Un momento de inspiración
–Camarero, tráigame el mejor champán que tenga.
–Perdone señor, pero, en este bar no tenemos Champán.
–Ya me lo imaginaba…, ponme una cerveza. –Es que llevaba meses soñando en el momento en que podría decir estas palabras. Me imagino que pretender que en un bar lleno de putas y macarras en el centro del Raval haya champán del bueno es un poco iluso por mi parte, pero tenía que decirlo.
Cojo la mochila, la pongo entre mis piernas y me echo a reír, mientras tanto el camarero me pone la cerveza mirándome con desdén. Lo único que me duele de toda esta historia es tenerme que reír solo, aunque es un precio que pago gustoso. Es curioso como la vida, a veces, te cruza estas oportunidades en tu camino y lo único que se necesita es valor para utilizarlas, que no es poco.
Un señor gordito y calvo, tirando a mulato, deposita un periódico junto a mí en la barra y por un momento mis reflejos quieren alcanzarlo, tantos meses de atención constante a las páginas de actualidad han dejado mella en mí, pero era absurdo, hacía ya tiempo que no decían nada del caso Pastor. Me toqué con la mano derecha la cartera, no se notaba, pero yo lo sentía, parecía vibrar junto a mi corazón ese billete de avión, destino… Cualalumpur. Mañana por la noche todo quedaría muy lejos, como lejos parece quedar ya ahora ese lunes de abril.
Esa mañana me levanté con resaca, el día antes había estado bebiendo con unos amigos y la edad ya no perdona. No es que sea mayor, pero a mis treinta años un poquito de alcohol…, quizá no tan poquito, me pueden provocar un despertar de perros, pero no pasa nada, un analgésico, un par de cafés cargados, una buena cagada y… ya estoy listo para enfrentarme a otro rutinario y asqueroso día.
No es que tuviera de que quejarme, pero me quejaba. Es cierto que ganaba un buen sueldo y tampoco se puede decir que trabajase dieciséis horas al día, pero en el fondo la felicidad es relativa a tus sueños, ¿no? Y yo soy un gran soñador, es muy difícil que la vida llegue nunca a saciar mis expectativas. El mundo es tan grande y mi vida tan corta que cada minuto desperdiciado en esa mierda de trabajo me parecía un minuto asesinado, en el fondo era como si cada vez que me levantara para no hacer nada interesante me estuviera suicidando un poquito. Quien me iba a decir a mí que ese día iba cambiar mi vida.
El día estaba lluvioso y el cielo de ese color gris mierda que sólo puede tener en una gran ciudad. El asfalto húmedo y oscurecido por una lluvia de madrugada parecía insultarme, tenía la sensación de que todo el mundo me miraba mal, incluso el señor rojo dibujado en el semáforo. Ahora, en la distancia, me río –éste va a ser un mal día– me dije en ese momento. Lo primero que tenía que hacer esa mañana era meterme en un banco. Estábamos a primeros de mes, eso quería decir que me pasaría una hora haciendo cola, y todo para cobrar un miserable cheque, que no era ni para mí. La única ventaja de todo ese asunto era Helena, la cajera del Banco Pastor, sólo pensar en su sonrisa me podía alegrar una mañana que había empezado tan gris. Me dije para mis adentros, hoy sí, Simón, de hoy no pasa, hoy la invito a tomar una copa. Lo cierto es que las dos ultimas veces que había ido me había dicho lo mismo y ninguna de ellas lo había hecho, y como es obvio hoy tampoco lo haría, aunque no por las causas que yo en ese momento pudiera prever.
