero que para variar ella ya no me conocía a mí. Y no os creáis que estuve reflexionando sobre lo que debía hacer ni nada por el estilo. Todo me daba miedo, no sólo tomar una decisión así como llamar a mis amigos y familiares o comprobar si mis tarjetas funcionaban, no, la simple idea de plantearme lo que estaba sucediendo me producía un escalofrío que me revolcaba el estómago.
Las horas que estuve paseando por la ciudad las pasé mirando. Señores con trajes que discutían acaloradamente por sus móviles. Mujeres de pasos torcidos que acarreaban enormes bolsas de comida. Operarios que me miraban sin importancia desde detrás de los ventanales de un bar mientras mordían con saña enormes bocadillos. Policías que acechaban distraídamente al pardillo de turno que había osado dejar su coche en doble fila. Gentes extrañas que exageraban sus looks grotescos como si fueran éstos las banderas de su etnia o como los modernos dirían «tribu urbana”. Y a partir de una hora, mamás súper emperifolladas que colapsaban las calles en sus cuatro por cuatro. No todas llevaban coches grandiosos y enormes joyas columpiándose en sus orejas, también las había más discretas en coches más pequeñitos, y otras que iban andando, pero todas aparecieron al mismo tiempo e invadieron las calles, al principio solas y luego cargadas de niños. Y por supuesto los abuelos que abarrotaban las plazas y las obras. Sí, las obras, en cada obra había por lo menos un par de abuelos mirando por cada obrero trabajando, incluso yo me detuve un rato a mirar una para ver si le encontraba la gracia, pero no, no se la encontré, así que seguí caminando y mirando cómo las gentes anónimas se repartían los adoquines de la gran ciudad, gentes anónimas y ajetreadas que pese a su anonimato resultaron teniendo más vida que yo.
Fueron horas de vacío, un vacío mental que en ese momento fue probablemente lo que me salvó de la locura, no sé cómo sin él, sin ese reposo, hubiera podido enfrentarme a las reflexiones que el destino o algún dios bromista me había deparado, fue un tiempo que se tramó como si fuera un cordel entre el momento en que me di cuenta de lo que estaba sucediendo y el momento en que tuve el coraje para afrontar las decisiones que los sucesos de ese día me requerían.
La primera de ellas fue comer. Comer quería decir pagar y eso se tradujo en mi primera decisión. Necesitaba saber si mis tarjetas funcionaban, si el dinero que tenía en el banco, que no era poco, todavía me pertenecía.
Estuve como unos veinte minutos mirando el cajero. Me imagino que mi aspecto y mi actitud en esos momentos eran tan extraños que como mínimo, que yo me percatara, tres mujeres cambiaron de opinión cuando iban a sacar dinero. Yo lo siento mucho por ellas, pero estaba cagado de miedo. Sin vida y sin dinero, solo y pobre, pensé, y me eché a reír, y joder como me reí, no podía parar. Y así, entre carcajadas salvajes metí la tarjeta en el cajero, y así, entre risas hilarantes descubrí que efectivamente estaba solo y pobre. Me había borrado de la memoria de las personas y de las máquinas. Suerte que tengo por costumbre llevar bastante pasta encima, por si acaso, aunque jamás me hubiera imaginado que el por si acaso sería éste.
Tenía trescientos euros en la cartera, bien dosificados me podrían durar hasta un mes, además en casa tenía cosas que podía vender. Por cierto ¿todavía debía tener casa? ¿Y por qué no?, mis pantalones todavía existían por qué no mi casa. Debía comprobarlo. También debía llamar a mis amigos, a mi hermana, y a mi madre, sobre todo a mi madre ya que es la única persona que no me importaría si no me reconociera. Quién sabe, quizás todo esto era un fenómeno local, y mis amigos lejanos sí me reconocían. Y de repente un frío eléctrico me subió por las piernas hasta el corazón. ¿Y si todo me lo he inventado?, ¿y si realmente no soy Salomón Roídra?, ¿y si estoy loco? La idea de que el universo se hubiera olvidado de Salomón Roídra me parecía terrorífica, pero mucho más terrorífica me pareció en ese momento la idea de que Salomón Roídra no hubiese existido nunca. Abrí mi cartera, justo detrás de la tarjeta del supermercado estaba un pequeño papel doblado sobre sí mismo quinientas veces. Lo desenvolví con cuidado y me quedé mirando lo que podría ser mi único nexo entre lo que quizás era mi pasado y el ahora: mi agenda, un montón de nombres y números amontonados en un papel arrugado. ¿Quién sería la primera persona? ¿Quizás mi ex mujer? En mi presente no era ella una persona que yo considerara importante, ya hacía mucho que no hablaba con ella y no participaba para nada de mis decisiones, pero es indudable que forma parte de mi pasado que es lo que más me preocupa en estos momentos. También puedo llamar a mis amigos, David está en Australia, si lo que sucede tiene que ver con el lugar a él no le debe haber afectado. Mi hermana Raquel no se puede haber olvidado de mí… ¿y si no existen? Sería como enterarte de que ha estallado una bomba en una fiesta y han muerto todos los seres que has amado a lo largo de tu vida. Pero no tenía por qué ser así. Paco, Alicia, Elena, Rosa, todos existían, el único hasta ahora que parecía no existir era yo.
Unos golpes con una porra en el cristal del cajero me sacaron de mi ensimismamiento. Claro, entre divagaciones y miedos llevaba ya como tres cuartos de hora allí encerrado, se ve que algún usuario ofendido había llamado a la policía. Ya era lo último que me faltaba, pero no hay mal que por bien no venga. Siempre he sido un buen charlatán, le conté una historia fantástica sobre mi madre que me servía para explicar mi careto demacrado y mi larga estancia en el cajero que evidentemente nada tenía que ver con la realidad, una realidad que nadie se hubiera creído… ni tan siquiera yo. Me pidieron la documentación y gratamente descubrí que tanto mi carné de identidad como el de conducir eran, como mínimo, válidos. Ya era algo, al menos no soy un sin papeles.
Yo no tenía móvil, ese era un lujo que me había concedido desde que empecé a ganar dinero en serio con mis novelas, así que me tocó cabina. Al final a la primera persona que llamé fue a Raquel, pero la persona que me contestó no la conocía. Claro, si yo no existo muchas cosas pueden haber cambiado, cogí el listín telefónico y busqué su nombre y cuál fue mi sorpresa, su número actual era el mío, el número de mi casa. La cosa tenía sentido. Mi padre murió cuando nosotros éramos todavía unos adolescentes así que mi madre se quedó viuda y con dos hijos. Por la manutención no tuvo que preocuparse mucho. Cuando murió mi padre dejó funcionando una pequeña fábrica textil que casi se administraba sola. No éramos ricos, pero nunca nos faltó de nada. Y todos fuimos felices y comimos perdices hasta que hace unos cinco años a mi madre se le empezaron a olvidar las cosas. Justo por esa época Raquel estaba a punto de casarse y he de reconocer que fue un golpe tremendo. Por suerte el día de la boda fue uno de sus últimos momentos de lucidez. Y creo que uno de los días más felices en la vida de mi madre. En esos momentos ella era consciente de lo que le estaba sucediendo, se daba perfecta cuenta de que los recuerdos que tanto valoraba se le estaban escapando de la memoria, uno a uno y sin remisión. Creo que el día de la boda lo saboreó como saborea el condenado su última cena. Ahora vive y duerme pegada a una foto de mi padre, una foto pequeña de carné montada en un marco de plástico de un todo a cien de la que no se despega nunca. Ella no sabe quién es ese hombre, ni su nombre, ni qué significó para ella, pero sí sabe que no debe separarse nunca de él. A veces pienso que en lo más hondo de su interior teme que cuando muera y llegue a ese cielo en el que ella cree, no sea capaz de reconocer al hombre que amó toda su vida, el hombre que ella, está segura, le estará esperando.
Cuando mi hermana se casó con Fernando abandonó nuestra casa, no podía soportar lo que le estaba sucediendo a su madre. Yo siempre he sido más fuerte, y además no tenía sentido cargar a una pareja de recién casados con semejante responsabilidad. Así que me quedé con ella hasta que llegó un momento en que no pude más. Nadie puede negar el amor que siento por mi madre, pero el trabajo que lleva cuidar a una persona en su situación me estaba chupando la vida. Conseguí sacar una novela hace cuatro años y fue porque cuando sucedió todo esto ya casi la tenía terminada. Después de eso no pude escribir una línea en casi tres años. El año pasado después de hablarlo con Raquel y con mucha pena en el corazón decidimos internarla en una institución especializada. Yo, mientras, he seguido viviendo en la casa que siempre fue de mis padres. Parece lógico que si yo no existo la que viva en ella sea Raquel.
Pronto hube acabado con todas las llamadas. No necesité hacer muchas para averiguar todo lo que necesitaba averiguar. Mi hermana efectivamente vivía en mi casa con Fernando y sus dos hijos. Se puso muy nerviosa la pobre. Me imagino que no es normal que un desconocido te llame diciéndote que es tu hermano y preguntándote que si le conoces. Claro que si añades que el desconocido te pregunta cómo están tus hijos y si tu madre sigue en la clínica El Último Paraíso, la cosa empeora. Aunque lo que más nerviosa la puso fue cuando le demostré que yo a ella sí la conocía. Le describí su casa, que esa mañana era la mía, y le conté cosas muy íntimas de su carácter, sí, de esas cosas que sólo un hermano podría saber y que no os voy a contar ahora por respeto a la intimidad de mi hermana. O qué os creíais, que por que soy el personaje de un libro os lo voy a contar todo. Pensad que por muy irreal que yo y mi historia os parezcan, para mí, yo soy mucho más real que vosotros, y en términos generales quizás más, recordad que como os he explicado al principio soy yo el que os he creado a vosotros, y no vosotros a mí, pero como también os he dicho al principio, debéis tener paciencia, cuando llegue el momento os lo explicaré.

Capítulo 2

Dos hombres se miran desde lugares distantes…
Se miran desde el mismo espacio.
Recuerdo el cuerpo de un niño que habitaba mi alma…
habitan en el mismo tiempo.