Evidentemente cuando llegué, montañas de rostros grises y encorbatados se agolpaban en las ventanillas de los cajeros. Extrañamente la cola de Helena era la más larga, yo, por supuesto, le añadí un poco más de longitud. De entre todas mis virtudes es evidente que la paciencia no es una de ellas, la espera siempre me desespera y tengo que inventar juegos absurdos para soportarla. Jugar a Sherlock Holmes es de los más divertidos. El juego es simple, elijo al azar uno de los rostros sombríos que revolotean a mí alrededor y le doy luz, miro su manera de moverse; su manera de vestirse; sus gestos y deduzco una historia, su historia, si acierto gano y si no, pierdo, aunque nunca puedo comprobar si he ganado o he perdido, suelen ser vidas que desaparecen en el tiempo absorbidas por la gran ciudad y que jamás vuelvo a ver. Ese día me llamó la atención un hombre alto, rubio, tirando a pelirrojo, de cara huesuda y barbilla prominente. Llevaba un traje azul que evidentemente no era suyo, le sobraba por todas partes, y encima no combinaba nada con sus pantalones grises. Por los movimientos de sus manos se deducía que estaba muy nervioso. Una nuez extremadamente exagerada que no paraba de tragar y unos ojos que parecían vigilarlo todo acababan de redondear una sensación que rozaba la histeria.
Mientras avanzaba a pequeños pasos hacia Helena imaginaba una historia que justificara sus nervios. Lo primero era ponerle un nombre; tenía cara de Raúl, esos ojos claros y esa piel marcada, que en su adolescencia debió parecer los Montes del Olimpo de tantos granos que la surcaron, me hacían pensar que era del norte, quizás extranjero, inglés o irlandés muy probablemente. Posiblemente un joven empresario que había gastado todos sus ahorros en un negocio y ahora todo dependía de que ese talón que llevaba bajo la chaqueta tuviera fondos, seguramente esa era la causa de sus nervios. Hay que ver que poco teatral que soy. Hubiera sido mucho más divertido que los nervios de Raúl fueran debidos a que estaba a punto de atracar el banco. Mi subconsciente esbozó una sonrisa, ya sería divertido ya, traería un poco de emoción a un día tan aburrido. Ya me lo dijo un día mi padre –Simón, ves con cuidado con lo que deseas.
De repente una explosión. –¡Todos al suelo, me cago en la puta!
Un señor de tez morena, bajito y fornido, golpeaba sin piedad con la culata de una recortada en la mandíbula a un guardia de seguridad. Raúl, por su lado, sacó una automática y, entre gritos histéricos, empezó a amenazar a todo el mundo obligándonos a estirarnos en el suelo. La mesita de propaganda que quedaba junto a mí me impedía ver bien lo que estaba sucediendo pero por los ruidos y los gritos deduje que mientras Raúl se encargaba de mantenernos a todos bien quietecitos, el moreno había entrado detrás de las cajas y obligado a un cajero, que por suerte no era Helena, a abrir la caja. Un chico joven con pinta de yupi engominado y con cara de asustado me miraba incrédulo al ver que sonreía, un poco de diversión en una mañana gris no vendría mal, total, nunca le he tenido mucho cariño a los bancos y siempre he soñado en asaltar uno, sólo que soy un ser demasiado pacífico para atreverme a un hecho que podría acabar con daños a otras personas, esperaba que Raúl y su amigo pudieran salirse con la suya y huir con el dinero, pasado mañana todo sería una anécdota para contar a los amigos junto a unas cervezas.
Mientras mi mente circulaba por esos derroteros una ley universal entraba en funcionamiento: la ley de Murfy: si algo puede salir mal, seguro que sale mal.
–Alto, no se muevan –seguramente iban a decir más cosas pero los disparos empezaron a sonar. Me gustaría haber podido ver mejor lo que allí sucedió pero yo, como el resto de las personas, estaba más preocupado en intentar hundir mi cabeza bajo mis manos que en curiosear sobre todo ese estropicio que estaba ocurriendo. No sé cuanto duró, pero a mí me pareció una eternidad, al cabo de la cual el silencio volvió a reinar en el banco. Durante unos minutos que me parecieron horas, sólo los jadeos de Raúl y su amigo resonaban en el lugar, creo que fui de los primeros que me atreví a levantar un ojo. Al yupi de la derecha le había estallado la gomina y su cabeza parecía un jardín de cactus, pero lo que realmente me asustó es que justo en la mesita de nuestra izquierda tres agujeros de bala parecían humear todavía.– ¡Joder! –pensé– nos ha venido de poco.
La pregunta que me hacía yo y me imagino que el resto de los allí presentes era, ¿qué coño había sucedido?, aunque lo cierto es que me lo podía imaginar. Seguramente un policía o un guardia de seguridad o algún subnormal armado se creyó Harry el sucio e intentó detener a los villanos, lo que quedaba en ese momento por saber era el resultado final de la imbecilidad del Harry de turno, lo que sí quedaba patente, ya en ese momento, es que eso no iba a ser una simple anécdota que me alegrara esa mañana.
–Qué hacemos –dijo uno de los atracadores, creo que era Raúl.
El moreno dejó pasar unos segundos tras los cuales sólo pudo exclamar un contundente “mierda” un “mierda” que sólo fue el principio de toda una retahíla de improperios insultos y maldiciones, y no era para menos el golpe perfecto se acababa de convertir en el desastre perfecto.
Fue en ese momento en el que una idea en un principio sutil, empezó a florecer en mí. Al comienzo sólo era una cuestión de supervivencia que surgió como respuesta a una pregunta: ¿cómo salir vivos de aquí? Era evidente, para mí, que ese último accidente nos había situado a los atracadores y a mí en el mismo bando, la última cosa que quería ver era una especie de equipo A entrar pegando tiros en plan película americana, para mí, y creo que para el resto de nosotros, lo que más nos interesaba era, o que Raúl y su colega se rindieran o que se salieran con la suya. La primera parte del plan se basaba en intentar que se rindieran, pero al mismo tiempo ya mi mente estaba perpetrando una segunda parte por si acaso no conseguía convencerlos.
Cuando levanté la cabeza Raúl, aun con todos sus nervios, parecía el más sereno de los dos. Estaba sentado junto a la puerta controlando el exterior mientras su compañero daba vueltas sin parar como un león enjaulado.
–perdón –me atreví a decir. El silencio pareció hacerse más profundo de lo que ya era. Creo que mi tímida intervención hizo callar hasta los pensamientos de los presentes.– Perdón –volví a repetir. Los dos me miraban como anonadados y como no contestaban yo proseguí con mi intervención.– perdonen que les moleste… pero… a no ser que decidan salir corriendo esto parece que va para largo y yo me preguntaba si nos van a tener mucho rato estirados en el suelo.
Justo en ese momento, como si no fuera ya bastante difícil intentar hablar con alguien armado y con los nervios a punto de estallar le añades como veinte mil coches de policía con las sirenas a todo trapo entrando derrapando y chirriando ruedas en la calle. Recuerdo que pensé –Los que faltaban, el séptimo de caballería con las trompetas y los indios incluidos, ¿no me habré metido en un concurso de subnormales por error? –Y si esos dos estaban nerviosos antes imagínate ahora. Llegué a pensar que me iban a pegar un tiro. Por suerte, para mí, lo que estaba sucediendo fuera parecía preocuparles más que yo y salieron disparados hacia las ventanas.
Mi nueva posición de rodillas me dio perspectiva suficiente como para hacerme una idea de lo que había y estaba sucediendo. Debía haber unas veinte personas tiradas en el suelo, de los cuales más o menos unos diez eran jóvenes de los que no me iba a preocupar por ahora. Helena estaba llorando, tenía sangre en el brazo derecho. Pero no era el suyo el único llanto que se escuchaba en el lugar, una mujer de edad avanzada yacía junto a dos niños que deberían tener unos ocho y doce años. La niña de doce años ahogaba su sollozar en el brazo de la que supongo era su abuela, el niño en cambio era junto a mí y un señor de unos cincuenta años los únicos que parecíamos tener más curiosidad que miedo. Dicen que la curiosidad mató al gato. Afortunadamente yo no soy un gato.
–¿Qué hacemos? –volvió a repetir el moreno.
–Pensar –dije yo, y enseguida me arrepentí de haberlo dicho porque el moreno se abalanzó sobre mí y me propinó una soberana patada en el estómago que me hizo rodar hasta la pared.