En la habitación reina el silencio roto de un pitido constante. Una mujer mayor teje sentada en una silla. Es un jersey para su hijo. Sabe que no va a ponérselo, los médicos así lo han dicho, pero ella lo tejerá igualmente. En la cama un cuerpo respira al ritmo de los pitidos. La madre alza la cabeza, algo pasa, un ligero cambio en el ritmo, muy ligero, casi imperceptible, pero ella lo nota, ha pasado meses escuchando ese sonido, su galopar constante se le ha pegado a la piel, notaría cualquier cambio por pequeño que éste fuese. Ella se levanta, deja las agujas a un lado y se acerca a la cama. Se sienta. Le coge la mano. Los tubos que le salen del antebrazo todavía le impresionan y ella cree que por tiempo que pase nunca dejarán de hacerlo. El latido se acelera un poco más. Ella se está poniendo nerviosa. Los ojos están cerrados, pero se percibe en ellos el movimiento nervioso del iris. ¿Será un mal sueño, o un mal momento? Se levanta, sale al pasillo, no hay nadie, vuelve a entrar. La respiración se sigue acelerando y los latidos de su corazón también. La máquina marca noventa y cinco. La madre mira el botón rojo al lado de la cama. Duda, pero la respiración se acelera, la máquina ya marca ciento cinco. Ella aprieta el botón. En algún lugar del hospital se ha encendido un piloto con el número doscientos sesenta y seis, pero… ¿lo habrá visto alguien? Saben que el paciente está en coma y estabilizado, seguro que no se dan prisa, piensa la madre. Su respiración se está disparando, ya marca ciento ochenta. La madre tiene miedo, está inquieta, coge con fuerza la mano de su hijo, que venga alguien por favor, que venga alguien, reza susurrando. La máquina se vuelve loca y escupe pitidos desordenadamente, ya marca doscientos veinte. Él grita y se reincorpora, tiene los ojos abiertos y gime. Mira desconcertado la habitación. La madre se lanza sobre él y le abraza llorando.
Él la mira —¿mamá?, ¿eres tú?
—Sí, hijo, sí, soy yo, tu madre —le contesta mientras le acaricia la cara.
En ese momento entra una enfermera en la habitación, se queda con la boca abierta y sale corriendo, tiene que avisar, esto no debería haber pasado.
—¿Estoy vivo?
—Sí hijo, estás vivo, muy vivo.
—Entonces le he vencido.
La madre le abraza y le besa —gracias a Dios, esto es un milagro.
—Deja a Dios de lado mamá, él ya no importa.
—No digas eso hijo mío Dios existe.
—Lo sé mamá, pero él ya no es importante.
Esta escena ocurría ocho meses después de que Daniel Velatrán ingresara de urgencia en el hospital. Traumatismo craneal severo con resultado de coma irreversible, rezaba el parte médico. En un principio pensaron en desconectarlo, ya que éste era su testamento vital, pero Irina, su mejor amiga y enamorada secreta, convenció a la familia para que no lo hiciesen. La patología de Daniel era compleja, su cerebro estaba aparentemente intacto y conservaba plenas sus capacidades, pero había perdido totalmente la posibilidad de conexión con el mundo, estaba condenado a vivir un sueño perpetuo hasta el fin de sus días.
Daniel sufrió un accidente escalando con Raúl. Era la última vez que se iban a ver y quería despedirse de su mejor amigo y explicarle las razones por las que se iba tan de repente, pero nunca llegó a partir, el accidente lo impidió. Aunque sólo Raúl sabe que no fue un accidente, pero no se lo va a decir a nadie. No es él el único que tiene secretos que se van a poner sobre la mesa con la inesperada recuperación de Daniel, Irina también esconde dos insospechados secretos. Tanto ella como Raúl van a llorar de emoción cuando sepan que Daniel ha vuelto a la vida, pero los dos se darán cuenta también de que esto les va generar graves complicaciones.
Raúl se alegró cuando esa mañana descolgó el teléfono, era Daniel, hacía como tres meses que no se veían.
—¿Mañana? Sí, me va bien —mintió Raúl.
La verdad es que le iba de pena, había quedado con un grupo de amigas del trabajo para llevarlas a hacer un barranco, una de ellas era un bombón, criada entre las máquinas de un gimnasio y las mesas de un salón de belleza, la niña estaba que rompía. Vale, era un poco estúpida y exageradamente superficial, pero como solía decir él, tampoco es que pretendiera escribir un libro con ella, la cosa era pura lujuria. Descolgó el teléfono manteniéndolo colgado con la mano mientras inventaba refunfuñando una excusa. —Qué rabia —pensó—.Ésta seguro que mañana caía— pero debía hacerlo. Conocía muy bien a su amigo y sabía sólo por su voz que detrás de esa salida a escalar había mucho más que un día de ocio.
No eran cuatro los días que hacía que se conocían. A Raúl le apuntaron a judo con siete años de tal manera que cuando llegó Daniel, tres años más tarde, éste ya era cinturón rojo. La primera vez que lo vio no le hizo ni caso, era un novato de tantos que iban y al cabo de tres meses se borraban, pensó. Pero cuarenta y cinco minutos más tarde cambió totalmente de opinión. Cuando entró en el vestuario alguien, seguramente el novato, había osado desplazar su bolsa y le había quitado el puesto, obviamente él no lo iba a permitir, así que cogió la bolsa, la tiró abierta en medio del vestuario, y ésta se desparramó toda. Dio la casualidad que justo en ese momento entraba Daniel y lo vio todo. Quizás Daniel no había hecho nunca artes marciales, pero siempre fue un niño pegón, de esos que ya aprenden a cerrar el puño en el jardín de infancia y que descubren muy pronto lo disuasivo que es un buen puñetazo. Tampoco es que hiciera falta pegarse con nadie, pensó él en ese momento, bastará con poner un poco las cosas en su lugar. Así que se dirigió hacia Raúl y, sencillamente, cogió su bolsa y la tiró a las duchas que en ese momento, hay que decirlo, estaban encendidas. Éste se quedó un segundo atónito ante la osadía del novato tras el cual le dio un empujón, diciéndole —pero tú eres tonto o te lo haces—Daniel ya estaba preparado y apretaba el puño con fuerza esperando el momento para descargarlo que era precisamente ese segundo siguiente al empujón. En el colegio en el que pasaba sus días nunca había necesitado más que esto para solucionar cualquier problema. Los niños de su edad se solían pelear tirándose de los pelos o arañándose, así que cuando Daniel soltaba uno de sus martillazos directos a la cara solía significar el final de la pelea. Y es de aquí su sorpresa cuando Raúl con la nariz sangrando se levantó del suelo y le devolvió el saludo, nunca nadie lo había hecho. Pero una vez pasada la sorpresa se lanzó sobre él, no iba a dar por zanjada tan fácilmente esa conversación. Media hora después, su madre, que le había venido a buscar después de su primer día de judo, no daba crédito a sus ojos cuando un Daniel lleno de moratones y con la nariz sangrando le presentaba a otro niño en igual de pésimas condiciones y le decía todo contento —mira mamá, éste es Raúl mi nuevo amigo.— Ese fue el comienzo de una gran amistad que ha durado hasta hoy.
Es por eso que si había alguien capacitado para conocer los estados de ánimo de Daniel éste era Raúl. Quizás en otra ocasión no le habría hecho mucho caso, pero desde hacía un tiempo su amigo estaba sufriendo una mutación en su carácter. Sí, es cierto que nunca fue la alegría de la huerta, pero era un tipo despierto y muy rápido de palabra cuando le convenía. Si no hablaba más no era por timidez, lo suyo era más cuestión de que pasaba. A él, al contrario de Raúl, nunca le importó un pimiento caerle bien a nadie, es posible que fuera precisamente por eso que le caía bien a todo el mundo. Siempre estuvo en las nubes pensando en sus cosas y soltando comentarios inesperados en plena conversación que nadie entendía, cosa que hacía pensar a los demás, y encima con toda razón, que éste no les estaba prestando ni la más mísera atención. Pero en este ultimo año la cosa había empeorado, cuando estaba con alguien nunca lo estaba del todo, había perdido esa agudeza dialéctica y envenenada que tanto le caracterizaba. Parecía estar siempre preocupado. Raúl tenía la esperanza de que ese domingo, por fin, iba a obtener respuesta a las preocupaciones que tenía sobre su amigo.
Quedaron pronto, habían decidido ir a Vilanova de Meià, éste era un muy pequeño pueblo perdido entre las llanuras de la Segarra y las agrestes paredes del Monsec d’Ares, el pueblo, pese a ser muy hermoso y tener una feria de la perdiz, no revestía más importancia para nuestros amigos que la de ser campo base de una de las escuelas de escalada más importantes y bellas de Cataluña y cuna de muchas aventuras, borracheras y descontroles de antaño, que no era poco. El lugar estaba salpicado por la nostalgia de los viejos tiempos y eso lo convertía en el escenario ideal para una confesión. Así que cuando Daniel le dio a Raúl la posibilidad de elegir el lugar, éste, pese a ser un sitio lejano para ir a escalar en un solo día, eligió Vilanova de Meiá sin dudarlo.
Iban a ir en el coche de Raúl. Daniel tenía carné de conducir, pero nunca le gustó hacerlo, sólo en una ocasión tuvo coche y no le duró ni un año. A las siete y media de la madrugada Raúl tocaba el timbre de su casa. Daniel para variar tardó casi un cuarto de hora en bajar.
El viaje no se hizo largo, quizás un poco al principio. Cuando dos amigos que lo son de veras pasan un tiempo sin verse tienden a mitificarse mutuamente de tal manera que el momento en que se encuentran siempre es un poco tenso. Es un momento al que se le suele dar una importancia especial. A uno siempre le da la sensación de que tiene que decir cosas importantes y eso bloquea un poco, pero enseguida se pasa y uno se olvida del momento y empieza a pasárselo bien sin tener en cuenta si tus palabras revisten de la trascendencia adecuada o no. Quizás tonterías o blablablá sin importancia y cuando toque ya llegarán las confesiones y los momentos importantes, porque con un amigo a lo primero que uno aspira es a sentirse cómodo y tranquilo. Un amigo es casa, es como un sofá sentimental. Es por eso que pese a los «cómo te va» y a los «qué es de tu vida» que se dicen por no callar y a algunos momentos de silencio lento, enseguida empezaron a discutir de temas irrelevantes y ya podían callar tranquilamente y mirar un árbol o una niña saltando a la comba al lado de la carretera sin que el silencio les molestara, porque ya volvían a estar cómodos el uno con el otro, como siempre.
En cuanto salieron de la nacional y se metieron por las carreteras secundarias que van desde Cervera a Vilanova la conversación se fue haciendo más densa y no por casualidad. Raúl sabía que su amigo tenía ganas de contarle algo. Fuera lo que fuese lo que atormentaba a Daniel seguro que estaba relacionado con su trabajo. Daniel era un genio lo miraras por donde lo miraras. Él siempre había tenido una conexión empática con el universo. Comprendía las cosas más allá de las palabras y los números. Tenía esa capacidad para ver el espíritu del conocimiento, una especie de corriente que subyace detrás de cualquier dato y que lo relaciona con el resto. Él veía el universo como un todo y nada se desvinculaba de nada. Cualquier problema lo afrontaba siendo consciente de que no alcanzaría la comprensión sobre él si no lo concebía como un trocito de ese todo. En cuanto acabó el instituto se matriculó en matemáticas, informática, humanidades y sociología. No, no es que él tuviera la intención de realizar cuatro carreras al tiempo, no. El sólo quería hacer una carrera, el problema era que la que él quería no la tenían así que se la inventó. Él quería ser investigador. Opinaba que la humanidad había hecho un gran paso en el conocimiento gracias a la especialización de sus individuos, pero que esa etapa había llegado ya a su fin. Sí que seguiría siendo necesario un especialista en la uña del dedo gordo del pie derecho, pero este especialista ya no serviría de nada si no estaba dentro de un equipo de especialistas dirigido por alguien que fuera capaz de relacionarlo todo dentro del contexto, tanto del cuerpo, como de la humanidad, como de la historia o el universo. A la ciencia ya no le valía el científico enclaustrado que no reconoce el mundo si no lo ve a través de un microscopio, ahora la ciencia tenía que recuperar el concepto de sabio helenístico. Solía decir, hasta hoy hemos despiezado el motor del universo hasta sus piezas más pequeñas, ahora el reto es entender cómo funciona y cómo se relacionan cada una de ellas con el conjunto, para eso es necesaria una nueva generación de científicos que amplíen mucho sus conocimientos a costa de no profundizar tanto en ellos. Así que tomando una asignatura de aquí, dos de allí y tres de más allá, se fabricó su propia carrera y se otorgó su propio título, el de Jefe Investigador. Muchos fueron los que se rieron de su osadía, otros, los que le querían, se preocuparon. —Si no tienes un título oficial nadie te dará trabajo— le decía su padre. Raúl mismo le pronosticó un fracaso rotundo en la vida, pero Daniel, para variar, no le hizo caso a nadie y siguió por su camino, porque por mucho que el mundo entero se esforzara en pronosticarle un final apocalíptico para su aventura, él siempre lo tuvo claro y por mucho que sus padres y sus amigos dijeran que todo era pura cabezonería, la verdad es que no lo era, simplemente es que él era de esas personas que no acepta ningún conocimiento que no sea el de la propia comprensión y le daba igual lo que vieran o supieran los demás, sólo había una verdad y era la que él era capaz de comprender. Así que siguió su camino y al final resultó que él era el que tenía razón. Su visión multidisciplinar le hacía afrontar los problemas con una óptica nueva e investigaciones que parecían encalladas encontraban soluciones inesperadas bajo su mirada. A los dos años ya había publicado dos artículos en Science. Y a los tres ya se lo estaban peleando las empresas más importantes, pero él tenía su camino y no lo iba a dejar. Trabajó como asesor en numerosos proyectos, pero no se implicó mucho en ninguno. Pese a mejorar sustancialmente las ideas de los demás él tenía las suyas propias y éstas se las guardaba para él, y para un futuro en el que se viera suficientemente preparado para desarrollarlas. Ese momento tardó seis años en llegar.
Cuando El salto vio la luz, fue una pequeña revolución en el mundo científico. El libro planteaba las bases de la que iba a ser su primera gran investigación para conseguir la primera y verdadera inteligencia artificial, pero el libro no era revolucionario sólo por eso, porque para situar lo que él llamaba el gran salto evolutivo de la humanidad en su contexto no se quedaba en los cálculos y programas caóticos, sino que lanzaba para explicarlo toda una serie de hipótesis que aunque muchas de ellas ya existían aisladamente, customizadas por él y cocinadas todas juntas como si fueran una sola, cobraban un sentido especial y le daban al lector una visión del universo y del sentido de los humanos como especie que le devolvía a éste un poco de la fe perdida en la raza humana. En este libro Daniel daba por supuesto el concepto de Gaia y tomaba como punto de partida la obviedad de que la tierra en sí misma era un gran ser vivo con capacidad de autorregulación. El problema en la hipótesis de Gaia residía en los mismos que la planteaban, si la tierra tiene esa capacidad para regularse, ¿qué pintaban en ella los humanos que en su vorágine evolutiva parecía que iban encaminados a destruirla? Para Daniel la respuesta estaba clara, Gaia, como todo ser vivo, tiene como sentido en la vida el de crecer y multiplicarse y era en ese multiplicarse donde entraba en escena el hombre. Después de cuatrocientos millones de años, Gaia necesitaba reproducirse y para eso necesitaba de una especie capaz de evolucionar hasta el punto de llevar la vida, su vida, a otros planetas, y así colonizarlos y generar nuevas gaias. Es decir, que para Daniel la humanidad era el órgano reproductor de Gaia. Él, off record, por supuesto, siempre bromeaba diciendo —si es que los humanos somos la polla—. El problema para Gaia es que como a la mayoría de seres vivos el sexo le generaba un estrés excesivo porque el hombre y su sociedad estaban arrasando el planeta con su ambición. Daniel sólo esperaba que el ciclo vital de Gaia no fuera como el del salmón que muere agotado después de la cópula.
Y así, partiendo de Gaia y pasando por la estructura social de las hormigas, la matemática fractal, la red global de la cultura humana, el descubrimiento del ADN, las teorías de cuerdas, el concepto de vida, el concepto de conciencia y el aparente orden en el universo, nos llevaba al que para él era el salto que le tocaba hacer ahora a la humanidad para cumplir lo antes posible con su objetivo, generar inteligencia artificial. Para eso el primer paso era admitir la imposibilidad de generar un organismo mecánico totalmente acabado que fuera inteligente. Para Daniel la inteligencia sólo era posible dentro y como resultado de un sistema caótico. Es decir que la inteligencia no se podía crear, sólo se podía crear una estructura con características evolutivas que acabara por desarrollarla. Nosotros no podríamos controlar nunca el resultado final de ésta, como mucho influir con medios externos sobre ella igual que podemos influir sobre un niño o un animal. Estos procesos en un principio serían muy precarios y podrían permitir a máquinas tomar decisiones sencillas que nos ayudarían enormemente. Sólo después de un largo proceso de investigación podríamos llegar a una completada inteligencia. Pero el verdadero reto no estaba únicamente en la creación de esa inteligencia, sino en la integración de ésta a nuestra mente para ampliar nuestra conciencia y nuestra capacidad cognitiva sobre el universo. No se trataba de crearse competidores, sino de evolucionar, sólo que esta vez la evolución no sería un producto del azar sino de nuestra propia determinación por hacerlo.
El libro levantó ampollas, sobre todo porque no se trataba tan sólo de un ensayo de opinión, éste únicamente ocupaba la primera parte y era ameno y fácil de entender para cualquier persona. El problema venía en la segunda parte. Esta parte era sólo para especialistas y daba descripciones detalladas sobre cómo debía desarrollarse la investigación. Hablaba de trabajar con células madre para desarrollar neuronas humanas y cómo luego utilizarlas para generar rutinas lógicas de trabajo. Si se conseguía serían, después, fácilmente integrables en humanos y el cerebro aprendería a usarlas con facilidad. El problema era que todo parecía demasiado posible y la idea de generar superhombres, aunque no implicara la modificación del ADN, fue satanizada por muchos. A algunos les parecía una aberración la existencia de unos ciudadanos superiores al resto mientras que a otros les parecía un pecado mortal y un desafío al mismísimo Dios la idea que proponía Daniel de la auto evolución. Hubo muchos artículos en contra, pero Daniel estuvo tranquilo, sabía que el hombre estaba condenado a la evolución y que tarde o temprano aparecería alguien y pagaría esa investigación. Le invitaron a muchos coloquios y le ofrecieron páginas enteras de periódico para que se resarciera de todos los insultos que desde todas partes le estaban llegando, pero siempre los despreció. A él le encantaba el anonimato, ni siquiera había una foto suya en el libro y aunque casi todo el mundo sabía quién era Daniel Velatrán nadie sabía ni qué edad ni que aspecto tenía. Muchos se habrían asombrado si hubieran descubierto que era un chaval de veinticuatro años. Así que rehusó sistemáticamente todas las invitaciones. —Que lean mi libro— solía decir, y era verdad, su libro, ya en predicción de lo que iba a pasar, contaba con un epílogo en el que analizaba toda su investigación desde un punto de vista moral. Ya allí acusaba a priori a todos los que le acusaran de crear clases, de necios al suponer que porque un hombre tuviera más herramientas o fuera más inteligente era un ser superior ya que esas diferencias ya existían hoy en día y nadie las trataba como síntomas de superioridad. Si existía en el mundo algún tipo de superioridad esta sería la del hombre o mujer que tanto por sus características, como por su dedicación, hicieran de la tierra un lugar mejor para vivir. Con respecto a todos los religiosos de todas las confesiones que se avinieran a lapidarle que supieran que él no iba a entrar en ningún tipo de coloquio con ellos, «el dogma es un concepto personal contra el que no se puede luchar, intentarlo es un derroche de energía estéril que no conduce a nada que no sea crearse más enemistades. Y que nadie tenga la tentación de vestir los dogmas de lógica porque sólo es necesario analizar un poco la trayectoria personal de algunos para ver claramente que sus opiniones no son fruto de la reflexión y el razonamiento, sino que simplemente se trata de una cuestión de bandos».
Todo este ruido no interfirió para nada en su vida, muy seguramente él ya lo había previsto y le hubiera molestado mucho más el silencio que la polémica, muy por el contrario fue una de las épocas más felices. Con Raúl se habían convertido en un equipo puntero en lo que se refería a su deporte preferido que desde hacía siete años era la escalada. Cuando no estaban estudiando estaban escalando. Habían ascendido las rutas más difíciles de su país y aunque no destacaban en ninguna modalidad, eran un par de escaladores muy completos que podía realizar rutas de alta dificultad tanto en libre, como en artificial o en hielo. El fondo físico y la experiencia acumulada a lo largo de kilómetros de paredes les daba tablas suficientes como para enfrentarse a cualquier ascensión con posibilidades de éxito. Pero todo eso terminó cuando Pedro Madoga entró en la vida de Daniel. Éste dirigía el departamento de investigación de Sice Microsistems. Esta empresa había decidido acoger y financiar hasta donde hiciera falta su investigación, así que Daniel desapareció por completo del mapa lúdico de su país. Él sólo dirigía una parte de la investigación que estaba dividida en tres partes. Por una parte en Estados Unidos, Massachusetts, un equipo había conseguido fabricar neuronas a partir de células embrionarias, pero el proceso todavía no era muy productivo y éstas resultaban demasiado costosas para una producción industrial, así que aunque seguían investigando podían proporcionar a Daniel las necesarias para su investigación. Por otro lado, en Barcelona estaba Daniel trabajando en lo que era su proyecto, desarrollando lo que sería el equivalente a chips biológicos, el problema era que las neuronas fuera de un entorno biológico humano morían pronto, y no permitían al biochip evolucionar lo suficiente como para optimizar su funcionamiento. Los chips biológicos tal como los estaban construyendo permitían realizar funciones mucho más avanzadas de lo que se esperaba de un chip de silicio, el problema es que no tenían una eficacia del cien por cien, sino que cometían errores, estos errores iban disminuyendo con el tiempo y eso se debía a que los biochips estaban capacitados para aprender, y era allí donde entraba en escena Marsella. Allí, en la sede central de Sice Microsistems se encontraba uno de los ordenadores más potentes del mundo. Este ordenador analizaba los datos de las únicas siete horas en las que se podía mantener con vida un biochip y elaboraba un modelo virtual de lo que hubiera sucedido si este biochip hubiera funcionado más tiempo. Es decir que para predecir el comportamiento en el tiempo de unas cuantas neuronas que no se podían ver si no era a través de un microscopio era necesaria una computadora que ocupaba tres plantas de un edificio. Mientras, dentro del equipo dirigido por Daniel, Irina se encargaba de encontrar la manera de conseguir alargar la vida de esas neuronas fuera de un entorno humano.
Es probable que ante la expectativa de ser él el protagonista del salto del que hablaba su libro, Daniel abandonara todos los placeres para dedicarse en exclusiva a su investigación, sólo en contadas ocasiones quedaba para cenar o tomar algo con sus amigos. Al principio, aunque en un estado un poco más ausente de lo que ya de por sí era habitual en él, se lo pasaba bien, pero este último año ya no acudía a las citas ni respondía los correos, sólo se veían con Raúl cuando éste llegaba a su casa sin avisar y casi que se sentía que molestaba. La única manera de recibir noticias de él era a través de Irina, ella era la única persona que parecía mantener un contacto íntimo con él, aunque fuera sólo por trabajo, y sólo hacía que confirmarle a Raúl el cambio de personalidad de su amigo.
Irina era una mujer morena, de pelo rizado y usualmente corto, tenía los ojos grandes y marrones, y unos labios rosados que le quedaban muy bien a su rostro de piel clara. Vestía básicamente cómoda, cosa que hacía que cuando en ocasiones especiales se ponía un vestido y se maquillaba un poquito a muchos, que no se habían fijado demasiado en ella, se les desencajara la mandíbula ante su imponente figura. Era tímida pero valiente, por eso, aunque hablaba con todo el mundo y su carácter era jovial, uno tenía la sensación de que había contado hasta tres antes de abrir la boca. Tenía veintiocho años y llevaba una carrera imparable. Cuando Daniel la invitó en una ocasión al cumpleaños de Raúl, éste pensó que ese era el mejor regalo que su amigo le hubiera podido hacer. Irina en lo que respectaba a los hombres era muy especial, por un lado cuando alguien le gustaba siempre encontraba la manera de acabar besándose con él, y la mayoría de las veces acababan en la cama, pero, por el otro, si ésta tenía a alguien en la cabeza, es decir, si estaba enamorada, aunque seguía besándose con cualquiera que le gustase no dejaba nunca que la historia acabara en penetración, cosa que le había hecho ganar, para algunos, la fama de calienta pollas. Cuando conoció a Raúl hacía pocos meses que trabajaba y conocía a Daniel, pero esa noche cuando se enrolló con él la cosa no pasó de unos besos y algún magreo porque Daniel ya se había clavado en la mente de Irina. A partir de ese momento la relación entre los tres se hizo complicada, al menos por lo que se refería tanto a Raúl como a Irina. Daniel por su lado adoraba a Irina, pero de otra forma. Cuando empezó el proyecto estaba muy nervioso, la aparente seguridad en sí mismo se estaba poniendo a prueba. Él era un niño comparado con todos los científicos que habían puesto a su cargo, todos eran vacas sagradas en sus ramos y tenían sus propias ideas sobre cómo se tenían que hacer las cosas, por esa razón desde el comienzo cogió una actitud muy autoritaria sobre los demás, cosa que cumplió muy bien con su cometido, pero que le aisló. Irina fue para él su descanso, era una especie de jefe por debajo de él y la investigación que llevaba iba un poco al margen del grupo. Quizás por su juventud podía comprender la actitud de Daniel y aunque expresaba sus propias ideas siempre lo hacía con el máximo respeto y sin cuestionar su autoridad. Éste se agarró a ella como a un clavo ardiendo y la hizo su amiga y su cómplice. El problema para Irina es que cuando Daniel se hacía tan amigo de una mujer ésta pasaba a ser como una hermana. Para Irina eso fue el infierno, el roce y el cariño que él profesaba por ella hacía que ésta cada día se enamorara más y eso, sabiendo como sabía, que Daniel no albergaba ningún apetito sexual por ella la estaba destrozando. Sabía que si no quería que se le fundiera el corazón debía distanciarse de él, pero no podía, trabajaban juntos todos los días y aunque no hubiera sido así ella no habría podido dejar de acudir a una cita con él, no tenía suficiente voluntad para eso. La otra opción era confesárselo todo, seguramente si lo hiciera él mismo se distanciaría de ella por no hacerle daño. Pero precisamente porque esta opción era tan segura ella nunca se atrevió a realizarla.
Por otro lado estaba Raúl, el día de su veinticuatro cumpleaños cuando la conoció pensó que era una de las mujeres más hermosas que había conocido, pero no fue hasta que la besó que se enamoró de ella. Ya quedaban pocas personas en la fiesta, Daniel ya hacía un par de horas que se había ido. Ella y Raúl se habían pasado charlando toda la noche, era una de esas conversaciones de pupilas grandes y miradas penetrantes, de esas en que uno saca lo mejor que tiene, pone voz de macho y cuelga la mirada. Ella por su lado parpadea mucho y se humedece los labios a menudo. Se arregla el mundo y se encuentran coincidencias. —¿a ti también te encantó esa película? —Hasta que se levantan y con cualquier excusa sus labios se rozan. Ella se retira avergonzada, pero él la atrae con firmeza hacia su cuerpo y le acaricia el pelo con dos dedos por detrás de las orejas dejando que resbalen por su cuello. Luego se cruzan sus alientos y él le besa con suavidad el labio superior mientras deja que sus dedos se entierren en sus cabellos. A partir de allí ya, normalmente, los dos pierden el freno y se cruza esa puerta que nos separa de los otros, y ahora ya son sudor y suspiros, y dos manos se hacen pocas, lo quieren todo, toda la piel, todo el olor, no se quieren perder ni un recoveco, ni una oscuridad, ni una luz, lo quieren todo y lo quieren ya, pero digo normalmente porque no fue así en el caso de Raúl e Irina, porque aunque se besaron con pasión ella nunca soltó el freno y le supo llevar. Con besos que se escapaban y caricias acotadas, jugó con él hasta donde ella quiso, y cuando pensó que ya le estaba haciendo daño, que hay que decirlo, ya era tarde, se retiró como una serpiente entre el pasto, y sólo dejó allí su imagen que con el motor de su fantasía le colmaría el resto de la noche.
Raúl la llamó al día siguiente, él se había enamorado locamente de ella y no le bastaban sus sueños. Irina se dio cuenta enseguida, no por intuitiva, sino porque él apostó por el galanteo para seducirla, y eso a ella la asustó. Veía a Raúl como un tipo guapo, simpático e inteligente, pero en su mente estaba Daniel, y cualquier atisbo de un final feliz que le pudiera dejar ver a Raúl sería una puñalada más en su espalda, así que en esa llamada se lo dijo. —Raúl, yo estoy enamorada de otro, ayer fue maravilloso, pero si no dejé que las cosas fueran a más es porque no quiero que nadie sufra por mí.
Él se hizo el duro —no, tranquila, si no pasa nada, sólo es que me gustabas y pensé ¿quién te dice que no es ésta la mujer de tu vida?. —Y rio con risa amarga porque él, eso, ya lo había decidido.— Por cierto, este sábado ponen Gato blanco gato negro en la filmoteca y vamos a ir con unos amigos, igual te apetecería venir.
—Ah, pues sí, estaría bien.
Cuando Raúl colgó el teléfono el mundo pareció derrumbarse a su alrededor y una especie de calor le subió en la cara, las manos y los pies. El quiebro táctico que había hecho no le había gustado nada, sabía que el nuevo rol de «amigo» que había tomado le iba a destrozar lentamente, pero tal como le pasaba a Irina, cuando un hombre o una mujer están enamorados la razón pierde pie y sólo queda una angustia y un deseo reprimido, que sólo se ven apaciguados ante la mirada de tu amado o amada. Cualquier sufrimiento vale la pena con tal de que ella, o él, te ría un chiste o te roce al coger un vaso. Es una tortura que uno elige pasar, simplemente porque no puede no hacerlo. Y encima, ahora, le tocaba a Raúl encontrar como fuese a unos amigos para ir a la filmoteca ese sábado. Levantó el auricular y suspiró, el primero iba a ser Daniel, aunque seguro le diría que no.
De eso ya habían pasado casi dos años y ahora ya a punto de llegar a Vilanova los dos intentaban decidir qué vía iban a hacer. A Daniel se le antojó la Dents de Coral era una vía que ya habían hecho en un par de ocasiones. La primera vez que la realizó fue uno de los momentos más felices de su vida. Uno de esos globos de felicidad que pisas de vez en cuando en la vida y que sin avisar te explotan bajo los pies dejándote una nube de alegría pegada al abdomen. Cuando tenía quince años cayó en sus manos un manual de escalada. En él habían, a parte de muchos consejos e información importante, numerosas fotografías. Daniel las miraba y soñaba en el día en que por fin podría ser él, el protagonista de fotos como esas, sobre todo de una en la que se veía un escalador cruzando debajo de un enorme techo de roca recortando el abismo con su silueta. Lo cierto es que el abismo sólo eran unos ochenta metros, y la escalada que estaba realizando, aunque un poco expuesta, no revestía una dificultad excesiva. Quizás fue por eso que en cuanto empezó a escalar olvidó totalmente esa foto que tantas veces había mirado. Un día de tantos en que la noche del viernes había resultado ser más tormentosa que de costumbre y en consecuencia el concepto «primera hora» se había alargado hasta el medio día, decidieron con un amigo que ese no era un día para colgarse en una vía demasiado larga, así que optaron por alguna corta y facilita. La ascensión resultó ser un poco más difícil de lo esperado y exageradamente más bella. El segundo largo era una placa que parecía hecha de coral rojo poblada de innumerables agarres largos y puntiagudos que le daban el nombre Dents de Coral, dientes de coral en castellano. Después de ese hermoso tramo tocaba una travesía hacia la izquierda donde se sorteaba por debajo un enorme techo de roca, y fue allí, justo en el momento en que Daniel se encontraba en el mismo lugar donde se encontraba el protagonista de esa foto que tantas veces había mirado, que se acordó de ésta. Él estaba allí, donde había soñado estar, y no había llegado a ese lugar como a un hito, sino que estaba de paseo después de una noche de borrachera. Nunca en la vida había tenido Daniel la sensación de camino andado como la tuvo en ese momento, y nunca tuvo tan claro el recuerdo de un sentimiento de adolescencia como lo tubo en ese lugar. Era como el caminante que sale de su casa y después de caminar horas en una curva le aparece un paisaje lejano, y descubre que al fondo, acariciando el horizonte, está su casa, el lugar de donde ha partido. Quizás por este motivo a Daniel se le antojó ese día esa vía porque se le avecinaba un viaje, un viaje a lo desconocido, a una vida nueva donde no iba a poder contar ni con su familia ni con sus amigos. Un viaje donde ese lugar en el que ahora se encontraba sería como ese hogar lejano rascando el horizonte que uno espera descubrir después de la próxima curva. Así que pararon en el bar Cirera y mientras tomaban una cerveza y se comían un par de rebanadas de pan con tomate con una buena butifarra copiaron la reseña de la vía en una servilleta.
Después de saludar al Pepitu y a su familia, los dueños del bar, partieron hacia la Font Figuera, la fuente de la higuera, donde recargaron las cantimploras y se hicieron el porro de rigor. La Font Figuera era uno de esos lugares donde a uno le entran ganas de echarse las manos a la cabeza no sea que tanta belleza no pueda sostenerse a sí misma y se le desmorone encima. Toda la zona del Mont Sec d’Ares es aparentemente árida, es un paisaje que muda su piel con las estaciones al ritmo del trigo y los cultivos de secano. Cuando subes en primavera el verde se derrama de los campos, brillante de humedad dibuja las parcelas entre los almendros. Luego llega el dorado, el verano comienza y las espigas relucen orgullosas perfilando los campos contra el azul impoluto del cielo, pero cuando éste termina, ya en agosto y septiembre, las montañas devienen en espacios para el arte donde hermosas esculturas, como grandes piedras de molino hechas de paja y oro, se agrupan en cuidadas líneas colocadas con esmero por los artistas campesinos recortando el horizonte. Para acabar el ciclo, la tierra es despojada por tractores y arados de su manto dorado y el marrón rojizo invade los campos en mil tonalidades, es el otoño, todo duerme para poder despertar. Es una tierra seca, pero el agua recorre sus arterias. Pese a su aridez la recorren numerosos ríos y no es difícil encontrar fuentes de agua fresca y cristalina como la Font Figuera. Te puedes sentar y contemplar la Roca dels Arcs, una imponente pared de dos kilómetros de largo y doscientos cincuenta metros de alto hecha de caliza naranja que se levanta imponente por encima de la fuente. Luego, si miras a la derecha verás la pared del Pas Nou y el Pilar del Segre. Tanto estas dos paredes por la derecha como la Roca dels Arcs por la izquierda van a morir a un estrecho cañón por donde pasa una insignificante carretera, y digo lo de insignificante por que esa es la sensación que se tiene de cualquier cosa cuando se pone en el marco de la grandiosa visión que desde allí lo envuelve todo.
Ellos hablaban y señalaban con el dedo la pared. Recordaban historias y momentos, algunos buenos y otros tristes, que habían pasado en esas rocas. En algún instante saltaba la risa recordando momentos de peligro que acabaron bien y en otros bajaban la vista al nombrar a algún amigo que en ese lugar, y señalaban con el dedo, cruzó su última puerta.
Cuando llegaron al lugar donde se aparca para llegar al Pas Nou ya habían un par de coches allí estacionados. Miraron a ver si reconocían alguno como el de algún amigo, pero no hubo suerte, los dos eran matrícula de Zaragoza. Empezaron a equiparse, Daniel se sentó en una roca cercana mientras Raúl ponía un poco de orden en todo su material a un lado del coche. Desde donde estaba, por el retrovisor, podía ver perfectamente la cara de Daniel sin que éste se diera cuenta, y es muy probable que ese fuera el momento en que a Raúl una sombra le cruzó el corazón… fue la forma en como él le miraba. Había dejado de hacer lo que estaba haciendo, tenía un mosquetón en la mano que se había quedado a medio camino de su destino. Sus ojos estaban húmedos y parecía que intentaban retener ese momento tantas veces repetido como si éste fuera a desaparecer para siempre. La tristeza que desprendía su mirada era tan sincera que asustó a Raúl. ¿Qué le estaría pasando a su amigo? Estuvo a punto de girarse y preguntárselo directamente, pero… esa tristeza, él, no se la estaba enseñando, era una tristeza íntima que sólo había podido ver gracias a la infidelidad de un espejo, así que no dijo nada al respecto. —Ya encontrará él el momento adecuado —pensó.
Así que una vez los arneses puestos, las cintas, un juego de empotradores y otro de friends colgados, y la cuerda echada a la espalda, empezaron a caminar hacia la pared. La aproximación era rápida, apenas quince minutos, pero a Raúl se le hizo eterna. Caminaban en un silencio sólo roto por el ruido del material chocando entre sí. Raúl quería decir alguna cosa, pero todo en lo que podía pensar era en que los problemas de Daniel quizás eran mucho más graves de lo que había esperado. Hasta ese momento había tenido la esperanza de que todo fuera una simple cuestión laboral. Conflictos internos con su equipo, o con el tipo que dirige todo desde Marsella, o quizás es que las cosas no salían como él quería y la investigación no daba ese famoso salto que se supone debía dar, sin embargo ahora sospechaba que la cosa era más grave aunque no se le ocurría qué pudiera ser y esto le hacía sentir mal. Cuando hace unos meses empezó a sospechar que las cosas a Daniel no le estaban saliendo como esperaba se sorprendió a sí mismo sintiendo una leve punzada de felicidad. Después del remordimiento inicial por alegrarse de que a un amigo le fueran mal las cosas llegó la fase de auto justificación. Y es que ya era hora de que a Daniel le fuera algo mal. Sí, es cierto que Raúl no se podía quejar, lo había tenido todo, era un tipo listo, culto, más o menos guapo, muy fuerte, y como en su familia tenían dinero nunca le faltó de nada, habría podido ser el más, pero… se hizo amigo de Daniel. Lo adoraba, era sin lugar a dudas su mejor amigo y habría dado la vida por él, pero muy, muy en secreto, tan en secreto que quizás ni él lo sabía, le odiaba. Le odiaba por ser tan perfecto. Raúl era el extrovertido, el simpático, el rey de la fiesta, fue campeón infantil de judo de Cataluña dos veces, mientras que Daniel sólo consiguió llegar en una ocasión a las semifinales. En lo que respecta a la escalada sus niveles estaban muy igualados aunque Raúl siempre se consideró un poco mejor, y mucho más ahora que Daniel había dejado de entrenar, pero no era eso. Era ese estar por encima. Esa seguridad tan pedante que tenía en sí mismo. Nunca fue por donde los demás iban, y cuando lo hizo siempre fue un paso por delante… y lo peor, nunca se jactó de ello. Se quedaba callado escuchando y de repente te interrumpía, no, se puede hacer de otra manera. Y ya no había nada que decir. Pero el jodido siempre acababa teniendo razón.
Cuando a los dieciseis años él perdió la virginidad con Laila, en secreto se dijo, esta vez he ganado yo, pero eso era absurdo, esa era una competición que Daniel jamás podría perder, básicamente porque jamás jugó, además cuando un año después conocieron a Roser no fue de él de quien se enamoró sino de Daniel. Tenían diecisiete años y el noviazgo le duró casi dos años que en esa época de la vida es mucho. Después estuvo con Laura y unas cuantas más hasta hace dos años que Maite, la última, se fue a hacer un máster a Londres y se separaron. Todas las novias que tuvo Daniel siempre le parecieron maravillosas a Raúl, es más, yo diría que, de alguna manera, él estuvo secretamente enamorado de todas, y… lo peor, el siempre sospechó en cuanto tenía una novia, que ésta se enamoraba secretamente de Daniel.
En el colegio Raúl era un buen estudiante, un poco gamberrete, pero un buen estudiante al fin. Siempre sacó mejores notas que Daniel, éste era demasiado cabezón y se enfrentaba por tonterías a los profesores, esto le costó más de un suspenso y que raras veces sacara notas altas en una asignatura, sin embargo, incluso por los mismos profesores que le suspendían, el considerado genio fue él. Para colmo va y se inventa una carrera, y encima le funciona. Cada vez que lo piensa a Raúl se le revuelven las tripas.
Ese día incluso él reconoce que perdió el control. Todo empezó con el simple consejo de un amigo. —Daniel, siempre has tensado la cuerda en la vida, con los profesores, con todo, siempre te ha gustado darle a las tuercas una vuelta más de como te las encontraste, y hasta ahora te ha ido bien,… pero… amigo, yo creo que con esto te estás pasando. Te vas a pasar cinco o seis años estudiando como un loco para que no te sirva de nada.— Pero acabó con gritos, frases afiladas y un portazo. Raúl estuvo casi un mes sin hablar con él, le odiaba, aunque no sabía exactamente por qué. Al final todo volvió a la normalidad, primero porque es muy difícil estar enfadado con alguien que no está enfadado contigo y que además se comporta como si tú no lo estuvieras con él, y segundo por que le adoraba, mal le pese a Raúl, adoraba a su amigo. Pero el verdadero problema, el quid de esa amargor que le devoraba silenciosa las entrañas, era que desde el día que le conoció siempre juzgó toda su vida en clave a una sola cosa, Daniel. La persona en el mundo que más admiraba y también, la que más odiaba.
Entre los remordimientos por unos sentimientos no del todo nobles y los pensamientos necesarios para justificarlos llegaron a pie de pared. Daniel se entestó en empezar, quería ser él quien realizara el tercer largo, el más difícil, una travesía larga y con los seguros bastante alejados. Raúl le intentó convencer de que con el tiempo que hacía que no escalaba quizás no era muy buena idea tirar de primero en ese largo, claro que él no conocía la historia de Daniel con esa vía e ignoraba que la verdadera causa de que le apeteciera arriesgarse a una caída considerable se debía a un recuerdo de adolescencia. Al final cedió, al fin y al cabo en una travesía no hay tanta diferencia entre ir de primero o de segundo.
El primer largo no fue difícil y Daniel se sorprendió a sí mismo escalando con mucha más seguridad de lo esperado. Los seguros estaban lejos. Antes de pasar la cuerda por el segundo seguro miró al suelo, en ese momento en que debía estar a unos quince metros, una caída habría significado estrellarse contra las rocas ya que la distancia que había hasta el primer seguro era superior a la que había desde éste hasta el suelo. Su primer instinto fue coger la cuerda y pasarla rápido por el seguro y así eliminar el riesgo… pero no lo hizo, se soltó de una mano y con tranquilidad metió los dedos en la bolsa de magnesio que llevaba colgada a la espalda, los sacó y dejó que el brazo le colgara flácido hacia atrás, dobló las piernas y se quedó como sentado estirando el brazo que todavía le sujetaba a la pared. Miró a su alrededor, el paisaje era imponente, como siempre, una ligera brisa le acariciaba el rostro, respiró hondo, miró al suelo y sonrió. —¿Por qué habré dejado de hacer esto? —se preguntó. Levantó la mano que tenía colgando, juntó los dedos y los sopló con fuerza haciendo escapar el sobrante de magnesio en una pequeña nube de polvo blanco. El brazo del que estaba colgando ya empezaba a cansársele, pero no le preocupó, el largo era facilito, se podía permitir el lujo de cansarse un poco y disfrutar un poco más de esa sensación de control en una situación de peligro. Miró hacia arriba, ochenta metros de pared se abrían sobre él y se alegró y lo saboreó. —ochenta metritos de mierda y siento la misma ilusión que cuando hice la Divina Providencia —pensó burlándose de sí mismo. Cogió la cuerda, la pasó por el mosquetón y siguió hacia arriba. La primera reunión estaba en una pequeña repisa situada a unos treinta metros, allí se aseguró bien y le gritó a Raúl— ya puedes soltar, recupero —y estiró la cuerda hasta que Raúl estuvo bien tenso al otro lado.
—Voy —gritó éste, y empezó a subir.
Lo hacía tan deprisa que a Daniel le costaba recuperar la cuerda en el ocho, que era lo que utilizaba para asegurar, a ninguno de los dos les gustaba el grigri para vías largas. Raúl llegó enseguida a la reunión y casi sin ni siquiera parar salió de primero en el segundo largo. Este era sin duda el largo más bonito de la vía, no era difícil, pero el tipo de roca era muy particular y bastante vertical. Raúl enseguida llegó arriba. Daniel esta vez no disfrutó tanto como antes, el hecho de ir de segundo le quitaba emoción a la cosa, la cuerda esta vez le llegaba desde arriba y, claro, la posibilidad de sufrir algún tipo de caída era casi nula. La reunión se encontraba justo debajo de un enorme techo que se extendía como una cornisa desde donde estaban ellos hasta unos treinta metros más a la izquierda. En este largo apenas se ganaban unos metros de altura, éste consistía básicamente en salvar ese enorme techo escalando hacia la izquierda hasta que se hiciera más pequeño y se pudiera salir recto. Daniel se colgó todo el material bien y salió. Este tramo era el más difícil de la vía y las caídas en un flanqueo siempre son más peligrosas, pero él avanzó seguro y se plantó en un momento en ese lugar que habitaba en sus sueños, se paró y recorrió el escenario con la vista. Estaba a unos veinte metros de Raúl, y éste no pudo ver bien cómo a Daniel se le humedecían los ojos. Cuántas cosas habían pasado desde que esa escena era una escena habitual para él, y ahora, en ese lugar donde empezó a soñar, lo dejaría todo, ya jamás volvería a escalar; ya nada volvería a ser. Miró a su amigo y las lágrimas se le escaparon resbalando por su cara sucia. Raúl lo tenía lejos, pero no lo suficiente como para no darse cuenta de que algo sucedía.
—¿Estás bien? —le gritó.
—Sí —respondió él y giró el rostro para no preocuparle.
Se iba a ir. Desaparecería para siempre y nadie debía saber por qué. Esa era una información que le podía costar la vida a cualquiera que la tuviese. Pero Raúl era otra cosa. ¿Cuántas veces se habrían jugado la vida juntos? Él querría saberlo. No podía negarle ese conocimiento, aunque éste le pusiera en peligro. Se secó los ojos, untó magnesio y siguió. Cuando Raúl llegó a la reunión él ya se había recompuesto, pero no lo suficiente para engañar a su amigo.
—¿Me lo vas a contar, verdad?
—Sí, claro, pero sólo a ti. Nadie más debe saberlo… pero luego, en algún lugar más cómodo.
—Vale —concedió Raúl.

Capítulo 3

Principio siempre es ahora…
Justo cuando se acaba, no hay más.
Todo.