–No te hagas el listillo chaval.
–No es lo que pretendo, –respondí como pude– pero no sé si os dais cuenta que ahora todos estamos en el mismo bando.
–¿Qué quieres decir?
–Me imagino que a nadie de aquí le interesa un comando de fuerzas especiales pegando tiros. Hace un momento ha venido de poco que no me mandáis al otro barrio sin ni tan siquiera enterarme, no quiero volver a oír ni un tiro más.
–Eso va depender de los de allí afuera –añadió Raúl.
La conversación estaba subiendo poco a poco el tono. Tenía que encontrar una manera de relajarlos, sino sería imposible dialogar con ellos. Yo no debía ser el enemigo.
Había sangre en el suelo, justo en la entrada, y el guarda de seguridad que golpeó el moreno al comienzo de esta función, no estaba. Todo parecían ser malos augurios.
–¿Quién ha sido el subnormal que se ha liado a tiros? ¿El guardia de seguridad?
Y entonces intervino el señor de pelo blanco que parecía ser junto con el niño el único que no estaba a punto de echarse a llorar. –No, Pedro no ha sido, él no a empezado, él sólo ha recibido.
–¿Es suya esa sangre?
–Fue un accidente –se apresuró a intervenir el moreno– Nosotros sólo nos defendimos.
–Tienen razón, –contestó el viejo como lamentándolo– la culpa fue de una pareja de la guardia civil. Debieron ver algo sospechoso y entraron. Quizás se asustaron, no sé, la cuestión es que se liaron a tiros. Pedro reaccionó al tiroteo sacando también una pistola que llevaba escondida en el tobillo y salió corriendo hacia la puerta disparando hacia atrás, y un disparo lo alcanzó.
El silencio que quedó después fue un silencio que pesaba; un silencio que parecía ser arrastrado por el tiempo.
–¿Quizás no ha sido nada? –dije yo intentando quebrantar el ambiente, pero la respuesta no hizo más que añadir un poco más de plomo al aire, por si no era suficientemente pesado.
–Le alcanzó en plena cabeza.
Debieron pasar casi quince minutos en el más absoluto mutismo; quince minutos en los que lentamente las cabezas de los presentes iban despegándose del suelo. Unos apoyaban el cuerpo sobre los codos, otros se recostaban en las paredes y todos parecían ir tomando conciencia de la situación. Los atracadores parecía que se iban calmando, pero la situación no era alentadora, estaban cambiando la histeria por la desesperación. Y lo cierto es que no sé si prefiero tratar con un ser histérico o con uno desesperado. No entendía a que se debía ese silencio. ¿Porqué la policía no se pone en contacto con los atracadores? Los estarán intentando poner nerviosos. Ya nadie lloraba. Y al final yo, para variar intervine. –Esto va para largo, no creo que os dejen salir de aquí con vida. A no ser que tengáis un plan cojonudo para salir de ésta, yo de vosotros me plantearía el entregarme como la alternativa menos mala.
–Hemos matado un policía, no nos podemos entregar. Nos encerrarían y tirarían la llave.
–Como mucho serían treinta años y a los quince ya podríais estar fuera por buena conducta.
El moreno se echó a reír. –¿Qué diferencia hay entre quince años y una vida? No, yo no me entrego, si me tengo que cargar a alguien… me lo cargo, y si no que me saquen con los pies por delante, pero, no sé tú –dijo mirando a su compañero– pero yo no me voy a entregar.
Raúl asintió con la cabeza. Quizás por mi necesidad de libertad podía entender que alguien prefiriese morir a pasar quince años encerrado, aunque yo jamás habría matado por ello. –Deberíais buscar una radio o un televisor, sería muy interesante saber lo que está sucediendo allí a fuera. –A alguno de los presentes no pareció gustarle demasiado la aparente ayuda que yo pretendía prestarles a Raúl y su compinche. Entre ellos se encontraba el pijo despeinado que tenía tirado delante, que me miraba como si le estuviera traicionando. No me preocupó mucho, con ese aspecto de nindundi, lo que me hubiera sorprendido es advertir alguna chispa de inteligencia asomando entre tanta gomina.
–En mi despacho hay una pequeña cadena musical que tiene radio.
–¿Dónde está tu despacho? –replicó el moreno con fiereza.
–Es el del fondo. –Se puso de rodillas y les dio unas llaves que llevaba en el bolsillo.
Parecía que poco a poco se iban creando dos bandos entre los que estábamos allí postrados. Por un lado los que como yo pensaban que lo mejor que les podía pasar es que los malhechores huyeran, con o sin botín, pero que todo eso terminara de una manera pacífica. Los otros, quizás porque sus mecanismos mentales no podían procesar mas de dos ideas seguidas, no comprendían como era que estábamos ayudando a los malos. Por suerte para mí el señor mayor, que deduje era el director del banco, estaba de mi parte.
–¿Como coño funciona esto? –gritó Raúl.
El señor pidió permiso para levantarse y se lo dieron. Joder, el tío era bueno. Hizo ver que no sabía muy bien como funcionaba la cadena, les dijo que él nunca ponía la radio, pero les hablaba tranquilo y con voz suave. Estaba claro que todo estaba enfocado a tranquilizar a los captores, hasta que la radio escupió con fuerza lo que estaba sucediendo.
Le estaban haciendo una entrevista al jefe de policía, no recuerdo bien las palabras, pero excepto al director que se le ensombreció el rostro todos nos quedamos con la boca abierta. Resulta que justo a dos manzanas de allí había una reserva de líquido, que viene a ser donde los bancos guardan la pasta en metálico antes de repartirla por todas las sucursales, y eso en sí mismo no tendría mas trascendencia, si no fuera porque este fin de semana se registró un pequeño problema de seguridad y trasladaron todo el líquido a la cámara acorazada del banco en el que nos encontrábamos, nada más y nada menos que unos ochenta y cinco millones de euros, vamos, una burrada de pasta. El jefe de policía estaba convencido de que el golpe era interno, y que los maleantes eran unos profesionales que estaban allí justo por esos ochenta y cinco millones de euros. Claro, eso lo creía porque no les estaba viendo la cara a ninguno de los dos. Parecía que en cualquier momento iba a salir un tren de sus bocas, se habían quedado pasmaos, petrificados, patitiesos, estupefactos, atónitos, alucinados, anonadados y ya no se me ocurre otro sinónimo para describir la cara que se les quedó a esos dos, pero os puedo jurar que no tenían ni puta idea de que en ese banco hubiera tanta pasta. La policía siguió explicando que ellos no negociaban con delincuentes y que no les iban a dar ninguna oportunidad de escapar. –Lo mejor para ellos –dijo el jefe de policía de manera categórica– es entregarse y soltar a los rehenes.
Pero ya era demasiado tarde. Quizás si el muy bocazas se hubiera callado ellos se hubieran entregado. Pero ahora un sudor frío les recorría el rostro y una extraña luz les salía de los ojos, habían sido atrapados por la fiebre del oro. El instinto de supervivencia había pasado a segundo plano, igual que todas las demás consideraciones posibles, en su mente sólo existía una cifra, ochenta y cinco millones, rebotando a toda velocidad de una pared a otra de su cráneo que ahora ya estaba vacío de cualquier otra cosa.
–¿Dónde esta ese dinero? –le preguntó tartamudeando Raúl al director del banco.