Le llamaban la mansión, una vieja, pero renovada casa de aspecto victoriano acogida por la penumbra de la selva tropical, en la punta de la península de Varador. Algunos de sus primeros moradores la llamaron La Lejana, título que la casa tenía bien merecido y no por una cuestión de distancia, tan sólo diecisiete kilómetros la separaban de uno de los campus de la Jáber, pero eso no desmerecía para nada su apelativo. La Mansión era, sin lugar a dudas, uno de los lugares del mundo donde un hombre se puede sentir más aislado.
La península de Varador es un gran centro de saber. Casi toda su extensión está salpicada por instalaciones de la Jáber, pero bien podría haber sido un centro turístico tropical, como tantos otros que inundan las costas del trópico. Un lugar donde trabajadores de base, pequeños ejecutivos, administrativos, y clase baja burguesa en general, vienen a pasar sus dos semanas de libertad pagada. Uno de esos lugares donde los pobres de Occidente se pueden sentir ricos y compadecerse con arrogancia de esos pobres y oscuros lugareños, comer langosta y acostarse con alguna mulata a cambio de un pintalabios, unas medias o, simplemente, el sueño de una vida mejor en Europa.
Tiene extensos y brillantes prados verdes; árboles con coloridas y sabrosas frutas; selvas tan tupidas que parecen muros, y eternas playas de arena blanca y deslumbrante que lo enmarcan todo. Es ese lugar que elegirías para perderte con tu actriz favorita, durante un año, si no fuera porque sería muy difícil dar un paseo sin chocar con un acelerador de partículas, un gran telescopio o alguna de las innumerables instalaciones que inundan la península, porque allí, en ese pequeño rincón del trópico, está la Universidad de Jáber, o dicho de otro modo, lo que está considerado el centro de saber y tecnología más avanzado del mundo; el país de la mente; la que todos conocen como la Universidad Nación.
Este término no es del todo correcto. Lo cierto es que la Jáber se encuentra en territorio de Santamarín, y teóricamente está sometida a sus leyes, pero en la práctica el gobierno de esta pequeña república bananera, no sólo no tiene ningún tipo de poder real sobre la Jáber, sino que está sostenido y alimentado por ésta, de tal manera que considerándolo desde un punto de vista pragmático, se podría hablar de una verdadera universidad estado. Por lo que respecta al resto de la población de Santamarín que no vive en el Varador, pese a tener un gobierno de postal y una democracia de Monopoly, nunca se han quejado, su nivel de vida y su cuota de libertad superan con creces a las de todos sus vecinos.
Pero la Jáber… ¿qué es la Jáber? En principio una universidad, pero si su definición acabara aquí bien pequeña sería comparado con lo que es realmente la Jáber. —Los caminos de la Jáber son inescrutables— dicen con ironía algunos, cuando descubren que la Jáber está detrás de esa compañía, o es la propietaria de la empresa que es propietaria de ese yacimiento, y cuando entre sonrisas pronuncian esta frase lo hacen sin percatarse del alcance de la veracidad de ésta.
Sobre su fundación, poco se sabe, y lo que se sabe fluctúa más entre el rumor y la leyenda que sobre la veracidad histórica contrastada. Dicen algunos que fue fundada por Bladimir Jáber, un joven intelectual de principios del siglo XIX, cuando heredó una gran fortuna, con la que crearía la fundación que hoy lleva su apellido. Otros aseguran con rotundidad que el tal Jáber nunca existió, que debemos la fundación a una secreta y oscura logia gnóstica. Según esta versión, esta supuesta logia lleva acumulando saber desde tiempos de los faraones. La leyenda habla de bibliotecas secretas más antiguas, incluso, que la mítica biblioteca de Alejandría; habla de una avaricia de saber y conocimiento sin límites, en la creencia de que éste es el único camino hacia el verdadero poder. Poder para conducir al mundo como pastores en las sombras. El hecho es que, mito o realidad, hoy la Jáber es algo más que una universidad y un oscuro entramado de empresas; hoy la Jáber es como un gigantesco ser vivo que ni sus directivos controlan, que crece y se extiende por todas las ramas de la sociedad y a través de todas sus capas como una gota de tinta en un papel secante. Se la puede descubrir como suministradora de una súper empresa armamentística o como mecenas de un famoso filósofo pacifista. Puede sostener económicamente importantes grupos ecologistas y desarrollar tecnologías para centrales nucleares. La Jáber sólo tiene una norma, o más que una norma, un lugar: la sombra, porque haga lo que haga, esté donde esté, siempre la sombra está con ella. Es muy probable que si no fuera por la universidad, única cabeza visible de la organización, serían contados los que sabrían de su existencia.
Y no os creáis que la universidad es muy conocida fuera de los círculos científicos e intelectuales, no. Su funcionamiento es, como mínimo, oscuro.  Uno no va y se apunta a la Jáber. En realidad se imparten muy pocas carreras desde su primer año. Nadie se puede apuntar a la Jáber. Es la Jáber la que le viene a buscar a uno. Y cuando la Jáber llama a la puerta, uno abre la puerta, porque ésta no es una universidad cualquiera. En ella vas a tener lo mejor, y no sólo es gratis si no que te pagan, y se cobra mucho. Eso sin contar que vas a estar con los mejores, que el sistema no permite el anquilosamiento en sillas de catedrático, que no existe ningún tipo de censura al saber. En la Jáber se explora sin miedo en todas las direcciones, tanto en los campos de la ciencia, como en los del espíritu. Nada debe quedar fuera de estudio, desde las paraciencias, hasta las matemáticas, pasando por la pornografía, el arte, o la biología marina. Todo forma parte del todo; de un todo en busca de la gnosis, el saber supremo, porque cuando Saber se escribe con mayúscula y lo engloba todo, ese Saber es Dios, y quizás es a eso a lo que aspira la Jáber, a ser Dios.
Y si Dios tuviera cuerpo de hombre tendría la cabeza en la península de Varador. En un pequeño país llamado Santamarín. Un pequeño país con una pequeña península llena de palmeras, saber e interminables playas de arena blanca como la nieve, y en el fondo más fondo, allí donde la punta pierde su nombre, está la mansión, la que dicen fue la primera, donde cuenta la leyenda se gestó todo al amparo de su aislamiento. Porque como decíamos hace un rato: pocos son los kilómetros que la aíslan, pero mucho es su aislamiento.
En su nexo con el continente, Varador es prácticamente llano. Da la sensación de que sólo haría falta un azadón para convertir la península en una isla, pero a medida que va penetrando en el mar, quizás por temor a ser tragada por él, la península se va levantando. Poco a poco, las acogedoras e interminables playas blancas van cediendo terreno a montañas y peñascos que van a morir al mar. Todo hasta desembocar en una punta esculpida en acantilados vertiginosos con caídas de hasta cuatrocientos metros hechos de un gres oscuro, que cuando llueve se torna negro como el ónix, no son el verdadero final de la península, porque si caminas hasta la punta y miras hacia abajo, no es el mar el que recibe tus ojos. Ves un largo y fino brazo de rocas y selva que se eleva como una culebra marina veinte metros sobre el mar, y al fondo, en la verdadera punta, la mansión; hermosa y misteriosa; clavada sobre las rocas; solitaria, pese a su vigilante guardián, un faro de unos cuarenta metros. de alto que bien habría podido ser el faro del fin del mundo. Las dos construcciones haciéndose compañía, imperturbables al tremendo oleaje que usualmente las embate. Las dos juntas, pero solas, siempre mirando a la nada.
La casa no era exageradamente grande. El apelativo de mansión le venía más por el porte que por el tamaño. Cuatro grandes columnas sostenían una enorme terraza que ocupaba todo el frontal de la casa. Extrañamente esta terraza no miraba al mar, sino que recostaba su mirada en los enormes acantilados que se precipitaban desde la península, como si algún maestro malvado la hubiera castigado antaño contra la pared.
Cuando Toni llegó por primera vez a la casa una tormenta de sensaciones se agitó dentro de él. Eso era justo lo que le había pedido a la Jáber. Un lugar donde pudiera sentir al mundo en otro planeta, y evidentemente la mansión cumplía sobradamente ese objetivo, solitaria, hermosa, perfecta. Pero siete años allí metido… ¿los soportaría?. Sí, sí que lo haría. Quién sabe, quizás eso le sanaría el corazón y apaciguaría su conciencia.
El barquero saltó del bote al pequeño puerto. Era un ser pequeño, desaderezado y sonriente. Si tenía lengua o no, es una cosa que ellos jamás sabrían, ya que éste contestaba a todas las preguntas con una sonrisa. Enseguida Martín dejó también de hablar. Toni le daba un poco de miedo. Parecía un ser muy seguro de sí mismo que había tomado la retaguardia como lugar de ataque. Uno de esos personajes al que uno se lo piensa dos veces antes de hacerle una pregunta o ponérsele a hablar del tiempo. El silencio parece formar parte de su sombra, hasta tal punto que ni siquiera se hace incómodo. Martín miró a Toni saltar ágilmente a tierra y mirar fijamente la punta del faro que asomaba por detrás de las atormentadas rocas negras. Su mirada y su silencio le hacían pensar en su cerebro como un mecanismo siempre trabajando, incluso le pareció oír el ruido de sus engranajes mentales por encima del silencio de las olas rompiendo contra el espigón.
Toni subió de dos en dos los casi cien escalones entre el pequeño puerto recogido entre las rocas y la explanada de la mansión, y su respiración casi que ni se alteró. Martín, todavía desde los primeros escalones, le miraba asombrado. Ese hombre, al que sus jefes habían calificado como una de las mentes más brillantes del planeta, además, estaba en muy buena forma, pensó. Claro que desde el punto de vista de un burócrata de escritorio y frankfurt a media tarde, que el ejercicio más fuerte que suele realizar es levantarse para servirse un café, no es muy difícil estar en forma. Él, hay que decirlo, no se veía mal. —En realidad la forma física sólo es útil cuando tienes prisa por subir unas escaleras— se dijo, mientras se arrastraba hacia la casa. Aunque resoplando, Martín estaba contento. Sí, es cierto que se sentía un poco intimidado por Toni, pero sospechaba que esa intimidación se tornaría admiración con el tiempo —y en el fondo el que mando soy yo— pensó. Cosa que, hay que decir, no era del todo cierta. El jefe indiscutible del proyecto era Toni. Él era el genio; el que lo generó todo. Ya cuando la Jáber fue a verle, la primera condición innegociable fue que él controlaría el proyecto.
—Control absoluto —dijo en su momento— incluso para cancelarlo si me da la gana y destruir toda la investigación— y la Jáber se lo garantizó por escrito, cosa que a él le dejó tranquilo, pero todas estas cosas para un burócrata como Martín no contaban. Para él la vida fuera de mundocracia no existía. Toni, el barquero, la gente corriente, sólo eran elementos que gestionar, por tanto, desde su mente burócrata, el que mandaba era él, ya que él era el gestor de todo, de todo lo que ordenara Toni, claro, pero para Martín esto era irrelevante, qué más da comprar peras u ordenadores, lo importante es que todo llegue, funcione y quede reflejado en los libros. Esa era su función y le llenaba de orgullo. Si su madre le viera. Sólo tenía cuarenta y tres años y le habían asignado el que, según sus jefes, era el proyecto científico más ambicioso de la historia de la humanidad. Según la Jáber claro, y si la Jáber lo dice será que es cierto. Su equipo iba a crear, en el periodo de siete años, la primera forma de vida en formato de silicio jamás creada, o dicho de otra manera, iban a crear una conciencia; un ser sin cuerpo, capaz de pensar y razonar, de tener una opinión sobre su entorno, de sufrir y de preocuparse, de amar y de tener miedo, en fin, un ser vivo. Realmente Martín no sabía muy bien cómo lo iban a hacer, pero si la Jáber creía que era posible, es que lo era.
Toni puso su mano plana en una de las grandes columnas y miró a través de la puerta abierta hacia adentro, donde se abría un amplio salón con dos enormes escaleras que, desde el fondo, subían al segundo piso.  Su mano se movió con suavidad, acariciando la que a partir de esa semana sería su casa. Gastaba veintisiete años recién cumplidos y, pese a su juventud, ya tenía arado el carácter y un pasado que olvidar, pero por muy rápido que hubiera envejecido su corazón, veintisiete años no dejan de ser sólo veintisiete años y siete años no dejan de ser más de la cuarta parte de su vida, es decir, mucho tiempo. Cuando cruzó por primera vez el enorme y pesado dintel de la puerta sintió cómo su peso caía como la hoja de una guillotina, cortando de cuajo una etapa de su vida. Una etapa de su vida que se cerraba y otra que comenzaba.
Miró hacia adentro y se rezó a sí mismo —hoy ha muerto el que yo era, hoy nazco de nuevo. Ya jamás, ni yo, ni nadie, me llamará como me llamaba. A partir de hoy soy Toni. Este será de ahora en adelante mi nombre, y a mí me significará. Que mi antigua vida sea sólo un recuerdo olvidado en un cajón oscuro de mi memoria. Llegará un día en que ya no recordaré quién era, quizás, ese día, podré volver a sonreír sin que me sepa amargo. Ojalá mis fantasmas no sepan llegar hasta aquí.
Se sentó en los primeros escalones esperando que el frío silencio de una casa vacía le mordiera el alma. Han pasado cinco años y hoy Toni está sentado en el mismo escalón en el que se sentó ese día, pero hoy le está mirando a Dios a los ojos… Tiene a su mejor amigo muerto a escasos metros de él y el resto están igual, esparcidos por toda la casa. Le costó, pero esa gente acabaron por ser su familia y él a su manera los amaba, y ahora están todos muertos, ¡por la rabieta de un niño mal criado! Sólo quedaba él y seguramente por poco tiempo. Pero no se lo iba a poner fácil, un crío no deja de ser un crió por poderoso que sea. Se levantó y caminó hacia Él con la seguridad de que lo iban a matar, pero caminó.
Toni y Ricardo bajaban las escaleras hacia el pequeño puerto engalanados con sus trajes de submarinismo y sus fusiles. Abajo, ya subiendo en la barca, los trabajadores de servicios se iban de fin de semana y se despedían de ellos efusivamente. Normalmente se iban todos, los de personal y los científicos. Sólo quedaba en la casa Toni y Ricardo, pero esta vez el personal científico también se había quedado. Ese fin de semana habría mucho trabajo. El proyecto SAE estaba dando muy buenos resultados. Tanto para Gabriel, el filósofo, como para Héctor, el psicólogo, estaban muy claros y no dejaban lugar a dudas, SAE estaba vivo y tenía conciencia. Después de cinco años lo habían conseguido. Pese a perderse el fin de semana todos lucían una maravillosa sonrisa. Tanto tiempo de trabajo, tanto sudor, tanto llanto en ocasiones, todo para crear un ser, y no era magia como se solía decir en un parto, no esta vez… sabían cómo se hacía. Por primera vez la naturaleza no tenía nada que ver. Habían sido ellos, sólo ellos.
Ricardo fue el primero en sumergirse mientras Toni hacía unas correcciones en el cinturón de plomos y se peleaba con el hilo de la bolla. Cuando éste se dirigía hacia la rampa, Ricardo sacó la cabeza del agua y se quitó la máscara.
—¿Qué tal? ¿Cómo está hoy? —gritó Toni.
—Nada —respondió él, con voz de preocupación.
—¿Nada de nada? —Dijo Toni, medio riendo.
Ricardo no respondió, nadó hacia él, se encaramó por la pequeña rampa y se sentó a su lado.
—Oye Toni, de verdad que no me hace gracia, da miedo. No hay nada de nada, ni peces, ni erizos, ni estrellas de mar. Nada, no hay nada. Toni lo miró con seriedad y sin decir nada se puso la careta y se dejó caer por la rampa. Ricardo se quedó sentado mirando cómo se sumergía.
Después de hacerlo unas cuantas veces se acercó a su amigo y le dijo —sígueme, vamos fuera del puerto a ver cómo está la cosa, igual sólo es aquí adentro.
—Vamos —dijo Ricardo, y se echó al mar.
Aletearon unos 100 metros hasta salir a mar abierto. Lo que ellos llamaban puerto no era más que un pequeño muelle, donde apenas cabrían un par de barcas, en una, también pequeña, bahía natural, que lo protegía todo de los fuertes temporales de mar que solían azotar esa zona. La situación fuera del puerto era la misma, ni un mísero pescadito, ni una caracolita, nada, sólo algas y corales.
—Yo ya salgo —dijo Toni— no creo que hoy vayamos a pescar nada.
—A mí tampoco me apetece mucho quedarme.
Ya en suelo firme, mientras se quitaban los plomos y los dejaban en un pequeño cobertizo, Ricardo dijo angustiado —tampoco hay pájaros.
Toni miró al cielo y se dio cuenta de que su amigo tenía razón, ni siquiera se escuchaba a las ruidosas gaviotas.
—¿No tendrá que haber un terremoto? Dicen que los animales lo notan.
—No lo creo —respondió Toni— vivimos a cuarenta kilómetros del instituto sismológico más avanzado del mundo. Creo que se habrían dado cuenta, ¿no?
—Ya, pero algo pasa. ¿No notas que el Sol está raro esta mañana?
—No empecemos Ricardo, con un poco de autosugestión todo puede parecer raro.
—Me imagino que tienes razón. Sabes… pienso que deberíamos olvidar esto hasta el lunes; llamamos a la facultad de biología marina y que se coman ellos el coco. ¿De acuerdo? Además, este fin de semana vamos a estar muy ocupados. Yo al menos.
Ricardo asintió a lo dicho por su amigo y se levantó diciendo —una buena ducha nos sentará bien —pero lo cierto es que ninguno de los dos lo olvidó, porque la preocupación se les quedó pegada a la cara.
Cuando Laura levantó los ojos y con cuidado miró por la ventana, se sorprendió al ver cómo Toni y Ricardo regresaban tan pronto. Su expresión contrariada le hizo buscar en sus cuerpos algún tipo de herida, pero no la encontró. Repasó su equipo, y también estaba bien. ¿Se habrían peleado? Los dos eran gente ya de por sí muy seria, pero su rostro esta vez expresaba preocupación. Mientras su mente especulaba en las posibles causas que les hubieran podido llevar a una disputa, sus ojos acariciaban con suavidad el cuerpo de Toni. Pronto, sus pensamientos llegaron a la conclusión de que el problema no era entre ellos, sino que, más bien, sería algo que les habría sucedido en el mar y se concentraron en Toni y en sus músculos recortados por el brillo del neopreno mojado.
—¿Quieres un pañuelo para secarte la baba? —le dijo Salaf desde la barra. Ella le miró con desprecio y ni siquiera se molestó en contestarle, cosa que provocó en Salaf una sonora carcajada. A él le encantaba molestar a Laura y eso Laura lo sabía, era por eso que ella nuca le hacía mucho caso. Para él sólo había dos tipos de mujeres: las que se podía llevar a la cama y las que no y tanto Laura como Marga, las dos mujeres del equipo científico, pertenecían al segundo grupo. Aunque si le obligáramos a ser sincero consigo mismo, tendría que reconocer que la convivencia de igual a igual con esas dos mujeres, durante cinco años, había hecho temblar sus cimientos machistas. Él, a sus sesenta años, todavía era un hombre atractivo. Tenía el pelo blanco y brillante y unos ojos azules y penetrantes que contrastaban con su tez dorada por el Sol. Era culto, agudo, educado y caminaba bien erguido, echando los hombros hacia atrás. ¡Vaya! un seductor nato. Pero para una mujer inteligente, y tanto Laura como Marga lo eran mucho, todo su encanto caía ante su descarado machismo.
Cuando Toni y Ricardo desaparecieron del campo visual de Laura ésta se volvió a concentrar en su portátil, eso sí, calculando mentalmente el tiempo exacto que tardaría Toni en cruzar ante la puerta del comedor. Que Laura se estremecía de arriba abajo ante la presencia de Toni era una cosa obvia para todos, excepto para Toni, claro, que parecía no estar muy interesado en cuestiones mundanas. Laura, por su parte, tampoco se esforzaba mucho para que Toni la mirara, solía llevar sudaderas y pantalones de chándal «made in mercadillo», que aunque pretendieran esconder su maravilloso cuerpo, no lo conseguían, de la misma manera que tampoco su pelo castaño claro, recogido de mala manera en una cola, ni sus pequeñas gafas conseguían esconder su hermosura. Sólo Toni parecía estar por encima de los encantos de Laura. Cuando pasó ante la puerta, él la saludó. Ella le devolvió el saludo y enseguida miró con ira hacia la barra donde Salaf reía, mal disimuladamente, mientras se tomaba un té.
Justo cuando Toni y Ricardo cruzaban el segundo piso, camino de sus habitaciones en el tercero, Martín, que en ese momento salía al pasillo, los vio.
—¡Toni!, ¡Toni!,  espera.
—¿Qué pasa, Martín?
—He estado hablando con Adolfo. Se ve que a la Jáber le gustaría que estuvieras en la presentación de conclusiones el martes.
—¿Habrá prensa?
—Claro.
—Pues ya sabes que no. No sé por qué lo preguntas.
—Tenía que hacerlo. Por cierto, ¿cómo que volvéis tan pronto?
—La pesca… hoy no estaba muy bien.
Ricardo rió por detrás y siguió subiendo las escaleras. Toni se despidió de Martín y le siguió. Cuando ya se iban a meter cada uno en su habitación dijo Ricardo —bueno, es una manera de decirlo.
—¿El qué?
—Eso, que la pesca no estaba muy bien.
—¡Ah! —terminó Toni y se metió en su cuarto.
Puerta con puerta con Ricardo estaba Gabriel, el filósofo, escribiéndole una carta a su padre. Una carta a la que estaba seguro no iba a obtener respuesta, pero que incluso así iba a escribir, como todos los meses.
Hola padre: Espero que esté usted bien. Son ya muchos los años que no me responde las cartas que le envío, pero yo seguiré escribiéndole todos los meses con la esperanza de que, al menos, me lea. Sepa usted que para mí es importante hablarle. Quizás sea ésta mi manera de rezar. Hoy soy considerado un hombre de éxito. Mi último libro ha sido traducido a veintisiete lenguas. Me han concedido casi todos los premios que se le pueden dar a alguien de mi profesión, y esta semana ultimamos el artículo donde concretamos y damos a conocer al mundo el éxito que hemos obtenido con el proyecto SAE. Pero todos estos logros sólo son un cubo de agua echado al océano si usted no los reconoce.
Sé que para usted la existencia de SAE es una herejía en sí misma, y eso hace que sienta un sabor agridulce ante nuestro éxito. Cuando escapé de Pargos no sé si creía o no en Dios, porque la correa de su cinturón abolía toda posibilidad de cualquier reflexión a favor o en contra. Luego, ya en el seminario, en Atenas, la idea de un dios creador se me fue haciendo cada vez más falaz, hasta que mis convicciones me obligaron a cambiar el seminario por la facultad de filosofía. Ya allí, y quizás en reacción a toda la violencia que Dios puso en mi infancia, mi corazón se instaló en el ateísmo más recalcitrante.
Pero hoy veo las cosas de otra manera, porque hemos creado vida, y no sólo eso, hemos creado también el universo que la hace posible. Hoy, nosotros somos dioses, dioses creadores. ¿Si unos simples mortales hemos sido capaces de crear un mundo con toda su complejidad, cómo pretendo que mi mundo, y toda su complejidad, no hayan podido ser creados por un ser Superior, un Creador?
Ahora en la madurez de mi vida pongo en duda toda mi trayectoria y todas mis creencias. Muy a menudo sueño en aquellos días anteriores a que esa chica desembarcara en la playa. Esos días en que el temor todavía no dominaba mi infancia; esos días en los que aún el temor no había convertido el amor en violencia. Sueño que soy un niño y que recuesto la cabeza en su regazo mientras usted me lee algún pasaje del antiguo testamento. Han pasado ya tiempos y momentos desde esos días. Yo hoy soy mi camino, un largo camino que parece dar la vuelta para llevarme de nuevo a casa, o quizás, la verdad sea que nunca escapé de Pargos; quizás todo fue una ilusión y en realidad nunca salí de esa isla.
Me despido de usted, padre, hasta el próximo mes, como todos los meses desde hace veinticuatro años. Le volveré a escribir, aunque tengo el presentimiento de que esta vez será diferente, tengo la sensación de que está a punto de suceder algo… Pero no sé qué es.
Un abrazo.
Gabriel SaKs.

Lejos, muy lejos de allí, en una pequeña isla del Egeo, un viejo de cara arrugada miraba con ojos vacíos el horizonte sin atreverse a soñar en nada. Ese día el cartero no se detendría en su casa. No tocaba hasta dentro de una semana. Resiguió con la uña una veta del banco de madera en el que estaba sentado y escuchó las olas charlando con las gaviotas, y se dijo a sí mismo —¿por qué no podía yo tener un buen hijo? —y se lo dijo muy fuerte para no tener que escuchar el ansia de que el cartero se detuviera en su casa, ni el amor que sentía por ese niño, porque para él, Gabriel, siempre sería un niño.
Gabriel plegó la carta, la metió en un sobre y la guardó en un cajón, ya que hasta el martes no la podría enviar. Se alegró de haber acabado porque a los pocos segundos una música atronadora empezó a hacer vibrar los cuadros de las paredes. Se levantó enfadado y cogió el teléfono, marcó la extensión doscientos sesenta y dos, la música bajó de golpe.
—Por favor Guillermo, podrías usar los auriculares.
—¡Hostia! Perdona Gabriel, no sabía que estuvieses en la habitación.
—De acuerdo, no pasa nada —y colgó el teléfono. Se sentó en una butaca de cuero granate y cojines estampados de flores. La butaca miraba a la puerta; la mesa del despacho miraba hacia la puerta; incluso la cama miraba hacia la puerta. Le daba pánico quedar de espaldas a la entrada. Y es que así era Gabriel: un hombre rubio, repeinado, pálido, chupado, con unas gafas cuadradas y lleno de manías.
Marga y Domingo lo tenían los dos muy claro, en la ciencia la perspectiva no existe, o no debería existir. Quizás la filosofía, la antropología o el psicoanálisis sí que dependían de un punto de vista, pero en áreas como las matemáticas o la física estaba claro que no era así. Y el pobre Héctor allí, con su voz suave y su aspecto enfermizo, llevándoles la contraria a los, como diría Marga «súper científicos».
—Marga, todo en este mundo es perspectiva. Todo lo que sabemos, o hacemos, se ve alterado siempre por nuestra individualidad. Ya sé que esta subjetividad intrínseca al ser humano se expresa mucho más abiertamente en unas ciencias que en otras, más que nada por la dificultad que implica alcanzar un consenso, pero incluso aunque la imparcialidad parezca indiscutible en las matemáticas, o en física, siguen siendo también ciencias subjetivas, como todas, como todo lo referente al ser humano.
Marga estaba un poco alterada. Esto de que alguien se atreviera a contradecirle le sulfuraba. Contradecirle a ella, a súper Marga. Cómo se atrevía ese enclenque pálido. Domingo, sin embargo, se tomaba la discusión más… como un divertimento.
—A ver Héctor —dijo él— yo puedo opinar que detrás de esa pared hay un árbol y hasta que no lo demuestre será sólo una opinión y por tanto subjetivo, pero si yo, en mi disciplina, para afirmar esto me veo obligado a demostrarlo, deja de ser subjetivo y pasa a ser objetivo. Un teorema hay que demostrarlo. Si yo digo dos más dos igual a cuatro, puedo demostrar que es cierto.
—Sí que puedes, pero lo que realmente estás haciendo no es demostrarme que lo que estas diciendo es la verdad, lo que estás haciendo, en ésta, o en cualquier demostración, es mover o ampliar mi perspectiva para hacerla converger con la tuya. Nosotros como seres de una misma especie que somos, tenemos, ya, sólo por ese hecho, unos puntos globales de perspectiva. Si le añades a eso que somos, quizás, los animales más gregarios del planeta, incluso muy por encima de las hormigas, o las abejas, llegarás a la conclusión de que realmente compartimos todos una gran parte del espectro visual, es decir, que una gran parte de la perspectiva individual es común. Domingo, tú me puedes decir que detrás de esta pared hay un árbol y que este árbol es verde y me lo puedes demostrar enseñándome una foto del árbol, donde se ve claramente que es verde. Bien, el árbol desde nuestra perspectiva será verde, y nos creeremos que esa es una verdad inamovible sólo por que nuestras dos perspectivas coinciden.
—No —dijo Marga— no es así. Porque no se trata de lo que yo pienso, o lo que yo digo. No es una cuestión de egocentrismo. Aquí el individuo no es importante. La cuestión  es si un enunciado es acertado, es decir, que se cumple o no. Yo —y se sacó un lápiz del bolsillo— enuncio que este lápiz va a caer al suelo cuando lo suelte —lo soltó y el lápiz cayó al suelo, rompiéndosele la punta— el lápiz ha caído y el enunciado pasa a ser cierto. No porque yo lo diga, sino porque el enunciado se cumple.
—Esto que dices sólo es cierto dependiendo de la definición que uses tú de la palabra ciencia.
—¿Qué quieres decir?
—Si consideras la ciencia como un conjunto de trucos que funcionan, seguramente estás en lo cierto, pero si para ti la ciencia consiste en un esfuerzo por entender y explicar la realidad que nos envuelve, es muy probable que te estés equivocando. El gran quid de la cuestión no está en el «cómo» tanto como en el «por qué», porque creo que es esa la única pregunta que nos hacemos los humanos que no se hacen el resto de los animales. En el desarrollo de esta pregunta se implicita siempre una subjetividad humana. Es una pregunta trampa pues no tiene nunca una respuesta definitiva, y sin embargo, todo nuestro conocimiento parte de esta pregunta. Sí, que también preguntamos, «cómo», «cuándo», «quién» y «qué», pero todas estas preguntas tienen un fondo y un final. Sólo el «porqué», que siempre las sucede, o las precede, es una pregunta generadora de otras preguntas, y es allí, a la hora de preguntar, donde empezamos a ser subjetivos, pues sólo preguntamos lo que a nosotros nos interesa saber, y por tanto, en nuestra respuesta dejamos muchas incógnitas por solucionar, ya que al no poder hacer todas las preguntas, jamás tendremos todas las respuestas.
—Ya, pero las que tenemos son verdades —dijo Marga.
—Si existiera la verdad, cosa que dudo, sólo existiría una. Una que la mente humana no podrá comprender jamás.
—¿Quién sabe? Somos muy jóvenes como especie —dijo Domingo.
—Yo no sé mucho de mates, Marga me corregirá si me equivoco, pero… infinito menos diez da lo mismo que infinito menos diez mil millones, ¿no? Además, vamos por mal camino. Cuando elegimos cuáles preguntas nos esforzamos en responder y cuáles no, estamos eligiendo un camino y al elegir nos volvemos cada vez más subjetivos. Cuanto más sabemos más subjetivos nos volvemos, es decir, más equivocados estamos.
—Tú has afirmado que SAE está vivo. Este fin de semana estamos aquí por eso. ¿Me estás diciendo, ahora, que podría ser que no lo estuviera?
—Exacto, podría ser.
—Entonces a la basura todo nuestro trabajo.
—Tranquila Marga, como la verdad absoluta es un paradigma imposible, hay un punto en el que hay que dar por válido un enunciado pese a no tener la seguridad absoluta sobre la veracidad de éste. Es una cuestión de pragmatismo, si no, nos encallaríamos, nos sería imposible avanzar. Yo no tengo la seguridad absoluta de que SAE esté vivo, sólo tengo indicios, muchos indicios, los suficientes para que la perspectiva común, que hemos consensuado la comunidad científica mundial, le otorgue el rango de veraz. En realidad… incluso tengo más indicios de su vida que de la tuya.
—¿Qué?
—Sí, porque a él lo he visto por dentro y a ti no.
—¿Tampoco sabes si yo existo?
—No, no tengo esa certeza.
—¡Vamos hombre!
—Por eso digo que somos esencialmente subjetivos, necesitamos fabricar axiomas para vivir y lo hacemos basándonos en pruebas circunstanciales. En el fondo, vivir es básicamente una cuestión de fe.
Marga levantó la mano despectivamente y le dijo —me voy a ver si Ricardo ya ha empezado a preparar la cena. Tengo hambre, ¿sabes?, es que si no como me muero, o no. Quizás sólo es una creencia —acabó con tono irónico.
—¿Se ha enfadado? —preguntó Héctor.
—¡Bah!, ya la conoces. Cómo vas a decirle a un matemático que nada es seguro y que todo es una cuestión de fe.
—Pero si es una experta en sistemas caóticos.
—Y que más da, una incógnita para un matemático no es un espacio abstracto y vacío, una incógnita es x.
—No se trata de eso, tú eres físico teórico y también dependes de las matemáticas, sin embargo no has reaccionado así.
—Sí, probablemente yo no soy tan vanidoso, pero quizás tampoco soy tan bueno como ella, ni tan considerado por mis colegas. Yo no he salido en la portada de la revista Times.
—Va, que te endiosen esa panda de ignorantes sólo es una cuestión de conveniencia estética. Ella era una mujer guapa y lista en un mundo de hombres, nada más.
—Sí, es cierto, y seguro que eso la convirtió en una pedante, y le infló la arrogancia, pero estúpida o no, es brillante, quizás Toni puso la idea y le dio forma, pero sin sus algoritmos no hubiera sido posible.
—Será que ni Laura ni Salaf ni tú habéis hecho nada, éste ha sido un trabajo en equipo.
—Sólo me refiero a que ella es un genio, un genio un poco borde, es cierto, pero un genio.
—No, si con todo la aprecio mucho, si no fuera así, después de cinco años, ya la habría matado.
Domingo rió y dijo —la pobre es mucho mejor persona de lo que a ella le gustaría— y rieron los dos.
La cena transcurrió sin ningún contratiempo. Ricardo les preparó pasta de primero y pollo al horno de segundo. Él no era cocinero, pero no le importaba cocinar, así que como él se quedaba siempre los fines de semana en la mansión, le daba fiesta al cocinero, total, no tenía ningún lugar a donde ir desde que Nadia le abandonó. Ya hacía seis años de eso y él la seguía amando. Nunca había amado a nadie, así que sería estúpido decir que la amaba más que a nadie. Y es que ella le enseñó, le perdonó, le regaló una vida que él no tenía. Cogió su alma podrida de la basura y la mimó; la puso en una incubadora; le dio un calor que él no recordaba que existiera… hasta que un día se sentó ante él, le contó que amaba a otro y que no estaría más a su lado. Ricardo no lloró, sólo recogió sus cosas, que no eran muchas, y se marchó. De vez en cuando ella le llamaba para contarle mentiras sobre su novio y su vida feliz, pero no le contaba que no podía soportar su ausencia, que no había nadie más, que nunca lo hubo. No le decía que lo amaba y lo necesitaba, sólo le contaba mentiras hasta que colgaba el teléfono y abrazaba llorando a su hijo, «su», en los dos sentidos porque David también es hijo de Ricardo. Un hijo que él no sabe que tiene y que si de ella depende nunca lo sabrá.
Cuando llegaron a San Carlos para instalarse, mucha gente los miraba con recelo. Él era un hombre de treinta y ocho años, pero al que las diferentes guerras en las que había luchado le habían quemado la vida, y aunque físicamente estaba muy fuerte, su cara reflejaba toda la muerte que había tenido que comer. Ella, sin embargo, con veintiun añitos parecía una niña. Tenía un rostro de aspecto indígena, un largo cabello negro y una sonrisa desgarradora. Aunque por la diferencia de edad y de carácteres, muchos fueron los que especularon cruelmente a sus espaldas, realmente, nadie imaginó, ni por casualidad, que Ricardo había asesinado fríamente a toda la familia de Nadia y que lo había hecho ante sus ojos sólo tres meses antes. En esos días en que llegaron a San Carlos ella todavía no le amaba, sólo se compadecía de él. Estaba sola en el mundo, toda su familia, amigos y conocidos habían sido asesinados. Nada le quedaba salvo Ricardo y su altar, en él no había ni vírgenes, ni santos, ni cristos, ni ídolos, sólo veintisiete fotos, su único recuerdo de lo que un día fue una vida extremadamente feliz. Quizás vosotros pensareis que estaba loca, pero yo no lo creo. ¿Y él? Él tampoco lo estaba, aunque sí muy destruido.
Pasó el tiempo hasta que un día ella se dio cuenta de que lo que sentía por él ya no era compasión; lo amaba; lo amaba de verdad; lo amaba locamente. Pero él seguía arrugando el aire con el gesto y apretando el alma entre los puños. Escama a escama, ella le iba arrancando esa coraza echa de angustia que le habían forjado los años, pero pronto comprendió que la naturaleza de esa coraza era demasiado intrínseca a su piel y supo que gracias a esa coraza le amaba, porque él no era como el resto de asesinos que irrumpieron esa mañana en su pueblo, que blindaban sus corazones para evitar que el dolor de sus víctimas les destruyera. A él, el dolor le penetraba, le penetró siempre. Esa armadura, a Ricardo, le funcionaba al revés, contenía el dolor y evitaba que se escapara. Cuán fuerte tenía que ser ese hombre para convivir con tanto llanto, miedo y sufrimiento. Ella lo amaba y lo amaría aunque tuviera que amar también su losa. Ese era un precio que elegía pagar libremente… Pero era un precio que no le podía hacer pagar a su hijo. Fue la decisión más difícil que había tomado en la vida. No por miedo. Ella confiaba en él más que en nadie. Se sentía segura a su lado y no le temía pese a ser una persona que había asesinado fríamente a cientos de personas, porque esa batalla, él ya la había ganado. Nadia estaba segura, ella ese día estuvo allí. No, fue difícil porque se quedaba sola de verdad. ¿Y si perdía el hijo? Pero lo hizo y él no luchó. Creo que no es que lo comprendiera, sino que lo que no comprendía era como esa mujer le había regalado tanto amor a un ser tan despreciable como él. Así que cogió sus cosas y se fue. Si lo pasó mal o muy mal, nunca nadie lo sabrá, pero que la amaba era seguro. Nunca se separaba de un gran mechón de su pelo y cuando ella le llamaba, él la trataba con extrema dulzura y después estaba dos días torpe, se tropezaba, se le caían las cosas y tenía esos pequeños accidentes que nos suceden cuando no estamos por lo que estamos, y la pobre Nadia no se daba cuenta de que su hijo sí lleva la losa de su padre, porque la ausencia de él le había borrado una sonrisa que, en su momento, ni la muerte de su familia le borró. Quizás eso fue el destino en cambio ahora la decisión había sido suya.
—Ricardo —le dijo Toni— ¿has mirado por la ventana?
—Sí, sí que lo he hecho —respondió éste.— Debe ser por eso que no había ni pájaros ni peces hoy.
—Es extraño, el parte no decía nada de ninguna tormenta —apuntó Toni.
—Muy a menudo los animales saben mucho más de la naturaleza que nosotros… Hacía mucho tiempo que no veía una noche tan oscura.
—Y silenciosa —añadió Toni.— ¿Has salido fuera?
—No.
—Da miedo, para mí que se acerca un tormentón… seguro.
—La casa está bien adecuada, no deberíamos preocuparnos —dijo Ricardo.
—No, si a mí casi que me relaja. Me ponía mucho más nervioso la idea de no entender lo que estaba sucediendo.
—Pues yo no acabo de estar tranquilo.
—¿Por qué? —preguntó Toni.
—No sé… he visto muchas tormentas, incluso conocí a Camille.
—¿A Camille?
—Sí, el huracán. Me cruzó por encima, no muy lejos de aquí, en el estado de Mississippi… Y no tuve esta sensación.
—¿Por qué le pondrán a los huracanes nombres de mujer? —se interrogó Toni.
—¡Je! cómo se nota que ninguno de los dos ha estado nunca casado —dijo Salaf, que había estado escuchando la conversación desde atrás.
Ricardo frunció el ceño, para hacer cinco años que convivía con esa gente, sabían muy pocas cosas de su vida. Aunque hay que decirlo, él tampoco hizo nunca nada para que le conocieran mejor.
—¿No será que la mayoría de los meteorólogos son hombres? —dijo Marga, que al parecer también escuchaba.
—¡Uuuh!, ya llegó la feminista —dijo Salaf.
—Si tan malas son las mujeres, ¿cómo es que tienes cuatro?
—Quién ha dicho que sean malas, sólo un poco movidas, tempestuosas e impredecibles, como los huracanes.
—¡Je! siempre tan gracioso. ¿Vamos a tener tormenta, decís? —preguntó Marga.
—Eso parece —le respondió Toni.
—¿Cómo lo sabéis? si no se ve el cielo.
—Por eso.
—Pero… podrían ser cuatro nubes.
—Sal fuera y la sentirás.
—No creo que yo sea capaz de sentir nada. Si las tormentas se pudieran sentir, también se podrían medir y los hombres del tiempo no se equivocarían.
—Mi pierna nunca se equivoca —dijo Ricardo.
—¿Qué le pasó a tu pierna? —preguntó Salaf.
Por eso a Ricardo le gustaba tanto Toni, porque él nunca hacía preguntas, y por eso no le apeteció responder, qué querían que les explicara, que le volaron la rodilla de un tiro en el setenta y cuatro, en la selva de Camboya, mientras huía a la desesperada de un campo de prisioneros de los Jemeres Rojos. Luego vendrían más preguntas como —¿y qué hacías allí?
—Pues matar camboyanos. Sabéis, es que yo antes era malo, participaba en guerras y mataba gente.
Y ellos dirían —¡Oh! Qué malo.
Y él les diría —Sí, muy malo, pero estaba trabajando para vosotros, para vuestros gobiernos y los que os suministran vuestros caprichos. El dinero que me daban a mí era el vuestro.
Y ellos dirían —No, nosotros no lo sabíamos.
Y él les contestaría —No es por casualidad que el hombre tiene los ojos delante y el culo detrás, nadie quiere ver su propia mierda.
Entonces ellos pondrían cara de —no entiendo nada— pero el sabría que lo que realmente querría decir ese gesto es —no quiero entender nada— así que se largó diciendo sólo —voy a asegurar las puertas y ventanas.
—Espera, que te ayudo —le dijo Toni —y los dos se fueron.
—Mira que son raros estos dos —dijo Salaf.
—Ya lo deberías saber, que no les gustan las preguntas —explicó Marga.
—Ya, pero… no es mucho tiempo el que llevamos juntos como para que todavía se las den de misteriosos.
—Sí, quizás, pero cada uno es como es, ¿no?
—Va, yo me voy a la habitación, quiero trabajar un rato… ¿Qué? Marga, ¿te vienes?
Marga le miró, sonrió con ironía, y se fue a sentar con Laura, que estaba frente a su ordenador, para variar.
—Hola bonita.
—Hola Marga.
—Qué, ¿crees que va a haber un huracán?
—Pues no lo sé —dijo Laura, casi sin levantar la cara del ordenador.
—Ese Salaf es un imbécil estructural.
—En eso tienes razón, Marga, y además no se entera de nada.
—¿Por qué?
—Los huracanes no llevan sólo nombre de mujer, creo que fue a partir del setenta y ocho que dejaron de usarse sólo nombres de mujer y se elaboró una lista de nombres por orden alfabético, de la que se va usando uno para cada tormenta o huracán. Cuando un huracán es especialmente devastador su nombre se retira de la lista, como hacen con los números de los grandes jugadores en la NBA. Si Ricardo estuvo en Mississippi cuando Camille, tiene que saber perfectamente lo que es un huracán.
—¿Y eso?
—Está en el top de los huracanes.
—¿Cómo puede ser que siendo tan joven sepas tantas cosas?
—Esto no es el número atómico del aluminio, la mayoría de la gente lo sabe.
—Pues ni Toni, ni Ricardo, ni Salaf, ni yo lo sabíamos.
—Os creéis cultos porque sabéis mucho de una cosa, pero es muy probable que la cantidad de datos que tenéis en la cabeza no sea muy superior a los que tiene un obrero de la construcción.
—¡Mujer! No te pases.
—Tú no te sabes la alineación de todos los equipos de fútbol de tu liga. Seguramente no entenderías la mitad de las palabras de su jerga, que para colmo está cambiando constantemente. No te creas tan culta, Marga. No es una cuestión de cantidad, es una cuestión de concentración.
—Quién sabe, quizás tienes razón.
Martín y Guillermo estaban sentados al otro extremo de la mesa y, aunque estaban discutiendo sobre el precio de unos accesorios que urgía modernizar en el ordenador central, no podían dejar de estar pendientes de la conversación que llevaban a cabo Marga y Laura.
—¿No crees que Marga está enamorada de Laura? —dijo Guillermo.
—Pero, qué dices.
—No te has fijado cómo ese monstruo depredador de buen rollo, que se llama Marga, se convierte en un tierno corderito sólo que Laura asome la cabeza. Seguramente ella se debe pensar que Marga es una persona dulce y amistosa.
—¿Qué, tienes celos?
—Qué dices, por qué iba yo a tener celos, si yo ya tengo novia.
—Ya, pero a nadie se le escapa que tú también sufres una pequeña transformación en cuanto ella aparece.
—¡Sí hombre!
—¿Ah, no? y qué me dices de esa supuesta caballerosidad que te surge de repente, y dejas de decir guarradas, y tus modales se refinan. ¿O no es cierto?
—¡Coño!, no es lo mismo cuando estoy contigo, que cuando estoy con una mujer.
—¡Ya!
—Bueno, necesitamos ampliar el ancho de banda con el satélite y para eso deberíamos cambiar la antena —atajó Guillermo rápidamente, porque sabía que Martín tenía razón.
Lo cierto es que ya esperaba que llegara la noche y poder ver a Laura, y hacer el amor con ella aunque ésta no lo supiera. Guillermo amaba a Sandra, su novia, y Sandra le amaba a él, pero con Laura era otra cosa. Sabía muy bien que ella era inalcanzable… pero las noches de placer que ella le había regalado sin saberlo no tenían precio. Él era un experto en hardware. Tenía aproximadamente treinta años y era un amante de la noche, la música electrónica y los coches tuneados. Cuando le ofrecieron participar en este proyecto dudó mucho. Para él, estar aislado era algo más que una condena, pero se trataba de mucho dinero y no pudo decir que no. Cuando llegó a la casa se dio cuenta de que no sólo tendría que luchar contra ese aislamiento, sino que además, iba a ser un golpe a su gran autoestima, y es que él entre sus amigos era el intelectual, el que había prosperado, en cambio aquí sólo era un puto mecánico, o peor aún, un encargado de mantenimiento. Estuvo a punto de renunciar, él prefería ser el más listo de los tontos que el más tonto de los listos. Pero… estaba Laura. Nunca había conocido a nadie como ella. Era pura hermosura contenida en una bolsa de timidez. Nada en ella era provocativo y, sin embargo, en ese retraimiento se encontraba el más salvaje de los erotismos. Era algo lejano y prohibido, pero cercano, hirviendo a un milímetro de la yema de tus dedos. Podías sentirla, pero no tocarla, aunque desde hace un año, también podía mirarla. Por su trabajo, Guillermo estaba en contacto con lo más moderno en tecnología y no le costó hacerse con una cámara que no llegaba a abultar ni lo que un botón. La tuvo casi seis meses en su habitación, antes de atreverse a colocársela en su cuarto, pero lo hizo. Se esperó hasta la noche y pudo comprobar que detrás de esa timidez había una mujer tremendamente sexual. Todas las noches, antes de acostarse, se desnudaba lentamente delante del espejo, se miraba, se palpaba, y se masturbaba. Ni un solo día faltó Laura a ese ritual y ni uno sólo Guillermo, dejó de secundarla. Hoy, ya teme el final del proyecto. Algo que empezó como un trabajo aburrido más, se había convertido en uno de los condimentos de su vida, el que convertía una simple comida en una delicatessen.
—Que la espada vierta su sangre, que sus sueños se rebelen y les torturen; que no haya paz; que la tormenta los aísle; que ardan todos como ardieron antaño los que osaron desafiarme.
—Pero yo los amo señor, son mis amigos.
—El tiempo de la piedad y el perdón ha terminado. Ve y cumple con tu obligación.
Siete horas más tarde, en el vacío de la noche, el viento y la lluvia interpretaban la sonata de la tormenta sobre las ventanas y puertas de la casa. En esos momentos en los que la oscuridad era dueña y señora, todo parecía en calma; todos dormían, o creían que todos dormían. Un estruendo quebrantó esa paz y una luz lo sacudió todo. Los que estaban dormidos despertaron y los despiertos saltaron de la cama. Toni fue el primero en aparecer en la oscuridad del pasillo. Luego apareció Gabriel y en un momento todos, excepto Guillermo, se asomaban a la oscuridad del corredor. Se sintieron, pero no se vieron. Las contraventanas estaban echadas y no permitían el paso ni de una brizna de luz, hay que decir que, aunque hubieran estado abiertas, tampoco el pasillo hubiera estado menos oscuro. El espectáculo fuera era tenebroso. El viento sacudía los árboles y los hacía silbar; la penumbra era absoluta; todo hedía a una mezcla entre podredumbre y salobre, y una sensación de peso reinaba sobre el suelo. Era como si esa oscuridad que todo lo cubría no fuera causada por unas espesas nubes, sino por gruesas capas de plomo. Dentro, en la oscuridad absoluta del pasillo, todos hablaban y nadie se entendía. Algunos, los que tenían, encendían sus mecheros, pero lejos de dar luz sólo contribuían al caos.
—Os queréis callar —chilló Toni, y automáticamente se hizo el silencio.
—¿Dónde está Guillermo? —pero nadie contestó.
—Gabriel, mira en su habitación a ver si no se ha despertado. Necesito saber cuánto tiene de autonomía el ordenador.
Laura contestó por Guillermo —no creo que llegue a dos horas.
—¡Joder!, hay que conectar el generador del faro.
Gabriel intervino —no está en su cama.
—¿Y dónde se ha metido éste ahora? —preguntó Toni.

—Estás loco. Estás como una puta cabra.
—¿Loco? ¿Temerías a un loco como me temes a mí? ¿Tendría un loco tal poder? —Y levantó la mano con fuerza como golpeando el aire y una llama se encendió en la palma de su mano.— ¿Qué? No puedes apartar la vista de ella ¿eh? Vas a morir como viviste, como un voyeur pervertido. —La llama saltó de su mano y corrió por el suelo dejando una línea de fuego hasta Guillermo que se incendió como si fuera un espanta pájaros.

—¿Nadie tiene en su habitación una linterna?
Ricardo dijo —yo, abajo en la cocina tengo linternas y velas.
—Pues vamos abajo. Que nadie se haga daño, id con cuidado en las escaleras.
Y así, a base de tacto, fueron bajando hacia la cocina. Todos parecieron relajarse cuando Ricardo apareció con una linterna y repartió velas para ponerlas en todas las mesas. Y así, poco a poco, su luz tenue fue manchando la oscuridad.
—Laura, ¿qué te pasa? —preguntó Salaf cuando vio cómo a ésta se le petrificaba el rostro. Miró hacia donde ella miraba, allí, en la pared, había una masa difusa en la tiniebla, que a medida que los ojos se iban adaptando a la oscuridad iba tomando aspecto antropomorfo.
—¡Hostia! —dijo Salaf al mismo tiempo que Marga profería un grito.
—¿Qué coño es eso? —dijo Toni.
Ricardo se acercó con cautela. Esa masa negra que estaba de pie junto a la pared se reveló humana en cuanto Ricardo la enfocó. La primera intención de la mayoría fue levantarse y correr, pero la oscuridad reinante no se lo permitía. Pese a lo cruel que era la realidad que se dibujaba ante la linterna de Ricardo, la oscuridad se conjuraba ante sus ojos como un infierno infranqueable y optaron por, simplemente, apretarse entre ellos lo más que pudieron. Sólo Ricardo y Toni permanecieron más curiosos que aterrados.
—Es un hombre carbonizado, dijo Ricardo.
—¿Será Guillermo?
—Puede ser… Joder, en mi vida nunca había visto nada así, Toni.
—Yo tampoco —respondió éste.
—No, no me entiendes. Me refiero a que no se le han quemado los ojos, y en cambio el resto del cuerpo está totalmente carbonizado… además está de pie.
—¿Has visto a mucha gente quemada?
—Por desgracia sí… pero no como éste —respondió Ricardo.
—Yo…, es que es el primer carbonizado que veo en mi vida.
—Pues ya te digo yo, que esto es extraño. —Ricardo acercó la nariz al cuerpo y siguió— y encima no huele a combustible.
—Pero ¿es Guillermo, o no? —Preguntó Toni.
—No lo puedo asegurar, pero tiene su estatura, su complexión y es el único que falta.
Toni no contestó y permaneció en silencio. Sólo el llanto apagado de Laura reinó en la sala durante casi cinco minutos. Todos habían enmudecido. Nadie sabía cómo reaccionar. Sólo Ricardo le daba vueltas y más vueltas al muerto. Al final se sentó y dijo —no entiendo nada.— Nadie se atrevió a preguntarle qué era exactamente lo que no entendía, y rezaron para que no lo contara, ya era bastante tenebroso todo, como para añadirle más misterios.
—Hemos de llamar a la policía —dijo finalmente Toni.
—No creo que vengan con este tiempo —respondió Ricardo.
—Ya, pero les hemos de llamar igualmente. Uno de vosotros que vaya a llamar. Ricardo, tú y yo hemos de ir hasta el faro y conectar el generador de emergencia —Ricardo asintió con la cabeza.
—Dios, él es mi amigo. Él es bueno, yo lo sé, es la mejor persona que he conocido, y ahora lo voy a matar. Pero él no debe sufrir como van a sufrir todos. Yo le protegeré del dolor, a él no le haré daño.
Héctor miraba, desbordado por la imagen, el cuerpo de Guillermo cuando notó una sensación cálida y suave que le penetraba por la espalda. Era agradable y tierna. Por unos segundos dejó de tener miedo, se relajó, y se acomodó en esa sensación desconocida. Era como una mano protectora que le acariciaba el corazón con dulzura. La oscuridad tomó la forma de una bella mujer que se llamaba Rita Landau; tomó la forma de una vieja habitación con una cama antigua y un colchón grande de lana. Él estaba allí, sentado, y Rita lo miraba con fiereza.
—Vale, lo haremos, pero el precio será caro, y para mí más que para ti, lo sabes ¿no?
Él asintió con la cabeza —lo sé.
Héctor era un hombre divorciado cuando conoció a Rita. Hay que reconocer que pese a que la tuvo al lado durante casi cuatro meses, ni se fijó en ella, total, era la criada, una empleada, no había ningún tipo de relación más allá de —Rita, tráeme un zumo de naranja— pero un día en que Héctor estaba mirando un programa de esos en que esconden una cámara y se dedican a putear a la gente, para regocijo de todos los demás, ella, que en ese momento se encontraba en la habitación limpiando el suelo, se rió. Era una risa limpia. Ella intentaba contenerse, estaba muy mal reírse delante del señor, pero no podía. A él le gustó tanto el sonido de su risa que no quiso separarse de él. Su vida desde el divorcio había sido lúgubre y seria, sólo el trabajo le llenaba. Lo usaba para esconder su auto-desprecio por no poder retener a su mujer y a sus dos hijos. La risa de Rita le sonó a Héctor como un despertador. Un año había pasado sin sentir la felicidad, y ahora, esa chica le había metido, sin avisar, un pedacito en el corazón.
—Ven, siéntate conmigo —le dijo él— y mira el programa tranquila.
Ella se negó, pero agradeció la oferta. A partir de ese día, Héctor inventaba cualquier excusa para hacerla reír y cada vez que lo conseguía una ola de calor dulce le recorría el cuerpo. Cuando charlaban descubría la gran importancia de las cosas simples y que los grandes problemas se pueden volver banales ante una sonrisa cómplice. La admiraba; su padre se largó de casa a quién sabe dónde antes de que ella fuera capaz de retener memoria; tenía un hermano en la cárcel; su madre trabajaba a jornada completa en una fábrica textil y ganaba lo justo para sobrevivir; ella había tenido que elegir entre ser puta o criada, elección que en esa parte del mundo, muy a menudo, sólo indica cuanta gente te folla y sin embargo desprendía alegría de vivir por todos los poros de su piel. Héctor nunca la tocó, pero… se había enamorado de ella.
Él, un Soto, el hijo del senador Soto, de los Soto de la Guanira Alta, ¿enamorado de una sirvienta? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo reaccionarían sus hijos cuando lo supieran?, pensó… ¿y su ex mujer?… ¿y su familia?, pero sobre todo, y la persona más importante, ¿cómo reaccionaría Rita? Evidentemente, se lo dijo primero a ella, no era cuestión de enfrentarse al mundo sin saber si iba a ser correspondido. Lo soltó entre risas, en medio de una conversación intrascendente en la cocina. Ella se calló de sopetón y se quedó seria y por primera vez le tuteó.
—Héctor…, es imposible.
—¿No me quieres?  —le dijo él.
—Eso no tiene nada que ver. Tú y yo somos de mundos diferentes, no puede ser.
—¿Pero me quieres?
A ella se le escaparon las lágrimas, mientras le repetía a él —Héctor, es imposible.
Él no quiso atosigarla más, en cada una de sus lágrimas estaba escrita la respuesta a su pregunta. Se dio la vuelta y fue a su habitación. Ella se quedó en la cocina y lloró, lloró mucho, porque sí, ella le amaba…, pero era imposible. Fueron tiempos tensos, se topaban en silencio por la casa y siempre bajaban la vista con vergüenza, sabían que le estaban mintiendo a sus almas. Eso duró seis meses; seis meses en los que todos los días se cruzaban sus ojos y se esquivaban sus miradas. Hasta ese día en que ya Rita no pudo más y entró en su habitación para decirle que le amaba. Ese día hicieron el amor y comprendieron que ese era su destino y que por mucho que hubieran luchado, sólo habrían retrasado ese momento. Hoy han pasado doce años, y Héctor ha sido desheredado por su padre y despreciado por toda su familia, sólo su hijo pequeño parece comprenderle, incluso se han hecho muy amigos con Rita. Por lo demás, Héctor se considera a sí mismo como el hombre más feliz del mundo, sobre todo, desde que Rita le comunicó que esperaba un hijo suyo, aunque él jamás le conocería,… porque… poco a poco, esa mano fue ciñéndose sobre su corazón y, como quien detiene una peonza, se lo detuvo. La oscuridad se vertió en los ojos y en la mente de Héctor, las voces callaron para siempre y el silencio invadió su eternidad, porque el último segundo en la vida de un hombre es para él la eternidad.
—A ver, ¿quién va a llamar? —dijo Toni. Ante esta pregunta, incluso el llanto de Laura cesó y la tormenta se oyó soplar con más fuerza en el exterior.
—¿Martín?, ¿Domingo?
Domingo se movió con cara de resignación, pero Martín pareció empequeñecer por momentos. No se atrevía a decir que no, le daba mucha vergüenza, pero sabía, sobradamente, que por mucho que le ordenara a sus piernas que se movieran en dirección al segundo piso, éstas no le harían ningún caso. Salaf, que estaba a su lado, al verle la cara se apiadó de él y dijo en voz alta —ya te acompaño yo, Domingo.
Domingo no respondió, sólo asintió con la cabeza. Realmente a Domingo no le asustaba el miedo. Nadie lo sabía y él esperaba que jamás nadie lo supiera, pero él estaba acostumbrado a esa sensación. No era un miedo como el que tenía en esos momentos al que estaba acostumbrado, sino a un temor físico. Digamos que a algo más real y patente, como que te dé una puñalada alguien que ha prometido hacerlo; que te metan en la cárcel o el temor más grande de todos, que la gente de la universidad se enterara de cómo era su verdadera vida. Sentía pánico de que se supiese que vivía en una chabola en el campo de la Bota y que se pagaba la carrera traficando con farlopa o dando palos a torres en invierno. Le aterrorizaba la idea de que alguien se enterara de quiénes eran sus hermanos o cómo era su barrio. Cuando lo metieron en la cárcel y estuvo casi cinco meses sin ir a clases, le dijo a todo el mundo que había estado enfermo. Tampoco nadie se preocupó demasiado. Él no se relacionaba mucho con sus compañeros, y no era porque fuera una persona hosca e introvertida, muy al contrario, era una persona aguda y locuaz, que gozaba charlando y disertando con sus amigos. En el barrio le llamaban el maestro. Sólo era que le aterraba que se percataran de sus verdaderos orígenes, así que cuanto menos hablara menos probabilidades de cometer un error tenía. Fue un descanso cuando acabó la carrera y la Jáber le ofreció una cátedra en el Varador. Allí se relajó, conoció a gente nueva que no iba a tener nunca la ocasión de contrastar sus historias con la verdad e inventó un Domingo nuevo. Creó historias y anécdotas, transformando las que ya tenía, y a veces explicaba que de joven trabajó como voluntario en un barrio marginal, así podía contar en tercera persona anécdotas que realmente vivió en carne propia.
Ya no tuvo más miedo y vivió sin temor los años que transcurrieron hasta ese momento. Pero pese a que la paz era ya casi inherente a su vida, no había perdido la capacidad de ordenarle al cuerpo que hiciera algo que éste no tenía ninguna gana de hacer, así que le dijo a sus piernas que caminaran, y éstas, aunque casi temblando, obedecieron.
—Esperad —dijo Laura— va Gabriel, es mejor estar en el gimnasio.
Gabriel lloraba en silencio, pero Laura al intentar consolarlo se dio cuenta de que no miraba a Guillermo, sino a Héctor, que estaba sentado de espaldas frente a él, sin moverse. A Laura se le aceleró el corazón. —¿Héctor…? ¡Héctor! —Pero éste no respondió, y ella retrocedió unos pasos metiéndose los puños en la boca y ahogando un grito. Ricardo se percató y se acercó a él.
—Héctor —le dijo moviéndole el hombro, a ver si reaccionaba, por el contrario, éste se desplomó sobre el banco como un saco de patatas.
—¡Mierda! —gritó Toni, desde el otro extremo del comedor y corrió hacia donde ya sólo quedaban ellos dos. A los demás parecía que cada vez les faltaba menos para salir corriendo, pero Héctor era su amigo, todos le apreciaban y pese al pánico que les recorría el cuerpo permanecieron allí, en espera de saber qué le había sucedido. Ricardo le estiró en el banco y le buscó el pulso, pero no lo encontró.
—¿Qué? —Dijo Toni. De la boca de Ricardo no salió una palabra, pero con la mirada lo dijo todo.
—Dos muertos en una noche supera toda casualidad —dijo Marga, rozando la histeria, desde la puerta del comedor.
—Puede haber sido un ataque al corazón por la tensión del momento —dijo Toni. Todos asintieron, pero en realidad nadie lo creyó y Toni menos que nadie.— Vayamos al gimnasio… y vosotros id a llamar —nadie protestó, se repartieron las velas y todo el mundo obedeció.
Domingo y Salaf subieron al segundo piso, que era donde estaba el teléfono más cercano. Martín, Gabriel, Laura y Marga fueron hacia al gimnasio, y Ricardo y Toni se dirigieron al faro.
—Un gesto valiente el de Salaf —dijo Ricardo— no creo que Martín hubiera subido.
—Yo tampoco, pero es su trabajo, ¿no? Él es el enlace con la Jáber, si hay problemas no relacionados con la investigación son cosa suya.
—Sí, ya, pero lo que está pasando aquí creo que supera la palabra problemas.
Los dos, refugiados en el portal de la mansión, miraban cómo el viento y la lluvia rasgaban con violencia el cielo.
—Me has hecho acompañarte para no hablar delante de ellos, ¿no?
—Sí —contestó Toni gritando.— Pero mejor hablamos en el faro. No es porque nos vayan a oír, no creo que pudieran aunque salieran a escuchar al vestíbulo, pero allí estaremos más cómodos.
Ricardo asintió y los dos salieron a la carrera.
Extrañamente la tormenta se calmó justo salir del portal. La carrera fue tranquila hasta la mitad del camino en que arreció otra vez, empujándolos con fuerza hacia el faro. Durante casi un minuto después de entrar estuvieron jadeando en silencio. La linterna que llevaba Ricardo enfocaba al suelo, bailando al ritmo de su respiración. Sólo fue al cabo de un rato que Toni dijo —esto cada vez es más raro. Ricardo lo miró mientras dejaba la linterna enfocando al techo para dar así una luz más difusa a la habitación.
—Yo no sé qué pensar, Toni. —Éste lo miró y no dijo nada esperando que él continuara.— Es obvio que a Guillermo le han pegado fuego y no es descabellado pensar que a Héctor se le ha parado el corazón de la impresión… pero todo está rodeado de demasiadas cosas extrañas. Los peces y los pájaros se largan, de repente una tormenta acojonante sin que nadie la haya previsto, sólo ha habido un rayo y ha fundido una instalación, que en teoría está preparada para esto.
—Y mucho más —apuntó Toni.
—Sí, pero ¿y Guillermo? —continuó Ricardo— los muertos no se quedan de pie cuando se queman, la carne humana no arde sin algún tipo de combustible y, ¿cómo se puede quemar un cuerpo sin que se le quemen los ojos? ¿Y Héctor? Cuando la gente tiene un infarto se sacude, es doloroso, hay espasmos, no se quedan sentados tranquilamente sonriendo y se mueren.
—¿Crees que hay alguien detrás de todo esto?
—Sí, pero una persona podría haber quemado a Guillermo con algún combustible desconocido e inodoro, e incluso salvarle los ojos de alguna manera que desconozco, pero… lo de los peces y la tormenta ya supera a cualquier mortal.
—Quizás tenías razón y lo de los peces va ligado a la tormenta, nuestro asesino podría ser sólo un oportunista —sugirió Toni.
—Quizás, pero es que me he pasado cinco años con esa gente y no veo yo quién haya podido ser.
—Ya, yo tampoco.
—Gabriel —dijo Ricardo.
—¿Gabriel?
—Sí, claro ¿Cómo supo que Héctor estaba muerto?
—No es posible, eran muy amigos, además, es un enclenque, me cuesta mucho imaginarlo, y… ¿por qué lo haría?
—O eso, o hay alguien más en la zona.
—O… —empezó a decir Toni, pero se calló.
—¿O qué?
—No, nada.
—Di, no te lo calles.
—O quizás nos enfrentamos a algo no humano.
—No te creía el tipo de hombre capaz de pensar en estas cosas —apuntó Ricardo.
—Yo tampoco lo creía, pero es que… todo es muy extraño. O eso… o me han encontrado.
—¿Te buscan?
—Sí.
—¿Para matarte?
—Sí.
—No te preocupes por eso, esto no es cosa de asesinos. Ya te lo digo yo, que sé un poco de esto. ¿Quién te busca?
—La Manfer.
—¿La Manfer? Y… ¿cómo es que alguien como tú ha tenido tratos con esa gente?
—No lo sabía, pero les hice daño, no creo que lo hayan olvidado.
—Cada vez me sorprende más la Jáber —se rió Ricardo.
—¿Por qué?
—Me imagino que ya te has dado cuenta de que no soy un simple empleado de mantenimiento ¿no?
—Sí, claro.
—Yo estoy aquí para protegerte a ti, la Jáber me contrató.
—Ya, me lo he imaginado desde el primer día.
—Te puedo asegurar que ha sido el trabajo que más a gusto he hecho en mi vida.
—Gracias, pero… ¿dónde está lo extraño?
—Pues en que la Manfer es propiedad de la Jáber.
La cara de Toni se contrajo como si alguien la arrugara desde dentro. —¿Cómo?
—No pongas esa cara, la Jáber es así.
—Pero…, no lo entiendes… Mataron a mi mejor amiga; acabaron con mi vida.
—Yo que tú no me preocuparía ahora por esto, ya te digo yo, que ellos no son los que están haciendo esto.
—¿No les crees capaces?
—La Manfer es mala cosa. Yo trabajé para ellos unas cuantas veces y los conozco bien. Son malos, pero nada finos, ellos habrían entrado a tiros o habrían hecho volar la casa. No, no son ellos… ¿Qué te pasa?
Toni había pasado del blanco al rojo en un momento. —Llevo cinco años trabajando para las personas que más odio en el mundo y no lo sabía.
—No te equivoques Toni. La Jáber esta viva. Es un ser hecho de burocracia, no la consideres personas. En ella encontrarás lo peor y lo mejor de la humanidad. Puedes acusarla de grande, de fuera de control, pero no de malvada, porque para ser malvado hay que ser humano y la Jáber no es humana. Aunque esté hecha de personas, hace ya mucho tiempo que actúa por su cuenta, sin que se pueda considerar a nadie su responsable. Es muy seguro que en la universidad nadie sepa que son los propietarios de la Manfer. Seguramente ni saben que existe. Si no fuera así, ¿cómo te explicas que me contrataran para protegerte?
—Quizás sólo lo hicieron porque dedujeron que yo me daría cuenta y que así trabajaría tranquilo hasta el final del proyecto y ahora que está acabado, vienen a por mí.
—No, ya te lo he dicho, esto no es posible. No me habrían puesto a mí si pensaran acabar contigo.
—¿Por qué?
—Porque creen que soy el mejor.
—Pero llevas cinco años sin acción, quizás piensan que ya estarás desentrenado.
—No, las leyendas no languidecen con el tiempo, muy por el contrario, se hacen más grandes.
—Y entonces… ¿cómo explicas esto?
—No sé lo que está pasando, pero sí sé lo que no está pasando, además, no creo que la Manfer te esté buscando a estas alturas porque matarte ahora ya no sería útil.
—Pero yo les jodí.
—Te lo vuelvo a repetir, no le atribuyas a una organización sentimientos humanos. Pueden matar, violar, torturar, pero sólo si es útil, si sirve para ganar más dinero o para conseguir algún objetivo, pero de verdad, confía en mí, Toni, no son ellos. Algo ha matado a nuestros compañeros, pero no ha sido un asesino profesional, de verdad. No deberíamos preocuparnos por ello ahora. Es muy posible que estemos todos en peligro, pero quien o lo que sea que los ha matado está escenificando algo; es personal, seguro… O eso o nos enfrentamos a algo más peligroso que un simple humano.
Toni le miró y aceptó, pero su rostro no se relajó, no daba por zanjado el asunto, sólo lo posponía. —Va, enciende las luces y vamos a por lo que sea que esté allí afuera.
Ricardo bajó la vista y se dirigió al cuadro de mandos.

Capítulo 4

Salí, y ya no era nadie…
Por primera vez, sólo yo.
Sin embargo, todo lo demás seguía siendo.