El director comprendió en ese momento que el dinero era una nueva ficha que entraba en el juego. Sin decir nada se dirigió hacia una pequeña puerta de madera que había en el fondo del despacho, detrás de ella apareció una gruesa y brillante puerta metálica. Sacó unas llaves extrañas del bolsillo e introdujo dos en sendas cerraduras, giró una y marco un numero en un panel que había a un lado, giró la otra y marcó otro numero en el mismo panel, después de esto la puerta se abrió lentamente produciendo un sonido como si fuera una lata de cerveza gigante y no una caja fuerte la que hubieran abierto. Os lo puedo contar por que hacía un rato que me había puesto de pie y lo observaba todo desde la puerta del despacho, ellos me habían visto y, o me estaban cogiendo confianza o es que los últimos acontecimientos les habían absorbido tanto que ni habían reparado en mí, porque no me dijeron nada. Lo cierto es que la caja no era muy grande, bueno si que era grande, pero no tanto como me la imaginé cuando supe que contenía ochenta y cinco millones de euros. Aunque lo verdaderamente sorprendente era que ni tan siquiera estaba llena. No sé, me imaginaba que tal burrada de dinero ocuparía más. La caja era de grande como un lavabo de bar pequeño sólo que llena de estanterías, y sólo las de la pared central estaban llenas de dinero, también había unos cuantos sacos en el suelo pero por su forma deduzco que contenían monedas.
Por la cara que hacía Raúl y su compañero deduje que esos, o salían con el dinero o en una bolsa. De repente el moreno tomó conciencia de que por un rato habían descontrolado la seguridad, lo cierto es que si en ese momento a los rehenes en pleno se nos hubiera ocurrido largarnos sigilosamente creo que lo habríamos conseguido sin que ellos se enterasen.
–¡tú! Se puede saber que coño haces aquí de pié, siéntate allí, contra la pared. Todos vosotros, también os quiero allí, sentados, ¡contra la pared!
Yo me lo hice para quedar sentado junto al viejo. Mientras, ellos hablaban en voz baja sobre como conseguir llevarse el dinero. Claro, quizás ochenta y cinco millones no abultaban tanto como yo imaginaba, pero seguían abultando un montón. Le susurré al señor de al lado –estos tíos son imbéciles, si no les echamos una mano esto se puede convertir en una masacre.
Él asintió con la cabeza. –Si no hubiera sido por el jefe de policía quizás hubiéramos conseguido que se entregaran, pero con tanto dinero de por medio creo que podemos descartar esa posibilidad.
Yo estuve de acuerdo con él. –Pero si les ayudamos… ¿no nos arriesgamos a acabar en la cárcel?
–No te preocupes por eso, ese dinero está asegurado, el banco no tiene nada que perder, lo que nos importa realmente es que no se produzcan víctimas, quedan muy mal en los periódicos, las directrices de la empresa nos exhortan a hacer todo lo necesario para impedir una intervención armada, el problema es que a mí no se me ocurre nada.
–Yo tengo una pequeña idea.
Levanté tímidamente el dedo –perdón, ¿puedo hablar con vosotros en privado un momento?
Los dos se me quedaron mirando y por un momento me imaginé que el moreno iba a repetir la jugada que había hecho antes con mi estomago, pero no lo hizo, sólo un ligero movimiento con la cabeza me indicó que me podía levantar.
El moreno me hizo pasar a una de las cabinas de cristal y Raúl se situó junto a la ventanilla para escucharlo todo.
–Veréis, como os he dicho antes vosotros y yo estamos del mismo lado porque ni a mí ni a vosotros nos interesa una carga triunfal de los GEOS que le podría costar la vida a alguien. Además, por lo que veo no tenéis ni puta idea de cómo salir de aquí.
–Vamos a pedir un autobús y saldremos de aquí rodeados por los rehenes.
–Me parece muy bien, ¿y donde iréis? ¿Cómo aréis que no os sigan? ¿Cómo cubriréis todos los flancos para que no os dejen secos desde alguno de esos edificios tan altos? –Los dos se quedaron un poco sorprendidos por mis preguntas.
–¿Y tu como lo harías?
–Pensad que lo hagáis como lo hagáis la cosa es peligrosa. Yo os ayudaré, pero sólo con vuestra promesa de que si las cosas se ponen chungas os rendís y hacéis todo lo posible para que nadie salga herido.
Ellos asintieron y yo se lo conté todo. Los dos asentían con la cabeza. Realmente llegué a dudar que comprendieran la totalidad de lo que les estaba contando, pero lo cierto es que a ellos no se les ocurrió nada mejor, quizás por necesidad o por estupidez, pero cuando acabé de contarles todo el plan, ellos confiaban plenamente en mí, creo que en ese momento, aunque de una manera sutil el que mandaba en el banco era yo, y así empezó todo.