Aparte de descubrir que mi casa ya no era mi casa, y que mi hermana tampoco me conocía, también descubrí con un poco de enojo que la vida sin mí no es muy diferente de la vida conmigo. No sé, me creía más importante. Sí que algunas cosas han cambiado mucho. Mi ex está casada con uno de mis mejores amigos y por lo visto desde antes de irse a vivir conmigo, pero ella, por lo que he podido ver, no es muy diferente ahora de antes, y de mis amigos se puede decir más o menos lo mismo. También he podido certificar que lo que me está sucediendo me está sucediendo igual aquí que en Australia. Ah, y desde entonces estoy seguro de que mi vida existe y de que mis recuerdos son reales. Es verdad que los hechos que me conciernen directamente han desaparecido, pero la gente que recuerdo existe, las cosas existen y todo es aproximadamente como en mi memoria, lo único que falla en ella soy yo.
Es curioso lo que llega a mosquearle a la gente que un desconocido conozca sus secretos más secretos. Ni uno de ellos ha conseguido mantener la calma mientras yo, un extraño, les revelaba a ellos, mis mejores amigos, sus momentos más ocultos y sus manías más íntimas.
En ese momento yo ya empezaba a sentirme mejor. Ese fuego que me recorría las venas y me quemaba por dentro ya estaba empezando a apaciguarse. Parecía que mi vertiente lógica y científica empezaba a tomar el control de la situación. Es cierto que seguramente sólo era una ilusión, un intento por fingir que era un juego algo que, de por sí, parecía muy real, pero, ilusión o realidad, la lógica fría y profiláctica era la única cosa que me podía sacar de ese sinsentido en ese momento, si es que había algo que me pudiera sacar. Pero no fue mi lógica la que me habló en ese momento, fue mi estómago y éste me dijo, comida.
Entre divagaciones, paseos y llamadas ya eran las cinco de la tarde. Parecía tan lejana esa ducha feliz por la mañana en la que era mi casa… pero ya no era mi casa y mi estómago reclamaba su comida. Me hubiera encantado meterme en un bar y comerme un buen bocata, pero vista mi situación y mi economía me metí en el primer súper que encontré. Me compré un paquete de muesli y un cartón de leche, cogí dos bolsas de plástico y metí en ellas todas mis posesiones terrenales, en una, mi comida y en la otra, mi manuscrito. Me dirigí a una plaza cercana para poder estar tranquilo y así poder aprovechar la ultima luz de ese día de invierno para poder comer, o mejor dicho, alimentarme. Es curioso, tantas veces he deseado estar como estoy ahora. Soy como un animalito, no tengo nada que perder, ni seres queridos, ni mucho dinero, ni tan siquiera una vida, por primera vez en la vida soy libre y sin embargo tengo miedo, un miedo atroz, un miedo que en ese momento… y seguramente ahora también, ocultaba cuidadosamente detrás de una fachada de frío pensamiento racional.
Parecía estar solo en el mundo, nada iba conmigo, nada me influía y en nada podía yo influir, me había caído desde mi mundo a un mundo igual que el mío, pero en el que yo no estaba. Era una partida de billar ya empezada en la que yo había entrado y en la que aún no había podido jugar. Ese era mi pensamiento en esos momentos y era un pensamiento casi cierto. Y si digo, casi, yo sé por qué lo digo. Los turnos en la partida de la vida son mucho más seguidos de lo que imaginamos. No hace falta tomar una gran decisión para mover la gran carambola, realmente en cada esquina, detrás de cada palabra o cada movimiento se puede esconder esa tirada decisiva que cambia el rumbo de las bolas y convierte la vida de un hombre en lo que es. Y si no nos damos cuenta es por que la mesa donde jugamos es tan grande que para la estrecha visión de un humano es imposible concebir la jugada. Yo esa mañana, justo después de caer en este mundo conocido, pero que me desconoce, hice, sin saberlo, mi primera tirada importante y no fue la única.
—De verdad señor… que no le conozco —me dijo ella.
—Sí, ya, lo sé, sólo que yo a ti sí que te conozco, pero no tiene importancia. También recuerdo a un labrador llamado Laica devorando esos zapatos y por lo visto los zapatos están intactos.
¿Os acordáis de este fragmento de mi conversación con Elena? Pues bien, como os he explicado antes, la vida sin mí no parece muy diferente de la vida conmigo y muchas de las cosas que sucedieron estando yo presente, parece ser, sucedieron también sin mí, y una de ellas es el hecho de que Elena tenga una perra llamada Laica que hoy hace justo un mes se le comió sus zapatos favoritos. Resulta que como a Elena le gustaban tanto se fue a la tienda donde los compró y se hizo traer unos del mismo modelo. Es por eso que mis palabras se quedaron bailando en su mente.
Un día vi un reportaje de estos de animalitos que ponen por la tarde en cadenas que nadie mira. La historia trataba de unos monos que eran cazados gracias a su curiosidad. La cosa iba así, un bosquimano llegaba a la zona donde habitaban estos monitos, saludaba y hacia ruido. Al poco rato se concentraban en los árboles una buena congregación de feligreses peludos y gritones. El bosquimano se dirigía hacia el tronco hueco de un árbol al que le practicaba un agujero, luego, de una bolsa sacaba una piedra y la tiraba, sin que los monos la vieran, dentro del tronco, después de esta operación sólo le quedaba alejarse y esperar. No tardaba el primer monito curioso en acercarse, meter la mano he intentar sacar la piedra, pero sorpresa, la mano con la piedra no cabía por el agujero, de tal manera que el mono no podía sacarla del tronco si no soltaba primero la piedra, y lo curioso es que el bosquimano se acercó tranquilamente por detrás y le arreó un estacazo al mono que lo dejó frito, eso sí, el pobre animalito murió sin soltar la piedra. Se podría decir que en esta ocasión la curiosidad mató al mono.
Esta historia me viene a la cabeza pensando en Elena, porque seguro que si fuera un animal sería uno de esos monos. De ella sí que se puede decir que tiene la mente abierta. Es como una especie de agujero negro, todo lo tiene que entender, es como una gran esponja de conocimientos siempre habida de más. Y claro, mis palabras no encajaban con las de un simple loco. De la misma manera que yo me di cuenta de que ella no me reconocía, ella se dio cuenta de que yo a ella sí y, claro, para una mente tan analítica como la suya una paradoja como ésta se le acontecía como un error que podía dar al traste con la lógica de toda su vida. La mayoría de las personas que conozco si un día se encontraran con un pequeño error en su concepto de la vida que sin ser importante pudiera ser la prueba de que el sistema falla, ante la imposibilidad de encontrar un sistema mejor ignorarían ese error y lo borrarían de su mente. Elena no. Ella lo perseguiría, buscaría el por qué de ese error, aunque esa búsqueda la llevara a la mismísima mierda. Quizás fue por eso que de todas las personas con las que hablé Elena fue la única que no se conformó con la versión del loco. Si yo era un loco, ¿cómo sabía lo del perro?, para colmo Raúl que según él jamás me enseñó su coche nuevo, sí que había estrenado uno el mes pasado y Elena lo sabía.
Mi nombre se les había quedado a todos bien marcado, «Salomón Roídra», así que Elena cogió la guía telefónica y buscó mi nombre en ella. Evidentemente yo no me enteré de esta parte de la historia hasta mucho después y es por eso que los detalles quizás no son del todo literales, pero no os preocupéis, intentaré rellenar con mi imaginación todos los vacíos que tenga, de tal manera que al menos la narración mantenga una coherencia.
Estábamos en Elena buscando mi nombre en una guía y claro, mi nombre no existía, pero Roídras había unos cuantos, así que probó suerte hasta que dio con mi hermana. Claro, la pobre ya se había quedado como un flan con mi llamada como para que unas horas más tarde llamase una señora preguntando por mí. Si es una broma es una broma muy mala, le dijo a Elena enfadada, pero pronto se dio cuenta de que no era una broma. Estuvieron bastante rato hablando por teléfono y esa conversación sólo le dejó a Elena la sensación de que realmente se encontraba ante un misterio digno de su inteligencia. Tengo que deciros que como la mayoría de la gente verdaderamente inteligente que conozco, Elena era un poco vanidosa.
El primer paso fue llamar a Alejandro, un amigo policía. Yo sospecho que él fue antaño otra de sus víctimas. Es increíble la habilidad que tiene Elena para conseguir mantener la amistad de todos sus ex-amantes. En un principio suena muy bonito, yuju, todos amigos, pero lo cierto es que sus fiestas de cumpleaños son un circo. Hay unos cuantos, entre los que creo encontrarme yo, que disfrutamos del encuentro, y ya con el tiempo hemos aprendido a pasárnoslo bien juntos. Alguna vez hemos especulado sobre crear un club de fans. Nuestras discusiones no desmerecen las de los cinéfilos con una buena película, sobre todo con unas cervezas y unos petas de más, que si una vez me la chupó en un restaurante desde debajo del mantel, que si yo me la follé en un confesionario, etc., las aventuras sexuales de Elena no tienen parangón, y algunos, entre los que yo me incluyo, nos sentimos plenamente orgullosos de pertenecer al selecto club de los que han participado en ellas, en cambio otros lo pasan fatal, la personalidad de ella es arrolladora y hay que reconocer que es muy fácil enamorarse de esa mujer… fácil, pero estúpido. Ella es de esas personas que han venido a este mundo a pasárselo bien, y que no se quieren morir dejando algo por probar. Intentar llevar una relación estable con ella es como enjaular un tigre porque te gusta su libertad. Con las parejas a veces sucede lo mismo que os he explicado al principio sobre los personajes, reales o no, lo que cuenta para nosotros es la recreación que hacemos de ellos en nuestro interior. Cuando nos enamoramos de uno es maravilloso, siempre queremos más, estar más tiempo con él, quererle más, que nos quiera más. Y entonces nos vamos a vivir con él, y allí viene el choque, porque el personaje del que nos hemos enamorado es inventado por nosotros y no siempre tiene que ver con la realidad. Eso nos frustra, y no lo aceptamos, luchamos por cambiar ese personaje real por el que nosotros nos hemos inventado. A veces amamos tanto nuestro personaje que nos pasamos años luchando, luchando contra el personaje real. Le decimos eso de que en una pareja los dos tienen que ceder y todas esas cosas. Por suerte para la gente no es tan fácil cambiar, si no, la mayoría de parejas acabarían convirtiéndose en ficciones, muñecos de guiñol fabricados con las carnes de lo que un día fueron personas. El resultado general es que la pareja se rompe, y a menudo queda el resentimiento. Ves a ese señor, o señora, como el asesino de tu amor. Te sientes engañado, sin darte cuenta, quizás porque no te interesa hacerlo, de que el que se engañó a sí mismo fuiste tú. Conozco parejas que llevan toda la vida luchando, otras que son guiñoles y otras, que desgraciadamente son las menos, que se han aprendido a querer y se aceptan. Siguen leyendo la vida sin esperar nada más que no sea poder conocer mejor a su protagonista, al personaje que han elegido amar. Alejandro, creo yo, fue de los que idealizan a los personajes y que evidentemente se equivocó con Elena. La pregunta es cómo consigue Elena que hombres como él sigan siendo sus amigos. Yo creo que es su halo de seducción. Ella raras veces repite con un hombre una vez lo ha dejado. Pero incluso así, Elena es de las que nunca cierra una puerta, siempre la deja ajustada aunque jamás piense volver a abrirla. Me imagino que esto, y el talante masoquista de algunos, es lo que les hace soportar estas situaciones. Alejandro ya hacía tiempo que no tenía nada que ver con ella, pero seguía acudiendo como un perrito faldero a todas sus llamadas.
Es curioso, todavía hoy en las películas te saltan con eso de —entretén al secuestrador mientras localizo la llamada. —Yo, cuando llamo a alguien a un móvil, sé que le sale reflejado mi teléfono, me imagino que en un fijo pasa lo mismo, lo deben hacer para darle emoción a la cosa. El hecho es que en pocos minutos Alejandro había rastreado la cabina desde la que llamé a Raquel y se había dado cuenta de que justo después de Raquel se habían hecho unas cuantas llamadas consecutivas, de tal manera que veinte minutos después Alejandro ya tenía los teléfonos y los nombres de todos mis antiguos amigos, incluido el de David en Australia.
Elena les llamó a todos uno por uno siguiendo mis pasos, y cada uno de ellos no hizo más que aumentar la sensación de misterio en su corazón. Cuando acabó con todos, ella tenía muy claro que, como fuese, tenía que encontrarme, y me encontró, el cómo, después os lo cuento. Primero regresaremos a mí y a mi mente un poco trastocada.
Después de comer choqué con un punto muerto. No sabía qué hacer. No veía un camino que pudiera arrojar más luz sobre lo que había pasado. Sobre lo que pasaba parecía que ya tenía una idea clara, pero, ¿y qué?, ¿y ahora qué? Las farolas empezaron a encenderse y la luz del día se retiró de las calles. Los abuelos y las canguros con niños fueron desapareciendo, en su lugar grupos de adolescentes tomaron la plaza. Se chuleaban unos a otros y no paraban de hacer porros. El frío empezaba a molestar e iba en aumento. Yo había salido de casa para estar unas horas fuera y no llevaba ropa como para pasar la noche en un banco. La idea de meterme en uno de esos albergues rodeado de pordioseros borrachos y mal olientes no se me hacía muy agradable. Si quería me podía pagar una habitación, pero trescientos euros eran todo mi tesoro y no era cuestión de despilfarrarlos. Mi capacidad de pensar se agotó otra vez, mi corazón se empezó a plegar sobre sí mismo. Un calambre me agarrotó el cuello, y entonces hice lo que ya hacía muchos años que no hacía… lloré, lloré como un niño, y no fueron cuatro lágrimas contenidas, no, qué va, fue un llanto puro. Encerré mi rostro entre las manos y me desplomé llorando como una criatura sobre el banco. Seguramente todos los chavales de la plaza me estaban mirando, pero os lo juro, en ese momento me importaba un pedo. Yo sólo quería que todo fuera una broma. Que todo volviera a ser como antes, quería a mi hermana, quería a mis amigos, quería a mi madre. Sobre todo quería a mi madre. Entre lágrimas y mocos miré la hora. Eran las seis y media, y hasta las ocho estaba abierta la residencia. ¿Me dejarían entrar? Por qué no iban a dejarme, tengo un carné que pone que ella es mi madre. Me levanté, me sequé los mocos y las lágrimas y me dirigí a coger un taxi. Ni pensé en ese momento que un taxi no era un lujo que yo me pudiera permitir. Yo quería ver a mi madre, lo necesitaba. Durante unos instantes, para que el taxista no se diera a la fuga, me pude contener, pero una vez montado en el taxi, más o menos a medio camino, volví a estallar a llorar, y así estuve hasta que llegué a la residencia. El pobre taxista ni se atrevía a cobrarme. Me imagino que ver a un tipo de mi peso y mi edad llorar como un crío corta un poco. Pero yo… lo siento mucho por él, pero… me gustaría ver a alguno de vosotros en mi situación. De repente y sin avisar un día sales de casa y lo has perdido todo. Ya no te queda nada ni nadie. De repente por algún azar del destino te has quedado solo. Parecía un capítulo de la dimensión desconocida. Y esa pregunta tan estúpida que se repite sin cesar ¿Por qué a mí? O simplemente ¿por qué?
Me sequé los ojos y respiré hondo antes de entrar en la residencia, no quería tener problemas, para mí verla no era importante, era imprescindible. Entré en la recepción y pregunté por ella, me dijeron que estaba en su cuarto, pero que si no era familiar no se me permitía verla. Les dije que era mi madre y que yo vivía en el extranjero, que Raquel no había podido acompañarme. Me di cuenta de que me miraban los ojos, claro, tanto llorar, los debía tener como dos manzanas. —Tengo tantas ganas de volver a ver a mi madre. Es tan emocionante volver a casa cuando llevas tanto tiempo fuera como yo. Me he pasado el día llorando de emoción.— ¿Tanto tiempo? Una vida diría yo. La cuestión es que funcionó, se lo tragaron de lleno.
—Ahora llamo a un celador que le acompañe hasta la habitación de su madre. —No, no hace falta, estuve a punto de decir. Suerte que me di cuenta a tiempo de que para ellos, que nunca me habían visto, iba a resultar muy raro que conociera perfectamente el camino a la habitación de mi madre.
Ella estaba sentada en una silla junto a la ventana, mirando a la calle. Era una calle bulliciosa. Decenas de personas se movían en todas direcciones abrigadas del frío de la noche. Debían ser las siete, siete y cuarto. Me acerqué a ella y le dije —hola mamá  —pero ella no me respondió, sólo me miró sonriente. No me preocupó, siempre era así. Me arrodillé a sus pies y apoyé mi cabeza en su regazo. Seguramente no fue porque me reconociera. Seguramente fue simple instinto maternal, pero empezó a acariciarme la cabeza con cariño y yo volví a llorar, pero esta vez no era un sollozo, ni un llanto contenido, no, era un lloro suave que fluía con cariño desde el fondo de mi alma. Y así me quedé lo que para mí fueron dos minutos, pero que resultó siendo hora y media, hasta que un celador me tocó suavemente en el brazo y me dijo —señor, el horario de visitas ya se ha acabado, debería usted abandonar la residencia.
—Sí, sí, claro, déjeme un minuto a solas para despedirme y ahora me voy —pero si algo tenía claro en ese momento es que no pensaba separarme de mi madre.
No habían pasado todavía ni cinco minutos cuando entró otra vez el celador. Era un chico joven, de unos veinte o veintiún años.
—Oye chico —le dije casi acosándolo— ¿tienes coche?
—Sí señor —me contestó él.
—¿Te gustaría ganarte trescientos euros en un par de horas? Nada ilegal, por supuesto.
Al chaval se le iluminó la cara, aunque enseguida mostró una mueca de desconfianza.
—¿Qué tengo que hacer?
—No es nada difícil, ¿seguro que tienes coche?
—Pues claro.
—A ver, enséñame las llaves. —El celador un poco desconfiado se metió las manos bajo la bata y sacó unas llaves.— Te voy a enseñar una foto y después te daré una dirección. Quiero que vayas allí mañana a la hora que te diré, y si ves entrar en la casa al hombre de la foto me tienes que llamar inmediatamente. —El chico sonrió, parecía que la aclaración le había alejado las suspicacias.— Es importante que el coche pase desapercibido ¿qué coche llevas?
—Un Fiat Uno Turbo.
—¿Lo tienes muy lejos?
—No, está en la calle de abajo.
—¿Te podrías dar la vuelta, por favor?
Es curioso cómo cuando pides las cosas con educación siempre te hacen caso, aunque una de las cosas de las que me previno mi padre antes de morir es de que no me fiara de las personas demasiado educadas, y qué razón tenía ese hombre. Así que el celador se dio la vuelta le di al pobre tal soberano mamporro que se desmoronó al momento. Corrí a cerrar la puerta mientras mi madre me miraba con una sonrisa. Le saqué las llaves, unos treinta euros y un mechero. Le até las manos y los pies con sus propios cordones. Comprobé que no me hubiera pasado con el golpe, el chaval respiraba y no parecía tener el cuello roto. Lo arrastré hasta el armario, seguramente no tardaría en volver en sí, y me dirigí al lavabo, que, obviamente, sabía donde estaba. Cuando llegué agarré todos los rollos de papel de water y los puse en medio del cuarto, saqué el mechero y pensé, que empiece el espectáculo. Me llevé el extintor del lavabo y me situé junto al del pasillo. La alarma tardó escasos segundos en saltar y yo le di al extintor, llenando de un polvo blanco con un asqueroso sabor a bicarbonato la mayor parte de pasillo posible mientras chillaba —¡fuego!, ¡fuego! —y así, en pocos segundos, me fundí los dos extintores. No hizo falta más para que la residencia se sumiera en el caos. Yo corrí hacia la habitación de mi madre, la senté en su silla de ruedas y tranquilamente salí de la residencia. Justo antes de abandonar el pasillo para entrar en el vestíbulo empecé a oír los gritos ahogados del celador que salían del armario, pero entre el caos de gente corriendo y gritos que ya inundaban la residencia en ese momento, nadie se percató de los alaridos del pobre celador.
No me costó encontrar el coche. Hay que ver cómo lo tenía de mierda el muy guarro. Metí la silla en el maletero, limpié un poco los asientos de trozos de bocadillo y guarradas varias, y senté a mi madre a mi lado. Y fue justo ahí cuando me di cuenta de la tontería que acababa de hacer. Arranqué ya con toda la conciencia de que no tenía ni repajolera idea de lo que iba a hacer ni de dónde tenía que ir.
—Tengo hambre —me dijo mi madre.
—Tranquila mamá, ahora vamos a un sitio donde se come bien.
—Vamos al Sabuco.
—¿Al Sabuco? —Dios, esto del Alzheimer nunca dejará de sorprenderme, no se acuerda de nadie y sin embargo se acuerda del Sabuco. El Sabuco era un restaurante al que solíamos ir con mi padre cuando éramos pequeños. Por suerte para mi madre el restaurante todavía funciona y por suerte para mí ya no son los mismos dueños. Es un lugar encantador en el que hay unos hermosos jardines que por aquel entonces nos parecían enormes. Raquel y yo solíamos ir a jugar allí con mi madre. Martín era el dueño, un viajero incansable, un aventurero. A menudo nos pasábamos horas escuchando sus historias. Pero un día dejamos de ir. En ese momento imaginé que ir a comer siempre al mismo restaurante podía cansar hasta a mis padres, que eran la cosa más aburrida del mundo.
Cuando le dije —Mira mamá, el Sabuco— esperaba ver un gesto de alegría por su parte, pero no fue así, parecía más bien contrariada. Mamá, si quieres podemos ir a otra parte, pero ella no contestó, salió del coche a paso firme y se dirigió hacia la puerta del local. La zona estaba en un barrio bonito a las afueras de la ciudad. Era un buen sitio para hacer de campo base, así que avancé unos cien metros, puse los warnings y dejé el coche en doble fila, ya se lo llevaría la grúa.
Por rápido que caminara, mi madre es una mujer enferma de setenta y cuatro años que la mitad del tiempo la llevan a todas partes en silla de ruedas, es decir, que no me costó atraparla antes de que entrara en el restaurante. Una vez dentro me dirigí a un camarero —Mesa para dos por favor— pero mi madre me interrumpió enseguida.
—¿Martín?, ¿dónde está Martín?
—Martín ya no trabaja aquí señora. Se vendió el negocio a mis padres hace muchos años —pero ella ya no le escuchaba y no cesaba de preguntar por Martín. Yo no le hacía mucho caso hasta que por la espalda me vinieron unas palabras que se me clavaron como un puñal.
—Martín, lo tenemos que dejar, ¿donde estás, Martín?, ¿Martín?, no puedo continuar, el conejito ya no puede jugar más contigo. —¡Dios! No me podía imaginar a mi madre diciendo esas tonterías. ¿Estaría rememorando un sueño, o era un recuerdo del pasado que regresaba en este estado de la enfermedad? El camarero me miraba avergonzado mientras mi madre no paraba de repetir lo del conejito y le daba pequeños tirones en la solapa. Yo, extrañamente, no sentí ni pizca de vergüenza, me imagino que el hecho de no existir me eximía de todos esos sentimientos terrenales, aunque un poco sí que debía existir porque aunque la vergüenza no me afectó, sí lo hicieron todos los demás sentimientos, miedo, angustia, desasosiego, y ahora, en esos momentos, ira. La idea de que todos esos días que veníamos, mientras yo y mi hermana jugábamos en el jardín con Rulfo, un faisán amaestrado, Martín se estuviera trajinando a mi madre, me estaba cabreando.
Por suerte mi madre no chillaba, ni mucho menos, todas esas tonterías las decía con su voz habitual, suave, tenue y temblorosa. Sólo yo y el camarero la oíamos bien. Le comenté que no le hiciera mucho caso, que estaba afectada de Alzheimer, él asintió con una sonrisa burlona y nos buscó un sitio. Nos sentó en una mesa un poco alejada de las demás al lado de una pequeña fuente de cerámica esmaltada en verde.
—¿Qué quieres tomar, mamá? —Pero su respuesta fue seguir diciendo lo mismo que llevaba rato diciendo. Le pedí un plato de pasta al cubo, que es un plato que según mis recuerdos solía pedir a menudo cuando veníamos por aquí. Después de repetirle diez veces que Martín no estaba, que se había ido de viaje el silencio volvió a invadirlo todo. Casi que ese martillazo en el cóccix que me había dado mi madre me había venido bien. Por primera vez desde que se me reveló mi no-existencia me estaba preocupando por otra cosa. Y es que me sentía traicionado. Qué hijo de puta ese Martín, y a mí que me caía tan bien, con sus viajes y sus aventuras, quién lo iba a decir. Pero claro, si es que el tipo era un encantador de serpientes. Tenéis que pensar que estábamos en los setenta, en un país que llevaba cuarenta años metido en una dictadura moral y política, que mi madre era una chica de pueblo venida a ciudad, casada con uno de los hombres más buenos que he conocido, un trabajador nato. Para mis padres, las vacaciones más emocionantes fueron quince días en Benidorm. Y allí la tienes, a esa señora que se ha pasado toda la vida navegando en la mediocridad, en las fauces de un gigoló sin escrúpulos. Seguro que el cabrón se la folló una temporada antes de cansarse y largarse a alguna de sus fantásticas aventuras, donde habría otra Rosa con hijos y vida aburrida dispuesta a ser su presa. ¡Dios! Qué hijo de puta el tipo ese.
Evidentemente con mi madre no me podía enfadar encontrándose en ese estado. Pero la gran pregunta, la que me estaba haciendo desde hacía un rato, era ¿por qué ahora? He vivido con mi madre y con su Alzheimer tres años y después de llevarla a la residencia, como mínimo, la iba a ver una vez a la semana y la sacaba a pasear. Siempre me ha sorprendido su capacidad para recordar detalles muy antiguos o insignificantes mientras olvidaba cosas elementales en su día a día. No sé, por ejemplo, recordar el nombre del perro del vecino y olvidar el mío, o preguntarme por su hermano cuando se ha dado cuenta de que ese era el día de su cumpleaños, cosa que no sería muy significativa si no fuera por el hecho de que su hermano murió con doce años cuando se ahogó en un río. Incluso así me parece demasiado casual que justo en medio de esta movida me salga con eso. Quizás nunca pasó en mi mundo, quizás mi madre se lio con Martín sólo en esta especie de realidad paralela que estoy viviendo hoy. Seguro que fue así, no es posible que mi madre se liara con otra persona con lo enamorada que estaba de mi padre.
Pero como si en un instante hubiera chocado contra una pared de ladrillos, un pensamiento me golpeó la mente y me erizó todos los pelos del cuerpo. —Yo no soy así. —Qué tontería ¿no? Tampoco es tan grave, es un pensamiento que habréis tenido todos en algún momento de la vida, y no os habéis cagado de miedo, pero ahora plantearos por un momento que os encontraseis en una situación en la que ese pensamiento pudiera ser cierto. Por unos instantes, el rato que había pasado con mi madre, me había parecido que todo volvía a la normalidad. Casi se me había olvidado que mi madre aunque no estuviera enferma no me reconocería. La putada es que ahora casi no me estaba reconociendo ni yo. En mis recuerdos soy una persona en extremo tolerante. Aunque jamás me hubiera imaginado que mi madre pudiera tener una aventura, recuerdo ser de ese tipo de personas que serían capaces de aceptar racionalmente la humanidad de su madre, con todo lo bueno y todo lo malo que esto conlleva, pero también recuerdo ser un hombre que nunca llora, y ese día me lo había pasado gimoteando como una niña, también era una persona que jamás perdía los nervios y casi le pego a una secretaria de cuarenta y cinco kilográmos de peso. Eso por no hablar de cómo una persona reflexiva y cauta pone patas arriba un geriátrico, le sacude a un pobre chaval que no le ha hecho nada y secuestra a una pobre anciana que sólo él reconoce como su madre. La duda me estaba machacando de nuevo. ¿De verdad ese señor, Salomón Roídra, el que yo recuerdo, soy yo? Que yo soy alguien, es obvio… pero quién. No sé si os lo habéis planteado en alguna ocasión, pero en realidad nadie sabe quién es, lo único que sabe es quien recuerda ser. Es la memoria y no la inteligencia la que nos da conciencia de nosotros mismos.
Vaya escena, los dos allí sentados, una que no se acuerda casi de nadie y otro que nadie se acuerda de él. Qué desastre. Mientras tanto, un señor preguntaba histérico de quién era un Fiat Uno Turbo que estaba aparcado en doble fila. Yo me callé como un puta, no me interesaba que el coche se quedara allí afuera, en esos momentos ya se habrían dado cuenta de la desaparición de mi madre. El pobre chaval al que aticé ya lo habría contado todo y seguro que estaban buscando el coche, aunque nunca se les ocurriría buscarlo en el depósito municipal, pensé, mientras sonreía y miraba cómo pasaba por delante del restaurante, arrastrado por una grúa de la policía de tráfico.
La pasta desaparecía de los platos por momentos, cosa que me recordaba que había hecho una tontería de la que ya me estaba arrepintiendo y me tocaba tomar una decisión. Meter a mi madre, una mujer vieja y enferma, en una aventura de esta índole había sido una estupidez de esas que hacen historia. Ni tan siquiera ahora estoy seguro de si soy Salomón o no, pero lo que en ese momento tuve claro es que lo fuera, o no, tocaba comportarse como él, o yo, quién sabe, lo hubiera hecho. Al fin y al cabo sólo tengo para saberlo lo mismo que los demás, mi memoria.
Raquel estaría sufriendo, y eso no se le hace a una hermana. Miré a mi madre con tristeza. Estaba llegando el momento de despedirse y era muy posible que no pudiera volver a verla después de todo esto. Ella estaba feliz, a las personas les gusta ser amadas por alguien, incluso por un desconocido. Me acabé mi plato, cogí la silla y me fui a sentar a su lado. La edad le había blanqueado el pelo, arrugado la cara y encorvado la espalda, pero no la había hecho menos bella que cuando era pequeño y la miraba sentado en la cocina.
—¿Quieres comer algo más, mamá? ¿Algo de postre, quizás? —Le pregunté.
—¿Tarta de queso puede ser?
—Tarta de queso será. —Me dirigí al camarero y pedí un trozo de tarta para mi madre, luego me acerqué al teléfono y marqué ese numero que conocía tan bien. Se puso Héctor.
—Héctor ¿está tu madre por aquí?
—No, está en la comisaría, es que alguien ha secuestrado a la abuela. ¿Quién eres?
—Un amigo de la familia. ¿Y tu padre tampoco está?
—No, está con mamá.
—¿Y os han dejado solos?
—No, Rita está cuidándonos.
—¿Y donde está Rita?
—En la puerta de la calle hablando con su novio.
—Ve y dile que se ponga al teléfono. —Héctor salió corriendo hacia la puerta de la casa. No lo vi, pero lo puedo imaginar, este niño será un deportista, seguro. Hay que ver con cuatro añitos recién cumplidos la energía que tiene.
—¿Diga?
—¿Rita?
—Sí
—Vamos a ver, pequeña, se puede saber que haces tú en la puerta hablando con tu novio tanto rato, joder. Son dos niños muy pequeños, joder. Si estás aquí es para vigilarlos, vale.
—Sólo he salido un momento.
—¿Tienes el teléfono de la comisaría donde está Raquel?
—Es que se han marchado con muchas prisas y no me lo han dejado.
—¡Mierda! Bien, en cuanto la veas le dices que mamá está en el Sabuco, ella ya sabrá.
—¿Y usted quién es?
—Dile que lo siento mucho, estaba desesperado, sólo con mamá las cosas seguían siendo como siempre. Espero que sepa perdonarme. Ella está bien, yo jamás le haría ningún daño.
—¿Pero usted quién es?
—¿Yo? Je, ya me gustaría a mí tener una respuesta a esa pregunta. Lo cierto Rita es que no sé quien soy, pero antes era Salomón Roídra, el tío de esos niños y el hijo de Rosa, la señora que, se supone, he secuestrado. —Después de eso colgué. Parecía que a cada paso que daba descubría una nueva pérdida. La voz de Héctor me había dejado muy hecho polvo. Les había cogido mucho aprecio a esos niños, miré a mi madre y pensé en todas esas cosas y personas que todavía me quedaba por descubrir que había perdido.
No me acordaba del número de la policía, pero sí del de los bomberos, así que les llamé y les conté todo lo acontecido en pocas palabras. Es curioso, pero tuve la sensación de que el telefonista me comprendió y se apiadó de mí, quizás por lo acostumbrada que deben estar esta gente a que les llamen personas en situaciones desesperadas. Lo importante es que me prometió ponerse en contacto con quien hiciera falta y que en diez minutos la policía y mi hermana estarían en el restaurante.
Me volví a sentar al lado de mi madre que ya devoraba con alegría su tarta de queso. Miré su puño cerrado en el que sabía que ella guardaba su más preciado tesoro y esto me recordó que yo había perdido el mío. Ya no me asusté, ni tan siquiera se me heló la sangre ni nada, sólo hice una mueca de desaprobación, se me había olvidado el manuscrito en el coche. ¿Y qué? Ya qué más da. Ya no me quedaban lágrimas que derramar, y mi angustia y mi miedo ya habían tocado fondo, o quizás es que la idea de separarme para siempre de mi madre ahogaba cualquier otro sentimiento que en ese momento pudiera sentir. Miré a mi madre y le dije —Mamá, me tengo que ir, dentro de un rato vendrán a buscarte— ella me sonrió y me miró con cariño.
—Si ves a Martín dile que me perdone, pero que he tomado una decisión.
Yo miré su mano cerrada en torno a la foto de mi padre y le contesté —Se lo diré mamá, se lo diré. —Pagué la cuenta y salí del restaurante. En frente de este, pero un poco más a la derecha salía un pequeño callejón que parecía más la entrada de una casa que una calle. Me dirigí a él y me aposenté a esperar en la oscuridad. No quería irme sin estar seguro de que mi madre estaba bien, además, quería ver a Raquel por última vez antes de hacer lo que creía debía hacer.
No tardaron mucho, sólo unos pocos minutos. Llegaron con las sirenas a todo trapo, dos coches de policía y el Ibiza de Raquel. La sorpresa fue cuando del coche de Raquel se bajaron, Raquel, evidentemente, Ramón, su esposo, y Elena. ¿Qué coño hacía Elena con Raquel?, si no se conocían. En todo caso ya pensaría en ello más tarde, ahora tocaba marcharse, o mejor dicho, escapar porque mientras dos de los policías entraban en el restaurante los otros dos salieron corriendo en direcciones contrarias, me imagino que para intentar atraparme. No era cuestión de ponérselo fácil, tarde o temprano verían el callejón y mirarían también allí.

Capítulo 5

Él me mira desde mi espalda.
Odia amarme.
Odia que me amen.
Odia odiarme.

El último largo fue de rigor, era un tramo corto y muy fácil, que salvaron rápidamente y en silencio, también en silencio plegaron la cuerda y se quitaron los pies de gato para ponerse un calzado más cómodo antes de empezar el descenso. La pared iba perdiendo altura lentamente hacia la izquierda hasta dejar un paso por el que descendía un angosto camino hasta la carretera. Antes de que la pared se acabara, cuando ésta todavía debía tener unos treinta o cuarenta metros, había una pequeña terraza natural desde donde se divisaba todo el valle. Cuando los dos amigos llegaron allí, Daniel se detuvo a contemplar el paisaje en silencio. Raúl que iba detrás comprendió al verlo, que ese era el lugar. No quería atosigarlo, se daba cuenta de que el esfuerzo que tenía que hacer para contarle lo que tuviera que contarle era considerable, e intuía que la historia sería larga, así que sin decir nada tomó asiento en una piedra cerca del precipicio, sacó un pequeño estuche de uno de sus bolsillos y extrajo de él todo lo necesario para hacerse un porro. Démosle tiempo, pensó para sí. Daniel devoraba el paisaje como un condenado su última cena, intentando retener en su memoria cada montaña, cada casa, cada árbol. La punta de su pie derecho sobresalía en el precipicio, era una situación que le habría subido la adrenalina a cualquiera, pero para un escalador acostumbrado a la altura sólo era un lugar cómodo donde observar el paisaje.
—Me voy a ir, Raúl.
—¿Cuándo?
—Mañana por la mañana.
—¿Muy lejos?
—Sí.
—¿Dónde?
—Eso no es lo importante, lo importante es que me voy para no volver.
—¿Nunca?
—No lo sé… es posible.
Raúl miró cómo jugaba intranquilo con un mosquetón y le dijo —¿Por qué no empiezas por el principio?
—Uff, es una historia muy larga.
Raúl miró su muñeca y mientras le enseñaba el reloj le dijo —tenemos tiempo.
Daniel dejó pasar unos segundos como adaptándose a esa realidad antes de seguir hablando —¿Al final leíste mi libro?
—Sólo la primera mitad, la segunda lo intenté, pero no entendía nada.
—Bueno, como la mayoría de la gente. Bien… no recuerdo qué cosas te he contado y qué cosas no, o sea que te lo contaré todo y no te molestes si alguna cosa ya la sabías, ¿de acuerdo?
—Tranquilo, cuenta.
—Todo parecía un sueño, es cierto que yo ya había calculado que iba ha suceder así, pero la verdad es que no estaba nada seguro de acertar. —Raúl sonrió y pensó para sí mismo, pues no se notaba.— Primero el libro se vendió como rosquillas, y aunque ya había previsto polémica nunca me imaginé que habría tanta. Después de toda la pelotera con la clonación, la modificación del genoma y la experimentación con células embrionarias, no me imaginé que nadie se enfadara tanto por la implantación de nuevas sinapsis nerviosas en el cerebro. He de reconocer que me costó un tiempo entenderlo, hasta que me di cuenta de que aunque mis experimentos eran mucho menos transgresores moralmente, en la realidad lo eran mucho más. Primero porque abrían una puerta por la que, después, seguramente, iba a pasar todo lo demás. Pero sobre todo porque mis investigaciones no las podían parar, estaban perfectamente dentro de la ley y el resultado final era el mismo, un nuevo hombre construido desde sí mismo mucho mejor que el que construyó Dios. Y si simples humanos pueden mejorar la obra de Dios, ¿dónde está la grandiosidad de éste? ¿Dónde queda su perfección? Es el triunfo total y absoluto de la ciencia sobre la religión. Era lógico su enfado, y se lo agradezco, no creo que sin él hubiera vendido tantos libros,… aunque quizás tampoco me hubiera contratado Pedro. ¿Te acuerdas de él? le conociste una vez, ¿no? —Raúl afirmó con los ojos y se encendió el porro.
—Era un sueño, Linda Samun, Cornelius Fuge, Héctor Larrañaga, tenía a los mejores y todos trabajando para mí. No te creas que fue fácil, por eso. Muy al contrario, uno no se sienta tan fácilmente delante de una señora que ha sido propuesta dos veces para el Nóbel y le dice, lo siento, pero se equivoca, y como mando yo lo haremos como yo digo. Creo que me odian todos, sobre todo porque los resultados son tan buenos. Si hay algo que la gente te perdona menos que la equivocación es que tengas razón.
Raúl le interrumpió —entonces,… ¿todo te está saliendo muy bien, no?
—Sí, demasiado bien, respondió Daniel.
—¿Demasiado? Vas a dar ese salto que tanto anhelas, ¿no?
—No, no lo voy a dar.
—¿Por qué?
—Porque mañana se cancelará toda la investigación.
—¿Cómo?
—Tranquilo, dame tiempo, te prometo que la historia te va a gustar. Dejando a un lado las disputas con mi equipo, con Sice Marsella me llevaba de puta madre, estaban contentísimos y avanzábamos mucho más deprisa de lo que teníamos previsto. Irina había conseguido alargar la vida de las neuronas casi a veinticinco horas y los esquemas sinápticos cada vez estaban más perfeccionados. Realmente en poco tiempo ya estaríamos en condiciones de desarrollar sinapsis preparadas para ser implantadas en el cerebro humano para realizar tareas sencillas como, por ejemplo, sustituir un ratón de ordenador.
—Esto es como el ciberpunk ¿no?
—Bueno, más o menos. Nosotros realizamos muchas tareas de manera automática. Caminamos, conducimos, usamos un tenedor o un móvil. También usamos calculadoras, Internet, enciclopedias, manuales, cámaras de fotos, etc. ahora imagina que pudiéramos integrar todas estas herramientas a nuestra mente de manera automática, que pudieras tener acceso a toda una biblioteca igual que tienes acceso a tus recuerdos, que tuvieras una capacidad de cálculo casi infinita, que pudieras aprender a manejar un Boeing 747 o a jugar a fútbol con sólo una simple operación que no te llevaría ni una mañana. Por no decir de ciegos que podrían ver a través de cámaras, o mancos que manejarían brazos mecánicos como si fueran el suyo propio. Una vez abierta la puerta la cantidad de aplicaciones posible es infinita.
—Pero lo vas a parar todo —dijo sorprendido— debes tener una razón muy poderosa para hacerlo.
—La tengo… y muy poderosa. En un principio el avance era el esperado, fue cuando llevábamos un año trabajando que todo se aceleró, por un lado los avances de Irina con el Fratel, y por el otro, las simulaciones que llegaban desde Marsella cada vez eran mejores. Los biochips que intentábamos crear estaban pensados para alcanzar su máximo rendimiento dentro de un cerebro humano, era por eso que las simulaciones de Sice eran tan importantes. Si leíste mi libro te debiste dar cuenta de que la inteligencia no se puede construir, es como una planta, sólo podemos crear la semilla, lo demás tiene que hacerlo el entorno, o dicho de otra manera, el azar. Nosotros construimos un tejido neuronal capacitado y preparado para evolucionar en una dirección concreta. Dentro del laboratorio le proporcionamos unas sinapsis ya hechas que le predisponen en una dirección, pero luego, una vez dentro de un humano ya no podemos controlar el resultado final de lo que va a suceder. Es por eso que el trabajo en Marsella es tan importante. Es… nuestro banco de pruebas.
Fue hará unos nueve meses, justo antes de navidad, que empecé a sospechar que algo no encajaba en los resultados, algo en ellos me provocaba una extraña sensación. En ese momento yo estaba eufórico con la marcha que llevaba todo el proyecto y si no lo vi antes, me jode reconocerlo, pero seguro que fue así, fue porque no quise verlo. Ahora, mirando al pasado me doy cuenta de que lo tuve allí, delante de mis ojos, todo el tiempo, que no me diera cuenta sólo es comprensible por mi ceguera voluntaria. Esos resultados eran buenos, muy buenos, pero la variable de errores no era nada constante, y aunque puestos todos juntos te daban un dato estadístico perfectamente cuantificable, por separado tenían una pauta de aleatoriedad que jamás habría podido salir de un ordenador por perfecto que éste fuera.
—¿Quieres decir que estaban probándolos en personas?
—No, eso tampoco podía ser, una persona le habría dado unos condicionantes externos que habrían sido muy obvios.
—¿Entonces?
—Al principio no lo entendía, y quizás fue por eso que me dije a mí mismo que me estaba equivocando. Pero no me pude sacar el problema de la cabeza hasta que un día, mientras estaba en el tren, dos señoras que iban sentadas delante mío me dieron la clave.
—Qué bonito —le dijo una a la otra.
—Sí, ¿verdad? Son tan hermosos, y están tan limpios.
La otra miró hacia la parte trasera del tren y sonriendo le contestó —sí que están limpios, todavía no han sido tocados por el mundo.— Yo, curioso que soy, me giré hacia atrás para poder ver a una mujer de unos treinta años, morena, amamantando a un niño que tendría escasas semanas. Creo que me quedé blanco, porque hasta la señora de delante me preguntó si me encontraba bien,… creo que ni respondí. Estaba tan nervioso que no pude permanecer sentado y me puse a dar vueltas por el vagón como un león enjaulado. Sólo cuatro palabras se repetían en mi mente «fetos antes de nacer» sólo fetos completamente desarrollados podían arrojar los resultados que me estaban mandando desde Sice. Tienen la individualidad completamente desarrollada cosa que me habría dado esa variabilidad extraña que me hizo saltar la voz de alarma, y no tienen ningún tipo de contaminación con el entorno.
—¡Joder! —Intervino Raúl— eso que dices es muy gordo.
—Peor —respondió Daniel— si ni nos planteamos hacer pruebas en humanos durante este estadio de la investigación fue porque no sólo sería muy peligroso, sino que se podría considerar directamente un asesinato.
—¿Cuántos niños crees que han usado?
—Como mínimo doscientos treinta y nueve, que son los experimentos en los que yo he detectado la variabilidad.
—Pero… pero que hijos de puta.
—Sí, lo sé, pero yo soy tan culpable como ellos.
—Tú no sabías nada.
—Sí, pero yo les dije cómo hacerlo.
—¿Qué?
—Lo recordé más tarde, no sé cómo pude olvidarlo, o peor, cómo es que se lo dije.
—¿Les dijiste tú que experimentaran con bebés?
—No, no fue exactamente así. Entre las descripciones a la hora de explicarle a Marsella cómo debían ser las simulaciones, usé la frase «como si fuera un señor que jamás se hubiera decidido a salir del útero», en ese momento todos nos reímos y yo no volví a pensar en ello hasta que, más adelante, encontré la frase apuntada en una de las libretas de Pedro y me di cuenta de que esa frase la había dicho yo.
—Pero tú no te puedes culpar por eso.
—¿Cómo que no?, ¿acaso habría sucedido sin mí?
—¿Cuánto hace que te diste cuenta?
—Hará unos tres meses.
—¿Y la investigación no se ha detenido?
—Claro que lo ha hecho, pero mañana lo hará definitivamente porque va a saltar todo a los periódicos.
—¿Es por eso que te marchas?
—Sí, esa gente es mucho más peligrosa de lo que puedas imaginar. Por ahora no saben todo lo que sé, ni las pruebas que he reunido para meter a Pedro y a todos sus congéneres en la cárcel. He hecho fotos que podrían hacer vomitar al más curtido de los sicópatas, cuando mañana todo esto salte el mundo va ser un lugar muy pequeño para esconderse.
—Y a dónde vas a ir.
—A otro planeta.
—¿A otro planeta?
—Sí, es obvio que esta parte no te la puedo contar, pero creo que he encontrado un lugar y una institución que nos protegerá.
—¿Tan peligroso es un simple laboratorio?
—No son ni de lejos un simple laboratorio, pero mejor sigo con la historia y ya lo irás entendiendo todo.
Necesitaba parar los experimentos, pero no valía con dimitir, la investigación habría seguido sin mí. Tampoco podía denunciarlos, sin pruebas me habrían comido vivo, sólo se me ocurrió una cosa, el sabotaje, debía pararlo como fuera, no podíamos seguir mandando pruebas de simulación, cada una de ellas podría ser un niño muerto. Esa noche fui al laboratorio y me llevé toda la documentación, a veces lo hago para estudiarla en casa y… me robaron. No servía de mucho, pero al menos me daba un par o tres de días para pensar en algo. Sólo se me ocurrió llamar al David de Montcada, quería que él me presentara a alguno de sus amigos.
—¿Los que le recuperaron la furgoneta a Marc?
—Los mismos, son buena gente si son tus amigos.
—Y muy mala gente si no lo son  —añadió él.
—Bueno, ya sabes como van las cosas en según que barrio, si no estás conmigo estás contra mí. —Raúl le miró burlonamente.— ¿Te acuerdas de que iban locos por que les enseñásemos a escalar?
—Sí, claro que me acuerdo, suerte que no lo hicimos, sino ya no quedaría un piso lleno en toda la zona norte de Barcelona —respondió Raúl.
—¿Sí? Pues si tienes algún amigo viviendo en esa zona aconséjale que se haga un buen seguro y que no se confíe por vivir en un séptimo.
—¿Les has enseñado a escalar?
—Digamos que intercambiamos conocimientos y favores. Les di todas las claves para entrar en el laboratorio, sólo tenían que saltarse la puerta principal en la que hay un guardia y podrían desvalijarlo con tranquilidad. Sólo en la planta en que trabajamos hay material por valor de cientos de miles de euros. Les proporcioné el golpe de su vida con la única condición de que ciertas cosas se les rompieran inexorablemente.
—¿Y no resultaba sospechoso que primero te roben las cosas y luego roben en el laboratorio?
—No demasiado, entre las cosas que supuestamente me robaron había una agenda personal con contraseña de seguridad, la gente no lo sabe, pero son muy fáciles de reventar porque no se bloquean por muchos números que pruebes, y como se pueden conectar a un ordenador con un programa que vaya probando, en segundos la tienes abierta.
—¿Y ellos sabían hacer eso?
—No, que va, pero yo se lo enseñé.
—Joder, si ya eran peligrosos antes… —dijo Raúl medio riendo.
Pero Daniel no se rió y prosiguió con su historia. —Dentro de la agenda estaban todas las contraseñas de seguridad del laboratorio y de mis tarjetas de crédito, así que era lógico que con toda esa información saquearan el laboratorio y mis cuentas. Obviamente a mí el dinero me lo devolvieron, no es que me importara mucho en ese momento, pero lo necesitaba para proseguir la investigación. Necesitaba estar seguro de lo que estaba haciendo Sice, sobre todo, averiguar dónde y encontrar pruebas. Así que me fui a Marsella a visitar a Pedro con la excusa de pedirle perdón personalmente por el descuido con la agenda. Joder, el tipo estaba muy enfadado. La investigación se iba a retrasar como mínimo un par de meses, cosa que le otorgó el derecho a estar exageradamente borde conmigo. Yo primero me lo tragué todo, pero en seguida me añadí a su enfado como si la historia no fuera conmigo y yo fuera el más perjudicado, cosa que con lo cabreado que en realidad estaba no me costó mucho. Al final acabamos hablando de aspectos técnicos que podíamos mejorar en los nuevos aparatos, y yo le aporté ciertas modificaciones, que además eran ciertas, que podrían optimizar la investigación en el futuro y así recuperar el tiempo perdido. Esto pareció apaciguarle y al final todo acabó bien con un, «no hay mal que por bien no venga». Le pedí que ya que estaba en Marsella, me presentara a los colegas que realizaban la simulación de resultados. Le noté nervioso, y claro, no me podía decir que no, pero lo que sí hizo fue darme largas hasta el día siguiente. Me dijo algo así como —hoy no podrá ser, Daniel. Ya sabes cómo son estos franceses, si no les avisas con antelación los de seguridad no te dejan ni acercarte al edificio, pero tranquilo, yo mañana te llamo y te digo cuándo puedes venir.— Todo el día siguiente lo pasé esperando esa llamada. Sólo a las seis de la tarde, cuando era obvio que él ya no me iba llamar, me decidí a hacerlo yo. Me pidió muchas disculpas y se excusó diciéndome que ese día lo había tenido muy ocupado, también me dijo que a esa hora ya no podía llamar a los de seguridad. Yo, obviamente, no dejé que se notara mi enfado, le comenté que no pasaba nada, que como, al fin y al cabo, hasta que no trajeran el nuevo material no había trabajo en Barcelona, había decidido pasar unos días visitando Marsella y los alrededores, y le dije —tú tranquilo, mañana llamas a seguridad y no te preocupes, que yo no tengo prisa, seguro que en los próximos días encontrarás un hueco para presentarme al equipo.— A partir de ese momento cada día encontraba una excusa para hacerle una llamada, que me recomendara un restaurante, que donde se cogía el autobús para ir a tal sitio, cosas así. Pero en cada una de esas conversaciones le preguntaba accidentalmente por mi visita al centro. Tardó, el muy cabrón, cinco días en darme una cita.
Hay que reconocer que las instalaciones de Sice Microsistems eran impresionantes, la capacidad de computación del ordenador central superaba de lejos todas mis expectativas, pero incluso así, los resultados seguían sin cuadrar. El problema en los resultados no venía ni se podía solventar por mucha capacidad que éste tuviera. Lo que chirriaba era una variabilidad que parecía indicar que cada resultado provenía de un sujeto de experimentación diferente. Era una diferencia que casi no se notaba, porque lo que más diferenciaría un experimento de otro sería que los implantes evolucionarían a través de la experiencia individual de cada persona, y teniendo en cuenta que esta experiencia supone un parámetro imposible de controlar, esto haría que aunque nos lo hubieran permitido, en ese estadio de la investigación, para nosotros hubiera sido estúpido ensayar los experimentos en humanos ya que a no ser que hubiéramos tenido muchos sujetos, total y absolutamente iguales, es decir que hubieran vivido las mismas experiencias, los experimentos no habrían servido de nada. Es por eso que el mejor sujeto para probar los experimentos, incluso muy por encima del superordenador que ese día me estaban mostrando, era un niño justo antes de nacer. Dio la casualidad de que justo en el momento en que me acababan de presentar al equipo el ordenador saltó. De repente todos salieron corriendo a intentar solucionar esa supuesta emergencia, lo cierto es que hacían cara de muy asustados, pero incluso así no me convencieron, sobre todo cuando después de tenerme casi una hora sentado en una especie de sala de espera me comunicaron, los muy necios, que había habido una emergencia y que ese día no me podrían atender. Muy amablemente me rogaban que me largara a casita. Si hasta ese momento albergaba algún tipo de duda sobre lo que estaban haciendo, te prometo, que ese día y en ese momento, la despejé. —No, tranquilos, ya encontraré yo mismo la salida— les dije yo. Ya cuando estuve en el despacho de Pedro me preocupé de fijarme en un par de cosillas que mis amigos de Montcada me habían enseñado. Me había fijado que en el despacho había un sensor de movimiento que controlaba todo el espacio, pero también me fijé, un momento que fui a su lavabo privado, que allí adentro no había ningún tipo de dispositivo parecido, además éste contaba con una pequeña ventana que daba a una especie de patio interior. A esas alturas yo ya tenía muy claro que si quería averiguar algo me tenía que colar en ese despacho, y que lo tenía que hacer por esa ventana. Ahora sólo me quedaba ubicar con seguridad ese patio interior.
Raúl le preguntó. —¿y no estaba protegida la ventana del lavabo?
Daniel sonrió y prosiguió —el despacho estaba en el sexto piso. —Raúl hizo un gesto con las manos como queriendo decir «claro».— El hecho es que orientarse en un edificio de las dimensiones del de Sice Microsistems no era nada fácil, la salita donde me habían hecho esperar estaba en la misma planta que el despacho. Desde donde yo estaba, ubicar el patio interior no era difícil, lo complicado era ubicarlo respecto al edificio. Tenía previsto descolgarme desde el tejado y tenía la ligera sospecha de que una vez allí encontrarlo no sería tan fácil.
Cuando llegó la noche, yo ya lo tenía todo preparado, no me moví del hotel hasta aproximadamente las dos y treinta de la madrugada. El edificio de Sice Microsistems era una gran mole cuadrada de veintidós pisos de altura. Las ventanas eran estrechas y bajaban hundidas medio metro en la pared, en líneas negras, desde el tejado hasta el suelo. Esto hacía que cualquier escalador mediocre pudiera ascender con facilidad en chimenea, oponiendo brazos y piernas a ambos lados del hueco de la ventana, hasta el tejado. Una vez allí la cosa se complicaba, una cornisa de aproximadamente dos metros hacía de barrera entre la última ventana y la azotea. Yo, evidentemente, ya lo había visto desde el suelo y lo tenía previsto. En cualquier otra circunstancia un techo de estas características sería muy fácil de sobrepasar, pero cuando te estás intentando colar en un edificio a las tres de la madrugada, sacar un taladro y clavar un par de parabols quizás no es la opción más adecuada, así que me había hecho fabricar unas planchas cuadradas de latón con una argolla soldada en medio. La idea era pegarlas al techo con Radite, el pegamento que presume de ser el más fuerte y el más rápido del mercado.
—No me jodas que te colgaste a setenta metros, en un techo, de unas planchas pegadas con pegamento.
—Sí, pues claro que lo hice, bien tenía que pasar, ¿no?
—¡Joder! Eso es, cómo mínimo, A5+.
—¿Me lo dices o me lo cuentas? Tienes que pensar que yo a esas alturas estaba desesperado, habría hecho cualquier cosa por desenmascarar esa abominación que yo mismo había creado.
Una vez en el terrado, busqué el patio, que ya sabía que era el tercero desde la pared norte. Una vez allí, llegar hasta el despacho de Pedro no fue difícil. Mis coleguillas de Montcada ya me habían enseñado cómo inutilizar un sensor de movimiento, y la verdad, no creí que fuera tan fácil. Sólo hay que moverse muy despacio, se puede practicar con la puerta de cualquier almacén, y echarle una buena rociada de un spray de pintura plástica. Llegué al despacho a las cuatro y treinta y salí de él a las seis en punto.
Por suerte para mí Pedro era tan hijo de puta como descuidado. Averigüé que los resultados llegaban de un pueblo de Marruecos que se llamaba Mersuga, y que más tarde supe que se encontraba en pleno Sahara. También averigüé a quién pasaba informes Pedro.
—¿A quién? —Preguntó Raúl.
—A una de las empresas armamentísticas más poderosas y más sanguinarias del mundo.
—¿Cómo se llama?
—Es la Manfer.
—¿La Manfer? No la conozco.
—Normal, no son de los que hacen anuncios por la tele. Cuando volví de Marsella lo primero que hice fue buscar un detective privado. Me estaba dando cuenta de que todo este asunto me superaba. Tuve suerte, en contra de lo que aparentaba, Jasón Robira resultó, al final, mucho mejor profesional de lo que parecía a simple vista. Le encargué dos trabajos, primero quería saber qué empresa era la Manfer y a qué se dedicaba y, segundo, quería que localizara la dirección de Marruecos que había encontrado en el despacho de Pedro y me informara de lo que allí sucedía.
En cuanto le nombré a la Manfer, se echó a reír. Me puso con condescendencia una mano en el hombro y me dijo —mira chaval, hoy estoy de buenas y aunque podría cobrar por lo que te voy a contar no lo haré. Si quieres un consejo no te metas con esa gente. —Me explicó que la Manfer era una empresa totalmente legal que incluso cotizaba en bolsa, pero que sus actividades distaban mucho de ser legales, y mucho menos morales. Entre ellas se encontraba el tráfico de armas, drogas, animales exóticos y cualquier cosa que pudiera enriquecer a sus socios. Su actividad declarada era como empresa de seguridad, pero que verdaderamente era una gran ETT de mercenarios que trabajaban para el mejor postor, y que muy a menudo acababan absorbiendo por la fuerza esas mismas empresas que protegían. Los rumores contaban que últimamente se estaban metiendo en el diseño de alta tecnología militar. Y me imagino que es allí, en ese campo, donde entraba mi investigación.
Obviamente ignoré sus advertencias, no es que no tuviera miedo, pero estaba mucho más enfadado que asustado. Así que aunque me costó un pastón le envié a Marruecos. Tardó casi seis semanas en regresar y los informes que me trajo fueron desalentadores. Según me contó, el lugar que yo le había enviado a investigar pertenecía a una fundación llamada, «Las hijas de un nuevo despertar». Se trataba de una especie de fortaleza hecha de barro a la que se llegaba por una estrecha carretera sin pavimentar que venía desde Mersuga. Después de la fortaleza ya no había nada, sólo el desierto. Oficialmente la fundación se dedicaba a recoger y ayudar a mujeres excluidas socialmente, jóvenes que habían quedado embarazadas, putas rescatadas de los barrios bajos de las grandes ciudades, subsaharianas que se habían rendido en su peregrinaje a occidente, drogadictas y desahuciadas de todo tipo. Pero toda esta moralista declaración de buenas intenciones era, según el detective, sólo una gran tapadera. Sí, era cierto que al centro llegaban autobuses llenos de mujeres desde muchos lugares del país o del exterior. A la fortaleza llegaban diariamente alrededor de unos cincuenta a sesenta camiones de abastecimiento. La mayoría eran de comida e intendencia en general, pero también había muchos con material médico, y de vez en cuando salían unos pequeños camiones frigoríficos sin ningún tipo de distintivo. El detective había calculado que por la cantidad de comida que entraba en el edificio, el personal debía oscilar entre las mil quinientas y dos mil personas, sin embargo muy poca gente, tanto en Mersuga como en los alrededores, trabajaba allí. Casi nadie sabía nada de la fundación y si alguien sabía algo, obviamente, no hablaba. Por otro lado, el edificio estaba rodeado de unas medidas de seguridad que no correspondían con las de una fundación samaritana que teóricamente tiene, como única función, la ayuda a jovencitas descarriadas. Luego, ya en Barcelona, pudo averiguar que la supuesta fundación tenía como uno de sus principales inversores la Manfer. Para mí era obvio que si en algún lugar se estaban asesinando bebés por mi culpa, ése, sin lugar a dudas, era la fundación. Tenía que entrar como fuera, lo tenía que ver con mis propios ojos, o para ser más exactos, debía fotografiarlo. Sé, por experiencia cotidiana, que las personas reaccionamos más ante una imagen escalofriante, que ante un dato mucho más escalofriante. ¿Te acuerdas de eso que te expliqué una vez sobre que puede influir más en la opinión pública la imagen de un niño muerto en brazos de su madre que un titular que anuncie una masacre de cincuenta mil personas, mujeres y niños incluidos? Pues se trataba de eso, de conseguir esa foto que revolucionara el alma de la gente, de tal manera que ninguna presión, por poderosa que ésta fuese, después de haber sido mostrada al público pudiera salvarlos. Para eso, estaba claro, que tocaba viajar hasta allí. Intenté convencerle de que se colara en la fortaleza para sacar esas fotos, pero o no estaba dispuesto a hacerlo o yo no tenía dinero suficiente para ofrecerle, ya me costó mucha pasta conseguir que me acompañara.
Ahora, sin embargo, mi principal problema se encontraba en Barcelona. Las máquinas ya estaban llegando, todo el material ya casi había sido repuesto y las excusas que podía poner para no reanudar la investigación se me estaban acabando, sólo se me ocurrió una opción, el problema era que para ello debía implicar a Irina. Así que la llamé y quedé con ella para cenar. Me costó bastante sacar el tema, pero al final lo hice. Me esperaba que se lo tomara mal, ya conoces a Irina, parece dura, pero en realidad es muy sensible, aunque no por esperarlo me dolió menos. No sé, quizás si me hubieran comunicado de repente que llevo casi dos años participando en un proyecto que ha causado la muerte a cientos de niños yo también me echaría llorar. Se quedó tan hecha polvo que no pudo ni regresar a casa. Por la mañana, cuando nos despertamos, ella estaba mucho más serena. Durante la noche había tomado la firme decisión de hacer, como yo, todo lo que le fuera posible con tal de desenmascarar a esos canallas. Su misión era simple, pero de ejecución compleja, tenía que, como fuese, no sólo detener la producción de Fratel sino destruir toda las existencias y garantizar que, como mínimo, en dos o tres semanas no se pudiera fabricar ni una gota más. Irina es una de las mujeres más inteligentes y valientes que he conocido y allí me lo corroboró. No sé de dónde sacó los conocimientos de fontanería necesarios para sabotear un sistema antiincendios, ni tampoco sé cómo lo hizo para que cuando ya hacía tres horas que no había nadie en su laboratorio el enchufe de una centrifugadora se cortocircuitara y provocara un incendio que lo redujo todo a fosfatina.
Por otro lado, yo, aprovechando el cabreo de Pedro, que ya superaba todos los límites, le convencí de que se me había ocurrido una idea para saltarnos unos cuantos pasos en la investigación, y de que podía aprovechar lo que tardaran en rehacer el laboratorio de Irina para desarrollarla. Le conté que me retiraría a la casa de un amigo en los Pirineos para poder trabajar tranquilo y tenerlo todo a punto para cuando se reanudara la investigación. Ésa misma tarde partíamos con Jasón hacia Marruecos.
Tardamos tres días en llegar a Zagora, al final habíamos decidido ir a ver a Carlos, el ex marido de Rosa, que desde hace diez años tiene montada, allí, una empresa de cuatro por cuatro que se dedica a hacer rutas con los turistas por el Sahara. Yo no le conozco mucho, pero Rosa siempre me habló muy bien de él. No sé si cuando le pedí el favor, ella me debió ver muy destrozado porque no me hizo preguntas, simplemente descolgó el teléfono y llamó a su ex. Delante mío le pidió como un favor personal que hiciera por mí todo lo que hubiera hecho por ella. Y yo se lo agradecí mucho porque creo que sin el conocimiento que él tenía del lugar jamás habría conseguido colarme en la fortaleza. Sí que está un poco loco, pero es amigo de todo el mundo, y no le daba miedo la fundación aunque ya había oído hablar de ella.
Al final nos instalamos en Erfud, esta era la ciudad más próxima a Mersuga lo suficientemente grande como para pasar desapercibidos. Allí me presentó a Ibrahim, un bereber de rostro oscuro que se disfrazaba de tuareg para los turistas. Este hombre de unos setenta años al que le faltaban casi todos los dientes había sido guarda de la fortaleza durante casi veinticinco años en los que ésta estuvo desocupada. Me explicó que, con seguridad, sus actuales habitantes desconocerían muchos de los secretos centenarios que esas paredes guardaban. Él no conocía muy bien su historia, no sabía ni por qué fue construida ni por qué fue abandonada, pero veinticinco años de aburrimiento son muchos. Fue por casualidad que en una ocasión encontró un pequeño pasadizo secreto que iba de una habitación a otra, y a partir de allí, éste se convirtió en su pasatiempo favorito. Poco a poco y con el tiempo fue encontrando muchos de los secretos que esa vieja fortaleza guardaba. Me explicó que contaba con unas mazmorras en su parte norte, también me explicó que en uno de sus calabozos hay una gran losa en el suelo con unas argollas que aparentemente servían para atar a los reos, pero que en realidad se usaban para, entre dos o tres hombres, tirar de ella, y así poder levantarla. Desde allí, un complicado laberinto de túneles repletos de trampas se abría paso hasta el exterior. El laberinto estaba pensado para que fuera muy fácil salir, pero muy difícil entrar. También me dijo que para levantar la losa, como mínimo, harían falta dos o tres personas, claro que quizás ese hombre no conocía la existencia de los gatos hidráulicos. Le pregunté si no podría hacerme un plano y el tipo todavía se está riendo. Aunque consiguió, una vez que lo intentó, salir, nunca consiguió hacer el camino en sentido contrario, es más, una vez se dio cuenta de lo peligroso que era no volvió a intentarlo jamás. También le pedí que me explicara cuál era la naturaleza de las trampas que me iba a encontrar. Me contó que básicamente eran grandes agujeros llenos de pinchos, piedras enormes que caían cuando pasabas y techos que se desplomaban.
La idea de meterme allí solo no me era nada agradable, así que le pedí a Carlos que se viniera conmigo. Su respuesta me sorprendió, empezaba pensar que no me lo ibas a pedir nunca, me dijo sonriendo. Fuimos de noche hasta la entrada que nos indicó Ibrahim. Por la descripción que me hizo del laberinto, deduje que sólo entrar nos empezaríamos a encontrar bifurcaciones, y enseguida me di cuenta de que no me había equivocado. El laberinto estaba dibujado como una especie de árbol donde el tronco era la entrada en la que nos encontrábamos, cuando avanzabas desde la salida hacia la entrada en cada ramificación las posibilidades eran muchas, pero cuando lo hacías al revés en cada encrucijada sólo había una.
Sé que ahora me llamarás hijo de puta, pero tienes que entender lo desesperado que estaba… En ese momento no se me ocurrió nada mejor. Mientras Jasón se volvía a Barcelona para comprar todos los cachivaches necesarios, Carlos y yo nos dedicamos a descifrar el complicado laberinto que nos tenía que llevar hasta la fortaleza. La entrada se encontraba a unos dos kilómetros al oeste, en un pequeño cañón seco lleno de maleza. Teníamos tiempo, nuestra idea era meternos en el laberinto con unos perros que habíamos comprado por los alrededores. Cada vez que llegábamos a una encrucijada soltábamos a un perro en uno de los túneles, como el perro no era nuestro no tenía ningún reparo en largarse e internarse en el laberinto. En alguna ocasión oíamos un ruido sordo seguido de sus aullidos agonizantes. Estaba tan preocupado por lo que pudiera pasar entre esos muros de barro, que te prometo que no sentí ningún tipo de remordimiento, y tengo que reconocer que todavía hoy no lo siento, al menos por eso. Al final, y exceptuando un pequeño accidente que habría podido ser mortal, con una trampa que el peso del perro no activó, pero el mío sí, todo fue bien, y sólo ocho perros perdieron la vida. Al cabo de tres días teníamos un plano detallado del laberinto, al menos del camino que nos tenía que llevar hasta las mazmorras.
Al día siguiente llegó Jasón con todo el material electrónico necesario para tenernos controlados desde fuera en todo momento, así podría provocar maniobras de distracción en caso de necesidad. Ibrahim nos había dibujado un plano bastante detallado de cómo estaba la fortaleza cuando él la habitaba, seguramente muy diferente de como es hoy, pero siempre es mejor eso que nada. También, y gracias a un amigo de Carlos que organizaba viajes en globo por el desierto, pudimos echarle un vistazo desde el aire. Jasón, al verlo desde allí, se alegró bastante, ni Carlos ni yo vimos nada especial, pero el detective nos explicó que tal como sospechaba, la seguridad exterior estaba tan bien organizada que habían descuidado la interior. No contaban con que nadie consiguiera penetrar en la fortaleza.
Por fin llegó el momento. Habíamos estado horas debajo de esa losa, a escasos centímetros de ese secreto guardado tan celosamente y ya era el momento de penetrar en él. Aproximadamente a la una y media colocamos el gato hidráulico y sobre éste un puntal apoyado en la losa que quedaba en el techo. Pese a que movimos la palanca del gato con toda la suavidad de que fuimos capaces la losa al ceder hizo un ruido, que en el silencio de la noche, nos pareció atronador. Estábamos convencidos de que habíamos despertado a toda la fortaleza. Cuando sacamos la cabeza por el agujero que se nos había abierto el paisaje empezó a desgranar su terror. La mazmorra había sido pintada toda de blanco directamente encima de las viejas paredes. Todo estaba oscuro, sólo un pequeño piloto rojo lucía encima de la puerta. Alrededor de por donde nosotros emergimos se extendían unos grandes colchones azules, encima de ellos los ojos de unas veinte chicas desnudas brillaban a la luz de nuestras linternas en la oscuridad. Debían de tener entre catorce y veinticinco años, llevaban la cabeza afeitada y no parecían asustadas. Me acerqué a una y le pregunté quién era, no me respondió, sólo me siguió mirando con sus ojos vacíos. —¿Qué, no me entiendes?. —le volví a preguntar, pero nada. Lo intenté con otras con el mismo resultado, silencios y miradas huecas. Durante un rato discutimos con Carlos sobre si las sacábamos de allí o no. Al final la decisión la tomé yo, Carlos se quedaría con ellas intentando averiguar algo y yo seguiría con mi objetivo inicial. La puerta estaba abierta y daba a un pasillo largo que se extendía escasos metros hacia la izquierda, pero que hacia la derecha se perdía en la oscuridad. Obviamente me decidí por la derecha. Tengo que reconocer que estaba aterrado, el pasillo debía tener aproximadamente unos ciento cincuenta metros, a medida que avanzaba iba encontrando a cada lado habitaciones, réplicas exactas de la que habíamos visto al llegar, todas blancas y todas llenas de chicas jóvenes, desnudas y con miradas secas.
Crucé una puerta que había al final con la esperanza de aliviar mi mente de ese paisaje, pero no hizo más que empeorar. Aparecí en una habitación grande y oscura con muchas camas. En la puerta que acababa de traspasar un letrero rezaba «En limpieza.» Las camas eran blancas, las típicas de hospital antiguo. En ellas había colgados unos carteles, en algunos se podía leer, tres meses, cuatro meses, y lo mismo hasta ocho meses. Hice fotos de todo, de los carteles, de las mujeres que dormían, algunas de las cuales, las de más meses, estaban atadas a la cama, de las chicas en las celdas que vi al entrar, de todo. Crucé la puerta al final de la gran sala, desde ahí subí por una escalera hacia el siguiente piso. Me movía con todo el sigilo del que era capaz, por ahora no me había encontrado a nadie, pero esa suerte estaba a punto de acabarse.
En el piso siguiente un hombre vestido de celador se reía delante de un televisor. Estuve dudando durante unos minutos, podía intentar noquearlo, pero no creía que fuera tan fácil como en las películas. Por otro lado, también podía directamente intentar matarlo, pero la idea no me hacía mucha gracia. Me acerqué un poquito más, estábamos en una pequeña sala en la que unas enormes ventanas se repartían a ambos lados de una puerta. Por las ventanas no se podía distinguir muy bien lo que había al otro lado, sólo se veía una enorme sala iluminada por pilotos rojos llena de una infinidad de algo parecido a urnas de cristal, que yo deduje serían incubadoras. Eso me hizo decidirme, ese hombre no podía ser inocente. Me abalancé sobre él y le agarré fuerte por el cuello, de algo tenían que servir seis años de judo. Estrangular a alguien resultó mucho más difícil de lo que yo había imaginado. Creo que tardó casi unos veinte minutos en morir. Después de matarlo y antes de entrar en la sala me recosté un par de minutos contra la pared. Estaba hasta arriba de adrenalina, incluso me temblaban las manos, necesitaba calmarme, recuperar el control. Le miré, el hombre estaba doblado sobre sí mismo como un muñeco de trapo que se ha caído de una estantería. Pensé que lo que hacía cinco minutos era un ser vivo que se reía, comía y tenía miedo, ahora sólo era un montón de carne, vísceras y huesos en una bolsa de piel. También pensé en todos los seres que ese hombre había convertido en sacos de piel y… te lo juro, no sentí pena ni remordimiento.
Me daba miedo por lo que me podía encontrar, pero al final entré en la sala… Mientras le hacia fotos a todo no podía parar de llorar… Si lo hubieras visto, era terrible. Cada incubadora tenía colgada una libreta. En ella se especificaba con toda claridad el tipo de experimento y para quién se estaba haciendo. En esa sala casi todos eran míos, pero en las siguientes, donde los niños ya eran más mayores, había de muchas más empresas e incluso de los ministerios de defensa de algún país. Eran cientos de niños, desde cero a unos quince años, usados para hacer experimentos. Vi a bebés que no tendrían un año diseccionados como ranas, con sus pequeños corazones latiendo… abrí un contenedor en el que ponía «Fallos» y estaba lleno de niños muertos apilados como cachos de carne en un congelador. Llené ocho gigas de fotografías y vídeo. Luego salí corriendo de allí con la esperanza de que con ello borraría esas imágenes de mis retinas… pero no fue así. Lo cerramos todo y contamos con que las chicas estuvieran tan drogadas que no pudieran contar nada. Sólo les dejábamos un cadáver, que al no tener constancia de que nadie hubiera entrado ni hubiera salido les iba a desorientar más que otra cosa. Cuando después, ya en Zagora, vimos las imágenes, tanto Jasón como Carlos palidecieron, yo ni me las miré, sólo podía ver ese container de niños muertos como si fueran trapos en el cubo de la ropa sucia… sólo podía llorar. Jamás me imaginé que pudiera existir lo que acababa de ver. Era una granja de humanos. Se reclutaban chicas excluidas socialmente, se les daba algún tipo de droga mientras por otro lado las dejaban bien sanitas para embarazarlas y así tener experimentos más puros. Los niños que nacían no existían en ninguna parte, no constaban en ningún padrón, sólo eran ratas de laboratorio, y si alguna vez los familiares o alguien hubiera reclamado a las chicas… Me apuesto lo que quieras a que éstas no serán capaces de recordar nada de su etapa en la fundación.
He puesto en manos de los periódicos suficiente información, fotografías, videos y documentación como para meterlos a todos en la cárcel. Mañana todo va a explotar, pero cuando esto suceda nosotros ya estaremos lejos.
—¿Nosotros?
—Sí, Irina y yo.
—¿Irina también se va?
—Claro, en cuanto mañana por la mañana los periódicos pisen la calle, y aunque nuestros nombres no aparezcan, a la Manfer no le va a costar mucho atar cabos. Tanto Irina como yo estaremos condenados a muerte.
Raúl había permanecido impasible mientras un vendaval de pasiones enfrentadas le hacía bailar el alma como una veleta en medio de una tormenta. En un primer momento se enfrentaron la preocupación y la alegría. Sabía que algo grave, muy grave, le tenía que estar sucediendo a su amigo para que hubiera tomado la decisión de abandonarlo todo, pero por otro lado estaba Irina y el amor no correspondido que sentía por ella. Aunque nunca Irina se lo había confesado, él tenía claro que el obstáculo que se interponía entre ellos dos se llamaba Daniel. La pérdida de su amigo, aparte de acarrearle una gran tristeza, le allanaba el camino con Irina. Esa alegría era una alegría afilada y venenosa que se le clavaba en el corazón en forma de remordimiento. Luego llegó la revelación, por mucho que hubiera imaginado, jamás se le hubiera ocurrido lo que le estaba sucediendo a su amigo. Era algo que escapaba del concepto de desgracia personal y eso hizo que la daga de su remordimiento se retorciera un poco más en su corazón. Durante toda la historia se había estado preparando para perder a su mejor amigo, pero al final con muy pocas frases éste le robó también a la mujer que amaba.
—No te la puedes llevar —le imploró.
—No hay más remedio, Raúl, si se queda aquí morirá.
—¿Por qué la tuviste que meter en esto? No tenías derecho —le dijo iracundo mientras se ponía de pie.
—No tuve más remedio, si de mí hubiera dependido jamás la hubiera mezclado, pero eran niños los que podían estar muriendo. ¿Lo entiendes? No podía elegir.
—Podrías haber elegido tener menos soberbia. Tú te crees muy especial. Daniel, el súper genio; el salvador del mundo; el que iba a dar el gran salto; el humano que por fin superaría a Dios. Quizás es cierto que al final no pudiste elegir, ya era demasiado tarde, pero no te equivoques Daniel, sí que había elección, siempre la hubo.
Daniel, lejos de responderle, empequeñecía por momentos. Nada de lo que le estaban diciendo era nuevo para él. Esas mismas frases se repetían una y otra vez en su mente, todos los días, todas las noches, todas las horas. Pero, pese a los cinco kilos de arena que le parecía en ese momento haberse tragado, su mente analítica no podía dejar de analizar las verdaderas razones por las cuales su amigo le estaba torturando.
—¿Por qué me estás haciendo esto, Raúl? Todo lo que dices es cierto, asquerosamente cierto. Creo que me conoces lo suficiente como para darte cuenta de que yo no soy de los que se engañan para ser más felices. ¿Pero por qué tú, que se supone eres mi amigo, hurgas con esa mala leche en mi herida? No lo entiendo, Raúl.
—Tú te crees la víctima, pero en realidad eres el verdugo  —respondió él.— Víctima es Irina que sin tener nada que ver tiene que abandonarlo todo. Víctimas son también cientos de niños que lo que han conocido de la vida es sólo agonía, y víctima soy yo, que sin enterarme de nada lo he perdido todo, a mi mejor amigo y a la mujer que amo. ¡Y todo por tu soberbia!
Daniel guardó unos segundos de silencio. —¿Estás enamorado de Irina?
—Sí, sí que lo estoy, desde el mismísimo día en que me la presentaste.
—Pero ella no te ama, le respondió Daniel.
—Claro que no, está enamorada de ti.
—¿De mí?
—Sí, de ti. Deberías bajar de vez en cuando de esas alturas en las que habitas y te darías cuenta de lo imbécil que puede llegar a ser un genio. ¿Qué, ya te has liado con ella? Sí, no me pongas esa cara. Tú me lo has dicho… Cuando se quedó en tu casa…
—¿Yo, con Irina? —Daniel pensó en su amiga y en todo lo dicho por Raúl esa tarde, también encajó en el rompecabezas unas cuantas piezas del pasado y lo comprendió. Se dio cuenta de que todo era una cuestión de celos. Su amigo no le odiaba; no pensaba que él fuera un monstruo; no le hacía responsable, sólo estaba celoso. Toda la angustia de los últimos momentos, toda la tensión se relajó de un mazazo. Quizás fue por el estrés y la culpa acumulados durante los últimos meses o quizás por algún extraño resorte interior, no lo sé, el hecho es que no se pudo reprimir y una sonora carcajada estalló desde su interior. Cuando Raúl en pleno apogeo de su resentimiento vio a Daniel partirse de risa un calor intenso le subió desde los pies y las manos hasta la cara.
—¡Que te calles! —Le gritó con toda la ira que tenía acumulada en el cuerpo, pero él no le hizo ningún caso y siguió riendo como un loco. Raúl se abalanzó sobre él y le empujó rabioso mientras le volvía a chillar —¡que te calles!
El empujón lanzó a Daniel hacia atras, justo hacia donde estaba el precipicio. Raúl tardó una fracción de segundo en darse cuenta de lo que iba a suceder y se lanzó a coger a su amigo. Daniel, en cuanto se percató de la dirección en la que estaba perdiendo el equilibrio, también comprendió en seguida que iba a morir. Raúl consiguió agarrarle los brazos, pero ya era demasiado tarde y Daniel advirtió rápidamente que se iban a ir los dos para abajo. El forcejeo duró un instante en el que Daniel consiguió zafarse de su amigo y así salvarle la vida, pero él cayó los cuarenta metros que le separaban del suelo. Raúl, por su lado, se quedó de rodillas, en el borde, con el rostro pálido, la mandíbula desencajada y un solo pensamiento que sonaba lento pero, atronador, he matado a Daniel… He matado a mi mejor amigo.