De entrada allí había demasiados rehenes para trabajar con ellos de manera eficaz, con ocho que nos quedáramos habría suficiente, de tal manera que había que soltar a doce, yo elegí a cuales había que soltar y a cuales no, eso sí, en cualquier momento la decisión tenía que parecer de nuestros captores. Saldrían los mas asustados y los más molestos, la abuela con sus dos nietas, el cabeza de gomina, Elena, ella era la única que estaba herida, y unos cuantos más, el señor de pelo blanco se quedaba con migo, él se que daría con el segundo grupo. Le expliqué por encima cual era mi plan y el acuerdo al que había llegado con Raúl y su amigo, y le pareció bien.
Pasamos todos unos segundos repasando mentalmente todos los pasos que debíamos dar y acumulando la entereza necesaria para lanzarnos a un plan improvisado con todos los números para que saliera mal. A mí me había tocado ser el maestro de ceremonias, bueno, más que tocarme, este papel me lo adjudiqué yo, pero es que no me fiaba de nadie para lo que se tenía que hacer. La primera parte era salir fuera y explicar a la policía que íbamos a dejar salir a doce rehenes, joder, ya hablo como si yo también fuera uno de los atracadores, bueno, la cuestión era hacer quedar fatal al jefe de policía y que los atracadores parecieran unos pobres corderitos que se habían extraviado del rebaño. Lo cierto es que ni yo me creía que lo consiguiéramos, pero había que intentarlo, era fundamental para que el plan saliera adelante sin que hubiera tiros.
En cuanto abrí la puerta del banco y salí fuera con los brazos en alto me pareció sentir como miles de cañones se clavaban con fuerza en mi pecho. Por un momento llegué a pensar que me confundirían con uno de los atracadores y que se liarían a tiros conmigo, pero no lo hicieron.
Justo en el momento en que la adrenalina dejó de empujar con saña la sangre hacia mis oídos permitiendo que pudiera volver a escuchar mis pensamientos empecé a desarrollar mi plan. Lo primero era localizar a la prensa, enseguida la encontré, se había congregado toda en el extremo derecho de la calle, estaban aislados, pero no lo suficiente como para no oír o ver todo lo que pudiera suceder en la puerta del banco. Luego localicé con rapidez mi segundo objetivo, un coche de policía aparcado justo en posición para salir de la calle sin tener que mover ningún otro. Mientras analizaba toda la situación y calculaba mentalmente lo que tenía que decir me di cuenta de que ya llevaba casi tres o cuatro minutos parado allí a fuera con todo el cuerpo de policía expectante.
–No disparen, soy un rehén –ya ves que tontería, después de tanto tiempo les pido que no disparen. Unos policías desde la izquierda me hacían señales para que corriera hacia ellos, pero yo ni me movía ni hablaba, tantos ojos y tantos cañones apuntándome me tenían el gaznate paralizado, sabía que era lo que quería decir, incluso como lo quería decir, pero en medio de ese silencio de armas encañonándome no se me ocurría como empezar. Abrí la boca hasta cuatro veces, pero no salió nada de ella, llamadle miedo escénico si queréis, pero tenéis que reconocer que si hay una situación en la que la expresión miedo escénico adquiere un significado más puro esa tiene que ser esta, donde una mala crítica equivale a que más de cien agentes descarguen sus cargadores en mi pobre cuerpecito, que aunque no es gran cosa, es el único que tengo ¿sabéis?.
–Sal de en medio, hijo. Escapa. –Gritó el que parecía el jefe con un enorme megáfono. Cuando le vi la cara con ese bigote frondoso y esas cejas tachando ese rostro de fachas, arrugado por la mala leche, moviendo el brazo como un imbécil como si espantara moscas, me cabreé, ¿pero se podía ser mas tonto?