Capítulo 6

La tormenta les aísla y la eternidad les acecha…
han empezado a morir…
y tienen miedo.

Unas horas, antes Gabriel se paseaba despacio por el vestíbulo escuchando cómo ladraba la tormenta detrás de las puertas y ventanas de la casa. Él se lo había prometido, llámala y ella acudirá, y allí estaba, surgida de la nada como una banda sonora, sólo que esto no era una película, era real, tan real como la muerte. Uno detrás de otro, arrastraba con parsimonia los pies por el suelo mirándose las manos en la oscuridad. Notaba el poder dentro de ellas y le asustaba, pero ahora el miedo ya no servía, era demasiado tarde, para ser exactos, veinte años tarde. Pero esto no es justo, maldecía chillando en voz alta, pero sus nuevos poderes apagaban sus gritos. Yo no tuve elección, yo no elegí nada, no elegí ser como soy, no elegí a mi padre y no elegí que esa mujer desembarcara en la playa esa mañana. —Hola bonito, cómo te llamas —le dijo a un Gabriel de doce años, pero él no contestó, primero porque por esos tiempos sólo hablaba griego y no comprendió lo que ese ser hermoso le había dicho, y lo segundo, que aunque lo hubiera entendido, no habría sido capaz de articular palabra. La chica se rió ante el estupor que había provocado en Gabriel y sus amigos, y se estiró boca abajo en la arena.
Ella no sabía la revolución que se acababa de iniciar, no sólo en la mente de esos chavales, sino en toda la gente de la isla en general, porque ella iba desnuda, bueno, en realidad llevaba un pequeño tanga que le caía por las caderas y que dejaba vislumbrar una fina capa de vello púbico, pero para los hombres de esa pequeña isla del Egeo, que cuando le veían los tobillos a una mujer corrían a la iglesia a confesarse, esa mujer no iba desnuda, iba desnudísima. Era una isla de gente sencilla y trabajadora, hombres y mujeres temerosos de Dios que repartían sus horas entre la pesca, sus quehaceres diarios y la iglesia ortodoxa. Su vida era dura y la libertad un concepto vago y abstracto que se mencionaba de vez en cuando en la Biblia. El mundo para ellos no era plano ni esférico, era un trozo de roca de forma pentagonal con un gran cráter en el centro y rodeado de mar al que ellos llamaban hogar. Claro que sabían que existía más gente viviendo en otras islas y otros continentes, pero para ellos esas personas no eran más tangibles que lo que hubiera podido ser Darth Vader para un occidental de hoy. A priori, un mundo así nos podría parecer claustrofóbico y alienante, pero no lo era, simplemente porque no había referencias, en Pargos todo era de la única manera que podía ser, o al menos así lo entendían sus habitantes que en ausencia de cualquier referente se consideraban a sí mismos seres muy felices. Pero todo cambió esa mañana a mediados de los setenta. Quién hubiera imaginado que debajo de tanta ropa hubiera algo tan bello. Gabriel se preguntó si serían así todas las mujeres cuando se desnudaran, el tiempo le enseñaría que no.
Él y sus amigos se quedaron toda la mañana en la playa mirando embobados a esa preciosa mujer. A ella no sólo no parecía importarle sino que le agradaba porque no paraba de sonreírles. Hasta que llegó su padre… No le dijo nada a ella, pero su mirada contenía tal carga de ira que la mujer se asustó, se metió en el agua y nadó hasta su velero donde un hombre, también prácticamente desnudo, la estaba esperando. ¿Y Gabriel? Gabriel fue arrastrado por la oreja los quinientos metros que separaban la playa de su casa, donde su padre le sacudió con una vara de avellano hasta que la sangre le salpicó la cara. No sé si fue crueldad o miedo lo que hizo que ese hombre se ensañara con su hijo de esa manera, él se dijo a sí mismo que lo hacía para alejarlo del demonio y del pecado, que más valía que hoy sufriera un poco, a que se quemara eternamente en el averno. Pero no sirvió de mucho, porque ese barco sólo fue el primero. Lo que a sus habitantes sólo les parecía una playa, una montaña o un cráter, para los extranjeros era el paraíso. Muchos en la isla vieron en ello oportunidad de negocio, y pronto estuvo llena de visitantes, música y drogas, eran los felices setenta, paz, amor y florecitas, los hippies invadieron la isla para beneficio de unos y desconsuelo de otros. Para Gabriel ese momento fue la puerta del infierno, porque desde ese día hasta que abandonó Pargos para ir al seminario en Atenas, todo fue miedo y palizas. Su padre no aceptó el cambio y luchó contra él a través de su hijo. En su espalda están todavía hoy las marcas que un día fueron dolor en el nombre de Dios. Qué podía hacer sino odiarle, cómo iba a hacer otra cosa que no fuera maldecir a Dios, él le había destruido la infancia. No es justo, volvió a chillar con todas sus fuerzas, pero otra vez sus poderes actuaron y el silencio de la tormenta no se rompió. Se apoyó en la pared y se dejó resbalar por ella hasta quedar sentado en el suelo, y esta vez en silencio, casi en un susurro, dijo —no le maldije, ojalá lo hubiera hecho, le negué, ese fue mi pecado, le negué, y no sólo eso, participé en esta ofensa, la más grande que se le ha hecho nunca a Dios. Cuando Babel osó intentar ver el mundo como lo veía Dios, éste los destruyó por su desfachatez, ¿qué sufriremos nosotros que no sólo lo hemos pretendido sino que lo hemos logrado? ¿Cuál es nuestro castigo, Señor? será cruel y teatral, como a ti te gusta Señor, como siempre lo has hecho, digno de ser contado. Morirán uno a uno. Todos sufrirán tu ira, Señor, y yo más que todos ellos por que yo los amo, son mis amigos… y los voy a matar.
Guillermo dormía placidamente cuando una voz le despertó, alguien le llamaba, no era un grito, pero sonaba fuerte e imperativo. Se levantó atontado de la cama preguntándose qué pasaba. Reconoció la voz, era la de Gabriel, pero algo fallaba, el volumen, es el volumen lo que falla, pensó, y era cierto, el volumen era demasiado alto para no ser un grito. Estaba desconcertado, salió al pasillo buscando una respuesta, pero todo estaba a oscuras, encendió la luz y nada, vacío, miró en la habitación continua que era la de Gabriel, pero no había nadie, sólo una voz que le llamaba. —¿Cómo puede ser que no lo oigan? —Esperó un momento a ver si alguna cabeza asomaba por alguna de las puertas, pero nada, sólo la voz de Gabriel que le llamaba. Venía de abajo, eso lo tuvo claro desde que puso un pie en el suelo. Con cautela bajó las escaleras hasta el primer piso y se detuvo, desde allí se podía ver, abajo, todo el vestíbulo, y en él la puerta abierta del comedor. La luz del vestíbulo estaba encendida, porque iba con la de la escalera, y la del comedor apagada, sin embargo, la sensación era de que era la oscuridad del comedor la que invadía la luminosidad del vestíbulo, y no al revés, que sería lo natural. Le daba miedo. Sabía perfectamente que la voz salía de allí. La tormenta soplaba fuerte en el exterior aullando con fuerza al topar con las chimeneas. —Joder, me estoy cagando vivo —dijo para él en voz muy baja. Pero pese a esa sensación siguió bajando las escaleras, en el fondo era Gabriel el que llamaba, no podía ser nada malo. Esto lo decía intentando esconder que cada escalón que libraba se ponía más nervioso y su terror crecía. —Mierda, me he pasado cinco años en esta casa, debo haber bajado mil veces a la cocina por la noche, no voy a empezar a tener miedo ahora que ya nos vamos, parezco un crío.— Esas auto-palabras le hicieron acelerar el paso, no quería admitir de ningún modo que pudiera tener miedo, pero eso no evitó que se detuviera justo en el marco de la puerta. Era cierto, una cuña de oscuridad atravesaba la puerta manchando la claridad del vestíbulo. Se dio cuenta de que le temblaban las manos y eso le hizo sentir fatal, no podía ser, ese miedo era irracional. Sintió vergüenza de sí mismo y de su pánico, y como el que salta a una piscina de agua helada cruzó el portal de la puerta. Buscó el interruptor de la luz, pero éste no funcionó.
—¡Guillermo! —Guillermo se giró.
—¿Gabriel?
—¡Sí!, ven.
Guillermo lo vio perfectamente, no estaba iluminado, la oscuridad era absoluta, pero lo vio. Se acercó despacio y esta vez se asustó de verdad, ya no había vergüenza que valiera y la razón era un viejo recuerdo, sólo un sentimiento de pánico absoluto le golpeaba con fuerza las puntas de los dedos.
—¡Guillermo, ven! —dijo Gabriel, y entonces éste se dio cuenta de que ni tan siquiera movía los labios. Se giró y se lanzó hacia la puerta, pero sólo consiguió chocar contra la pared, retrocedió y contempló aterrorizado que allí no había ninguna puerta. No pensó, no podía. Miró al otro lado, vio que la puerta de la cocina todavía existía y corrió, corrió todo lo que pudo hacia ella. Chocó contra un banco con la cadera, el golpe fue terrible, pero ni siquiera sintió el dolor. Sólo veía la puerta en la oscuridad. La voz de su instinto le decía que era su única posibilidad de sobrevivir, pero no llegó, algo, una fuerza, o quizás el aire se volvió denso a su alrededor, no lo sé, pero algo lo detuvo, lo alzó en el aire y lo lanzó con fuerza contra la pared.
Él quedó allí, de pie, atenazado por el pánico, buscando desesperado una salida. Gabriel se levantó, lento y tranquilo caminó hacia él. Guillermo se puso medio de lado, dobló las piernas sin llegar a caerse y se protegió la cara con las manos.
—A dónde quieres ir, iluso. No ves que no puedes huir de mí.
Guillermo no era un tipo fuerte ni tampoco demasiado alto, sin embargo era sustancialmente más alto y más fuerte que Gabriel, pero eso, en ese momento, no se notaba, no sólo eso, Gabriel realmente parecía un gigante orgulloso de su estirpe al lado de un Guillermo contraído como un niño esperando un tortazo.
—Has pecado, Guillermo, lo sabes ¿no?
—Qué dices Gabriel, déjame ir, tengo mucho miedo.
—¿Miedo?, ¿de qué?, ¿de mí? —y rió contenidamente—. Pobre Guillermo… haces bien en tener miedo, porque vas a morir. Pero no es a mí a quien tienes que temer.
—¿Hay alguien más? ¿Me va a matar él? ¿Quién es? ¿Dónde está?
Gabriel sonrió —sí Guillermo, hay alguien más, el que siempre ha estado y siempre estará, pero no va a ser él quien te va a matar, lo voy a hacer yo, es a mí a quien me ha encomendado esa tarea.
—¿Quién?
—Dios.
—¿Dios te ha encomendado matarme?
—Sí, a ti y a todos los demás.
—No puede ser, Dios es bueno, Él no te ordenaría una cosa así.
—Dios, ¿bueno? ¡ja! Como le puedes llamar bueno a un ser que ha sepultado ciudades enteras bajo las llamas, que hizo morir a miles bajo las aguas, que obligó a su mejor sirviente a sacrificar él mismo a todos sus hijos, que hizo creer a un pobre desgraciado que era su hijo dándole poderes para luego dejarlo agonizar en una cruz hasta la muerte. ¿Has leído la Biblia, Guillermo? —Guillermo lo miraba con pavor y no contestaba, cosa que a Gabriel no pareció importarle—. Pues si la has leído, dime, ¿cuáles son los crímenes del diablo? ¿Cometió éste acaso en algún punto de la Biblia alguna obra remotamente más cruel que éstas? No, no lo hizo. No lo hizo porque no existe. Quién necesita al diablo teniendo a un dios como el nuestro.
—Y entonces ¿por qué le obedeces?
—A Dios se le debe obediencia, Guillermo.
—¿Obediencia? Pero si le odias.
—Y cómo no le voy a odiar, mira que está haciendo, mira que me está haciendo hacer. Yo le conozco, sé lo que es, y si tú le conocieras también le odiarías. —Se hizo un silencio largo y tenso.
Guillermo le miró a los ojos y le dijo —¿Debo rezar?.
—No te servirá de nada, tu sentencia ya es firme. Pon en orden tus cosas, piensa en algo bonito por última vez.
—Pero qué dices, Gabriel, no puedes matarme, somos amigos —imploró.
—¡Te he dicho que pienses en algo bonito!
—Por favor Gabriel, no puedo pensar en nada ahora, sálvame.
Gabriel hizo un pequeño gesto con la cabeza y a Guillermo se le petrificó el rostro. Justo delante de ellos apareció Laura delante del espejo acariciándose los pechos y metiéndose los dedos en el coño. Era esa imagen que él tantas veces había visto y que tantas veces había disfrutado, pero ese no era el momento.
—Pero qué hijo de puta eres.
—¿Qué, te creías que no lo sabía?
—Estás loco. Estás como una puta cabra.
—¿Loco? ¿Temerías a un loco como me temes a mí? ¿Tendría un loco tal poder? —y levantó la mano con fuerza como golpeando el aire, y una llama se encendió en la palma de su mano—. ¿Qué? No puedes apartar la vista de ella, ¿eh? Vas a morir como viviste, como un voyeur pervertido.
La llama saltó de su mano y corrió por el suelo dejando una línea de fuego hasta Guillermo que se incendió como si fuera un espantapájaros. El fuego empezó a azotar sus nervios y el dolor se hizo insoportable. Quiso tirarse al suelo y esconder la cabeza entre las manos, pero no pudo, estaba paralizado. Intentó cerrar los ojos, no la quería ver, pero estos no se cerraron. El olor a carne quemada le embotó la nariz. Los gritos surgían en silencio de su garganta mientras Gabriel se lo miraba impasible sentado en una mesa y Laura emitía gemidos de placer.
—¿Qué, nunca lo habías visto a tamaño real y en 3D, ¡eh!? Pues ella lo sabía. Sabía que tú la mirabas, lo supo desde el primer día. Se pasa el día pegada a ese ordenador curioseando en los ordenadores de los demás. Lo sabía, Guillermo. Siempre lo supo —pero él no se movió. El dolor le arrancó la vida con cruel lentitud y allí sólo quedó un trozo de carne chamuscada, de pie, con los ojos abiertos. Guillermo ya no estaba, se había ido, pero se fue sabiéndolo.
—Me está sonriendo —pensó. La imagen chamuscada con los ojos abiertos y enseñando los dientes por la ausencia de labios era espantosa, sin embargo Gabriel estaba descubriendo en ese momento algo que le aterraba, y no era el hecho de haber torturado y asesinado a alguien a quien llamaba amigo. Lo que le estaba asustando de verdad era el placer, le había dado placer matarlo, y para eso no estaba preparado. Todo ese poder que ahora sentía como se le derramaba de las manos le asustaba. Quizás después de haber sido víctima durante tanto tiempo ahora le regocijaba el hecho de ser él el castigador.
—¿Qué temes, Gabriel? —se dijo— lo que le dijiste a Guillermo también vale para ti. Tus cartas están echadas, si existe el infierno tú lo vas a conocer, y si no existe tu final será terrible porque a ti te matará Él. Por qué temer este último don, por qué sentir remordimientos ahora, si disfrutas matando y haciendo daño, mejor. Ya que va a ser lo último que hagas, hazlo bien. Además, si hay alguien en este mundo que se merezca ser un psicópata eres tú —y se rió, porque todo esto se lo estaba diciendo en voz alta—. Estoy loco, es obvio, me estoy hablando a mí mismo en segunda persona. Guillermo tenía razón, estoy como una puta cabra —y soltó unas sonoras carcajadas mientras pensaba en el enorme placer que daba la libertad de la locura. Disfrutaré con esto, lo haré bien. —Se giró y miró la imagen de Laura todavía masturbándose ante el espejo—. Y a ti… a ti te voy a follar —le acercó la mano como para tocarla, pero ésta penetró dentro de su cuerpo como si éste fuera agua, hizo un gesto despectivo y ella desapareció.
Subió con tranquilidad las escaleras hasta su habitación. Al entrar se miró las manos y descubrió que ya no tenía miedo, sabía que los iba a matar a todos y este pensamiento le llenó de serenidad. Entró en la habitación, se sentó en su butaca y cerró los ojos. Los minutos se fueron amontonando uno encima de otro hasta que hicieron una hora, la torre se desmoronó y Gabriel abrió los ojos. Es el momento, y un rayo cayó como un mazo sobre la casa y todo tembló. Todos salieron corriendo al pasillo preguntándose qué había pasado, no había luz, y Toni estaba preocupado por la autonomía del ordenador, así que buscó a Guillermo, pero no lo encontró hasta un rato después en el comedor. Fue allí donde Gabriel le detuvo el corazón a Héctor.
Entre sus nuevos poderes se encontraba el de ver dentro de la mente de los hombres y poder infundir sensaciones, así que por si no había bastante con la imagen del pobre Guillermo allí plantado, como un churrasco pasado, mirándolos a todos, Gabriel desplegó una pequeña tiniebla de terror. Su sorpresa fue descubrir que tres de sus compañeros eran inmunes a ella. Tanto Ricardo, como Toni, como Domingo parecían ofrecer una resistencia inconsciente a cualquier tipo de control. Pensó en sondear su mente buscando cuál era la característica que los hacía diferentes, pero decidió no hacerlo, antes de que todo esto empezara ya había pasado por delante de las habitaciones de sus compañeros y los había sondeado a todos, bueno, a todos no, cuando entró en la mente de Ricardo le invadió un miedo y una angustia que no había imaginado que existieran y se retiró enseguida asustado, lo atribuyó a la falta de control de sus nuevos poderes y decidió sondearlo más tarde, pero pese a estar convencido de eso, ese recuerdo le hacía evitar inconscientemente cualquier acercamiento mental a Ricardo.
Ya en el gimnasio, Gabriel se separó de los otros tres y desde una esquina, sentado en el suelo, emitía algo que sin ser definible como nada estaba provocando en ellos una especie de narcosis, muy suave al principio, pero que crecía lentamente, y que amenazaba con llevarlos pronto a la locura. Martín daba vueltas nervioso, Laura se acurrucaba en una esquina y Marga escudriñaba su cara en el espejo. Gabriel los miraba y sonreía, todo iba bien. Cerró los ojos y puso las palmas hacia el techo, respiró hondo y se concentró en Salaf.
Arriba, Domingo descolgó el teléfono y marcó el numero de la central de la Jáber, allí le pondrían con la policía.
—Un momento por favor.
Él iba a decir —Es urgente —pero no tuvo tiempo, saltó la musiquita, la chica de Ipanema versión xilofón. No calculó el tiempo que estuvo a la espera, pero después de lo que a él le pareció una eternidad decidió colgar y volver a llamar. Colgó y cuando se giró para comentárselo a su compañero encontró a éste de pie, junto a él, con una lámpara de mesa en la mano y mirándolo furioso.— ¿Qué pasa Salaf?.
—La dejaste tirada, con una niña, en la miseria, mientras tú escapabas a este mundo de vanidades ellas han crecido entre delincuentes y prostitutas. ¿Qué futuro les espera? ¿Cómo pudiste hacerlo? Eres un cerdo.
A Domingo se le encogió el corazón y la angustia le atenazó los pulmones impidiéndole respirar, lo que más temía en el mundo al final había sucedido, pero ahora, ya liberado de su secreto, se sintió libre, por primera vez en mucho tiempo no tuvo miedo. Fue como un telón que caía de repente y dejaba al descubierto el verdadero paisaje, la angustia, la añoranza y el remordimiento. ¿Cómo lo sabía? ¿Quién se lo había dicho? No era posible, la mansión desapareció, sus amigos se esfumaron, y sólo esa imagen que todas las noches le atormentaba se le hizo real, pero esta vez no era un recuerdo, se sintió allí, en el portal de su casa, una roída chabola en el campo de la bota, estaba vacía, no habían dejado ni las ventanas. Nunca había sido gran cosa, cuatro ladrillos mal amontonados y un poco de uralita para el techo, pero hubo un día en que a esos ladrillos mal puestos les llamó hogar y ahora, sentado en un trozo grande de «runa», lo miraba todo en silencio. Señor, debería usted salir de la chabola, dijo un hombre con un casco de obra amarillo. Sí, ahora salgo. Domingo no lloraba, pero algo le apretaba fuerte el pecho. Puso la mano plana sobre él y la cerró con tanta fuerza que sus uñas se le quedaron marcadas durante días. Se levantó manteniendo el puño apretado con fuerza y al salir, en la puerta, lo aflojó con delicadeza y liberó su corazón. Abrió la mano con suavidad y la posó plana en una de esas paredes mal enyesadas. Lo dejó donde él quería estar, en su hogar. Ya la suya era de las últimas que quedaban en pié. Con su buen hablar y sus modales refinados no le costó hacerse pasar por un funcionario del ayuntamiento. Nadie sospechó que él era uno de los antiguos habitantes de ese barrio que tenían prohibido el acceso.
Dos excavadoras se ensañaron con esa humilde chabola, pero para él fueron dos enterradores echando sincrónicamente paladas de arena sobre la tumba de un amado, porque allí, bajo esa montañita de escombros, Domingo dejaba enterrado su corazón. Se giró, miró a su alrededor y cientos de montañitas como la suya se esparcían ordenadamente por todo el campo, les faltan las cruces blancas, pensó en ese momento, y se prometió a sí mismo no volver a pisar jamás un cementerio. Cuántas historias habían nacido y vivido en esas piedras. Ese día, la ciudad enterró una parte de su realidad para construir un gran decorado de ficción urbanística. Allí en esas piedras jugaron niños, hijos de trabajadores, que crecieron y se hicieron revolucionarios, forjaron leyendas y orquestaron revoluciones, pero fueron vencidos y allí, en el mismo campo en el que jugaron de pequeños, a muchos les dieron muerte, fusilados contra sus paredes.
Luego llegaron ellos, venían del sur, casi siempre vienen del sur, e hicieron de este lugar su hogar, un hogar sucio y duro, pero un hogar al fin y al cabo. Hoy todo este tiempo hecho de realidad yace sepultado por un enorme decorado de colores. Domingo años más tarde pensó en que quizás no era una tumba muy digna esa del «Forum» para tantos muertos que causaron, primero las balas y la política, luego la heroína, la miseria y la falta de higiene, pero, quién era él para acusar de falsedad a unas cuantas toneladas de hormigón cuando su propia vida había sido siempre una pantomima. Bajo ese teatro de utopías huecas yacía ahora todo lo que le quedaba a Domingo de verdadero, ya sólo se veía como un personaje de ficción, un dibujo animado, muy bien hecho, que se las daba de real.
Tantos años fingiendo y ahora le habían descubierto, ¿cómo podía ser? Pero no pudo seguir preguntándoselo porque Salaf levantó la mano y descargó la lámpara sobre la cabeza de Domingo con toda la ira que su visión le había contenido en el cuerpo. Éste, lejos de intentar esquivarla o detenerla, postró la cabeza buscando el golpe que al fin le liberaría de su mentira. A Salaf el impacto le salpicó la cara de sangre, aunque éste ni tan siquiera se dio cuenta, cegado como estaba por la verdad que se le había revelado sobre su amigo. Cuánta mentira cabía en una sola persona. Y él que le creyó siempre. —¿Cómo va la familia? —le preguntaban todos.
—Bien —contestaba él, qué mentiroso, los abandonó, sin decir nada, simplemente un día se fue porque se avergonzaba de ellos. Los dejó tirados en una cabaña, sin agua corriente, sin cloacas, viviendo entre la mierda, rodeados de «yonkis» y delincuentes. Le había visto cómo mentía y mentía en la escuela durante años sobre su familia. Luego llegó Sara, bueno, ella siempre estuvo allí, viéndolo pasar por las mañanas bien vestido. —¿Cómo etá maetro? —le saludaba riendo y él le devolvía una sonrisa y la cautivaba pérfidamente con su retórica de escuela fina, como diría ella. Se enamoró de él locamente y éste la dejó preñada. A él le quedaban dos años para acabar la carrera y se lo tuvo que comer, tampoco tenía a donde ir. Así que esa niña vino al mundo, y si hubiera tenido un padre con coraje, lo habría hecho con un futuro por delante, pero a él le daba vergüenza su familia, su hija, su mujer, sus hermanos, sus padres, y en cuanto la Jáber le ofreció cátedra en el Varador no lo dudó y los dejó tirados. Para él, criado en el seno de una familia musulmana, donde la familia era cuna y mundo al mismo tiempo, ese era el más grande de los pecados que un hombre podía cometer, así que le dio una y otra vez con la lámpara hasta caer extenuado al suelo.
Se incorporó llorando como un niño y jadeando como un perro. Miró a Domingo en el suelo, se veía un poco de pelo rizado envolviendo una masa difusa de carne y hueso ensangrentada que hacía cinco minutos era su compañero. Él todavía tenía la lámpara en la mano, la luz que emanaba de ésta hacía brillar la sangre que se extendía espesa y rápida por el suelo blanco. Esa imagen presente de su amigo muerto se mezclaba en su cabeza con imágenes pasadas, momentos y sensaciones que acudían a su mente con tal celeridad que le impedían centrar sus pensamientos, sólo la ira parecía invadirlo todo. Una de esas imágenes que pasaban zumbando como avispas por su mente se detuvo un poco más que las demás, no mucho, pero sí lo suficiente como para frenarle un poco la respiración, luego otra, y otra, se fueron deteniendo ante los ojos de su mente. —¿Dios, qué he hecho?  —chilló con todas sus fuerzas. Sus ojos estaban muy abiertos, casi sin parpadear, pero lo que miraban no estaba en esa habitación. Ahora no veía a Domingo, sino desde Domingo, un Domingo de diez años escondido tras un palé y unos cuantos plásticos. Tenían a su hermano agarrado por los hombros, un hombre alto, moreno y muy delgado se paseaba dando vueltas e insultándole por delante de él. Su hermano lloraba y pedía clemencia. Salaf sentía la desesperación de Domingo ante su impotencia. El alto se abalanza y le clava la navaja en el estómago. Le sueltan y cae al suelo, luego dos de ellos, mientras éste agoniza, se le mean encima riendo.
El primer pensamiento de Domingo es la venganza, pero en seguida se da cuenta de que ha sido la venganza lo que ha matado a su hermano. El Ratón, como le llamaban, se había interferido con unos clientes de los Correas, había habido una pelea, todos sus hermanos más unos amigos por un lado y los Correas por el otro. Fue brutal y sanguinaria, y Riqui, el hermano de uno de los cabecillas de la otra banda, había sido herido de muerte, entre los nuestros nadie falleció, sólo un par de ingresados en la UVI, pero eso era irrelevante, la sangre pedía sangre, hagan juego señores, esto sólo terminará cuando ya no quede nadie… pero siempre quedará alguien, alguien deseando matar a alguien. Y la muerte siguió, ganaron los hermanos de Domingo, pero a qué precio. Cuando empezó todo eran siete hermanos, y ahora sólo quedaban cinco. Domingo supo desde ese día que debía escapar de ese lugar, fuera como fuese tenía que salir de allí. Mátalos le decía su madre al mayor de sus hermanos con los ojos inyectados en sangre, mátalos, pero cómo podía ser que sólo él se diera cuenta de que no eran las navajas ni las pistolas lo que estaba destruyendo a esa gente, era el odio, la epidemia más mortífera que ha asolado la humanidad desde el principio de los tiempos. Una enfermedad que ciega a los hombres y que se contagia a través de la violencia y el miedo, una enfermedad que como las otras tiene mejor caldo de cultivo entre la miseria.
Era su mundo, eso no podía cambiarlo, estaba infectado, y lo estaba infectando a él. Pero encontró un oasis, lejos, en las estrellas. Se escapaba por las noches y caminaba casi dos horas para sentarse en una piedra al otro lado de la montaña, donde las luces de la ciudad sólo eran una bruma en el horizonte. Desde allí el universo se abría ante sus ojos, y el campo de la bota quedaba lejos. Preguntas inútiles se formulaban ante la soledad del firmamento, sin embargo en su inutilidad le llenaban el alma y le daban sosiego. Y así siempre que podía huía hasta su piedra para tomar su dosis de vacuna contra el odio y la desesperación. Allí, esa mirada le alejaba de la falsa justicia humana. En esa mesa de billar infinita nada sucedía porque sí, todo venía de un lugar e iba hacia otro en un sinfín de carambolas, una tras otra, dando lugar al presente. Nada era culpable. Todo tenía una causa y un porqué, pero nada era culpable, y tampoco los humanos, ellos tan sólo son una parte más de la carambola, reflexionaba sentado mirando al cielo, y así, gracias a esas luces perdidas en un tejado lejano, trampeaba el día a día lidiando con el odio y la desesperación de una gente.
Se buscó un instituto lejos del barrio donde jugaba a ser normal, se vestía bien, cambiaba su vocabulario y refinaba sus modales. Después, por la noche, tocaba la realidad, silbar en una esquina mientras sus hermanos reventaban una tienda, o sentarse tranquilo mientras el «yonqui» de turno le amenazaba con una aguja si no le daba todo el caballo.
No todo era malo, estaba Sara, ella le hacía reír. Era hermosa, le quería, pero también fue ella quien le dio la peor noticia de su vida. Era una locura, traer a un hijo a esa mierda de mundo era una irresponsabilidad, pero él vivía arropado por el clan, su madre y sus tíos pintaban mucho más que él en su decisión, así que la niña vio la luz contra la secreta voluntad de su padre. Pero él la quiso en cuanto la vio, tenía los ojos de su madre y sonreía como ella.
Cuando la niña tuvo un año, uno de sus profesores le llamó a su despacho, de entre toda su clase, la Jáber, le había seleccionado a él para una cátedra en el Varador, al oírlo saltó de alegría y apretó con fuerza la mano a su maestro cuando éste le felicitó. Cerró la puerta y salió corriendo por el pasillo. Tenía tres meses para prepararse. Ya estaba harto de tanta mentira, cogería a Sara y a su hija, y las libraría de ese infierno. Juntos vivirían felices en el Varador. Le daría a su familia una vida con la que ni habían soñado. Pero ese día la gran carambola jugó en su contra. Al llegar a casa ya oyó los gritos desde afuera, su suegro salía de la casa, cogía tierra del suelo y juraba mirando al cielo. Él ya conocía demasiado bien esos síntomas, sólo quedaba saber quién había sido el muerto… el hermano de Sara. Ésta chillaba desconsolada. Esa noche habría pelea, la sangre pide más sangre, Sara se acercó a Domingo y, con los ojos inyectados en sangre y su hija en los brazos, le dijo —Mátalos, Domingo, mátalos. —Él no dijo nada, esa noche, Domingo fue y mató con la osadía del que quiere morir, después… después ya nunca volvió a casa. Caminó llorando hasta su piedra, donde la ciudad era un recuerdo, y estuvo allí toda la noche. Por la mañana bajó a hablar con su profesor—. Maestro, querría irme ya.
—¿Esta semana? —le preguntó él.
—No. Ya, hoy, cuanto antes —y delante del profesor se echó a llorar. El profesor no dijo nada, sólo descolgó el teléfono y habló con alguien. Tres horas después Domingo cruzaba el océano rumbo a la Jáber, al bajar del avión un hombre que llevaba el nombre de Domingo escrito en un cartel le preguntó por su familia. Él se rió y le respondió —ya sabe usted, las despedidas siempre son duras, pero yo ya tenía ganas de venir.
—Por romper la monotonía, ¿no? —Preguntó el hombre.
—Sí, claro, respondió él, ya estaba harto de tanta monotonía. —Y lo dijo tranquilo, por primera vez en la vida mintió tranquilo, triste, muy triste, pero tranquilo.
Antes de montarse en el coche se paró y miró hacia atrás, su acompañante buscó en la distancia el objeto de su mirada, pero no lo vio, ¿y cómo lo iba a ver? Este estaba a ocho mil kilómetros en una chabola en el campo de la bota, tenía un año recién cumplido, los ojos azules de su madre y una dulce e ignorante sonrisa, todavía no sabía que ya estaba condenada.
Todas esas imágenes eran recuerdos implantados en la mente de Salaf, no como hechos, datos o conocimientos, sino como momentos, pedazos del corazón de un hombre. En segundos se dio cuenta de que conocía a esa persona más de lo que había conocido nunca a nadie, porque a ésta la había visto desde dentro, sabía de sus miedos, de sus sufrimientos y, sobre todo, sabía sus porqués. Salaf tuvo comprensión absoluta de Domingo, pero la tuvo demasiado tarde, ahora miraba su  cadáver destrozado y se daba cuenta de que él lo había matado. Toda esa ira que había volcado hacía unos minutos sobre Domingo ahora rebotaba sobre él mismo. Su rostro se reflejó en la lámpara encendida y le dio asco verlo. Se levantó tambaleándose y sin querer tiró un vaso que había sobre la mesa. El vaso se rompió, pero quedó un pedazo grande y afilado brillando ante sus ojos, y supo lo que tenía que hacer. No quería enfrentarse a la policía, no quería enfrentarse a su familia ni a sus compañeros, pero sobre todo, no quería enfrentarse a sí mismo, así que sin dudarlo apretó con fuerza el filo del cristal contra sus muñecas y las rajó en línea recta desde la mano hasta medio antebrazo. Primero una y luego la otra dibujó en ellas dos rayas rojas que enseguida empezaron a escupir su vida a borbotones. Salaf se sentó y recostó su cuerpo contra la pared, dejó caer los brazos uno a cada lado y se dispuso a pasar sus últimos momentos mirando cómo su sangre se habría paso suave y espesa por encima de las losas de gres blanco. La mancha avanzaba reflejando en ella la luz de la lámpara encendida cuando Salaf se dio cuenta. ¿Cómo podía la lámpara estar encendida?, no había electricidad. Resiguió el cable con los ojos y ésta ni siquiera estaba enchufada. ¿Qué está pasando? Y por la luz de esa lámpara le vino la luz a la mente, valga la redundancia. Los elementos empezaron a encajarse ordenadamente uno detrás de otro, Guillermo, Héctor, la tormenta, el rayo… SAE. Eso era. Todo esto era por él. Se dio cuenta de que algo le nublaba la mente era como si le hubieran drogado. No quería pensar, le costaba, sus pensamientos parecían arrastrarse, no fluían como era normal en él. Sólo quería recostarse y morir, pensar que él, Salaf, era un ser despreciable a punto de pisar el final de su camino, pero no lo hizo, su mente de matemático se impuso, así, una vez planteado correctamente el problema y con los datos bien ordenados, sólo había una explicación, SAE. Le habían desafiado y él se estaba vengando. Nunca debieron empezar este proyecto, pero, ¿quién iba a imaginar que lo iban a conseguir? Levantó los ojos como queriendo atravesar el techo con la mirada. —¿Por qué? Alá ¿por qué?. Podrías habernos matado a todos mientras dormíamos, o si lo que querías era torturarnos, seguro que tienes poder como para causarnos todo el dolor del mundo. Pero por qué tienes que ser tan melodramático. Vas a matarnos a todos, ¿verdad? Y nos lo harás a todos igual, con esa crueldad que te caracteriza… Tengo que avisar a los demás.
Salaf se levantó tambaleándose y corrió dando traspiés hasta la escalera, bajó apoyándose en la baranda, pero en cuanto llegó al segundo rellano las fuerzas le fallaron y cayó al suelo. Un grito le llegó del vestíbulo y, aunque borroso, vio cruzar a Martín chillando hacia el comedor. Ya no valía la pena esforzarse, era demasiado tarde, la matanza era inevitable. Él había ganado, ¿y cómo no iba ganar?  Él es Dios. Apoyó su espalda contra los barrotes de la baranda y se rió por su osadía. ¿Cómo había pretendido salvarles si era el mismísimo Alá quien les había condenado? Ellos habían pecado, el castigo sería eterno, esa perversa representación sólo iba a ser el comienzo, después, cuando ya no quede sangre suficiente para que el corazón siga bombeando, empezará el verdadero tormento, empezará el infierno. —Debo rezar, pedir perdón, quizás todavía haya esperanzas de salvación. —Con sus últimas fuerzas se arrodilló hacia donde creía que estaba la Meca y rezó, pidió perdón con todas sus fuerzas, se levantaba, se arrodillaba y postraba su cuerpo en señal de reverencia, una y otra vez hasta que no pudo más y cayó de lado. Quedó plegado con la cabeza doblada, y sin poderse mover de esa postura se apagó como se apaga una vela cuando se queda sin aire. Pero antes de morir supo que estaba condenado porque no pudo, pensó en sus niños, en Sama, la más pequeña, hija de María, en Magdalena, Samira y Serezade también… sus amadas esposas, en Abdul, el mayor de sus hijos, en su hermano y en todo lo que Alá le quitaba esa noche… y no pudo, no pudo pedirle perdón, murió maldiciéndole y sabiendo que su alma se condenaría eternamente… pero no pudo dejar de hacerlo.
El viento arremetió con ira contra la puerta del faro rompiendo el cerrojo y haciendo que ésta se abriera hacia dentro golpeando a Toni con violencia y lanzándolo hacia atrás. Ricardo lo sujetó.
—¿Estás bien? —le dijo.
Toni se frotó el hombro —no es nada grave, vamos.
Los dos se lanzaron a la tormenta. Esta vez el viento soplaba en su contra y casi no les permitía avanzar, pero ninguno de los dos se amedrentó y siguieron camino a la mansión. Toni lanzó un quejido, algo le había golpeado la cabeza.
—Mierda, esto es imposible —gritó Ricardo, cubriéndose con las manos— estamos en el trópico, joder.
Pero sí, era posible, una lluvia del granizo más grande que hubieran visto jamás se abatió sobre ellos. Intentaron seguir avanzando, pero el dolor era insoportable, las piedras les golpeaban sin piedad. Fue Toni el que agarró a Ricardo por el brazo y tiró de él otra vez hacia el faro. Los dos corrieron todo lo que pudieron huyendo de esa especie de lapidación cósmica, entraron rodando en el faro y quedaron tendidos en el suelo intentando recuperar el aliento. El primero en levantar la cabeza fue Toni.
—Coño, Ricardo, ¿estás bien? estás lleno de sangre.
—Ya, y tú —respondió él. Toni se miró y era verdad—. No te asustes, es por el agua, hace que la sangre se extienda y una pequeña herida puede parecer una sangría.
—Joder, Ricardo, está cayendo piedra, aquí, en el trópico. Esto es de locos.
—Ya, pero es. No sé, Toni, esperemos unos minutos, las granizadas no suelen durar mucho ni siquiera en el norte.
Los dos se sentaron junto a la pared y Toni respondió —Diez minutos, esperemos diez minutos.
—De acuerdo —concedió Ricardo.
Durante unos segundos permanecieron en silencio hasta que Toni lo rompió—. ¿De verdad eres el mejor?
—No lo sé, no creo, pero lo piensan, que es lo que importa.
—¿Y cómo es que el mejor guardaespaldas es asignado a un científico?, no soy tan importante, ¿cómo es que no estás protegiendo presidentes o gente así?
—Porque no soy el mejor guardaespaldas, Toni. —Ricardo hizo un silencio y continuó— Sabes, sospecho que hoy voy a morir, así que ya no hay nada que callar.
—No moriremos —afirmó Toni.
Ricardo sonrió —No soy el mejor guardaespaldas, soy el mejor asesino —Toni lo miró extrañado—. No, no me imagines con un traje negro, subido en una azotea con un rifle de precisión. Yo era de los otros, los malos, los que asesinamos de verdad, mercenarios nos llaman algunos, pero no es cierto, somos asesinos. Cobramos por matar.
—¿Participabas en guerras?
—Sí, al principio sí, pero luego la cosa fue degenerando… Aunque parezca imposible, hay cosas más rastreras que participar en una guerra. Nosotros nos dedicamos a hacer el trabajo sucio de Occidente. No sé como explicártelo, por ejemplo, se encuentra cobre en una parte de la selva y una empresa quiere explotarlo, pero en ese lugar viven unas cuantas docenas de poblados indígenas. Se monta una guerra ficticia, con las mafias locales, por contrabando, drogas, lo que sea, cualquier excusa es buena. Luego vamos nosotros y limpiamos, lo matamos y lo quemamos todo. No dejamos a nadie vivo, ni mujeres, ni niños, ni gallinas, los hacemos desaparecer. Después la empresa en cuestión compra los derechos fácilmente y explota la zona sin que a nadie le moleste… ¿Qué? ¿Qué te parece tu amigo?.
—Pero tú… tú no eres una mala persona.
—Y eso qué más da. Sí, yo nunca fui como mis compañeros, nunca disfruté matando, no torturé ni violé a nadie, pero estuve allí e hice lo que me tocó hacer. Tampoco habría podido hacer nada por nadie. Nadie hubiera dejado de morir porque yo no le hubiera matado.
—Como que no, al menos los que tú mataste.
—No, habrían muerto igual —Ricardo le miró y rió—. La inocencia de los occidentales. El mundo está lleno de psicópatas, y no están en los Estados Unidos ni hacen películas sobre ellos. Jack el destripador sería un corderito al lado de los psicópatas con los que yo trabajaba. Yo mismo ya he perdido la cuenta de todos los que maté, pero te aseguro que son muchos. Te diré una cosa… El mal no estaba en las selvas de Angola, Camboya o Colombia, el mal no éramos nosotros, el mal estaba sentado en un despacho pulcro y brillante a diez mil kilómetros de allí. Era un hombre impecablemente encorbatado que comía los domingos con su abuela y que habría vomitado si hubiera visto matar un conejo. Su arma era una pluma, cara y de tinta negra, y que no tenía ni puta idea de lo que provocaba.
—¿Quién era?
—¡Es una figura, hombre! si sólo hubiera habido uno creo que yo mismo hubiera ido a matarlo, pero son muchos, presidentes de empresas, jefes de gobiernos, gente con poder en general. Gente que está acostumbrada a que sus deseos se cumplan.
—No te entiendo.
—La mayoría de las veces ni siquiera saben lo que provocan. Ellos sólo ponen el dinero para que eso, lo que sea que desean, pase, y luego no quieren saber cómo va a pasar. Yo quiero una mina allí, y mueren quinientos indígenas sin que ellos quieran saber nada, yo quiero una carretera, yo quiero el petróleo más barato. Yo quiero, yo quiero, yo quiero, y detrás vamos nosotros matando para que ellos tengan lo que quieren. Que en Calcuta se están sindicando en las fábricas textiles, tranquilos, ya vamos nosotros, no sea que las niñas tengan que pagar un euro más por sus camisetas. Son los peores, Toni. Es la maldad aséptica de Occidente.
—Pero eso no te excusa a ti, Ricardo. Quizás es cierto que no habrías podido evitar ninguna muerte, pero de allí a participar en ello hay un largo camino.
—Lo sé, pero no creí que pudiera elegir, el camino me llevó. Escapé de mi casa, luego tuve que escapar de mi país, y un día estaba matando para sobrevivir. Luego piensas en dejarlo, pero… ¿tú crees que cuando uno le ha disparado a la cabeza a un niño puede volver a una ciudad y trabajar de guarda de seguridad en un parking? No, yo no lo veía posible.
—Pero lo hiciste, si no, no estarías aquí.
—Sí y por eso dicen que soy el mejor.
—¿Por qué?
—Dicen que me encapriché de una indiecita y que maté sin despeinarme a nueve de los más sanguinarios y despiadados asesinos que ha parido este mundo.
—¿Y es cierto?
—Como todas las leyendas, sólo a medias. No me encapriché de ninguna indiecita. Simplemente coincidió. Habíamos matado a todos, y ella consiguió esconderse. Yo la vi y no quise decir nada, que se salve, pensé, pero Jonjo también la vio. La sacaron de su escondite y la tiraron al suelo, se pusieron en corro a su alrededor. Yo ya sabía qué iba a venir luego, y ya te digo que no era una simple violación. No me quedé en el corro, yo nunca participaba de esas salvajadas, pero me dejaron espacio para verlo. Ella estaba asustada y me buscaba con la mirada, me pedía ayuda con los ojos. Esos ojos. No se parecía en nada a ella, hasta era de otro color, pero tenía la misma mirada que la primera mujer que maté a sangre fría. No pensé en nada. No quería ayudarla, ni tan sólo creí que pudiera hacerlo, simplemente me harté. Fue un suicidio que salió mal. Me levanté, saqué la pistola y les maté a todos, sólo escapó Ramón que se había quedado amontonando cadáveres para quemarlos.
—¿No se defendieron?
—Sí que lo hicieron, pero yo estaba bien colocado, me quedaron todos en fila de tal manera que se molestaban para disparar y… me imagino que el hecho de querer morir me… no sé. Fueron nueve personas nueve balas, no fallé ni una. Seguramente fue suerte, en ese momento ni siquiera me alegré, volví al lugar de donde me había levantado y me senté.
—¿La indiecita era Nadia?
—Sí, es lo único bueno que me ha pasado en la vida. Ella y vosotros sois las únicas personas buenas que he conocido nunca.
Los habíamos matado a todos, eran sus amigos, sus familiares, ¿y sabes qué hizo ella? Se sentó a mi lado y me consoló, me acarició la cabeza y la mejilla. Esa niña, ese día, me arrancó las únicas lágrimas que he vertido en mi vida. Huimos los dos juntos, ya que la había salvado no podía dejarla allí, estaba seguro de que tarde o temprano vendrían a por mí, pero cosas de la vida, la historia de lo que pasó se fue haciendo grande, y junto con otras más viejas que también se exageraron crearon la leyenda. Nadie nunca vino a darme caza, nadie se atrevía… Me retiré. No entiendo cómo esa mujer me amó tanto, y nunca sabrá ella lo que yo se lo agradezco, me dejó catar una vida que no me merecía. Afortunadamente, un día tomó la decisión correcta y me dejó, yo no habría soportado haberla hecho infeliz.
Toni lo observaba en silencio, pero no le juzgó. —Es curioso que no sea necesario ser una mala persona para hacer cosas horribles, ¿no? Creo que nunca habría pensado que fueras una persona capaz de matar.
—Uff, lo de matar está muy mitificado, todo el mundo es capaz de matar, sólo es cuestión de encontrarse en una situación que te obligue a ello. Una vez lo has hecho unas cuantas veces, le pierdes el respeto. Te sigue doliendo, pero llega un momento en que ya no ves los ojos de tus víctimas cuando se apagan las luces, simplemente entras en un estado de… sequedad, sí, te quedas como seco por dentro. Tienes la sensación de que si escupes escupirás arena. A menudo te preguntas por qué sigues caminando, y sólo la inercia lo justifica.
—Y a tus amigos, los que dices que eran unos psicópatas, ¿les sucedía lo mismo?
—No lo sé, no creo, y si les sucedía lo disimulaban muy bien. A mí siempre me pareció que disfrutaban matando y mutilando. La verdad es que eran unos grandes hijos de puta, y nunca fueron mis amigos, sólo mis compañeros, como lo era cualquiera que se pusiera a caminar a mi lado. Yo nunca tuve amigos hasta ahora.
—Si te refieres a mí, te lo agradezco. Hiciste bien en matarlos, el mundo está mejor sin ellos.
—No te creas, hay colas de psicópatas esperando ocupar sus puestos. Mientras algún hijo de puta rico les pague las armas y les garantice inmunidad siempre habrá un psicópata dispuesto a matar.
Yo era peor que ellos porque yo no estoy enfermo, yo sabía perfectamente que todo lo que hacíamos era una atrocidad y sin embargo seguí allí.
—Todos tenemos cosas que purgar, Ricardo, todos somos monstruos.
—Sí, pero unos más que otros.
—Eso lo dicta la vida amigo. Yo mismo maté a muchos niños.
Ricardo le miró, y le dijo —No me lo creo. Algo tienes en tu pasado que te atormenta, Toni, pero creo que sabría reconocer la mirada de un hombre que es capaz de matar a un niño, la he visto demasiadas veces y tú no la tienes.
—No les maté disparándoles a la cabeza, pero murieron por mi culpa y por mi estupidez premeditada.
—No te preocupes por eso. Si te consuela te diré que ese es el mal más extendido de la humanidad. A veces basta con otorgarle a un humano otro rango para que sea muy fácil matarle.
—¿Cómo? —le interrogo Toni.
—Sí, si a un humano dejas de considerarlo humano y lo llamas otra cosa ya es más fácil matarlo.
—Eso es lo que me sucedió a mí. No les llamaba niños, les llamaba experimentos. En el fondo intentaba conseguir lo mismo que con SAE, una conciencia creada por mí.
—¿Querías ser Dios?
—Soy Dios. Esta vez lo hemos conseguido y sin hacerle daño a nadie. Y te diré más, no hemos creado sólo una vida, hemos creado un universo entero tan complejo como el nuestro, por eso es tan importante que ese ordenador no se apague.
—Nunca he entendido muy bien esto de que SAE esté vivo.
—Pues lo está, en ese ordenador uno de los más avanzados del mundo hay dos programas terriblemente complejos, pero que funcionan con leyes muy simples. Uno es SAE, sujeto abstracto de experimentación, y el otro es Cosmos, y es básicamente lo que su nombre indica. SAE es un programa basado en una infinidad de subrutinas creadas a partir de sistemas de red neuronal que son capaces de generar nuevas redes neuronales al interferir con el programa Cosmos, y Cosmos es un gran programa que trabaja desarrollando un fractal básico hacia todos los puntos que SAE le requiera.
—No he entendido nada.
—Sí, dicho así es un poco complicado, pero para que me entiendas, SAE es un programa que simula un cerebro humano y Cosmos recrea un universo. Hemos puesto en contacto los dos para que se alteren mutuamente y luego hemos mirado si SAE reaccionaba humanamente ante él.
—¿Habéis creado un universo entero dentro de un ordenador?
—No, claro que no, eso es imposible e innecesario, sólo recreamos la parte que repercute en SAE.
—¿Cómo?
—Digamos que hemos creado una fórmula por la que se puede reproducir todo un universo. Es una fórmula infinita y por tanto irreproducible entera, pero sí nos permite recrear el universo en un punto y en un momento concreto. Ese punto y ese momento lo elige SAE, cuando mira, toca, huele es como si su mente estuviera preguntando, y cuando pregunta Cosmos contesta. No creo que él sea consciente de que es un programa, ni creo que su vida y su percepción de la realidad sean muy diferente de la nuestra.
—¿Y cómo estáis tan seguros de que está vivo? —preguntó Ricardo.
—Su percepción, y por tanto su tiempo, discurre a mucha más velocidad que el nuestro, esto nos hace imposible dialogar con él. Pero podemos registrar unos parámetros determinados ante cierto problema, que nos dicen si está vivo o no.
—Pero esto tiene un fallo, Toni.
—¿Cuál?
—¿Si su mundo va tan deprisa, cómo lo hacéis para saber a qué problemas se enfrenta?
—Mira, Ricardo, aquí hemos sido un poco malos. La semana pasada cambiamos Cosmos por Ncosmos. Éste es el mismo programa que Cosmos, pero sin las variables que SAE haya podido generar en el cosmos original.
—A ver Toni, que yo me aclare. ¿Sacasteis a un pobre hombre de su universo y lo metisteis en un universo igual, pero en el que él nunca estuvo?
—Sí, más o menos es eso.
—Joder Toni, eso es una putada, ¿no?
—Sí, pero era la única manera de controlar un trauma en su vida y ver sus reacciones.
—Y cómo se lo tomó.
—Fatal, cómo quieres que se lo tome, pero se ha ido reponiendo. Por un momento nos temimos que se suicidara, pero se sobrepuso. Fue emocionante, sus reacciones y parámetros demostraron sin lugar a dudas que estaba vivo, que tenía conciencia, miedo, ansia, deseos y libre albedrío, es decir, que era humano.
Ricardo miró hacia la puerta, el suelo estaba blanco y el granizo no dejaba de caer. —Esto no hace pinta de parar y ahora que entiendo lo de SAE creo que tengo otra persona a la que salvar.
Toni se levantó —se me ha ocurrido una idea. —Cogió la mesa y le dio la vuelta, las patas eran de metal y Toni empezó a doblarlas ligeramente hacia adentro. Ricardo comprendió enseguida lo que Toni hacía y le ayudó con las dos que le quedaban.
—¿Crees que funcionará?
—Eso espero, si el viento no nos la quita de las manos, funcionará.

Capítulo 7

Madre, me amaste hasta en el olvido.
Ahora, apacigua mi memoria,
resguarda mi corazón…
lo necesito.

Si has llegado hasta aquí quiere decir que estás disfrutando de la novela. Te pido perdón por este corte inesperado, pero me veo obligado a ello si quiero vivir de lo que escribo. Si entras en el enlace que te doy a continuación podrás comprar la novela en Amazon y acabar de leerla y así contribuir a que siga escribiendo.

 

 

 

Etiquetado

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.