–¡No! –grité con fuerza para que me oyeran todos, y ahí sí, ahí si que no se me quedo nada por decir, me salió del alma. Ese pedazo de hijo de puta estaba preparando una carga de la brigada ligera, por eso me pedía que me apartara, justo cuando iban a soltarse doce rehenes, lo dije todo, y no es porque lo diga yo, pero no sé si fue por la ira o por la inspiración que me dio esa cara de nostálgico del franquismo, pero me salió redondo. Primero acusé a los dos guardia civiles de haber provocado esa situación al actuar sin pensar, luego arremetí directamente contra él y expliqué a todo el mundo como los maleantes estaban a punto de rendirse justo en el momento en que él cometió la irresponsabilidad de contar por la radio que dentro del banco habían, nada más y nada menos, que ochenta y cinco millones de euros, pero en cuanto hice que la prensa prestara atención a esas dos furgonetas que se encontraban en segundo plano de las que asomaban las cabezas encapuchadas de unos señores armados con fusiles de asalto, con la clara intención de tomar el banco por la fuerza se hizo un murmullo general. Para colmo despotriqué por la falta de un negociador en condiciones, y acusé al jefe de policía de tener más ganas de recuperar el dinero que de salvar nuestras vidas.– suerte –dije condescendientemente– que desde dentro del banco un grupo de rehenes hemos tomado la responsabilidad que debiera corresponder a la policía y estamos tratando de negociar con los secuestradores para tranquilizarlos y lograr que esto se solucione con el máximo de velocidad y el mínimo derramamiento de sangre.
Cuando acabé de hablar las manos me temblaban y aunque luego me dijeron que nadie lo notó yo tuve la sensación de haber estado titubeando todo el rato.
Se creó un silencio que se podía cortar con un cuchillo. Todo el mundo estaba expectante, como esperando que dijera algo más y yo no me daba cuenta que me había olvidado de decir justo lo que salí a decir. Tengo que agradecer al señor jefe de policía que me recordara porque había salido que, si no igual me hubiera devuelto para adentro sin decir nada.
–Salga usted de en medio y hágalo rápido. Deje estos asuntos para los profesionales, con esa gente, sabemos con certeza que no se puede negociar. Es usted un iluso si cree que puede conseguir algo.
–Bueno no se como le llamará usted a esto, pero yo no he salido aquí a fuera para darles un sermón, eso sólo lo he hecho movido por la ira que me ha provocado su ineptitud y su desprecio por nuestras vidas, yo he salido a anunciarles que hemos convencido a los secuestradores para que suelten a doce rehenes, entre ellos dos niños, una anciana y una mujer herida, personas a las cuales usted estaba a punto de poner en peligro sin ninguna necesidad. –Joder, pensé, si lo hubiera preparado no me habría salido mejor. Me di la vuelta sintiendo el peso de ochenta balas de plomo sobre mi espalda y me metí otra vez en el banco. Justo en el momento en que la gruesa puerta de cristal blindado se cerró tras de mí sentí como si una fuerza que agarrotaba todo mi cuerpo me hubiera liberado de golpe y exhalé un enorme suspiro, tuve la sensación como si durante todo el tiempo que había estado allí a fuera hubiera estado aguantando la respiración y me di cuenta de que estaba sudando como un cerdo. Lo cierto, y eso tengo que reconocerlo, es que durante esos segundos en los que entré en el banco y vi esas caras sonrientes, incluso la del nindundi de la gomina, oí como por la radio ponían verde, que digo verde, marrón al jefe de policía, y los políticos se aprestaban a declarar que la prioridad absoluta eran los rehenes, me sentí un héroe. Sentí que había hecho algo muy difícil y sentí el goce del triunfador. Me sudaba la polla estar secuestrado por unos chorizos histéricos cautivos de la fiebre del oro, porque después de eso me sentí capaz de todo, incluso me sorprendí tomándome en serio esa posibilidad que un rato antes había concebido como una simple broma íntima, pero las armas de Raúl y su compañero me devolvieron a la realidad, dejé de lado esa idea como lo que era, solo una posibilidad graciosa, y volví a concentrarme en lo que importaba, salir de allí sin que nadie saliera herido…
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